12

Hu-lan, sin pensar, cogió un taxi y le dijo que la llevara a la parada del autobús a Da Shui. El taxista le dijo que el último autobús del día ya se había marchado, entonces ella le preguntó si él podía hacer el viaje.

– Usted es pequinesa -dijo el hombre mirando el retrovisor-. ¿Para qué quiere ir allí?

– Sé que cuando me mira sólo ve mi cara y mi ropa -respondió ella-, así que también sé que se da cuenta de que tengo dinero.

Esa respuesta le bastó. El conductor giró en redondo, pisó el acelerador y salió de la ciudad. Muy pronto dejaron atrás las luces de Taiyuan y sólo los faros del coche iluminaron la carretera desierta. Hu-lan contemplo la oscuridad y repasó una y otra vez la pelea con David. ¿Cómo se atrevía a decirle qué hacer? ¿Cómo podía ver a Cacahuete, May-li y Jin-gren como campesinas ignorantes y anónimas? ¿Cómo podía estar con alguien como él? Se sintió tan atrapada como el día en que David y Zai hablaban de las actividades de ella como si ella misma no estuviese presente.

En el cruce, Hu-lan le indicó que girara a la izquierda y poco después le dijo que parara. Le pagó la carrera y le dio una buena propina, pero el hombre la rechazó.

– Lo he visto en las películas americanas de la televisión y dicen que ahora en Pekín también dan propinas, pero no puedo aceptarla.

– Por favor, cójala -le dijo-. Antes le contesté mal porque estaba cansada. Espero que me perdone.

– ¡Ajá! Pensaba que me estaba mostrando los modales de la ciudad. Parece que los dos nos equivocamos. -El hombre escudriñó la negrura de los campos-. ¿Está segura de que quiere quedarse aquí?

Hu-lan asintió. El taxista se despidió y arrancó.

A lo lejos se veían las luces de Taiyuan. En la dirección opuesta, la electricidad que llegaba al pueblo de Da Shui era una prueba más modesta del alcance de la civilización. Pero fuera de esas dos suaves luminiscencias, la noche era negra como el carbón. Hu-lan caminó un trecho corto por la carretera y se internó por un sendero elevado. Al cabo de un rato llegó al pequeño terreno de Ling Su-chee.

Entró en el pequeño patio y se sorprendió de ver a Su-chee sentada en una silla baja de bambú charlando con un hombre. Parecía muy a gusto sentado sobre la tapa de metal del pozo. Su-chee lo presentó como un vecino, Tang Dan y a Hu-lan como a una vieja amiga.

– He conocido a su hija -dijo Hu-lan tratando de ocultar su malestar con los cumplidos de rigor.

Tang Dan dio la respuesta tradicional.

– Es desobediente y fea.

Miró a Hu-lan y ésta le sostuvo la mirada. Tenía cejas pobladas, ojos oscuros y una larga barba blanca desde el mentón. La tripa le abultaba la camisa y los pies calzados con sandalias se veían callosos y ásperos. El único parecido entre Tang Dan y su hija era la fuerza de la quijada.

– Siang está en la fábrica Knight -dijo Hu-lan-. Se encuentra bien.

– No estaba preocupado -respondió Tang Dan-. Este fin de semana, cuando vuelva a casa, la haré entrar en razones. El lunes ya no habrá ningún obstáculo y volverá a obedecer.

El proverbio “si eres una hija obedece a tu padre” cruzó por la mente de Hu-lan. Y se acordó de los modales obstinados de Siang, de su tozudez, de su convicción de tener derecho a todo, y se preguntó cuál de los dos, padre o hija, ganaría la batalla de voluntades.

Tang Dan se puso de pie. Era un hombre alto.

– Buenas noches, Ling Su-chee, Liu Hu-lan.

– Hasta mañana -respondió Su-chee.

En cuanto Tang Dan salió del patio, Su-chee le hizo señas a Hu-lan de que entrara.

Unos minutos más tarde, Hu-lan sentada a la pequeña mesa del único cuarto de Su-chee, tomaba un té. La buena educación le impedía preguntar a Hu-lan a qué se debía su visita a esa hora de la noche, así que volvió a su tarea de hacer zapatos.


