6

Si Hu-lan hubiera estado en Pekín, habría acabado todos los interrogatorios en un día. Pero estaba en el campo, donde el ritmo era más lento. La actividad se desarrollaba temprano por la mañana o a última hora de la tarde, para evitar el espantoso calor. Parte de incorporarse a la vida de pueblo significaba que debía confundirse con ese ritmo. Por lo tanto, el lunes por la mañana se encaminó otra vez hacia el pueblo, donde pensaba trabar una conversación fortuita -y ojalá informativa- con el dueño del bar.

El bar Hebra de Seda, con su cartel en inglés en la puerta, parecía especialmente receptivo para la gente que venía de lejos:

BIENVENIDOS DISTINGUIDOS CLIENTES

BUENA COMIDA

CAFÉ


Hacía demasiado calor para sentarse en la acera, por lo que Hu-lan decidió entrar en el local, donde varios hombres se apiñaban en dos mesas. En el momento de entrar vio que uno de ellos cogía el mando a distancia y cambiaba de canal. Desde el lugar en que se sentó se veía el televisor, ubicado en uno de los rincones, justo debajo del techo. En la pantalla reconoció Los tres amigos, una serie norteamericana de mucho éxito en China.

La propietaria le tomó el pedido y volvió con una tetera, un bol grande de con gee y condimentos. El bol y la cuchara todavía tenían restos de la cena de la noche anterior. Hu-lan sirvió un poco de té en el bol, revolvió con la cuchara y tiró el té sucio al mismo suelo al que los demás arrojaban y tiraban el té que usaban para lavar los utensilios de la misma forma que ella.


Los hombres se olvidaron de su presencia -probablemente porque les pareció poco importante- y volvieron a poner la CNN. Mientras Hu-lan comía, uno de ellos la llamó:

– ¡Eh! ¡Tú! -era un maleducado, pero a pesar de todo ella le respondió con una ligera inclinación de la cabeza-. ¿Estás buscando trabajo? -le preguntó.

– No.

– No tienes por qué tener vergüenza.

– Pero no necesito trabajo.

– ¿Entonces para qué has venido?

– Para comer.

– Las mujeres no vienen aquí a comer -dijo con una voz llena de insinuaciones. Los demás se echaron a reír.

Hu-lan decidió pasar por alto la indirecta.

– No soy de aquí. No conozco las costumbres de este pueblo.

El hombre preguntó:

– ¿Tienes los papeles de trabajo en regla?

Ante tanta insistencia y las miradas de curiosidad de sus compañeros de mesa, decidió ver adónde quería llegar ese hombre.

– Por supuesto -respondió. Efectivamente tenía permiso de trabajo y de residencia para Pekín, pero para ninguna otra parte de China, así que agregó-: Pero no para a Shui.

– No te preocupes. -El hombre hizo un gesto con la mano restándole importancia-. Es un pequeño problema muy fácil de arreglar. -Apartó la silla arrastrando las patas y se puso de pie bajo la atenta mirada de los otros. Cruzó hasta Hu-lan y le tendió unos papeles-. ¿Sabes leer?

Hu-lan asintió.

– Está bien pero no es imprescindible -continuó el hombre-. Aquí -dijo señalando alrededor- vemos mujeres como tú todos los días. Algunas vienen de cerca, pero otras llegan de lugares tan lejanos como la provincia de Qinghai. Últimamente hay mucha gente del campo que se va a Pekín o Shanghai a buscar trabajo, pero nosotros les decimos que no hace falta. Que vengan aquí y tendrán trabajo.

– ¿Pero hay que pagar? Porque no tengo dinero -dijo Hu-lan sin saber muy bien a qué atenerse.

El hombre le dedicó una amplia sonrisa, satisfecho de lo listo que había sido para que el pez picara el anzuelo.

– A ti no te cuesta nada. La compañía nos paga a nosotros una pequeña cantidad.

– ¿Qué compañía? ¿Cuál es el trabajo? No quiero trabajar más en el campo. Por eso me fui de mi pueblo.

– Es una fábrica americana. Te dan casa, comida y un sueldo muy bueno.

– ¿Cuánto?

