11

Cuando sonó el timbre para ir a almorzar, Hu-lan y las otras salieron deprisa al patio. Salvo los quince minutos de descanso, Hu-lan había estado de pie exactamente en el mismo lugar durante seis horas, así que agradeció la oportunidad de estirar las piernas. Y, por mucho calor que hiciera al sol, estaba mucho más fresco fuera que en la fábrica. Agradecía también la actitud protectora de Cacahuete. Con una sonrisa, las había cogido a ella y a Siang del brazo y las había acompañado al patio. En medio de las mujeres que se apiñaban, Hu-lan había visto fugazmente a May-li y Jin-gren, pero estaban en compañía de su propio equipo. De hecho, todos los grupos parecían formados por las mismas que trabajaban juntas. Después de estar de pie o sentadas tan cerca de las mismas compañeras día tras día, semana tras semana, ¿cómo no se iban a hacer amigas, cómo no iban a conocer los secretos más íntimos de sus compañeras?

Cacahuete se uso a canturrear una antigua canción rural. Tenía una voz dulce y un par de mujeres la acompañaron en el estribillo. Entonces, alguien vio a los extranjeros y empezó a correr la voz de que el mismísimo anciano Knight estaba en el patio. Hu-lan se puso de puntillas para ver a los extranjeros. En traje y corbata tenían un aspecto anónimo y eran poco identificables como individuos. Entonces vio a David. Lo miró a la cara, pero él no la vio. Las mujeres a su alrededor empezaron a hablar entre ellas y se animaron a acercarse a los americanos.

– Su-chan, dile a aquel alto de allá que estás loca por él.

– Ay, no, yo prefiero al viejo. ¿Quién quiere un jiji potente pudiendo tener mejor una moneda potente?

Las mujeres se echaron a reír ante el descaro de la réplica. Entonces se oyó otra voz que decía aún más alto.

– En este lugar tan caluroso en el que me estoy marchitando, me gustaría que alguien me echara un poco de lluvia.

El eufemismo climático sobre el acto sexual hizo que las mujeres rieran a carcajadas.

Hu-lan vio que los hombres no habían entendido nada de lo que les decían. Ninguno menos Aarón Rodgers. Hu-lan vio incluso de lejos cómo se le enrojecían las orejas. No fue la única en advertir su incomodidad.

– ¡Eh! ¡Mirad cómo se ha puesto el jefe Cara Roja! ¡Creo que lo hemos puesto cachondo!

– ¡Ven! ¡Te dejaré tocarme el culito!

– ¡No! ¡Elígeme a mí y verás cómo me pongo con tus embestidas!

– Ni los sueñes, amiga, porque ya tiene una nueva conquista. ¿dónde está la nueva?

Hu-lan miró a ambos lados y vio a Siang más o menos en el mismo estado que Aarón. Miraba al suelo y estaba roja de vergüenza, pero la sonrisa de su cara denotaba cierto regocijo.

– No les hagas caso, Siang -le dijo Cacahuete en voz baja-. Están bromeando.

– ¿De veras? -preguntó Siang.

Cacahuete sonrió con complicidad.

– Cuéntanos lo que te dijo el jefe.

– Que trabajaba muy bien y aprendía más rápido que ninguna.

Entraron en el edificio de la cafetería, cogieron bandejas y se pusieron en fila para recibir un bol de arroz con un poco de carne estofada. Cacahuete y Siang fueron a buscar una mesa mientras Hu-lan se servía una taza de té. Cuando se acercó a sus compañeras, las encontró enfrascadas en una conversación en voz baja.

– ¿Vas a ir a verlo? -le preguntó Cacahuete a Siang cuando Hu-lan se sentó.

– ¿Crees que debería?

– Claro. Yo iría si me lo pidiese -respondió Cacahuete.

Era evidente que Hu-lan se había perdido buena parte de la conversación.

– ¿Pero dónde? -preguntó Hu-lan-. Creí que no había ningún sitio para estar a solas.

Cacahuete y Siang se miraron.

– La gente que dirige la fábrica cree que no tenemos necesidades, pero no es verdad -dijo Cacahuete con delicadeza-. Así que hemos encontrado lugares para vernos dentro del recinto y formas de salir cuando podemos.

– ¿Cómo? -preguntó Hu-lan.

Cogió un trozo de carne y al ver que todavía tenía pelos en la piel lo dejó a un lado y buscó otro bocado más apetitoso.

– Cuando lleves más tiempo aquí lo verás -respondió Cacahuete.

– Pero Siang ya lo sabe y llevamos el mismo tiempo.