Cogió en silencio el engrudo y empezó a aplicarlo sobre trozos de papel de periódico cortados, esmerándose en juntar las capas muy apretadas para que no quedaran burbujas ni partes desparejas. Hu-lan, en silencio también, observó a su amiga y recordó las épocas de la granja tierra roja y las noches que ella también había pasado haciendo suelas de cartón piedra, que después teñía en una cuba con pigmentos rojos y a las que cosía trozos de tela que completaban el zapato.

– Ya te he hablado de David -dijo Hu-lan. Su-chee asintió y siguió trabajando-. Hace muchos años, en América, lo dejé sin darle ninguna explicación. Fue cruel e imperdonable. Todos estos años, desde entonces, me he sentido muy sola. Después, cuando David volvió a mi vida, pensé que podríamos ser felices juntos, pero ahora creo que no.

– ¿Por qué?

– Porque desde que ha llegado ya no sé quién soy. Yo hago una cosa, él hace otra. Me ha dicho cosas terribles.

– ¿Qué cosas?

– Que las mujeres de la fábrica eran unas ignorantes, que nuestro país es corrupto, que la gente que dirige la fábrica es honrada…

– Ah, se trata de un desacuerdo político.

– Eso por un lado, y por el otro piensa que puede tratarme como a una mujer, como a una Tai-tai.

– ¿No quieres ser su esposa?

– esa palabra, como tantas otras de nuestro idioma, para mí es una cárcel.

– No comprendo.

– Mama, baba. Palabras distintas para hermano mayor y hermano menor: gege y didi. Palabras distintas para hermana mayor y hermana menor: jiejie y meime. Tete, nainai, bofu, shushu -pronunció las palabras de abuelo paterno y abuelo materno, tío paterno mayor y tío paterno menor-. Todas estas palabras son diferentes a sus equivalentes maternos, que tienen una connotación despectiva porque la rama materna es menos importante.

Su-chee cogió otro recorte cubierto de engrudo y lo pegó a la suela que iba formando.

– No dices nada que no sepa.

– Toda mi vida supe en qué parte del árbol genealógico estaba. Incluso cuando vivía en Estados Unidos sentía esa presión. No, presión no, se peso, la sensación de que nunca podría ser del todo yo misma.

– Pero nuestras palabras son cómodas -dijo Su-chee mientras levantaba la vista de su trabajo-, nos dicen quiénes somos. Gracias a ellas somos chinos.

– No; nos mantienen encerrados en el pasado -replicó Hu-lan-. Si eres una hija obedece a tu padre, si eres una esposa obedece a tu marido, si eres una viuda obedece a tu hijo -completó Hu-lan el proverbio que había recordado cuando hablaba con Tang dan.

En ese momento Su-chee dejo su labor. Hu-lan, una vez más, se sorprendió de lo que había envejecido su amiga en ese medio tan hostil. Pero estaba haciendo exactamente lo mismo de lo que había acusado a David y al taxista: juzgar a Su-chee por su cara. Detrás de las arrugas y la triste mirada, Su-chee era lo que siempre había dio: amable, buena, astuta.

– Lo lamento, Hu-lan, pero no has cambiado desde que eras una niña. Siempre huyendo, incluso la primera vez que viniste al campo, hace tantos años.

– No vine huyendo, me mandaron a la granja Tierra Roja.

– Sí, pero incluso entonces ya huías de tu verdad.

– No comprendo.

Su-chee entrecerró los ojos para examinar a su amiga de la infancia.

– ¿Quieres que te lo diga? -le preguntó Hu-lan, de pronto, no lo sabía, pero Su-chee continuó-: Esto es lo que recuerdo de ti. A diferencia de las otras niñas a las que enviaron aquí, tú estabas contenta de estar lejos de tu familia. Es verdad que decías que te sentías sola, pero nadie te vio nunca llorar, ni escribir una carta. Cuando había reuniones de crítica, hablabas muy alto y decías las peores cosas. Nadie te quería en su equipo, porque en cualquier momento podías ponerte en contra de alguno o de todo el grupo.

– Lo sé -dijo Hu-lan- y lamento todo lo que hice.

– ¿Estás segura? Porque lo que yo recuerdo es que tus palabras te mantenían alejada de los demás, a salvo en tu soledad.

– ¿Crees que recitaba esos lemas y denunciaba las infracciones de los compañeros porque no quería tener amigos? Te equivocas.

– ¿A sí? -como Hu-lan no contestaba, Su-chee continuó-: si no puedes alejarte físicamente de la gente, entonces pon distancia tratando de ser políticamente superior.