– Quinientos yuanes por mes.

Eran unos sesenta dólares por mes, setecientos veinte por año. Para el mercado estadounidense era un salario esclavista. Para el mercado de Pekín, donde había muchos empleos en empresas norteamericanas, seguía siendo bastante bajo. Pero en el campo, donde un agricultor como mucho podía ganar trescientos yuanes por mes, apenas más de un dólar por día, era un sueldo fantástico, especialmente si se trataba del segundo, el tercero o hasta el cuarto que se añadía la cesta familiar.

– ¿Cuándo puedes empezar? -preguntó el hombre.

Hu-lan estudió el contrato. Parecía legal.

– Llévatelo y estúdialo -dijo el hombre como si le hubiera leído el pensamiento-. Vuelve mañana, pasado mañana o cuando quieras. Aquí estaremos. -Y regresó a su mesa.

Hu-lan acabó de comer, pagó y salió del bar. Mientras se alejaba del pueblo, sintió la opresión no sólo del calor, sino de Da Shui en sí. La visita del día anterior a Tsai Bing y a Siang había sido desconcertante; el personal del Departamento de Seguridad Pública, grosero. Los aldeanos y la propietaria del Hilo de Seda no habían abierto la boca. Pero nadie había resultado tan inquietante como los hombres del bar. Ese día, mientras Hu-lan seguía su costumbre de volver una y otra vez a la escena del crimen para investigar, no encontró ninguna respuesta sino más preguntas. La que más le daba vueltas en la cabeza era el papel de la fábrica Knight en todo aquello. Miao-shan había trabajado allí. Los hombres del pueblo no ocultaban que sacaban algún tipo de tajada colocando en la fábrica a mujeres con o sin los debidos papeles.

Así como tenía un método para examinar la escena de un crimen, también tenía rutinas para responder las preguntas. Una era directa, las otras más tortuosas. Para tranquilizar su mente tendría que seguir ambas. Esa tarde haría una visita “oficial” a la fábrica Knight. Y al día siguiente volvería al bar, firmaría el contrato y vería qué pasaba. La idea de que alguno de esos dos planes pudiera ser peligroso para ella o el niño no le pasó por la cabeza.


Una hora más tarde, con un sencillo vestido de lino y una chaqueta liviana, Hu-lan volvió a coger el autobús a Taiyuan. En la parada del autobús llamó un taxi y se dirigió al Shanxi Grand Hotel, donde contrató un chofer para todo el día. Una hora más tarde estaba otra vez en la autopista.

Al cabo de un rato, el coche salió de la autopista y empezó a seguir unos carteles con personajes de dibujos animados que Hu-lan supuso Sam y sus amigos. El coche volvió a girar por última vez y apareció la fábrica Knight, blanca y austera, recortada contra el cielo. A la manera tradicional china, todo el terreno estaba vallado por un muro. El coche se detuvo en la garita del guardia. Hu-lan se presentó y mostró sus credenciales del ministerio. El guardia palideció y volvió a entrar a la garita, desde donde hizo una llamada. Al cabo de un momento se levantó la barrera y el vehículo entró en el recinto.

El chofer condujo por el camino principal del complejo, a ambos lados había edificios -algunos inmensos, otros de sólo una habitación- y cada uno con su respectivo rótulo: DORMITORIO, MONTAJE, CAFETERÍA, EXPEDICIÓN, ALMACÉN, ECONOMATO. Cada rótulo iba ilustrado con un personaje distinto. Como el complejo era bastante nuevo, los árboles aún eran bajos y poco frondoso para dar sombra. Unos pocos arbustos se marchitaban contra las paredes blancas de los edificios.

El coche se detuvo frente a una puerta con el rótulo ADMINISTRACIÓN. Un hombre de cabello rubio y piel clara salió a abrirle la puerta.

– Buenos días y bienvenida a Knight International. Me llamo Sandy Newheart y soy director de proyectos.

Hu-lan se presentó y le enseñó la credencial del Ministerio de Seguridad Pública. No le llamó la atención que Sandy Newheart no demostrara el mismo miedo que el guardia de la puerta. Era lógico que Sandy nunca hubiese oído hablar del MSP, o que si lo conocía, no fuera consciente del poder que tenía.

