PRÓLOGO

Prometía ser uno de los días más calurosos del largo verano del interior de China. El calor y la humedad calcinaban la tierra y todo lo que había en ella, de modo que cuando Ling Su-chee llegó al terreno donde cultivaba su huerto, tenía la ropa pegada al cuerpo. Eligió un nabo y dos cebollas tiernas y los arrancó con suavidad de la tierra rojiza. Se enderezó y miró alrededor. Los campos se extendían ante ella y el aire reverberaba. No había árboles que dieran sombra ni sitio alguno para cobijarse.

¿Dónde estaba su hija?

Su-chee miró por encima de la pared en ruinas que separaba los campos de la pocilga. La noche anterior había visto que Miao-shan se quedaba por allí como si ocultara algo. Pero ahora ya no estaba, y Su-chee volvió a entrar. Cortó unos panecillos por la mitad, les metió una cebolla y un trozo de nabo a cada uno y los cerró. Era inútil esperar a Miao-shan, decidió Su-chee mientras tomaba el primer bocado picante de su desayuno; seguramente habría ido a ver a su novio Tsai Bing. Se habían visto la noche anterior y probablemente se habrían vuelto a ver esa mañana para hacer planes. Su-chee dio otro bocado al panecillo y trató de apartar de su mente la vergüenza del embarazo de su hija. Sabía que era mejor pensar en la alegría que les aguardaba: una boda y un bebé que llegarían muy pronto.

Pero no era fácil dejar a un lado el miedo. Por la noche Su-chee había tenido sueños inquietos, perturbadores y ahora que sudaba no sólo por el calor sino también por la profunda ansiedad, recordó el viejo dicho: “Quince cubos sacan agua del pozo; siete suben y ocho bajan”. La noche anterior había gastado más cubos de sueño que los que había sacado.

Su-chee meneó la cabeza para apartar el desagradable recuerdo. Recogió las migas de la mesa, las llevó fuera y se las echó a los pollos. Rodeó la cabaña de una sola habitación hasta el fondo, riñéndose en silencio por dejar que sus sueños nocturnos se convirtieran en preocupaciones diurnas. Sin embargo, no pudo evitar echar un vistazo alrededor y tomar nota de sus posesiones mientras caminaba por la tierra apisonada. Sus riquezas consistían en tres pollos delante, seis patos detrás, todos sanos y todos allí. Miró el cerdo, bien, vivo. Pero ¿dónde estaba la hija?

Su-chee volvió a mirar sus tierras y al cielo azul y caluroso. No había nubes, por tanto ninguna lluvia refrescaría ese calor. Y así debía ser. La mayoría de los campesinos sabía cuándo se avecinaba una gran tormenta, porque entonces la lluvia caía a raudales días y días, y a veces se llevaba cosechas enteras, granjas enteras y hasta pueblos enteros. ¿Acaso el día amenazaba con una tormenta de polvo? ¿Era eso lo que percibía? Las tormentas de polvo eran habituales en primavera y Su-chee y Miao-shan habían visto muchas veces cómo la tierra se levantaba y era arrastrada hasta otra granja de una aldea vecina. ¿Sería eso lo que sentía? ¿Una tragedia en la estación equivocada que echaría a perder su cosecha al final del día? Su-chee se hizo visera con la mano para protegerse del sol y escrutó el cielo, pero estaba perfectamente despejado.

No obstante, a medida que se acercaba al cobertizo, de nuevo la embargó una sensación de inquietud. Vio las herramientas apoyadas contra el revoque de barro. Alguien las había vuelto a acomodar. Su-chee no era una estúpida como esos campesinos desarrapados, por eso cuidaba las herramientas. Gracias a ellas, su hija y ella, habían sobrevivido todos estos años. ¿Miao-shan las había cambiado de lugar? Eso no estaba bien, porque madre le había enseñado a hija el valor de la pulcritud y el orden. En ese momento Su-chee notó que faltaba la escalera. ¡Seguramente se la habían llevado esos gamberros! Y si le habían robado la escalera, ¿no se habrían llevado también el buey?

Se apresuró en dirección al cobertizo, levantó el pasador y entró. Antes de que su vista se habituara a la oscuridad de la pequeña estancia, tropezó y se cayó. Intentó incorporarse, peor se enredó con los travesaños de la escalera. Al final se soltó y tras frotarse primero la espinilla y después el codo, se preguntó qué diablos hacía allí la escalera, justo en medio del paso, donde cualquiera podía tropezar y caerse.

