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Hu-lan despertó antes del amanecer pensando en Miao-shan. La noche anterior, su amistad con Su-chee la había distraído y no había usado las herramientas de investigación que solía emplear cuando investigaba un crimen o interrogaba a un testigo. Para empezar habría pensado en el móvil. Habría tratado de clasificar el asesinato. ¿Era un asesinato por encargo? ¿Motivado por la discusión personal o económica, por sexo, venganza, política o religión? ¿O era simplemente un suicidio? Se habría centrado mucho más claramente en Miao-shan en sí. Tal como había dicho la noche anterior, para coger al asesino el investigador tenía que comprender a la víctima.

Se vistió y salió. Hu-lan, oriunda de Pekín, con sus coches, camiones y millones de personas, estaba acostumbrada al ruido. Allí había otro tipo de ruido. Se oía a los pájaros embelesados con sus gorjeos matinales y el canto de las cigarras. Aunque era domingo, oyó a lo lejos la reverberación de alguna máquina agrícola. Más allá de estos sonidos y oculto justo debajo de la superficie, se escuchaba el suave zumbido de la tierra en sí. De pequeña, pensaba que era el ruido de las plantas que se abrían paso a través del suelo.

Caminó despacio hasta el cobertizo en que habían hallado el cuerpo de Miao-shan. De haber estado presente aquel día, Hu-lan no habría dejado acercarse a nadie para poder examinar el fino polvo que cubría la tierra apisonada. Pero, si había habido huellas, hacía tiempo que se habrían borrado, de modo que abrió la puerta y entró. Los olores y los objetos de antaño asaltaron de inmediato sus sentidos. En ese pequeño cobertizo oscuro se mezclaba el aroma de la arpillera, la tierra, el queroseno y las semillas, creando una atmósfera fuerte y desagradable, embriagadora y terrosa.


Cerró la puerta a sus espaldas. Mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad, se obligó a apartar de su mente los recuerdos infantiles y las ideas preconcebidas.

Trató de imaginarse a Miao-shan colgada de la viga con la escalera debajo. Recordó los suicidios que había visto: la joven madre de Pekín que se había matado con ácido fénico. La anciana de su barrio que, por razones que nunca se aclararon, se había tirado al lago Shisha con piedras atadas a los tobillos. El hombre que había echado mano de los ahorros de su pueblo para invertirlos en bolsa y los había perdido todos para acabar tirándose por la ventana de un hotel, y no tener que volver y enfrentarse con sus vecinos. Después recordó a su propio padre y lo vio apoyar el cañón de una pistola contra su sien y apretar el gatillo.

Hu-lan fue deslizándose hasta sentarse con la espalda apoyada contra la pared del cobertizo y pensó. La vanidad -incluso en los momentos más desesperados- impedía a las mujeres usar armas de fugo para matarse. Preferían las pastillas, arrojarse al mar y hasta cortarse las venas, opciones que no alteraban el rostro y hasta admitían la posibilidad de un rescate. Colgarse era un acto típicamente masculino, puesto que implicaba cierta pericia manual: atar la cuerda a una viga, hacer un nudo corredizo, poner un objeto que permitiera subir pero que pudiera quitarse con facilidad de una patada. Desde luego que una chica campesina tenía esas habilidades, pero la muerte por ahorcamiento no dejaba un cadáver muy agradable de ver. Poro todo lo que Su-chee había dicho de su hija -que estaba transformándose en el ideal de belleza occidental-, el cuello roto, la lengua hinchada y la cara morada no encajaba con el esquema de esa víctima en concreto.

Había algo más que también la preocupaba. Aunque el suicidio era producto de una profunda melancolía, las víctimas con frecuencia utilizaban la acción como forma de quedarse con la última palabra, o de causar un sentimiento de culpa permanente a los que dejaban. Como consecuencia, los suicidios eran planeados de modo que la persona que descubriera el cuerpo fuera el blanco de la ira o desesperación de la víctima. La joven de Pekín, por ejemplo, le había dejado el bebé a una vecina, volvió a casa, se puso el traje de novia, tomó ácido fénico y, a pesar de los espasmos abdominales agónicos, se acostó para que el marido -que resultó tener una serie de aventuras- la encontrara en el lecho matrimonial.