– Ojalá nos hubiera avisado de su llegada -dijo-, porque le habríamos preparado una bienvenida apropiada, un banquete incluso.

– No es necesario -respondió Hu-lan.

Sandy arrugó la frente como si no hubiera entendido lo que le decía, pero enseguida aflojó la cara.

– Pues bien. ¿Usted dirá?

– He venido para informarme de una de sus empleadas, Ling Miao-shan.

– No sé nada del asunto, así que dudo que pueda ser de gran ayuda.

– A pesar de todo… ¿No podríamos hablar en algún lugar?

– Por supuesto. Adelante, por favor. -Sandy miró atrás mientras subían por la escalinata-. ¿Quiere que le ofrezca algo a su chófer?

– No, no hace falta.

Gracias al aire acondicionado, el vestíbulo estaba unos cinco grados más fresco que el exterior y Hu-lan sintió que se le ponía carne de gallina en los brazos, debajo de la ligera chaqueta. En China, el aire acondicionado era una extravagancia y lo usaban casi exclusivamente os hoteles y las compañías occidentales. Mientras caminaban por el pasillo, Sandy iba recitando una especie de monólogo.

– Nuestro fundador, Henry Knight, vino a China por primera vez durante la Segunda Guerra Mundial. No volvió hasta 1990, poco después de los disturbios de la plaza de Tiananmen. Era una época en que la mayoría de los empresarios estadounidenses se marchaban.

– Sí, lo recuerdo -comentó Hu-lan mientras pensaba que era extraño que Sandy se sintiera obligado a sacar un tema tan delicado aún, especialmente para los funcionarios del gobierno.

– Pero hacía mucho tiempo que el señor Knight se sentía fascinado por China -continuó él mientras cruzaban un salón grande dividido en cubículos individuales, en los cuales había mujeres chinas muy bien vestidas, sentadas delante de ordenadores. Por los pasillos que separaban los cubículos caminaba un grupo de supervisoras, también chinas. Desde esta sala central se veían cuatro corredores que salían hacia los cuatro puntos cardinales y entraron por el de la izquierda.

“Así que en el momento en que los demás se sentían inseguros, en el momento en que incluso nuestro propio gobierno nos decía que tuviéramos cuidado con China, el señor Knight aprovechó la oportunidad.

Hu-lan estaba segura de que también esperaba hacer un negocio extraordinariamente rentable.

– Pero como usted sabe, aquí las cosas van despacio, y no pudimos tener esta fábrica en marcha hasta al cabo de dos años. -Sandy se detuvo delante de unas vitrinas con tiras cómicas, juguetes y la historia de la compañía-. En esta pared alardeamos -explicó mientras señalaba los éxitos más sonados de la historia de la empresa.

Tras años en el lucrativo mercado preescolar, Knight se había hecho de oro en los años de posguerra con la muñeca Sally -uno de los primeros bebés del mercado que tomaba el biberón y hacía pipí en un pañal-. A mediados de los ochenta la compañía experimentó otra subida importante de ventas gracias a la liberalización que había efectuado la administración Reagan de las restricciones de publicidad en los programas infantiles. Pero ninguno de los productos introducidos en esa época alcanzó el éxito fenomenal de la línea Sam. Se trataba de un equipo de diez figuras animadas. Sam era el jefe, pero siempre aparecía al lado de Cactus. Después de Cactus venían -en orden de rango militar-: Magnífico, Gloria, Gaseoso, Uta, Anabel, Notorio, Nick y Raquel. Curiosamente, aunque se suponía que los niños querían a todos los personajes por igual, o al menos según el orden de graduación, los que tenían los nombres más comunes iban muy por detrás en popularidad y ventas.

Sandy dejó de tamborilear y continuó por el pasillo. Hu-lan, detrás, se dio cuenta de que los nombres de los personajes de Sam eran los mismos que estaban en los papeles con números de Su-chee y volvió a preguntarse cómo habrían ido a parar a manos de Miao-shan.

Sandy se detuvo, abrió una puerta y le indicó que pasara.

– Éste es mi despacho.