– Nunca te traté así.

Su-chee levantó las cejas. Un silencio incómodo se apoderó de la habitación.

– Tener relaciones sexuales iba contra las reglas -dijo Hu-lan al final-. Era la peor de las infracciones.

– Pero yo era tu amiga -replicó Su-chee-. No tenías por qué denunciarnos…

– Pero todo salió bien. Ling Shao-yi pudo quedarse aquí contigo. Tuvisteis una vida en común.

Su-chee sacudió al cabeza.

– ¿Puedes creer que no pasa un día sin que piense que ojalá no nos hubieras visto, que ojalá no me hubiera casado ni tenido una hija? Shao-yi tenía dieciséis y yo doce años cuando llegó tu tren. ¿Recuerdas cómo lo quería en secreto? Era el amor de una chica de campo por un chico de ciudad. Al cabo de dos años, al final se fijó en mí, pero no teníamos intención de pasar la vida juntos. Los dos éramos conscientes de nuestras diferencias. Él, como tú, era de buena familia. Siempre había pensado que iría a la universidad y sería ingeniero. Pero tú nos delataste y después huiste.

– No huí. Un amigo de la familia vino a buscarme. ¿Crees que me gustó lo que pasó después? Me obligaron a decir cosas más terribles y después me mandaron al exilio en Estados Unidos…

– Después de que te fuiste siguieron castigando a Shao-yi -insistió Su-chee-. Hubo más reuniones de crítica. Lo llamaron contrarrevolucionario, revisionista. Le hicieron escribir una autocrítica. Los dirigentes de la brigada recomendaron que nos casáramos. ¿Pero sabes cómo fue la ceremonia? Los dos llevábamos orejas de burro y desfilamos por todo el complejo. No hubo banquete de bodas, sino que la gente nos tiró fruta podrida. No tuvimos noche de bodas. A mí me mandaron con mi familia y a Shao-yi al establo de las vacas. Me enteré de que lo dejaron allí durante tres meses y no lo sacaron hasta que contrajo una pulmonía. Pensé que nunca más lo vería, pero me equivocaba. Cuando los demás volvieron a sus casas, a Shao-yi lo dejaron. Cuando llegó a la casa de mis padres, no lo reconocí. Había adelgazado mucho y parecía un cadáver. Tenía veinte años pero parecía de sesenta.

– Todo el mundo sufrió en aquellos tiempos -dijo Hu-lan repitiendo lo que había dicho Cacahuete ese mismo día-. ¿Hay alguien en este país que no se haya visto afectado?

– Tienes razón, pero mucha gente pudo recuperar su vieja vida. Shao-yi no, y yo tampoco. Yo, como la mayoría de las chicas, estaba prometida casi desde mi nacimiento. Ya sé que es una idea feudal, pero en aquellos tiempo las costumbres no habían cambiado tanto en el campo. Por supuesto que cuando la familia se enteró de ese simulacro de boda, rompió el compromiso. Mis padres trataron de encontrar otro pretendiente, ¿pero quién se iba a llevar a su familia una estatuilla de jade rota? Cuando Shao-yi se presentó a nuestra puerta, mi padre decidió aceptarlo.

Hu-lan comprendió las devastadoras implicaciones de lo que Su-chee le contaba. En China, nunca se consideraba a la hija miembro de su familia de origen. La criaban como a una extraña, alguien que consumía el valioso arroz hasta que entraba a formar parte de la familia del marido. Para la boda, la familia de la novia tenía que aportar la dote, mientras que la del novio tenía que pagar el precio de la novia. Una familia pobre como la de Su-chee, seguramente había previsto algunos pasteles, unos trozos de cerdo y quizá uno o dos jin de arroz. Pero Su-chee, como pieza rota de jade, o sea, como una chica que había perdido su virginidad, no valía nada. Ninguna familia pagaría por ella, y sus padres no podían permitirse una dote mayor. Shao-yi, en embargo, tampoco valía nada. Ya no tenía acceso a su familia. Tampoco tenía vínculos con nadie en Da Shui ni en ninguna aldea vecina. Al entrar en la casa de su esposa, Shao-yi perdió su identidad. Entregó su nombre y a cambio adoptó Ling como nuevo apellido.