En esa granja sólo una persona podía encontrar a Miao-shan. Pero hasta el momento, Su-chee no había dicho nada que dejara entrever encono alguno entre madre e hija. Veinticinco años era mucho tiempo, pero ¿era posible que Su-chee hubiera cambiado tanto como para ocultar tan bien sus emociones e intenciones? Si hubiera sentido culpa o remordimiento, ¿habría hecho venir a Hu-lan? No, se dijo, la madre creía que algo le había pasado a su hija, y cuanto más tiempo pasaba Hu-lan en ese cobertizo más se convencía de ello.

Sin ninguna prueba material, el único camino para comprender lo ocurrido era retroceder paso a paso a partir de la escena del crimen. A cada paso, aparecería una imagen más clara. El primero sería interrogar a Tsai Bing, ya que los maridos y los novios eran con frecuencia los responsables de los suicidios. Nada de lo que había dicho Su-chee indicaba la existencia de animosidad entre el muchacho y su prometida, pero las madres podían ser muy ciegas cuando se trataba de cuestiones tan personales.

Hu-lan se puso en pie y salió fuera. Recorrió los campos con la mirada y divisó a Su-chee. Caminó por un arcén elevado que discurría entre un campo de maíz y otro de girasoles a punto de abrirse y llegó a donde estaba su amiga trabajando con una hoz.

– He estado pensando, Su-chee -le dijo- y creo que sería un error que hablara con la gente como inspectora del Ministerio de Seguridad Pública. Se asustarían demasiado.

Su-chee frunció el ceño.

– El asesinato de mi hija merece que se asusten.

– Sí, por supuesto, pero si quieres que cojamos al asesino, no podemos asustarlo para que se esconda. Dejemos que piense que se ha salido con la suya. Dejemos que piense que soy pariente tuya o una amiga de visita. Bajará la guardia, y cuando lo haga, allí estaré.

– ¿Pero quién es?

– Aún no lo sé, pero para hacerlo salir debo entenderlo. Y para entenderlo debo entender a Miao-shan. Y para entenderla a ella, creo que debo mezclarme con la gente.

– Así no lo conseguirás -dijo Su-chee señalando la ropa de Hu-lan-. Puedes ponerte las cosas de Miao-shan, al menos hasta que crezca ese bebé que llevas dentro.

Volvieron a la casa y Su-chee abrió un armario que contenía ropa de algodón cuidadosamente dispuesta en dos estantes.

– Ésta es la ropa de Miao-shan. Era delgada como tú.

Hu-lan había tenido que cambiar de personaje muchas veces en su vida. En algunas ocasiones debido a caprichos de la política, como cuando la habían sacado de su rutina de niña privilegiada para mandarla al campo. Otras veces como resultado de circunstancias geográficas -de chica campesina china a alumna de un internado en Connecticut-. Los trabajos y el dinero también habían afectado su atuendo: primero estudiante de derecho, después abogada en Phillips, MacKenzie amp; Stout. Últimamente, había tenido que cambiar de ropa para poder resolver determinado caso. Hu-lan no lo consideraba tanto un trabajo de agente secreto como confundirse con el paisaje para poder escuchar la auténtica voz de la gente.

Se quitó el vestido y se puso una sencilla blusa blanca de manga corta, muy suave por el uso y las lavadas, y unos pantalones que le cubrían por encima de los tobillos. Su-chee le tendió unos zapatos hechos en casa. Al ponérselos, Hu-lan pensó en la clase de vida que llevaba la gente de campo que los usaba. Sintió que abandonaba la actitud de seguridad y dominio de sí misma y se aposentaba en una mujer que había sobrevivido sólo por capricho de la naturaleza. Al cabo de unos minutos, con la ayuda de esas pocas prendas y de un cambio de comportamiento, Liu Hu-lan pasó de Princesa Roja a campesina.

– ¿Puedes indicarme el camino a la granja Bing?