Un enorme escritorio laqueado negro dominaba la elegante oficina moderna. La sala, delante del escritorio, estaba dividida en dos partes: a la izquierda, un área de miniconferencias formada por una mesa redonda y cuatro sillas; a la derecha, dos sofás con una mesa de centro entre ambos. Sandy se sentó en uno de ellos y le señaló el otro a Hu-lan.

Todo lo que sucedía tenía a Hu-lan de lo más intrigada y trataba de conciliar lo que sabía sobre los estadounidenses y las empresas norteamericanas con lo que deducía como mujer china. En China se le daba gran valor a los títulos. Sandy Newheart había dicho que era director de proyectos, y sin duda el tamaño y la opulencia de la oficina indicaban que era el directivo más alto del a operación. Pero en China era prácticamente incomprensible que alguien de tanta importancia recibiera directamente a un desconocido, y mucho menos que saliera a la calle a hacerlo. ¿Lo hacía por educación o estaba tratando de controlar la situación?

– ¿Es usted la persona con la que debo hablar para informarme sobre la señorita Ling? -preguntó Hu-lan.

– Puedo llevarla a ver a Aarón Rodgers. El jefe de la sección de montaje. Creo que es allí donde trabajaba la señorita Ling.

– Pensaba que me había dicho que no la conocía.

– No la conocía. Sólo sé que no trabajaba en el centro neurálgico.

– ¿El centro neurálgico?

– Es el lugar que acabamos de pasar -explicó Sandy-, el centro neurálgico de lo que hacemos. Esas chicas gestionan todos los pedidos de Estados Unidos. Se ocupan de los envíos y las transacciones. No creo que esa pobre chica haya estado alguna vez en este edificio. Pero dígame, y perdone mi ignorancia, ¿a qué se debe su presencia? Su muerte no tiene nada que ver con nosotros.

Sólo dice un tercio de la verdad, pensó Hu-lan por segunda vez desde que había llegado al campo.

– Soy inspectora del Ministerio de Seguridad Pública. Es mi deber investigar las muertes sospechosas en esta provincia. Ling Miao-shan se suicidó.

– ¿Es usted policía? -preguntó por fin Sandy, que al fin empezaba a entender.

Hu-lan ladeó la cabeza asintiendo.

– Peor un suicidio…

Hu-lan levantó la mano para que el director de proyectos no volviera a repetirse.

– Tiene usted razón, pero como seguramente ya habrá notado, en China tenemos nuestra manera de hacer las cosas. Estoy aquí para comprender a esa chica. Me ayudaría mucho ver dónde trabajaba y cómo pasó sus últimos dais.

Sandy entrecerró los ojos mientras tamborileaba sobre el apoyabrazos del sofá.

– ¿Conoce al gobernador Sun?

– No -respondió ella, asombrada por la pregunta.

– El gobernador Sun es el representante de la provincia -explicó Sandy-. También es el vínculo entra las empresas estadounidenses y la burocracia china, quiero decir, el gobierno chino. Me sorprende que no lo conozca.

Hu-lan sonrió apenas.

– Todo el mundo conoce al gobernador Sun, pero China es un país grande y no lo conozco personalmente. -Hu-lan se puso de pie-. Ahora me gustaría ver dónde vivía y trabajaba la señorita Ling. Si usted está muy ocupado, algún empleado puede acompañarme.

– No. -La palabra le salió con brusquedad-. Quiero decir que con mucho gusto la acompañaré yo mismo.

Mientras caminaban por la calle, entre los edificios, Sandy volvió a asumir su papel de guía turístico. Se pararon a contemplar la cafetería, donde Sandy le enseñó el comedor privado que usaban él, los jefes de departamento y los Knight cuando iban de visita. No la dejaron ver el lugar donde comían los empleados de la fábrica porque, según le explicó Sandy, lo estaban limpiando y preparando para la cena.

De nuevo en camino, Sandy la llevó al almacén y a varios otros edificios, en los cuales, a decir de su guía, nunca entraban empleados como la chica suicidada. Cuando pasaron por delante de los dormitorios, Hu-lan le recordó que quería ver dónde vivía Miao-shan. El hombre dijo que lamentablemente no era un sitio que se pudiera visitar aquel día.