– Al principio fui feliz -continuó Su-chee-. Después empecé a ver cómo sufría él. Vosotros, la gente de la ciudad, no comprendéis el trabajo duro. ¿Crees que alguien preparado para ser ingeniero es capaz de cortar un árbol con un hacha para hacer leña, de arar los campos como un buey o trabajar la tierra con un azadón todo el día, días tras día, año tras año? Hasta a mi padre le daba lástima Shao-yi. A veces le decía: “Ve a ayudar a Su-chee y a su madre”. Y Shao-yi tenía que obedecer porque ya no era un hombre de verdad. ¿Y qué podíamos darle para hacer? No sabía cocinar. No sabía remendar ropa ni -señaló su trabajo- hacer zapatos. Mi madre le enseñó a desgranar, y se pasaba el día sentado fuera, separando el grano o limpiando el arroz. Los vecinos lo veían hacer trabajos de mujer y se burlaban de él.


“Shao-yi escribía todos los años a su familia en Pekín con la esperanza de que le consiguieran el traslado a una unidad de trabajo en la capital y un permiso de residencia. Pero cuando el gobierno se enteraba de que tenía mujer e hija en el campo, ignoraban todas las solicitudes y hasta los sobornos. Para el gobierno se había convertido en un campesino cualquiera, como yo. Cada año, estaba más delgado y taciturno. Empezó a tener úlcera y artritis. Cada invierno me preguntaba si sus pulmones, que habían quedado tan mal desde el encierro, resistirían. Le hacía té con jengibre y cebollas. Le preparaba vahos de vinagre para aliviar la congestión. Pero todas las noches tosía. Cuando empezó a escupir sangre supe que no le quedaba mucho tiempo. El doctor le prescribió un tónico, pero al final murió. Había masticado amargura durante demasiados años.

– Lo siento.

– Eso no es lo que quiero oír -dijo Su-chee.

– ¿Qué quieres que haga? Estoy tratando de…

– Me alegro de que hayas venido por lo de Miao-shan. Y así, es verdad, eso me ayudará. Pero esta noche estoy pensando en otra cosa. A pesar de todo lo que pasó, sé que éramos buenas amigas. Al mirar atrás, recuerdo a otras. La señora Tsai, de la granja de al lado, siempre ha sido muy franca conmigo. La mujer de Tang Dan también era buena, y divertida, cuando trabajábamos juntas en los campos. Ahora ya hace muchos años que ha muerto, pero siempre me acordaré de ella. Pero tú eras mi mejor amiga.

– Para mí también es así -admitió Hu-lan-. Desde entonces no he vuelto a tener amigas.

– ¿Por qué nos denunciaste entonces? -imploró Su-chee-. Habría sido tan fácil mirar a otro lado.

– En aquella época no creía en la política de tener un ojo abierto y el otro cerrado…

– ¡No! Dijiste todo eso y después te escapaste. Es lo mismo que haces ahora con tu extranjero.

– No, no es así. David está tratando de convertirme en algo que no soy. Está tratando de controlarme. -Pero hasta a ella misma esas palabras le sonaron huecas.

Su-chee aprovechó la ventaja y enfrentó a su vieja amiga a su propia debilidad.

– Nos acusas y te vas. Conoces a tu extranjero en América y te escapas de él. Vuelves y entras a trabajar en el Ministerio de Seguridad Pública sabiendo, creo, que nadie querrá ser amigo tuyo si estás en ese puesto.


“Y después te reúnes otra vez con tu extranjero. Pasáis suficiente tiempo juntos y te quedas preñada. Él quiere que te vayas a vivir con él. Aunque no lo reconozcamos, a todo el mundo aquí en China le gustaría irse. Tú tienes esa oportunidad al alcance de la mano…

– Estás tergiversando lo que pasó…

– Y decides quedarte aquí -siguió Su-chee-. Entonces viene él. Y creo que pasó lo siguiente: ves el futuro que se abre ante ti. Crees que serás feliz, y al cabo de un instante, ni siquiera el suficiente para que la tierra dé una vuelta completa, conviertes todo en amargura, de modo que ahora huyes otra vez. Prefieres quedarte sola por tus propios actos y no porque te dejen los demás…

De pronto un haz de luz entró por la ventana abierta.

– ¡Hu-lan! ¡Hu-lan! ¿Estás ahí? -se oyó la voz de David.