– Ellos no saben nada -respondió Su-chee.

– Voy a ver a Tsai Bing -aclaró Hu-lan, y agregó-: Si quieres que me ocupe de esto, has de dejar que lo haga a mi manera. Por favor, confía en mí.

Tras una breve discusión, Su-chee accedió de mala gana.

– Una cosa más -dijo Hu-lan mientras salían de la casa para cruzar el campo-: no le digas a nadie quién soy.

– ¿Y si alguien se acuerda de ti?

Hu-lan meneó la cabeza.

– Ha pasado mucho tiempo. Tú eras una de las pocas del lugar que iban a la granja Tierra Roja a enseñarnos. Los que eran mayores probablemente estarán muertos. -Su-chee asintió-. Y la gente de nuestra edad, bueno, la mayoría volvió a la ciudad, ¿no? Además, veinticinco años es mucho tiempo. Muy pocos conservamos el mismo aspecto.

– Sí, pero puede haber gente que te recuerde por tu nombre: Liu Hu-lan, mártir de la Revolución.

– Quizá. En una época era un nombre popular, pero soy sólo una entre muchos de mi edad. Lo importante es que aunque la gente reconozca mi cara por alguna razón… -Pensó en las fotos del periódico, se enderezó y subrayó-: Nadie puede saber que trabajo para el ministerio. Nadie. ¿Comprendes?

Su-chee contempló a Hu-lan. ¿Se le habría ocurrido escribirle si no hubiera visto en el tablón de anuncios del pueblo esa foto de Hu-lan bailando con un vestido ceñido y tacones? En aquel momento, Su-chee no había oído ningún cotilleo y no mencionó que esa mujer decadente de la foto había vivido en la región. Como dijo Hu-lan, habían pasado muchos años y era una cara anónima de ciudad entre miles de caras anónimas de ciudad. Ahora, si la veían con ropa de Miao-shan nadie iba a pensar que era una pequinesa, y mucho menos una inspectora del Ministerio de Seguridad Pública. Era una campesina más. Su-chee asintió en silencio como respuesta a la pregunta de Hu-lan.

– ¿Y estás segura de que es esto lo que quieres? -preguntó poniéndole una mano en el brazo-. Porque si tienes dudas éste es el momento de desistir.

– Estoy segura.

– De acuerdo, pues. ¿Está muy lejos?

Su-chee señaló al otro lado del campo.

– Sigue otro li más y verás la casa.

Hu-lan avanzó unos pasos y se volvió.

– Quizá esté un tiempo fuera. Vuelve al trabajo y no te preocupes por mí. -Y echó a andar por el sendero.

Aún era temprano, alrededor de las ocho, pero el sol ya azotaba sin la tregua de una brisa. La tierra reverberaba por el calor y la humedad. Pronto empezaría a aclimatarse, pero de momento resistía lo mejor que podía. El sudor le corría por las piernas, pero no aflojó el paso. Ir más despacio sólo prolongaría la caminata bajo el sol; ir más deprisa sólo apresuraría la deshidratación.

Más adelante, las hileras de judías volvieron a convertirse en hileras de maíz. El aire era poco más fresco gracias a los altos maizales que crecían a ambos lados y daban un poco de sombra, pero en cierta forma prefería las judías a las molestas hojas del maíz que a veces sobresalían de los ordenados surcos. De pronto oyó voces. Se detuvo y se dio cuenta de que venían de delante. Ya era muy tarde para que los Tsai siguiesen trabajando en el campo. Pero esas voces no eran las del padre, la madre y el hijo que trabajaban hombro con hombro. Se trataba de murmullos interrumpidos por las risitas de una chica.

Como los pasos de Hu-lan, por los zapatos hechos a mano, prácticamente no hacían ruido, agitó las hojas del maíz con la mano para que el crujido anunciara su presencia a quienquiera que estuviese allí. De pronto, el sembrado se abrió y apareció un claro de unos dos metros por dos, en el que convergían otros cuatro senderos. En el centro de la encrucijada había una joven pareja sentada.

– Ni hao. -El saludo del joven pareció más bien una pregunta: “¿Quién eres y qué estás haciendo aquí?”