– Imagínese, con casi mil mujeres viviendo juntas las cosas pueden estar bastante revueltas. Así que una vez por mes mandamos un equipo para que haga una limpieza profunda y eche desinfectantes potentes. No reo que sea un sitio especialmente agradable para visitar hoy.

– Pero me gustaría verlo -insistió Hu-lan mientras recorría con la mirada la fachada toscamente blanqueada.

– Quizá otro día.

Al notar que el edificio de dormitorios no tenía ventanas, Hu-lan aflojó el paso y volvió la cabeza. Ninguno de los edificios tenía ventanas, al menos ninguna que diera a la fachada.

Sandy, seguido de Hu-lan, subió una escalinata que llevaba al edificio con el cartel de MONTAJE. Cuando él abrió la puerta, Hu-lan volvió a sentir una ráfaga de aire fresco. Pero ya en el vestíbulo se dio cuenta de que ese edificio no estaba ni de lejos tan fresco como el de administración. Sentado al escritorio había un vigilante extranjero.

– Jimmy ¿puede decirle a Aarón que venta? Tenemos una visita que me gustaría presentarle.

– Muy bien, señor Newheart -dijo el vigilante con acento australiano.

Hu-lan miró los gruesos dedos que pulsaban las teclas del teléfono. Jimmy colgó y se puso de pie. Medía cerca de un metro noventa y pesaba unos ciento veinte kilos. Buena parte de ese peso estaba distribuida en los músculos de brazos y hombros. A diferencia de Sandy Newheart, que parecía no tener ni idea de quién era Hu-lan, los oscuros ojos de Jimmy enseguida la calaron y supo que pertenecía a las fuerzas de seguridad.

Hu-lan, a su vez, también sacaba sus propias conclusiones: Jimmy estaba acostumbrado a ajustar cuentas físicamente y a cumplir órdenes. El hecho de haberla reconocido sólo podía significar una cosa: que era algo más que un conocido lejano de la poli. Que había sido policía en alguna época de su vida, guardia de seguridad de algún tipo, o un delincuente de poca monta o un simple matón de alquiler. Pero el hecho de que un australiano de antecedentes tan dudosos acabara trabajando para una compañía americana en la provincia de Shanxi era, como mínimo, un misterio.

Una puerta de abrió detrás del escritorio de Jimmy y salió Aarón Rodgers. Llevaba pantalones vaqueros, una camisa de algodón arremangada y zapatillas de deporte. La sonrisa dejó a la vista una perfecta dentadura blanca.

– ¿Ha venido a hacer un recorrido? -tenía voz jovial y entusiasta-. No recibimos muchas visitas, así que será un placer enseñarle el lugar.

Jimmy apretó un botón debajo del escritorio, la puerta zumbó y Aarón la mantuvo abierta para que pasaran Hu-lan y Sandy. Siguieron a Aarón por un vestíbulo interior y después por varios pasillos tortuosos con puertas a ambos lados sin ninguna indicación. Izquierda, derecha, izquierda otra vez. Hu-lan se sentía perdida en ese ambiente claustrofóbico, agravado por la ausencia de aire acondicionado y ventanas. Por fin Aarón abrió una de las puertas y entraron a una sala grande, obviamente bien insonorizada, ya que Hu-lan no había oído ni una sola de las voces de las cien mujeres que trabajaban en el lugar. Estaban sentadas ante largas mesas que ocupaban toda la extensión de la nave. Llevaban bata rosa y redecillas para el pelo también rosa. Los ventiladores de techo mantenían el aire circulando, pero fuera de ellos no había ningún otro ruido mecánico. Allí todo se hacía a mano.

Hu-lan miró alrededor y volvió a pensar en los planos que había visto en casa de Su-chee. ¿Por qué no los habría estudiado más en detalle? ¿Esa nave no debía de ser mucho más grande?

– Como habrá adivinado, ésta es nuestra zona de montaje -dijo Aarón-. Aquí es donde las trabajadoras les añaden los detalles finales a Sam y sus amigos, donde hacemos el control de calidad y, por último, donde empaquetamos el producto acabado.