– En su caso es diferente. A ella se lo dijo el jefe.

Hu-lan dejó los palillos.

– No es justo. -Las palabras parecían suaves, pero en China era el primer paso para una crítica abierta.

Cacahuete suspiró.

– De acuerdo, pero si te pillan no les digas que te lo he dicho yo. Hay varias formas para reunirse -continuó, tratando de fingir más experiencia que la que le daban sus catorce años-. Quedarse en el complejo es lo menos peligroso, pero es difícil esconderse.

– Anoche, cuando salí, me pilló la señora Leung -dijo Hu-lan.

– Porque saliste después de que apagaran las luces -le explicó Cacahuete-. Hay que salir más temprano. -Cacahuete miró alrededor para asegurarse de que no hubiera nadie cerca, se inclinó y continuó en voz aún más baja-: ¿Has visto que cuando entramos aquí no tuvimos que pasar ningún control? Pues lo mismo pasa en el desayuno y la cena.

– ¿Y?

– Que sólo nos controlan cuando entramos y salimos de la fábrica. El resto del tiempo no nos prestan mucha atención.

– ¿Quieres decir que la gente se escabulle durante el almuerzo? -preguntó Hu-lan incrédula.

– El almuerzo, la cena. -Los ojos de Cacahuete recorrieron el local-. Ahora mismo puedo decirte que no todas están almorzando.

– ¿Y dónde van?

– Al almacén, a la zona de expedición, al edifico de la administración y hasta aquí mismo. -Al ver la sorpresa de Hu-lan, Cacahuete rió-. ¡No lo están haciendo aquí mismo! Sólo lo hacen por la noche, cuando ya se han apagado las luces y se supone que los hombres se han ido a sus casas. Pon a un hombre y una mujer juntos ¿cuánto tardan? No mucho, y el hombre enseguida se duerme. Pero… -los ojos de la chica brillaron- si una se queda en el complejo, si una se queda por ejemplo aquí dentro, una lo hace y después se pasa toda la noche charlando porque este suelo es muy duro para dormir. ¡Créeme, lo sé!

– ¿Pero no te pillan?

– Depende de dónde vayas y con quién.

– ¿Y si una quiere salir? -preguntó Hu-lan.

– Tú también tienes un hombre ¿en? -quiso saber Cacahuete.

– A lo mejor -dijo Hu-lan-. Pero no te creo. ¿Y la puerta qué? ¿Qué pasa con el vigilante?

– ¡Bah, salir es fácil! -se jactó Cacahuete-. Salimos a las siete, igual que los hombres. Le das la bata a una compañera, te vas con los hombres y sales caminando en medio de ellos. A la mañana siguiente, haces el proceso al revés. Y si de verdad quieres salir, siempre puedes pagarle al vigilante. Le gusta mucho el dinero.

Hu-lan recordó lo pálido que se había puesto el vigilante cuando ella le enseñó su credencial la primera vez que había entrado en el complejo. Debió de pensar que ya iba camino de un campo de trabajo forzados.

– ¿Tú lo has hecho? ¿Pagarle al vigilante? -preguntó Hu-lan.

– ¿Yo? No. Estoy aquí para ganar dinero, no para gastarlo -Cacahuete se dirigió a Siang-. ¿Dónde quiere el jefe que te reúnas con él?

Siang se quedó mirando el bol vacío.

– Me dijo que fuera a su oficina, que cenaríamos allí y hablaríamos sobre mi ascenso.

– Mmm -Cacahuete asintió como si supiera muy bien todo-. Quiere hablar. -Lanzó una carcajada estruendosa, se puso de pie y gritó en medio de la sala-: ¡El jefe Cara Roja quiere hablar!

A las carcajadas que estallaron siguieron algunos comentarios sobre las proezas de Aarón Rodgers.

Hu-lan sintió lástima de Siang y le dio una palmadita en la mano.

– NO tienes por qué hacer lo que te dice.

Siang levantó la mirada avergonzada pero también desafiante.

– ¿Por qué no voy a ir?

– ¿No es evidente que hace lo mismo con las otras chicas?

– ¿Y qué?

– Puede hacerte daño. Puedes coger una enfermedad o…

– Dices eso porque eres vieja -le espetó Siang con todo el desprecio que era capaz. Y como Hu-lan pestañeó ante el insulto, continuó-: No te hagas la sorprendida. Es verdad que pareces joven, casi como nosotras, pero eres amiga de Ling Su-chee. La madre de Tsai Bing dice que erais amigas de niñas. Pues si hace tantos años que sois amigas entonces eres tan vieja como ella.