– Zan mey yang -respondió Hu-lan, “¿qué tal?” y continuó sin esperar respuesta-: Estoy buscando la granja de la familia Tsai. ¿Está acerca?

La chica rió.

– Yo soy Tsai Bing -respondió el joven-. Éstas son las tierras de mi familia. ¿Qué desea? ¿Busca a mis padres? Están en el campo al otro lado de la casa.

Hu-lan, en lugar de responder, preguntó:

– ¿Puedo sentarme?

Los dos chicos se miraron y miraron después a Hu-lan. Al final, el joven asintió.

– Soy Liu Hu-lan, una amiga de Ling Su-chee.

– Ella es Tang Siang -dijo el muchacho señalando a la chica-, la hija de nuestro vecino. Las tierras de los Tang están allí -levantó un dedo sucio para señalar hacia la izquierda-. Tienen tantos li, tantos, que Tang Dan y su hija pueden vivir en la aldea de Da Shui.

En otra cultura, Hu-lan habría tomado esa minuciosa presentación como un parloteo nervioso, pero en China no sólo era común sino también lo esperado que una presentación incluyera identificación de lugar, condición y, lo más importante, posición de la familia.

Hu-lan no correspondió con similar información sobre ella.

– He venido a visitar a Su-chee -dijo en cambio-. Está muy triste por la pérdida de su hija. -mientras hablaba, observó a Tsai Bing. La cara todavía no había llegado a su madurez y tenía unos rasgos abiertos, ojos brillantes y sonrisa amistosa. Tenía una delgadez de campo, lo que significaba que era sólo piel y huesos. Levaba unos pantalones cortos, demasiado holgados para él, con un cinturón muy ceñido. Tenía el cabello negro y largo, con mechones rebeldes y despeinados. Hu-lan no sabía si era por habérselo cortado en casa o por el encuentro a solas con aquella chica-. Debe de ser muy duro para ti también.

– Ah, sí -dijo. Parecía sincero, pero Hu-lan se percató de la rápida mirada que intercambió con Siang.

– Tú y Miao-shan erais amigas, ¿no? -preguntó a la chica-. En el campo todos se conocen.

– Nos conocíamos desde el colegio. -Su tono parecía amable, pero Siang no era lo bastante sutil para ocultar el desprecio de su voz, que prácticamente decía a gritos: “Era pobre. Mi padre es un hacendado. Vivía en estos campos. Yo vivo en el pueblo”.

– Estoy segura de que a la madre de Miao-shan le ayudará mucho enterarse de tu dolor y saber que has venido a consolar al prometido de su hija.

Las mejillas de Siang se ruborizaron, pero no dijo nada.

Hu-lan dejó que el silencio se prolongara. No tenía prisa, y cuanto más tiempo se mantuviera callada, tanto más rápidamente tratarían los dos chicos de llenar el vacío. Siang dibujaba una línea en la tierra con la punta de la zapatilla, mientras Tsai Bing miraba nervioso alrededor.

– Últimamente no veía mucho a Miao-shan -dijo al fin-. Ella siempre estaba en el trabajo o en los dormitorios, y yo siempre aquí, en el campo. Vidas diferentes, gustos diferentes.

– Pero pronto iba a ser la misma vida, los mismos gustos, ¿no? -comentó Hu-lan-. El matrimonio une a la gente. La última noche debiste de haber hablado con ella de eso, de los planes de boda…

– No veía mucho a Miao-shan -la interrumpió-. Antes del suicidio, hacía semanas que no la veía.

– ¿Pero el bebé y la boda?

Ahora le tocó el turno a Tsai Bing de ponerse rojo. Echó otra vez una mirada a Siang. Al principio pareció turbado, pero luego desafiante. Se volvió de nuevo hacia Hu-lan y proyectó la barbilla hacia delante en un gesto de indiferencia.

– ¿Y quién dice que Tsai Bing fuera el padre? -intervino Siang-. Miao-shan no vivía en casa. ¿Quién sabe lo que hacía o dónde lo hacía?