Hu-lan caminó por el pasillo central y echó el primer vistazo a las figuras de San y a sus amigos.


Eran muñecos, pero el cuerpo era blando como el de animalitos de peluche. Se detuvo y observó a una mujer que doblaba los brazos de tela para que no interfirieran en su trabajo y empezaba a perforar unos ojos de aspecto humano en la cara de plástico.

– ¿Había visto alguna vez los dibujos de Sam? -preguntó Aarón.

Hu-lan meneó la cabeza.

– No, en China no los pasan.

– Ya los pasarán. Un día llegarán los dibujos animados y todos los niños de China querrán uno.

¿Cuántas veces Hu-lan se había topado con extranjeros como Sandy Newheart y Aarón Rodgers que pensaban que el mercado chino estaría abierto de par en par para ellos si conseguían meterse de alguna forma? El hecho de que algo se fabricara allí no significaba que los chinos lo desearan. Pero bueno. ¿quién era ella para subestimar el poder de la televisión? Si ella misma era testigo del efecto que una sarta de noticias habían tenido sobre su vida. Si Knight, o los estudios que producían Sam y sus amigos, conseguían emitir el programa en China, era muy probable que esos muñecos se convirtieran en un buen anhelado.

Aarón se inclinó y le dijo algo al oído a una operaria, que sonrió con gracia y le dio el muñeco. Éste se lo tendió entonces a Hu-lan, y, al ver que no lo cogía, empezó a doblarle los brazos y las piernas.

– Estos productos son únicos en el mercado mundial. Sam es un personaje tradicional de dibujos animados, pero todo el mundo se esperaba un muñeco de plástico moldeado de unos diez centímetros de alto. El señor Knight tenía una idea diferente y le costó mucho convencer a algunos cuando la llevó a los estudios y a la agencia de publicidad. Batman, los Fantasmas… todos siguen ese modelo de plástico rígido y diez centímetros. Vaya, algunos hasta se hacen con el mismo molde. El señor Knight corrió un gran riesgo al hacerlos blandos.

Aarón estrujó a Sam, le mostró a Hu-lan lo que quería decir y sonrió como un niño.

– Pero Sam, por dentro, es fuerte como cualquier héroe. -Al ver el desconcierto de Hu-lan, añadió-: El esqueleto de Sam es de acero. Se puede doblar y poner en cualquier posición.

– ¿No son así todos los animales de peluche?

– La mayoría tienen un relleno pero no se pueden doblar. Algunos tienen miembros articulados, pero nada de flexibilidad.

– Estoy segura de haber visto animales que se pueden doblar así.

– Sí, claro, baratijas hechas en Hong Kong. Hace años que os fabricantes ponen alambre entre el relleno. Pero esto es diferente. Sam puede mantener su postura, sostener un arma, sentarse en un jeep. Y el armazón tiene garantía de que no va a perforar la tela, lo que significa que no va a haber dedos ni ojos lastimados.

– Comprendo.

Pero Aarón no había terminado.

– El mercado de muñecos tradicional estaba muy marcado por el género. A las niñas les gustaba Barbie y a los niños los soldados. Pero aquí tenemos algo único -repitió mientras continuaba retorciendo la figura-. Podemos atraer a las niñas porque Sam y sus amigos son suaves como muñecas y hacemos personajes femeninos que se adaptan a una actitud moderna de niña fuerte pero que aun así no pierde la feminidad. Al mismo tiempo, también les gusta a los niños con todos sus accesorios, armas y vehículos, por su utilidad práctica en la guerra y otras situaciones de acción. Y todo eso gracias al armazón de acero. Nosotros, me refiero a Knight International, hemos patentado esta tecnología, que tendrá aplicaciones prácticas bien entrado el próximo siglo.

– Supongo que eso se traducirá en mucho dinero.

– Así es, inspectora.

– Y aún no le ha enseñado lo mejor -interrumpió Sandy.

Aarón se ruborizó, volvió a sonreír y dijo:

– Sam también habla.