Hu-lan nunca se había sentido tan contenta de oír su voz. Su-chee, al otro lado de la mesa, la miró fijamente examinando su reacción.

– Puedes huir de lo que acabo de decirte -musitó-, pero no por eso dejará de ser verdad.

– Si todo lo que dices es cierto, ¿por qué has seguido entonces siendo amiga mía?

– No sé si lo soy -respondió Su-chee con sinceridad.

– ¿Por qué me escribiste entonces?

– Porque necesitaba saber qué había pasado con mi hija y pensé que acudirías si aún te quedaba un poco de decencia…

– ¡Hu-lan! -llamó otra vez David-. ¿Estás aquí? ¿Hay alguien?

Su-chee se puso de pie.

– Ha venido a buscarte. Eso significa que debe de quererte mucho. Y supongo que tú también lo quieres, de lo contrario no estarías tan atormentada. -Cruzó el umbral, miró a Hu-lan casi con lástima y salió.

Al cabo de un momento, Hu-lan escuchó a Su-chee saludar a David en un inglés casi incomprensible.

– Hola. Soy Ling Su-chee. Hu-lan es dentro casa.

Hu-lan se cubrió la cara con las manos, deseó que su corazón no latiera con tanta fuerza e intentó recuperar la compostura para no delatar sus sentimientos. Su-chee distorsionaba los hechos, pero no por eso eran menos dolorosos. Hu-lan oyó que David volvía a llamarla. Respiró hondo, se destapó los ojos y levantó la mirada para verlo de pie en el vano de la puerta.

– ¿Dónde está Su-chee? -preguntó ella.

– Fuera, con el inspector Lo.

Hu-lan reflexionó sobre lo que eso significaba. El viceministro Zai debió de hablarle a Lo sobre aquel lugar.

– Lo siento -dijo Hu-lan.

– Yo también.

Sin hacer caso de lo que le había dicho Su-chee, añadió:

– No estoy acostumbrada a que nadie me diga lo que debo h hacer. Reaccioné mal.

David se sentó al otro lado de la mesa.

– Y yo no sé por qué te dije eso. No soy así, Hu-lan.

– Lo sé.

– Ésta es nuestra gran oportunidad. ¿No podemos dejar atrás todo estoy empezar de nuevo?

– Me gustaría.

El alivio que Hu-lan notó en su propia voz la avergonzó. Miró a David para ver si se había dado cuenta (sí, se había dado cuenta) y lo observó tratando de decidir qué hacer a continuación. ¿Necesitaban hablar sobre lo que sentían al estilo americano? ¿O se mantendría fiel a su propia sugerencia de “dejar todo atrás”? en cuanto a ella, se preguntó si sería capaz de mantener algún tipo de diálogo. Efectivamente se había escapado. Esa admisión permitió que el resto de las palabras de Su-chee empezara a girar en la mente de Hu-lan como radicales libres. Necesitaba tiempo para darles forma, para rechazarlas o aceptarlas. Vio a David examinándola y se dio cuenta de que, como siempre, calculaba cuánto podía escuchar ella antes de cerrarse en banda o huir. En el momento en que Hu-lan empezó a sentir otro ataque de pánico, David llegó a una conclusión.

Se aclaró la garganta y dijo:

– Mientras veníamos para aquí, he pensado en lo que me dijiste sobre la fábrica. Si es verdad…

– Lo es. -Las palabras sonaron débiles. Como si hubiera perdido una gran batalla.

Hu-lan volvió a ver recelo en la mirada de David.

– Tengo que confiar en lo que has visto -continuó con cautela-. Sin embargo, lo que me has dicho no cuadra con la sensación que me dio Henry Knight. Él cree que hace un servicio a sus trabajadores, que les paga bien y les da casa. Además, ha dicho varias veces que ningún empleado ha resultado herido de gravedad. ¿has visto alguien más herido?


Aparte de sus propios rasguños, Hu-lan tuvo que admitir que no.

– Por lo tanto, el accidente y el suicidio de Xiao Yan pudo haber sido algo completamente casual.

– Salvo que Cacahuete dijo que cuando las mujeres se lastiman desaparecían.

– Por ahora digamos que las despiden, ¿de acuerdo? -dijo David. Hu-lan notó que las emociones de las últimas horas quedaban a un lado en el momento en que entraba en los problemas de Knight International-. Eso nos deja con el tema de las supuestas heridas. A mí me indica que hay algún fallo de diseño o que algún punto del proceso de fabricación es inherentemente peligroso.