– Eso es verdad -coincidió Tsai Bing.

Tsai Bing y Siang debían de ser amantes. ¿Qué otra cosa explicaba sino la extraña indiferencia de Tsai Bing hacia la pérdida de su prometida y los crueles comentarios de Siang? Pero la guapa de cara aún no había terminado.

– Miao-shan siempre estaba presumiendo. Con su ropa nueva y cara pintarrajeada pensaba que demostraba a todo el pueblo que era la mejor. Pero todo el mundo la miraba y pensaba que se comportaba como una prostituta.

– Comprendo -dijo Hu-lan, y en efecto comprendía perfectamente los celos de Siang.

– Todo el mundo sentía lástima de Tsai Bing -continuó Siang-. Es un buen hombre y un buen campesino. Obedece a su familia y respeta las reglas públicas. La ley dice que es demasiado pronto para que se case sin el permiso paterno y un permiso especial de excepción. Quizá algún día se case. Y cuando lo haga lo hará en toda regla y no por la puerta trasera.

Hu-lan había oído suficiente. Se levantó despacio y preguntó:

– Tsai Bing, ¿estás seguro de que no viste a Miao-shan esa última noche o por la mañana? Su madre pensaba que estaba contigo.

El chico, en lugar de responder, alargó la mano y cogió la de Siang.

Hu-lan se despidió mencionando que esperaba que se volvieran a ver, pero lo que pensaba era que Tsai Bing, un chico bastante agradable, estaba enamorado de Siang. Y si esa obstinada chica se salía con la suya, no le quedaba mucho tiempo para convertirse en su marido. Y cuando eso sucediera, caería rápidamente aquejado de Qi Guan Yan (férreo control de la mujer), o sea, vulgarmente el típico calzonazos. Pero la mente de Hu-lan fue más allá de esa valoración superficial. Si les creía y habían pasado juntos la última noche, ¿dónde estaba entonces Miao-shan? Quizá le había pasado lo mismo que a Hu-lan: al ir a buscar a su prometido, lo escuchó hablar con Siang en el maizal. Había muchas mujeres -y hombres-que se mataban por desengaños amorosos.

Hu-lan no paraba de pensar en Tang Siang. Era evidente que estaba celosa de Miao-shan. Más aún, sus comentarios habían sido innecesariamente crueles. Más que los comentarios de una persona que estuviera segura de su relación con Tsai Bing, parecían los de alguien que aún intentaba afianzar su posición o -si era tan lista como pensaba- que trataba de distraer a Hu-lan de la verdad, fuera la que fuese. Todo esto, junto con la descarada intimidad de Tsai Bing y Siang, hizo que Hu-lan se preguntase si era posible que el uno o la otra hubieran asesinado a Miao-shan. Los crímenes pasionales eran tan antiguos como el corazón humano.


Cuando Hu-lan salió de los campos y se dirigió a la carretera que llevaba a Da Shui aún era temprano, pero, para las costumbres rurales, ya era tarde.


Los campesinos que habían ido al pueblo a vender sus productos o a hacer negocios regresaban, por lo que Hu-lan tuvo que abrirse paso entre un tráfico en sentido contrario de gente, carretillas, carros y bicicletas. Al principio se mantenía a un lado de la carretera,, nerviosa por los carros, los camiones y los autobuses, pero al poco rato cogió el ritmo: los pasos parejos, un saludo ocasional, la bocina de los vehículos, el olor a tubos de escape, sudor y tierra.

Una hora más tarde, con el sol directamente sobre la cabeza, Hu-lan entró en Da Shui. En muchos aspectos seguía igual. Las calles eran demasiado estrechas para los coches. (Había visto tres coches aparcados en un terreno en las afueras del pueblo). Las casas sin pintar de bloques grises eran pequeñas, mayormente de una o dos habitaciones, con un patio diminuto que albergaba cerdos. Los techos de teja tenían una marcada inclinación. Unos pocos acababan en aleros invertidos que indicaban lo antiguos que eran. En el centro del pueblo había una especie de plaza, un terreno amplio y yermo donde picoteaban unos pollos. Como casi en toda china, había basura de todo tipo por todas partes: trozos de hierro retorcidos, canastos rotos, barriles viejos.