Mientras escudriñaba la oscuridad, vio dos pies que se balanceaban muy despacio.


Con creciente miedo, los ojos de Su-chee subieron por los pies hasta las rodillas, las caderas, el torso y por último el cuello y la cabeza de su hija. Al ver la cabeza de Miao-shan inclinada en un ángulo inhumano, un grito surgió de su garganta. El nudo corredizo estaba oculto tras la carne hinchada, y la punta de la cuerda atada a una viga en el techo. Miao-shan tenía la lengua, brillante y gruesa, fuera de la boca y los ojos saltones, como si alguien los empujara desde dentro. Estaban abiertos, inyectados en sangre, ciegos.

– ¡Nooooo! -gimió Su-chee al ver una mosca que zumbaba alrededor de la cabeza de su hija y se posaba sobre el inerte ojo derecho de Miao-shan.

Su-chee trató con torpeza de ponerse de pie, tropezando otra vez con los travesaños de la escalera. Recuperó el equilibrio y alargó los brazos para coger a su hijas. Sus fuertes brazos rodearon las caderas de Miao-shan y levantaron el cuerpo para aligerar el peso sobre el cuello. Allí, de pie, con la cabeza apoyada sobre el estómago rígido de su hija, Su-chee se dio cuenta de que era demasiado tarde. Miao-shan estaba muerta, y el hijo que llevaba en las entrañas también.

Las tres generaciones se quedaron así, unidas, durante un rato. Al final, Su-chee soltó despacio las piernas de su hija y retrocedió hasta salir del cobertizo para coger la guadaña sintiendo el vacío que se extendía más allá del lejano horizonte.


Esos primeros instantes que siguieron al hallazgo de Miao-shan quedarían grabados para siempre en la mente de su madre: cortar la cuerda para bajar el cuerpo, depositarlo sobre el suelo de tierra del cobertizo y correr por los senderos de los campos hasta las tierras de sus vecinos más próximos. La familia Tsai -madre, padre e hijo único-, ya estaban trabajando, quitando malas hierbas de sus cultivos. Al oír los gritos de Su-chee, levantaron la cabeza todos al mismo tiempo, como si fueran un pequeño rebaño de ciervos asustados. Al cabo de un instante, ellos también gritaban y corrían hacia la granja de Ling.

Tsai Bing, el prometido de Miao-shan, al final recobró la sensatez y, con promesas de que pronto regresaría, partió al trote por el camino de tierra rojiza hacia la carretera, y de allí al pueblo de Da Shui. Una hora más tarde estaba de regreso con la policía. A esas alturas ya se habían reunido otros vecinos para presenciar el desarrollo de la catástrofe.


El policía al mando se presentó como capitán Woo, a pesar de que lo conocían de toda la vida. Ordenó a los vecinos que volvieran a sus granjas y algunos de ellos, mientras se retiraban dieron el pésame en voz baja. Tang Dan, el más rico de los vecinos de Su-chee, se detuvo delante de ella y le dijo formalmente:

– Lo sentimos mucho, Ling Tai-tai. Si necesitas algo, recuerda que puedes acudir a mí. Te ayudaré en todo lo que pueda.

Y también se marchó, de modo que sólo quedó la policía con Su-chee y los Tsai.

– Tía Tsai, tío Tsai -empezó Woo empleando la fórmula de cortesía-, seguro que tienen mucho trabajo que hacer. Nosotros nos ocuparemos de todo. Y tú, Tsai Bing, ayuda a tus padres. Si te necesitamos, iremos a buscarte.

La señora Tsai miro inquisitivamente a Su-chee, el capitán Woo y de nuevo a la mujer. Pero todos sabían que los Tsai eran gente insignificante. No podían desobedecer a un policía, de modo que se alejaron en silencio con el hijo, que se volvía de vez en cuando para mirar por encima del hombro.

Cada vez que se volvía, Su-chee se estremecía con el recuerdo de la joven pareja. Se acordó de cómo les gustaba a Miao-shan y a Tsai Bing caminar por los senderos que dividían los campos, con esas risas tan dulces de principios de primavera que reverberaban en el aire. Últimamente parecían tan felices, como cuando eran niños, sin el recelo con el que se miraban mutuamente al empezar el noviazgo.