Cacahuete miró la escena de lo más interesada y Hu-lan supo que la conversación que acababa de mantener estaría en boca de todas esa misma noche.

– ¿Y qué pasa con Tsai Bing? -preguntó Hu-lan.

– Hago todo esto por él. -Siang apartó la bandeja y se puso de pie-. Queremos estar juntos, pero ¿cómo vamos a hacerlo sin dinero?

Hu-lan y Cacahuete miraron a Siang alejarse entre las mesas.

– Amor de verdad, ¿no? -preguntó Cacahuete. Hu-lan asintió-. ¿Y además el padre se opone?

Cuando Cacahuete vio que Hu-lan volvía a asentir, suspiró ante lo desesperado de la situación.


Durante la calurosa tarde, mientras Hu-lan seguía enhebrando pelo a los muñecos Sam, Cacahuete las acribillaba a preguntas. ¿De qué pueblo eran? ¿Cómo las habían contratado? ¿Para qué ahorraban dinero? Por suerte, Hu-lan no tenía que preocuparse mucho de sus respuestas debido a las repetidas interrupciones de Siang. Al final, la adolescente terminó sólo por hacer las preguntas a esta última, que respondía con insolente desenvoltura, como si le echara en cara la superioridad de su familia.

– Hace cien años mi familia era importante en esta región -dijo-. Eran terratenientes, lo peor de lo peor, pero tampoco tenían tanto. No eran mandarines ni gente muy culta, pero llevaban muchos siglos en la región. Tenían esclavos. Compraban chicas para trabajar en la casa y con el tiempo se convertían en las concubinas de mis tíos tatarabuelos. -Todo esto lo contaba con un arrepentimiento mecánico, porque Siang no escondía el orgullo por el pasado de su familia. Sin embargo, por las dudas ocultó su altanería y añadió-: Un tío abuelo, uno de los hermanos menores por supuesto, se alistó en el Ejército Popular. Fue una suerte, porque si no habrían matado a toda la familia durante la Liberación o la Reforma agraria.

– ¿Y qué pasó durante la Revolución Cultural? -preguntó Cacahuete. Ahí seguro que tu familia habrá tenido que pagar.

– Yo todavía no había nacido, así que sólo lo sé de oídas. En aquella época había una comuna no muy lejos de aquí donde mandaban a cientos de chicos de la ciudad a aprender cómo trabajaba el pueblo. ¿Te imaginas?

– En mi pueblo -dijo Cacahuete- también había un campamento de trabajo para la gente de las clases altas.

– A lo mejor fue allí donde mandaron a mi padre. ¿Quién sabe? -dijo Siang- Pero siempre he pensado que fue algo bastante raro, porque ni siquiera ahora es tan fácil vivir aquí. Durante todo el tiempo que mi padre estuvo ausente de Da Shui, los campesinos hicieron reuniones para criticar a nuestra familia. Con el tiempo, también mandaron fuera a mis tías. Nunca regresaron. Después, los jefes de equipo de las comunas le asignaron a mis abuelos los peores trabajos: llenar cubos de mierda de la letrina pública y llevarlos a los campos. Mis abuelos, que ya estaban débiles, murieron muy rápido. Cuando mi padre regresó, ya no tenía familia, y su casa, sus herramientas y sus tierras habían sido confiscadas e incorporadas a la comuna.

– Así era la vida en todas partes -observó Cacahuete-. Tu familia no es tan distinta.

– A lo mejor, con un poco menos de charla, las chicas nuevas trabajaban un poco más -interrumpió una voz.

Hu-lan vio a la señora Leung.

– Disculpe, secretaria del Partido.

– Cacahuete, te he dado estas dos porque eres rápida. Pero mira -señalo a Hu-lan- el trabajo de ésta. -En ese momento desvió la atención del trabajo a la persona y reconoció a Hu-lan-. Tú eres la de anoche.

Hu-lan bajó la cabeza. Era una admisión de su culpa y un acto de arrepentimiento.

– Este trabajo nunca pasará la inspección -dijo la señora Leung y le cogió a Hu-lan las manos-. ¡Mira esto! ¡Estás sangrando a través de los vendajes! No debes manchar los productos con sangre. Toma -dijo mientras sacaba del bolsillo unos guantes-. Con esto no deberías tener problemas, pero si no mejoras, tendremos que trasladarte a una tarea menos exigente. -La señora Leung echó un vistazo a la planta en busca de nuevas víctimas. Una vez localizadas, añadió-: Vuelve al trabajo, y tú, Cacahuete, eres responsable de ésta.