Pero para Hu-lan, Da Shui había cambiado completamente. Una estrecha acera de cemento bordeaba el lado norte de la plaza. Donde en una época había una o dos pequeñas tiendas de precios controlados por el gobierno, ahora se veía una hilera de pequeños comercios que competían entre sí en al venta de artículos de tocador, arroz, conservas, galletas y otros alimentos no perecederos. En las paredes vacías había publicidad pintada de chicles, electrodomésticos y cremas de belleza. Hasta se veía un par de tableros de anuncios.

Hacía veinticinco años, la única decoración del pueblo consistía en unos grandes carteles con el retrato del gran Timonel. Por supuesto que también se engalanaba con lemas revolucionarios que promovían la Revolución Cultural de Mao (“Todos rojos, sin excepciones” o “Combatid con palabras, no con armas”) y con da zi bao, unos carteles de ideogramas que proclamaban los delitos reales o imaginarios de tal o cual aldeano. En aquellos tiempos, los altavoces que atronaban citas del presidente Mao no paraban hasta bien entrada la noche.

Pero aquel día, también había altavoces cónicos en los aleros de las casas que transmitían programas cotidianos que empezaban a las seis de la mañana con noticias y comentarios.


Al mediodía, los que tenían la suerte de que sus campos estuvieran cerca del pueblo, comían en compañía de las noticias y, quizá, de un poco de música. Al atardecer, cuando los campesinos de los alrededores convergían en el pueblo para tomar una taza de té, charlar un poco y jugar a las cartas, la programación empezaba otra vez con el tradicional adoctrinamiento político. En aquel momento, una vieja marcha militar acompañaba a Hu-lan por la calle polvorienta.

Se encaminó al Departamento de Seguridad Pública local. El suelo de linóleo estaba sucio y gastado. Había un ventilador de techo flanqueado por dos hileras de tubos fluorescentes apagados. Hu-lan se acercó al mostrador. Al otro lado había dos escritorios contra la pared y mujeres sentadas a cada uno de ellos. Una comía de un bol que había traído de casa; la otra, por lo que Hu-lan veía, no hacía nada. Ninguna levantó la vista. El departamento de policía no era parte de lo que se consideraba el sector servicios. Los modales aún no habían llegado allí. No había frases prohibidas ni actitudes proscritas. Al contrario, a quienes trabajaban en la policía – hasta el sencillo personal de oficina- se les permitía ser maleducados. Hu-lan conocía la rutina, pero no por eso le gustaba.

Al final se aclaró la garganta.

– ¿Qué quiere? -preguntó la mujer que comía fideos.

– Me gustaría ver al responsable.

– El capitán Woo está ocupado. Ahora no puede recibirla.

– Esperaré.

Las dos mujeres se miraron y la que comía sonrió con suficiencia.

– Por nosotras puede quedarse o largarse. Nos da igual.

Mientras Hu-lan esperaba en esa sala calurosa, recordó un antiguo dicho: “Ser funcionario para toda la vida significa reencarnarse siete veces como mendigo”. Tuvo la sensatez de no decirlo y se sentó. Cogió un periódico, pero esa semana había pocas noticias. Al cabo de un rato, se levantó y se acercó al tablero de anuncios. Se veía la publicidad habitual que promovía la política de un solo hijo, un anuncio de empleo de la fábrica Knight, un diagrama con las cuotas de productividad agraria y una lista de lemas del gobierno a favor de mejores, hábitos de trabajo, higiene personal y buenas actitudes, como “Tiempo es dinero, eficiencia es vida” y “Profundiza en la reforma y la política abierta”.

Al final se abrió una puerta detrás del mostrador y salió un hombre. Al ver a Hu-lan, se agachó y habló en voz baja con una de las secretarias. Se enderezó y se dirigió a Hu-lan:

– Entre, pero sólo cinco minutos.

La placa de la puerta rezaba “capitán Woo”. Le indicó a Hu-lan que se sentara y le preguntó.