– Esas máquinas son peligrosas.

– Pero eso podría decirse de cualquier maquinaria industrial del planeta -dijo-. Pero la cuestión pasa de lo de las heridas a lo que sucede si un empleado resulta herido. Y aquí me cuesta creer que los Knight sean patronos irresponsables porque he visto la reacción de Henry Knight ante la muerte de esa chica. No creo que haya sido falsa. De lo contrario se trata de un actor consumado.

– A lo mejor él no lo sabe -sugirió Hu-lan.

– No es plausible. Es su empresa, la construyó él. Se enorgullece de conectar con la gente, de conocer sus productos.

– Pero ¿con qué frecuencia viene?

– No tanta como le gustaría. Tiene problemas cardíacos…

– Entonces a lo mejor no ha visto todo el complejo. ¿Dónde están las peores condiciones? En la planta principal y en los dormitorios. Si es un hombre respetuoso, como dices, seguro que no entra en los dormitorios porque va contra las reglas de la compañía.

– ¿Lo estás defendiendo?

– Si no lo conozco -respondió ella-. Pero respeto tu criterio, especialmente sise trata de un compatriota tuyo.

– Pero ¿qué hay de la planta de la fábrica?

Hu-lan se quedó pensando y preguntó:

– ¿Ya han visitado el complejo?

– Algunas partes… el edifico de la administración, la cafetería, el patio.

– Una de las cosas que he notado es que hay varias naves grandes para reunir a grupos numerosos de empleados. Hay un auditorio, pero la cafetería también podría ser un lugar para hablar a la gente, por no mencionar el patio.

“Es muy fácil reunir allí a todos los empleados. A lo mejor Henry no entró en la planta de la fábrica porque nunca tuvo necesidad de hacerlo. Quizá la visitó el día de la inauguración, o entró en la sala de montaje final. ¿Para qué va a ir a la planta principal? Por otra parte, en el caso de que haya ido, es muy fácil distraerlo con los detalles del producto y no del entorno.

– Hoy dijo que desde que la fábrica se trasladó a China, ha dejado que Sandy y los demás se ocuparan de los aspectos de la manufacturación.

Hu-lan asintió para sí misma.

– ¿Qué? -preguntó David.

– ¿Cómo es ese refrán? ¿Cuándo los ojos no ven…?

– Ojos que no ven, corazón que no siente.

– Eso es. La primera vez que fui a la fábrica, Sandy Newheart me llevó a la parte de montaje final. Es una nave inmensa con cientos de mujeres trabajando. Uno no piensa en lo que no ve. Cuando le pregunté qué había del otro lado de la pared, se molestó. Lo que intento decir es que la arquitectura de lugar esconde cosas. No hay ventanas. La insonorización es excelente. Las puertas parecen no dar a ninguna parte. Los pasillos son tortuosos y ocultan la dirección y as dimensiones.

– No estoy muy seguro de seguirte. No se puede “esconder” una nave con setecientas mujeres dentro.

– Sí se puede -dijo Hu-lan mientras se ponía de pie.

Salieron juntos y se encontraron con Su-chee y el inspector Lo, agachados en cuclillas junto al Mercedes, fumando Marlboro.

– Su-chee ¿puedes darme esos planos que me has enseñado?

La amiga de Hu-lan se puso de pie, se dirigió al cobertizo donde había hallado a Miao-shan y volvió con un sobre de papel marrón. Volvieron a entrar en la casa. Su-chee encendió una bombilla desnuda. Hu-lan quitó el zapato a medio hacer de la mesa y la limpió con la manga. Cuando Su-chee dejó los papeles, Hu-lan los hojeó hasta encontrar los planos de la fábrica. Los cuatro se inclinaron sobre la mesa para mirar el plano general del lugar. Hu-lan hablaba en inglés e iba señalando cada edifico para que los demás se orientaran. Acto seguido apartó ese plano, desplegó el primer piso y pasó el dedo por el papel, señalando los pocos sitios en que había ventanas: todas en el primer piso, en la pared opuesta al patio. Y pasó las especificaciones del edifico de la planta de montaje.