– Tienes que esmerarte más, Hu-lan -le dijo Cacahuete cuando la secretaria se alejó-. Éste es uno de los trabajos más bajos. Yo todavía estoy aquí, pero ya soy jefa de equipo de la planta de montaje. Si no lo haces bien, te darán un trabajo aún peor, como levar agua a los lavabos o limpiar el suelo. Te bajarán aún más el sueldo y trabajarás más horas. Sé que no has venido aquí para eso, así que mira bien cómo lo hago…

Cacahuete se pasó la siguiente hora ayudando a Hu-lan. El trabajo no era tan difícil, pero la mano izquierda de Hu-lan estaba vendada y por lo tanto era muy torpe. Cacahuete le enseñó a coger la cabeza del muñeco y al cabo de un rato empezaron a dolerle unos músculos de la mano que ni siquiera sabía que tenía, pero por lo menos ya no estaba preocupada de pincharse la herida con la herramienta. A medida que pasaba el tiempo, empezó a notar la creciente impaciencia de Siang, que chocaba con Cacahuete y carraspeaba con ingenuidad para atraer la atención de la jefa del equipo.

– Tus manos son torpes -le dijo al fin Cacahuete a Hu-lan- y no tienes mucha fuerza en los brazos, pero lo estás haciendo mejor. Prueba sola durante un rato y la próxima vez que venga la señora Leung ya estarás preparada.

En cuanto Cacahuete volvió a su herramienta, Siang empezó a hablar como si no hubiera pasado nada.

– cuando llegó el sistema de responsabilidad, en 1984, todo cambió para nosotros -dijo.

– Las cosas cambiaron para todos. -Por primera vez la voz de Cacahuete tenía un ligero tono de irritación. Se inclinó y le preguntó a Hu-lan-: ¿Y tú qué? No nos has dicho de dónde eres.

– ¡Has estado hablando con ella una hora! -soltó Siang-. ¿Vas a escucharme a mí o hablar con ella?

Cacahuete suspiró, cogió otra cabeza de Sam y empezó a ensartar con pericia los mechones.

– Los líderes de brigada se reunieron para redistribuir la tierra, las semillas, los animales y las herramientas -continuó Siang-. Tuvieron en cuenta el trabajo pasado, los lazos familiares con la tierra, las condiciones del ganado y el suelo. Aunque mi madre y mi padre se habían quitado esa mancha negra mediante la autocrítica, muchos campesinos aún les guardaban rencor. Así que aunque a mucha gente se les devolvieron sus tierras ancestrales, no fue ése el caso de mi padre. Los dirigentes le dieron un terreno pobre en el otro extremo del pueblo. Trabajaba muy duramente, pero un año le fue tan bien que pudo comprar más semillas.

“Fue a ver a unos vecinos, un matrimonio de ancianos y les dijo que si les dejaban plantar en su terreno, cuidaría de ellos el siguiente invierno. Al año siguiente el matrimonio murió y mi padre recibió sus tierras. Desde entonces, cada año tiene un poco más. Todos los días mi padre agradece a Deng Xiao-ping por habernos dado el deseo de hacernos ricos.

– ¿Es millonario? -inquirió Cacahuete.

– ¿Mi padre? ¡No! Es campesino, como todos en esta región. Por eso es tan atrasado.

Las tres siguieron trabajando muy juntas, los hombros casi se tocaban. Cacahuete se inclinó para cambiar los dedos de Hu-lan de posición sobre la herramienta.

– No te olvides de cogerla así -le dijo-, se va más rápido.

Después volvieron a quedarse en silencio mientras las máquinas rugían y las mujeres conversaban.

– Después de todo lo que le pasó a mi familia, ¿qué otra cosa puede hacer mi padre como no sea obedecer cualquier nueva ley? -dijo Siang-. El gobierno decía un hijo, y mis padres tuvieron un hijo, aunque mi padre nunca me perdonó ser niña.

– Mira alrededor -dijo Cacahuete-. ¿Crees que a alguna de nosotras nos han perdonado ser niñas? A veces creo que por eso estamos aquí.

– He venido a esta fábrica para separarme de mi padre -confesó Siang.

Cacahuete levantó una ceja.

– Como muchas de nosotras.

– Pero esto es diferente -insistió Siang-. Mi padre tiene planes para mí. Ha escogido un chico para que se case conmigo. Es de la ciudad de Taiyuan, no del pueblo.