Apretó algo en la figura amarilla y el muñeco dijo con una voz extremadamente dura: “Échame una mano, Cactus”. y luego: “Ahora todo está tranquilo”. Y por último: “Soy Sam. Hasta pronto”.

– Sam y sus amigos salen de fábrica equipados con frases estándar como éstas -explicó Aarón-. Pero se trata sólo del principio. Nuestro modelo extra viene con un microchip que permite que los niños programen diferentes conversaciones. Hablamos de un juguete completamente interactivo. La tecnología aún está en su primera etapa y es bastante cara, unos noventa dólares el equipo completo. Pero dentro de un año, más o menos podremos bajar el precio de todos los modelos extra.

Al fin Aarón le devolvió al figura a la obrera china, volvió a agacharse y a decirle algo al oído.

– Habla muy bien el mandarín -observó Hu-lan.

– Gracias, lo estudié en la universidad. En realidad era mi asignatura principal. Así fue como conseguí este trabajo.

El trío continuó por el pasillo. A ambos lados, las mujeres aplicaban diferentes detalles a las caras de los coloridos muñecos. Al llegar al final de la fila, giraron y se metieron por un pasillo donde las mujeres empaquetaban las figuras en cajas. Este proceso implicaba envolver el cuello, los brazos y las piernas de los muñecos con tiras de plástico transparente y meterlos en un molde de cartón. En el siguiente pasillo, las mujeres ponían en las cajas diversos adminículos: peines, cepillos, espejos, cuchillos. Otros llevaban pistolas, metralletas, granadas y mochilas en miniatura.

Al final, Hu-lan y sus guías llegaron a la puerta que daba al vestíbulo.

– ¿Puedo ver dónde trabajan las demás mujeres? -preguntó.

– ¿Cómo dice? -repuso Sandy.

– Me dijo que tenía mil trabajadoras en la fábrica. Supongo que estarán en el otro extremo del pasillo.

– No, esa nave está vacía. -La irritación le salía de la boca como aceite chorreando de una botella-

– Ah, entonces no le importará que eche un vistazo.

– Ya no nos queda tiempo.

– ¿Pero dónde están las otras mujeres que trabajan aquí?

– Lo siento, no podemos seguir atendiéndola. Aarón y yo tenemos una reunión. ¿Verdad, Aarón?

– Sí, así es. -Pero el joven no pudo evitar ruborizarse.

– Es una lástima pero tendré que informar a mi departamento que no han cooperado -dijo Hu-lan.

Cualquier chino habría interpretado este comentario como la amenaza que era, pero Sandy Newheart no pareció impresionarse.

– Quizá pueda volver otro día y entonces estaremos encantados de recibirla como corresponde. -Sandy abrió la puerta y la guió por el laberinto de pasillos y puertas.

Cuando llegaron a la entrada, Jimmy se puso de pie, rodeó el escritorio con toda su envergadura y se plantó con las piernas separadas y los brazos cruzados.

– Volveré -dijo Hu-lan-, pero no creo que llame antes. Señores, son huéspedes de mi país y deben respetar nuestras reglas.

Sandy sonrió mientras abría la puerta.

– Bueno, hasta la próxima, entonces.

Hu-lan le sostuvo la mirada y salió por la puerta al patio.

Consciente de que tenía tres pares de ojos puestos en ella, miró el edificio de la administración y levantó la mano para hacerle una seña al chófer. Mientras esperaba que fuera a recogerla, contempló una vez más la amplia explanada vacía del complejo. ¿Dónde estaban los signos de vida? Esperaba ver gente yendo de un edifico a otro, gente sentada para un almuerzo de última hora y hasta gente tumbada, echándose una siesta. ¿Cómo se las arreglaba esta empresa, administrada al parecer por tres extranjeros y un puñados de chinas, para controlar a un número tan grande de trabajadores? ¿Cómo había ido a parar Knight a aquel lugar? Y, lo más importante, ¿qué pasaba en esos otros edificios y al otro lado de la pared de la sala de montaje?

Cuando el coche volvió a la autopista, Hu-lan sacó el teléfono móvil y marcó el número de David. Eran las tres de la tarde, por lo tanto, en Los Ángeles sería medianoche. Estaba segura de que David estaría levantado.

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