– Aquí está la puerta principal y el vestíbulo. Aquí tienes un escritorio con un botón debajo que abre la puerta de la parte principal del edificio. -Trazó la ruta hasta esa puerta con el dedo, cruzó el vestíbulo del otro lado donde se separaban las mujeres en dos grupos-. Si sigues recto, acabas en la sala de montaje final. -De allí siguió por pasillos serpenteantes, dudó ante otras puertas que no daban a ninguna parte o a armarios o habitaciones pequeñas. Levantó al vista y miró a David-. Cuando uno llegaba esta nave, ya no sabe si está de cara al sur o al norte, ni dónde está en relación con el resto del complejo.

Su-chee murmuró algo y Hu-lan le pidió que lo repitiera.

– Tú habla rápido -intentó explicar su amiga en inglés-. No comprende. Pero esto es como campos. No recto… -Su-chee frunció el ceño para encontrar la palabra, y pasó al mandarín para decir de un tirón un par de frases mientras señalaba a un lado y otro.

El inspector Lo y Hu-lan asintieron, y ésta le explicó a David que los senderos entre los campos nunca se trazaban en línea recta; ni los caminos que iban a una granja o una aldea. La explicación supersticiosa decía que se hacía así para confundir a los fantasmas; la explicación práctica, para despistar a los bandidos, secuestradores y ejércitos invasores.

– Las mujeres que trabajan en la fábrica, incluida yo, no lo ven porque están muy acostumbradas.

– ¿Y Henry Knight diseñó su fábrica de esa manera para confundir a la gente que trbaja allí? -pregunto David.

– ¿Y si fue diseñada así para evitar miradas curiosas, incluida la suya?

– Hu-lan, si las cosas están tan mal como dices, es inconcebible que Henry Knight no lo sepa. Digámoslo de otra forma, ¿quién se beneficiaría de un encubrimiento de maniobras ilícitas? La compañía de Henry Knight. La está vendiendo con unos beneficios enormes. Es evidente que si hay algo turbio, debo ocultarlo hasta después de la venta.

– ¿Y qué pasa con el hijo?

– Doug? Va a ganar dinero con la venta, claro, pero no tanto como su padre. Y se quedará en la empresa después de la absorción. Henry lo ha peleado mucho.

– ¿Así que pueden acusar a su hijo si todo eso sale a la luz? -preguntó Hu-lan-. ¿qué clase de padre es ese?

El grupo se sumió en un silencio incómodo. Todos sabían lo que había pasado entre Hu-lan y su padre. Hu-lan los observó uno a uno, y vio que la miraban comprensivamente.

– Pero por lo que sabemos -dijo con voz firme-, no se trata de una venganza. No es un hombre contra… -Titubeó. Cuando volvió a hablar, lo hizo con tono más duro-. Es una fábrica grande. Si Henry Knight lo sabe, ¿no lo sabrán todos los demás? ¿La señora Leung, Sandy Newheart, Aarón Rodgers, ese vigilante y hasta Doug Knight?

– Y Miao-shan -sugirió Su-chee.

Los ojos de David y Hu-lan se encontraron mientras pensaban.

– ¿Qué mas trajo Miao-shan a casa? -preguntó David.

Hu-lan desplegó más planos, pero no se entendía muy bien el significado. También había mapas del terreno circundante, en los que se veía que la compañía quizá había tenido intenciones de ampliar sus instalaciones. Pero cuando Hu-lan le mostró a David la hoja de cálculo, notó que contenía involuntariamente el aliento y que luego se recuperaba rápidamente. A la izquierda estaban los nombres de las distintas figuras que fabricaban. Al lado de cada uno había cifras, pero Hu-lan no sabía si se trataba de dólares o yuanes. Levantó uno de los papeles y miró los nombres: Sam, Uta, Nick, Gaseoso, Anabel, Notorio.

– ¿Por qué sólo hay seis? -preguntó Hu-lan-. Se supone que los diez personajes son un equipo. ¿Dónde está Cactus? -Citó los anuncios y la historia que había visto en las vitrinas de exposición de la planta Knight-. “Sam y Cactus son íntimos amigos que juntos hacen el bien”. Un golpe maestro publicitario, ¿no crees? Un niño no puede tener a Sam si no tiene también a Cactus. -De pronto lanzó un grito de triunfo-. Es la clave más estúpida que he visto en mi vida, tan estúpida que se me habría escapado de no haber conocido un poco a los muñecos.

En cuanto lo dijo, David también la vio. Sam, Uta, Nick, Gaseoso, Anabel, Notorio: SUN GAO.