– Pero tú quieres a otro -dijo Cacahuete.

– Mi padre dice que Tsai Bing no es lo bastante bueno para mí, que nunca será más que un campesino. Pero sobre todo dice que no debo ser la segunda opción de nadie. Sabes, Tsai Bing estuvo prometido. Su novia trabajaba aquí, pero murió. Se llamaba Ling Miao-shan ¿La conocías?

– Dormía en nuestra habitación -respondió Cacahuete sin mucho entusiasmo- Era una lianta.

A Hu-lan le habría encantado interrogar a Cacahuete sobre eso, pero Siang continuó.

– Su muerte nos permitió estar juntos. Si trabajo aquí y gano suficiente dinero, entonces Tsai Bing y yo podremos marcharnos. ¿Has estado alguna vez en Pekín? Yo fui un par de veces con mi padre. No puedes ni imaginarte cómo es. Hay tantas oportunidades…

A pesar del charloteo incesante de sus compañeras y toda la información que estaba recibiendo sobre la personalidad de Siang, Hu-lan no podía seguir ignorando su incomodidad física. A las tres le dolían las manos. A las cuatro le dolían los brazos como la primera vez que se había pasado un día entero paleando estiércol a los doce años. A las cinco le latían las piernas y los pies después de estar tanto tiempo de pie en la misma posición. A las seis el cuello le quemaba por mirar constantemente bajo. A las siete, cuando sonó el timbre que marcaba el final de la jornada, estaba dolorida, cansada, hambrienta y decidida a marcharse de ese lugar.

Siang, que había ignorado escrupulosamente a Hu-lan toda la tarde, le susurró unas palabras a Cacahuete, lanzó una última mirada impertinente a Hu-lan y se dirigió deprisa a la salida.

– Me cae bien -comentó Cacahuete-, pero se le nota que es de familia de terratenientes.

– No, no creo que sea eso -dijo Hu-lan-, lo que pasa es que es joven.

– Es mayor que yo -la corrigió Cacahuete.

– En edad sí, pero a diferencia de ti es insegura. Por eso tenemos que perdonarla; con el tiempo crecerá.

– ¿Y dices eso a pesar de la forma en que te ha tratado hoy? -repuso cacahuete mientras se dirigían a la salida-. Eres una buena persona.

– No tan buena, sino vieja, como dijo Tang Siang.

Cacahuete rió y después se puso seria.

– Lo que te dije antes sobre escabullirte de aquí…

– ¿Sí?

– No es tan fácil como decía.

– Ya me parecía.

– En realidad no he hecho ninguna de las cosas de las que hablaba antes -reconoció.

– No lo diré.

– Y muy pocas mujeres han salido del complejo -dijo Cacahuete.

– Quizá algunas lo han guardado en secreto.

¿-Tú crees que alguien podría guardar un secreto por aquí? -bromeó-. Te digo una cosa: todas hemos planeado formas de marcharnos, pero sólo unas pocas han tenido el valor. Aquí son muy estrictos. Si te pillan, seguro que pierdes el trabajo. Por eso es más seguro quedarse en el complejo.

“Es más fácil esconderse. Incluso si te pillan después de que se apagan las luces, sólo te descuentan dinero. Por otro lado, si alguien ve a Tang Siang con el jefe, nadie va a decir nada.

Salieron al patio. El sol estaba bajo sobre el horizonte, pero el calor no disminuía.

– Qué extraño -murmuró Cacahuete-. Está enamorada del mismo chico con el que iba a casarse Ling Miao-shan. Y ahora va a hacerlo con el jefe Cara Roja.

– Cuando a una le meten la cabeza bajo el agua sólo quiere respirar -recitó Hu-lan-. Siang se siente atrapada, y como cualquier rata, haría cualquier cosa por ser libre.

– Eso no es para mí.

– Ni para mí -coincidió Hu-lan.

– Sin embargo, esta noche vas a intentar largarte del complejo. -Con los ojos de Cacahuete clavados en los suyos no podía mentir. La chica aceptó la noticia con una abrupta inclinación de cabeza y añadió-: Soy la persona nombrada para vigilar la habitación. Es mi debe denunciarte.

– Pero no lo harás.

– Nunca denuncié a Miao-shan, porque siempre me decía que si lo hacía, ella me denunciaría a mí aunque yo no hubiera hecho nada.

– Yo nunca te denunciaría, aunque me pillaran.