– ¿Cómo se llama?

– Liu Hu-lan.

– Un nombre pasado de moda. La gente ya no lo usa tanto.

– Así es.

El capitán Woo se sirvió una taza de té de un termo, pero no le ofreció a ella.

– Usted no es de Da Shui.

– He venido a visitar a una amiga.

– ¿Y resulta que se han peleado, que las cosas ya no son como eran? A veces pasa. Las amistades con el tiempo se separan.

– No, no es eso…

pero el capitán no escuchaba.

– El departamento no se ocupa de disputas domésticas. Para eso está el Comité de Vecinos o el jefe de la unidad de trabajo. Pero -suspiró-, cada vez hay más gente como usted que viene a verme. Creo que muy pronto el gobierno tendrá que darnos directivas sobre cómo manejar estos problemas, porque ni yo ni mis colegas estamos preparados para tratar con peleas insignificantes habiendo tanto trabajo importante.

– Disculpe, capitán, pero no estoy aquí por ninguna disputa.

– Si tiene algún problema porque su marido se escapó a este pueblo, entonces debe acudir al jefe de la aldea y hacerle una petición. Él la escuchará.

Hu-lan empezaba a perder la paciencia, pero no podía interrumpirlo con su actitud habitual sin quedar en evidencia como mujer culta, pequinesa, como Princesa Roja o inspectora del Ministerio de Seguridad Pública. Los Departamentos de Seguridad Pública locales no respetaban mucho al ministerio de Pekín. Esta actitud no era única en China. En todos los países había polémicas jurisdiccionales entre la policía local y las fuerzas nacionales, ya fuera el FBI, el KGB o Scotland Yard. Por lo tanto, en lugar de poner a Woo en su sitio, Hu-lan se comportó como una campesina bastante asustada del poder del capitán.

– Por favor, capitán -dijo lo más dócilmente que pudo-. El policía frunció el ceño por su impertinencia y el hizo señas de que hablara-. Estoy aquí porque la hija de una amiga ha muerto. La madre está muy triste. Espero que usted me diga lo que pasó, así puedo ayudar a la madre en su dolor.


Woo entrecerró los ojos.

– Debe de estar hablando de Ling Miao-shan. Se suicidó.

– ¿Pero cómo es posible? Era joven, bonita y se iba a casar. El suicidio no es cosa de una novia.

Hu-lan esperaba que el capitán reconociera lo incoherente de la explicación, como ella, pero en cambio abandonó esa actitud seudoamable y le habló en un tono que dejaba claro que no quería más preguntas de una mujer ignorante.

– Ling Miao-shan tenía mala reputación. Todo el mundo sabía que era una perdida que se abría de piernas a cualquier hombre que se le cruzara. ¿En cuanto a la boda? Bueno, aquí nadie ha visto ninguna invitación al banquete.

– ¿Me está diciendo que Tsai Bing nunca tuvo intenciones de casarse con ella?

– No; estoy diciendo que esta entrevista ha terminado. Y lárguese de aquí antes de meterse en problemas.

Esta vez no ocultó la amenaza. Hu-lan se puso de pie, inclinó la cabeza en fingida señal de gratitud y salió de la oficina.

Más tarde, mientras se alejaba del pueblo, volvió a pensar en las palabras del capitán Woo. ¿Cómo era posible que Miao-shan tuviera tan mala reputación? La respuesta era tan vieja como la condición de mujer: seguramente se la merecía. Pero no coincidía con la descripción que había hecho Su-chee de su hija. ¿Era sólo la ceguera de una madre ante la flaqueza de una hija? ¿O había algo en Miao-shan que intimidaba al os aldeanos como para crear un retrato que explicara una disparidad que no lograban entender? Hu-lan sabía cómo funcionaban esas cosas. A ella le había pasado toda su vida. Incluso en el trabajo, sus colegas veían que era diferente e interpretaban esas diferencias diciendo que se consideraba mejor que los demás, o que se vestía de una forma rara, o incluso que era una perdida porque había tenido relaciones sexuales sin estar casada… ¡nada menos que con un extranjero!

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