Tsai Bing se perdió de vista y Su-chee se quedó allí en silencio, mientras los policías que sudaban debajo de los arrugados uniformes caqui daban vueltas por el cobertizo y tocaban el cuello morado de Miao-shan con dedos ásperos. Le dijeron que el suicidio era algo terrible, pero Su-chee insistió en que se equivocaban, que Miao-shan nunca se hubiera quitado al vida, ni era tan tonta como para haberse matado por accidente. Lo repitió una y otra vez, pero no quisieron escucharla.

– Las chicas pueden llegar a ser muy temperamentales -dijo el capitán Woo-. Son muy impulsivas. Y Miao-shan… yo la conocía desde pequeña. Lo siento, pero era muy rebelde. Usted nunca pudo controlarla.

Los policías cerraron sus blocs y subieron al coche. Antes de emprender el regreso por el camino de tierra, el capitán Woo cerró la ventanilla. Era un hombre sin compasión y añadió educadamente:

– Ling Tai-tai, no hace falta que le diga que hay un calor espantoso. No hay tiempo que perder. Tiene que ocuparse de Miao-shan y rápido. ¿Quiere venir con nosotros al pueblo?

Pero Su-chee sacudió la cabeza, volvió a entrar en el cobertizo, se sentó otra vez junto a su hija, levantó con suavidad el cuerpo y lo abrazó. Miró el rostro inerte de Miao-shan y recordó lo terca que era. Su-chee, como buena madre, habría hecho casar a su hija con Tsai Bing mucho antes, pero Miao-shan se resistía. “Un matrimonio arreglado es algo muy antiguo. No estoy enamorada de Tsai Bing, para mí es como un hermano”, decía. Sin embargo, su madre insistió, y hacía dos años que ambas familias habían establecido el precio de la dote aunque los dos chicos aún no tenían edad legal para casarse.

A pesar del compromiso, Miao-shan le había rogado una y otra vez a su madre que la dejara trabajar en la nueva fábrica de juguetes americana que habían abierto en la zona. “Puedo trabajar de obrera y ganar dinero. Así no seré una carga para ti”. Pero había sido cierto sólo en parte. Era verdad que ganaba dinero, pero Su-chee necesitaba su ayuda para regar y trabajar la tierra. No obstante, Miao-shan se había empeñado con la misma tozudez que demostraba desde los tres años, edad en que todos los niños chinos empiezan a exhibir su auténtica personalidad. “El jengibre del pueblo no es bastante sabroso para Miao-shan”, solían decir los vecinos refiriéndose a que la chica siempre tenía la mirada puesta en el horizonte, pensando que al otro lado de ese límite invisible las cosas eran mejores. Así que cuando Miao-shan volvió a pedirle que la dejara ir a la fábrica, hacía seis meses, en lo más profundo del invierno, Su-chee, a pesar de que lamentaba perderla como hija, ayudante y compañera, le dio permiso para marcharse. ¡Nunca debió dejar que eso sucediera! ¡Jamás!

Cuando Miao-shan volvió a casa, en la primera visita, había cambiado. Debajo de la misma chaqueta vieja, llevaba un jersey comprado en una tienda y una zai ku americano, lo que llaman “pantalón vaquero”. Pero lo que realmente impresionó a Su-chee fue la cara de su hija. Siempre se había considerado a Miao-shan una chica poco agraciada. De bebé, cuando las otras madres la miraban, meneaban la cabeza compasivamente. Ésa fue una de las razones por la cual Su-chee se sintió tan aliviada cuando la madre de Tsai Bing le mandó el casamentero. Pero cuando Miao-shan volvió de la fábrica, los pómulos, que siempre habían sido huesudos y pálidos en comparación con las caras perfectamente redondas de las niñas vecinas, estaban pintados de rosa.


Los labios tenían un color rojo rubí. El contorno de los ojos estaba resaltado en negro y una sombra gris cubría los párpados. Parecía la famosa actriz de cine Gong Li. No, más bien parecía una estrella americana. Su-chee vio que incluso muerta, su hija era guapa, con una apariencia occidental, completamente extranjera.