– Ten cuidado -le advirtió Cacahuete-. Ya te han dado una oportunidad. Es lo mismo que pasa cuando te lastimas. Si te haces daño en la mano, pero no mucho, entonces puedes quedarte… Pero si te lastimas más gravemente o más de una vez, desapareces. Lo mismo pasa cuando te escapas. Si te pillan, quizá te den otra oportunidad o quizás desaparezcas como las demás.

– Sólo iré a casa, a ver a mi familia.

– Quizá.

Hu-lan frunció el ceño y preguntó:

– Otras mujeres volvieron a casa con su familia, ¿no?

– Claro, he visto a algunas volver a los pueblo de los alrededores, ¿pero cómo quieres que sepa lo que les ha pasado a las chicas de los pueblos lejanos? La fábrica las contrató y les pagó el viaje desde lugares muy lejanos, ¿cómo quieres que sepa lo que pasa cuando quieren volver? Por lo que sé, esas chicas se largan a Pekín, o al sur a Guangzhou, o a los campos de por aquí y se mueren. No lo he visto. Lo único que digo es que si te metes en líos, desapareces. Si te haces daño como Xiao Yan hoy, desapareces para siempre.

– Si lo que dices es verdad, tendrías que denunciarlo al Departamento de Seguridad Pública -sugirió Hu-lan con tono fingidamente serio, pensando que las palabras de Cacahuete eran tan exageradas como las escapadas sexuales que había explicado antes.

– ¿Yo? ¡Ni hablar! -sonrió-. No te tomes todo tan en serio.

La mayoría de las mujeres ya había cruzado el patio y entrado en la cafetería.

– Bueno, si quiero irme será mejor que lo haga ahora -dijo Hu-lan. Se quitó la bata rosa y se la dio a Cacahuete-. Hasta mañana -se despidió, bajó la escalinata y se metió tranquilamente en medio de un numeroso grupo de hombres. Algunos la miraron con curiosidad, pero ninguno dijo una palabra.

La respiración de Hu-lan se hizo más agitada y empezó a palpitarle el corazón mientras esperaba que se abriera la puerta. Se dijo que no importaba que la cogieran, que no tenía nada que perder. Sin embargo, el miedo que sentía le hizo comprender por qué las mujeres de allí raramente hacían eso; el peligro de perder su trabajo, de encontrarse abandonadas a kilómetros de su hogar, era un riesgo demasiado grande. Cuando la puerta se abrió, Hu-lan se escondió en medio de la parte más espesa del gentío. Con una pared formada por cuerpos masculinos que la escudaban avanzó lo más tranquilamente que pudo hasta salir del complejo.


Cuando llegó al hotel, se escabulló por la entrada del personal, subió por el montacargas hasta el undécimo piso y llamó a la habitación. David la hizo entrar y la abrazó, pero Hu-lan se dio cuenta de que, por un instante, no la había reconocido. Fue al baño y al mirarse en el espejo vio que el pelo recién cortado se había soltado de las horquillas y tenía toda la cara sucia. Se metió en la ducha y se alegró de quitarse la mugre de la fábrica mientras el agua tibia le masajeaba los músculos doloridos. Cuando salió del cuarto de baño, lleva el pelo echado hacia atrás, un vestido de seda natural de color crudo sin mangas y un vendaje nuevo en la herida.

– ¿Quieres cenar en la habitación? -preguntó David mientras admiraba su transformación.

Hu-lan meneó la cabeza.

– Preferiría salir, especialmente si podemos ir caminando a alguna parte.

Bajaron a recepción y Hu-lan le pidió al conserje que le recomendara un restaurante, pero éste dijo que todos los restaurantes de Taiyuan era para las masas.

– Ustedes son sólo dos personas y el señor es extranjero -le dijo en mandarín-, será un inconveniente para los otros clientes. Es mejor que se queden aquí. Si realmente quieren salir y desean comer comida buena, puedo recomendarles el restaurante del hotel Hubin, especial para nuestros compatriotas del extranjero.

Como el conserje no los convenció con sus sugerencias (probablemente recibía propina de los cocineros de ambos hoteles) David y Hu-lan salieron por la puerta giratoria al sofocante aire de la noche, cruzaron la calle y decidieron arriesgarse en un restaurante pequeño, decorado con luces de Navidad. Hu-lan habló con el camarero sobre las especialidades y los ingredientes, y después hizo el pedido. David pidió una cerveza Tsingtao y Hu-lan optó por un té de crisantemo. Al cabo de unos minutos, el camarero volvió con una sopa de maíz tierno.