– Es tan obvio que tiene que ser un montaje -señaló Hu-lan, pero al ver la expresión sombría de David, preguntó-: ¿Has visto algo así antes?

David apretó las mandíbulas. Hu-lan ni siquiera estaba segura de que fuera consciente de ello. Pero cuando lo oyó responder “no” supo que mentía.

– ¿Y qué hay de los papeles que te mandó Sun? -insistió.

David la miró con determinación. Los documentos recibidos tenían un asombroso parecido con éstos. La misma tipografía, el mismo diseño y el membrete de Knight. Pero no podía decírselo a Hu-lan.

– Inspector Lo -dijo Hu-lan sin apartar la mirada de David-, ¿por qué no espera fuera? Esto podría significar un problema político para todos nosotros y no sé si podré protegerlo.

Antes de que Lo respondiera, David suspiró.

– No tiene por qué ir a ninguna parte.

– David, puede ser algo peligroso -insistió ella-. Cuando recuerdo la fábrica Knight, pienso que ponen en peligro la salud y la seguridad de la gente para ganar dinero, pero ¿va contra la ley? En china, la respuesta es no. Al ver estos papeles me imagino que la figura de Sun está relacionada de alguna manera. Es evidente que los Knight no podrían funcionar aquí sin su ayuda. ¿Pero qué significan esos papeles? Como te he dicho, Sun es un hombre poderoso. Más aún, es un hombre popular, muy, muy popular. Hasta yo lo admiraba.

– No comprendes mi preocupación -dijo David con una sonrisa compungida-. El gobernador Sun es cliente mío. Tú has sido abogada, Hu-lan, y sabes lo que eso significa. Los papeles que me mandó ahora son información privilegiada. Éticamente no puedo entregártelos ni usarlos contra él de ninguna manera, porque es mi cliente, como la corporación Tartan.

– Tú eres fiscal -repuso Hu-lan tras un silencio.

– Era fiscal. Pero incluso como fiscal siempre he respetado los derechos de los acusados. La confidencialidad es la base de nuestro sistema jurídico.

– Pero estás en China…

– No estoy diciendo que los papeles del gobernador Sun sean como estos, pero si lo fueran ¿tendría derecho a perseguirlo como si fuera un delincuente antes que un cliente?

– El artículo 3 de la Reglamentación Provisional de Letrados establece que “los abogados, en el ejercicio de su profesión, deben basarse en los hechos y tener la ley como criterio” -recitó-. Lo que significa que nunca deben establecer la diferencia entre el bien y el mal. Deberían dejar en evidencia los hechos contradictorios y aclarar los errores. Un abogado también tiene derecho a negarse a representar a un cliente si considera que el defendido no le ha dicho toda la verdad.

– ¿Te dejas algo?

– En calidad de abogado que ejerce en China, debes salvaguardar la soberanía del Estado…

– No hay problema.

– Y los intereses económicos del Estado -continuó Hu-lan-. Al mismo tiempo, se deben proteger los derechos e intereses de los empresarios extranjeros.

– Sólo dime una cosa: en este caso, ¿debo mantener la confidencialidad o no?

– Me temo que sí. El código establece que se debe mantener la confidencialidad de las cuestiones privadas. Está a la misma altura que los secretos de Estado.

– Me parece que hay muchas contradicciones en esas reglas.

– Estamos en China.

– ¿Qué puedo y qué no puedo hacer?

– No he estudiado ni ejercido derecho aquí -dijo Hu-lan- no conozco todas las sutilezas ni cómo moverme entre ellas.

– Pero cuenta con algo a su favor -interrumpió Lo, aunque no acababa de entender del todo el dilema de David-. Los abogados tienen derecho a hacer investigaciones y visitas en relación con los casos de los cuales se ocupan.

– Si es así -dijo David-, quiero volver al hotel.

Unos minutos después, Su-chee acompañó a los tres hasta el coche. Con solemnidad le tendió los papeles a Hu-lan, que los rechazó.

– Por ahora guárdalos aquí -dijo-. Tu hija sabía cómo ocultarlos. -y añadió-: Te prometo que encontraré al que la ha matado.

En cuanto el coche desapareció por el camino de tierra, Su-chee se encaminó hacia el cobertizo para volver a esconder los papeles que quizá le habían costado la vida a su hija.

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