Cada vez que Miao-shan volvía a casa, Su-chee se sentía más alterada por los cambios de su hija. Pero durante la última visita le dijo algo que le dio escalofríos. Le habló de una reunión que había tenido en la fábrica con otras chicas. “La información es mejor que una bala. Con ella es imposible perder. Sin ella no se puede sobrevivir”. Después sonrió y cambió de tema, pero esas palabras permanecieron en el recuerdo de la madre, porque muchos años atrás se castigaba a la gente que decía esa clase de cosas. Y ahora… habían destruido a Miao-shan.

Apartó el pelo del rostro de su hija y sintió que el calor del día empezaba a filtrarse en su piel. El capital Woo tenía razón. No podía dejar que el cuerpo se descompusiera con el calor del verano. Dejó a un lado su dolor y reprimió temporalmente un propósito secreto que comenzaba a germinar en ella como una semilla tras una lluvia primaveral, y empezó a planear el funeral de su hija. Sí, era una mujer pobre. Pero también era viuda, y durante los diez años pasados desde la desaparición de su marido había guardado un poquito por aquí, otro por allá, siempre pensando en la inseguridad del futuro. Nunca se sabía cuándo podía haber una sequía, una enfermedad, problemas políticos o un funeral.

Volvió a dejar con cuidado el cuerpo de Miao-shan en el suelo, se levantó y contempló la silueta inmóvil. Salió a buscar una pala y anduvo por el camino que había memorizado. Encontró el sitio y cavó hasta que la pala chocó con el cofre de metal en el que guardaba los ahorros y los papeles importantes. Después de sacar el dinero, volvió a enterrar el cofre. Estaba sudorosa y sucia, pero no se detuvo a echarse agua en la cara ni a lavarse los brazos y las piernas, sino que dejó la pala en su lugar y echó a andar por el camino de tierra.

La primera parada en el pueblo fue en casa del hombre del feng shui. El adivino le prometió que se ocuparía, como dictaba la costumbre milenaria, de los atributos del feng shui -viento y agua- para encontrar el lugar de sepultura más propicio para el nuevo espíritu. Con ese objeto examinaría también el horóscopo de Miao-shan y consideraría los antecedentes políticos de sus padres.

Después iría al cementerio y lo consultaría con los espíritus que residían allí. Le explicó todo esto a Su-chee, pero cuando la mujer le puso un puñado de billetes en la mano, como era habitual, acabó de decidirse. Miao-shan sería enterrada en una pequeña loma del cementerio, de cara a la tibieza del sur para toda la eternidad.

Tras despedirse del hombre del feng shui, Su-chee se dio prisa para hacer recados. Pero… ¡Cómo le costaba caminar por la calle principal de ese pueblo! Vio caras conocidas -le mujer que vendía platos esmaltados con alegres flores, el hombre que llenaba las latas de queroseno para las lámparas, el viejo que reparaba bicicletas rotas-. En la aldea Da Shui las noticias corrían rápido. Mientras pasaba junto a esta gente, sus rostros se ensombrecían de pena e inclinaban la cabeza en señal de condolencia, pero Su-chee no los veía.

Su mente, en cambio, estaba llena de imágenes de Miao-shan viva: de chiquilla, con los pantalones descosidos; de niña, con la chaqueta azul clara enguatada practicando con empeño los ideogramas chinos y recitando las lecciones de inglés; de la joven muchacha en la que se había convertido últimamente, que a veces parecía una desconocida. “Algún día ganaré mucho dinero y nos iremos de aquí”, solía decir con tanta convicción que Su-chee se lo creía. “Nos iremos a Shenzhen, y quizá a América…” se tiró del pelo en silencio para ahuyentar al sueño-fantasma de su hija, y gritó en silencio: “¿Cómo ha podido suceder?”

En la tienda de confección compró papeles de varios colores. Esa noche podía cortarlos y preparar las ofrendas que se quemarían en la sepultura. De esa forma, Miao-shan, tan pobre en vida, iría al más allá acompañada de ropa, un coche, una casa, amigos. Su-chee, para distraer a los Fantasmas Hambrientos de los objetos del funeral de Miao-shan, prepararía una olla de arroz para echar sobre la fogata. Cuando se apagaran las llamas, su hija ya se habría ido para siempre.

Tenía una cosa más que comprar: el ataúd. Wang, el de la funeraria, sabía que Su-chee era casi tan pobre como él, así que le propuso incinerar a la chica, pero Su-chee meneó la cabeza.

– Quiero un ataúd, y bueno -insistió.

– Puedo hacerle uno bonito -dijo Wang-. ¿Ve esta madera de aquí? Será perfecto para usted.