Tanto a David como a Hu-lan les habían pasado muchas cosas desde aquella mañana, pero primero empezaron a hablar de trivialidades. David le contó que la había buscado a la hora del almuerzo pero que no la había visto; ella, en cambio, sí lo había visto. Le dijo también que le había impresionado lo alegres que parecían las mujeres camino de la cafetería.

– Nos saludaban con la mano y nos llamaban -le dijo.

Hu-lan se sonrió pero no le contó lo que decían sobre Aarón Rodgers.

Llegó el camarero y, con una floritura, dejó tres platos: dados de pollo salteado con pimientos picantes, verduras estofadas con setas gigantes, y langostinos fritos primero con jengibre, ajo, cebolla y judías negras, y después sumergidos en manteca de cerdo, de modo que quedaran llenos de sabor por dentro y crujientes por fuera. Todo tenía un sabor estupendo, especialmente para Hu-lan, que hacía veinticuatro horas que no tomaba una comida decente.

– Bueno, cuéntame de la fábrica -dijo David al fin.

– Anoche, cuando te llamé, sólo había visto algunos lugares suficientemente agradables como para no salir corriendo -dijo dejando los palillos-. Pero las cosas son de la siguiente manera: hay agua corriente sólo una hora por la mañana y otra por la noche.

“Para tirar de la cadena, hay que sacar agua de una tina y echarla con un cubo en las letrinas. No hay agua caliente. Las duchas están tapadas, si es que se pueden llamar así, y seguramente no se limpian desde la inauguración de la fábrica, hace dos años. La comida tiene pelos dentro. No sé muy bien de qué animal. Y en cuanto a la planta de la fábrica en sí…

David la interrumpió.

– Eres una pequinesa que, casualmente, ha estudiado en una escuela privada de Connecticut. Siempre me hablas de la suciedad o el atraso, como en el viaje en tren o en el hotel de Datong. ¿Acaso no había agua caliente sólo dos horas por día?

– Hay una gran diferencia entre racional el agua caliente y no tener nada de agua corriente.

– ¿Para un campesino? Las mujeres que vi hoy parecían de lo más contentas. Seguro que es mejor trabajar en la fábrica, por muy precario que sea, que en el campo.

Hu-lan se sorprendió de su ignorancia.

– ¿Es que no me crees cuando te digo que nos engañan haciéndonos firmar un contrato que promete una cosa y da otra, o crees que como esas mujeres son campesinas deben estar agradecidas?

– No digo ninguna de las dos cosas, Hu-lan. Digo que estaban cantando, que a mí me parecieron contentas.

– Estoy segura de que eso decían también los amos de los esclavos en América -replicó irritada.

– Hu-lan…

– Pasé sólo un día trabajando hombro a hombro con dos mujeres. Puede que Siang y Cacahuete no hayan recibido la misma educación que tú o yo, pero saben mejor que nosotros cómo son las cosas.

– ¿No las estás idealizando?

Hu-lan reflexionó.

– No -dijo-, al contrario. Han vivido a merced de muchas cosas. Están muy ligadas a la tierra. ¿Sabes lo que eso significa para mí? Franqueza sin ambages.

– En la reunión que estuve, Sandy también dijo algo parecido. Creo que se refería al primitivismo.

– Quizá sea muy primitivo vivir al día, pero hace que las cosas estén muy claras. Las mujeres con las que trabajé saben que las están explotando. Las horas son muy largas. Las instalaciones en que viven son pésimas. El nivel de ruido de la fábrica es terrible. Buena parte de las tareas son peligrosas. Mira mis manos, David.

Claro que había visto la gasa que cubría la herida de la mano izquierda, pero el resto estaba arañado, lleno de costras y las uñas rotas y llenas de cortes.

– Pero esto no es nada -continuó-. Hoy, en la fábrica, una mujer sufrió un accidente grave. Perdió el brazo entero.

David esperaba que Hu-lan le hablara de la muerte de la mujer.

– El vigilante tenía razón -comentó incrédulo al ver que no decía nada-. Lo limpió todo y nadie se enteró de lo que había pasado.

– ¿De qué estás hablando?

– La mujer del accidente se tiró del tejado del edificio. Está muerta.

– ¿Por qué no me lo dijiste antes?

– Supuse que ya lo sabías. Imaginé que por eso estaban tan disgustada.

– Cuéntamelo todo -pidió Hu-lan.

– Estábamos en una reunión y llamaron a Sandy Newheart. Dijo que hiciéramos una pausa para tomar un café. Los Knight y él salieron y yo, al ver que no volvían, salí también y me los encontré con el cadáver.

– ¿Y?

– Nada. Un vigilante cubrió el cuerpo y se lo llevó. Nosotros volvimos a la sala de conferencias. El viejo Knight estaba bastante alterado, pero es un tipo duro, centrado, y seguimos con la reunión.

– David, háblame del cuerpo. ¿Dónde estaba con respecto al edificio? ¿Qué aspecto tenía exactamente?

– Oh, Hu-lan…

– David, por favor.

– Muy bien. -Suspiró y trató de recomponer la imagen en su mente-. Estaba en el suelo, claro.

– ¿Justo al lado del edificio? ¿Sobre los escalones? ¿Contra la pared?

– No; sobre la tierra. Diría que a dos o tres metros del edificio.

– ¿Qué aspecto tenía?

– ¿Tú qué crees? -resopló David-. Tenía la cabeza aplastada y había mucha sangre.

Hu-lan cerró los ojos y se reclinó en la silla.

– ¿De lado? ¿Boca arriba?

– Boca arriba.

Con los ojos aún cerrados, asintió con tristeza, como si ella misma hubiese visto el cuerpo.

– ¿Sabes lo que me dijo Cacahuete? Dijo que Xiao Yan, o sea, la pequeña Yan, la muerta, no volvería nunca más. Pensaba que estaba bromeando. Supuse que se refería a que las heridas eran tan graves que tendría que irse a casa. Pero ahora veo que hablaba de algo completamente diferente.

– No le busques un significado profundo a todo, Hu-lan.

Hu-lan lo miró.

– Sólo reacciono al o que has visto tú.

– Yo vi a una mujer que se tiró de un edificio y se mató.

– Míralo de la siguiente manera: una máquina le arranca el brazo a una mujer. Pierde mucha sangre. Probablemente está en estado de conmoción. No puede ni salir andando de la planta…

– Aarón Rodgers dijo que la llevó en brazos hasta su oficina, pero eso no significa que no pueda caminar.

– Te digo yo que no puede. -Hu-lan esperó que él volviera a contradecirla, pero como no lo hizo, continuó-. Se la lleva a alguna parte…

– A su oficina…

– Y va a buscar ayuda. -David asintió y Hu-lan prosiguió-. Ahora bien, ¿tú sugieres que Xiao Yan se levanta, sube un trecho de escalera, se las arregla para encontrar la salida al tejado, se acerca al borde del edificio y salta?

– Eso es lo que pasó.

– David, piensa en ese edifico. Si estuvieras en el techo de un primer piso y te tiraras, ¿crees que te matarías?

– Probablemente no, aunque podría romperme un tobillo -Sonrió, pero Hu-lan no le devolvió la sonrisa.

– ¿entonces caerías primero de pie?

– Sí, supongo.

– ¿Entonces cómo explicas el hecho de que Xiao Yan aterrizara a tres metros del edificio con la cabeza aplastada?

– ¿Qué estás sugiriendo?

– Que alguien la tiró -dijo Hu-lan.

David no estaba de acuerdo.

– Si uno salta, el cuerpo de inclina. Aunque ella se lanzara de pie, por fuerza después tuvo que caer hacia delante o tras. En esas circunstancias, la velocidad basta para causar el daño.

– Hace tres semanas Miao-shan, supuestamente, se suicidó. Hoy también se ha matado Xiao Yan. ¿No te parece extraño?

– Mira, es terrible lo que le pasó a Miao-shan, y también es muy triste lo de esa pobre chica de hoy, pero estás viendo asesinatos donde no hay más que suicidios. Son cosas trágicas, pero es así.

Otro día y quizá en otras circunstancias, Hu-lan lo habría escuchado de otra manera, pero en ese momento sólo veía su condescendencia.

Se puso de pie y se colgó el bolso del hombro.

– ¿Adónde vas? -le preguntó.

– Todavía no lo sé.

– Supongo que no vas a volver a la fábrica.

Los ojos de Hu-lan brillaron.

– ¿Me estás diciendo lo que puedo y no puedo hacer?

– Dijiste un día, y has estado allí dentro dos.

Ella lo miró enfadada y decepcionada.

– Eres abogado. Se supone que examinas las cosas con lógica. ¿Dónde tienes el cerebro, David?

– ¿Dices eso sólo porque no estoy de acuerdo contigo?

Hu-lan se encogió de hombros con indiferencia.

Él no supo de dónde le salieron las palabras que pronunció a continuación, pero se arrepintió nada más pronunciarlas.

– Te prohibo que vayas.

Ella le clavó una mirada fría.

– Tú no eres mi padre -dijo, y salió del restaurante.

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