Pero cuando Su-chee pasó la mano por la superficie áspera, volvió a menear la cabeza. Miró en derredor hasta que sus ojos se posaron en un ataúd laqueado carmesí, labrado a mano.

– Ése de allí -dijo señalándolo- será para Miao-shan.

– Ah, es demasiado caro. Mi sobrino lo compró en Pekín y me lo ha mandado. Al principio pensé que mi sobrino quería arruinarme. Es para un Príncipe Rojo, no para alguien de una aldea tan pobre. Aunque últimamente… -se frotó la barbilla-. Ahora hay un poco de prosperidad. Lo guardo para uno de los ancianos del pueblo. Son todos muy mayores y no pueden vivir eternamente.

Pero Su-chee no parecía prestar atención. Cruzó la pequeña y calurosa habitación y apoyó las manos en la superficie carmesí del ataúd. Al cabo de un momento se volvió y dijo:

– Me lo llevo.

Antes de que Wang empezara con objeciones, Su-chee sacó un fajo de billetes viejos y empezó a contarlos. No estaba preparada para regatear con él, como había hecho en otras circunstancias, y él, por una cuestión de honor, no la engañó. Se limitó a aceptar un precio justo con una buena ganancia incluida. Wang pensó que si una campesina como Ling Su-chee estaba dispuesta a comprar un ataúd así para una hija que no valía nada, tal vez su sobrino tendría que mandar al pueblo unos cuantos ataúdes laqueados.

Cerrado el trato con Wang, Su-chee volvió a salir a la soleada calle. Con cada una de estas paradas iba aumentando su determinación. El capitán Woo la oiría. Cruzó la calzada hasta el Departamento de Seguridad Pública y esperó mientras una secretaria entraba en la oficina a hablar con el capitán. Salió con expresión de desaprobación.

– El capitán Woo está ocupado. Dice que vuelva a su casa y sea buena madre. Ya sabe lo que tiene que hacer: ocuparse de su hija. -Su voz se suavizó un poco-. Tiene cosas que hacer por ella. Vaya.

– Pero tengo que decirle…

La secretaria volvió a ponerse dura.

– Su caso ya se ha examinado. El capitán Woo ya ha acabado el papeleo.

– ¿Pero cómo es posible? -preguntó Su-chee-. El capitán no ha interrogado a nadie. No me ha preguntado si Miao-shan tenía enemigos. Éste es un pueblo pequeño, pero tanto usted como yo sabemos que hay muchos secretos. ¿Por qué no pregunta sobre ellos?

– El informe oficial ya está cerrado -se limitó a decir la secretaria en lugar de contestar a las preguntas-. No se meta en problemas -añadió.

Su-chee bajó la cabeza, se miró los pies callosos y trató de hacerse cargo de lo que acababa de oír.

– Márchese -insistió la secretaria-. Sentimos mucho su pérdida, pero debe irse. Si no, me veré obligada a llamar…

Su-chee se puso de pie despacio, miró a la mujer a los ojos y le lanzó el peor insulto que podía:

– Que te den por culo. -y se marchó.

Se dirigió a la oficina de correos sabiendo que debía pasar por delante del café Hilo de Seda. Al acercarse, vio a los ancianos del pueblo -algunos muy viejos, otros no tanto, pero todos ellos con impecables camisas blancas bien planchadas que parecían un insulto a quienes trabajaban en los campos pedregosos en los alrededores de la aldea- sentados en las mesas de siempre, delante del establecimiento. Cuando los hombres la vieron pasar, acallaron sus bromas hasta el punto de que el único ruido que se oía era el de la televisión del bar.

Los miró a la cara y, con la imagen de su hija colgada en el cobertizo, les dijo:

– Lo pagaréis. Os lo haré pagar. Aunque me cueste mi último aliento y mi última gota de sangre.

Levantó el mentón y siguió hacia correos, donde compró papel, lápiz y un sobre. En el mostrador escribió unos caracteres lenta y meticulosamente. Era importante que la caligrafía fuera cuidada y el contenido todo lo claro que su dominio del lenguaje escrito le permitiera. Después, copiándolo de un trozo de papel que había sacado del cofre enterrado, escribió en el sobre el nombre y la dirección de la única funcionaria del gobierno que conocía, Liu Hu-lan, que había vivido y trabajado en el pueblo hacía muchos años.

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