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El pueblo de Da Shui quedaba a unos quince kilómetros de la ciudad de Taiyuan, en la provincia de Shanxi. Aunque se hallaba sólo a quinientos kilómetros de Pekín, Hu-lan tardó casi dos días en llegar. Era demasiado tarde para reservar un billete de avión y, si no podían garantizarle una plaza, no quería arriesgarse a perder tiempo ofreciendo un soborno. Ir en coche era absurdo, puesto que el tráfico por la carretera era increíblemente lento debido a los peatones, las carretillas, los carros tirados por bueyes y las bicicletas, los coches, autobuses y camiones. Además, el viceministro Zai jamás le hubiera permitido que condujese sola. Habría insistido en que la acompañara el inspector Lo, con lo que se habría frustrado parte del objetivo de ese viaje. Quería alejarse, estar sola un tiempo. Como decían en Occidente, tenía que pensar un poco las cosas.

La ruta del ferrocarril más conveniente para Taiyuan era el expreso Pekín-Guangzhou, que exigía un transbordo en Shijiazhuang, un viaje de siete horas. Las reservas solían efectuarse diez días antes, pero como Hu-lan tomó la decisión en el último momento, no se encontró asiento. Así que no le quedó más remedio que viajar a Taiyan por Datong, donde había hecho el transbordo. Y en lugar de conseguir un asiento blando para la primera etapa, había tenido que conformarse con uno duro y hasta para eso había tenido que darle una propina extra al de la taquilla.

El viernes por la mañana, Hu-lan llegó a la enorme estación Norte de Pekín. El vestíbulo estaba cargado de humo de cigarrillo. Los ventanales estaban abiertos, pero eso no parecía ayudar mucho a la atmósfera recalentada y viciada. Miles de personas esperaban el tren para ir a lejanas provincias.


Algunos dormían o comían, otros se abanicaban con hojas de periódico. Había algunos hombres en camiseta y los pantalones arremangados por encima de las rodillas.

A las diez y media cuando anunciaron la salida, cientos de hombres, mujeres y niños se apretujaron para que les marcaran los billetes y pasaron por los molinetes para entrar en el andén. Una vez en el tren, un revisor -una mujer de expresión severa con una camisa verde claro almidonada con emblemas rojos en los hombros- cogió el billete de Hu-lan y se lo cambió por un plástico rígido. Hu-lan se sentó en su asiento, justo en el medio de un banco de madera para tres pasajeros. No había aire acondicionado y todas las ventanillas del vagón, salvo dos, estaban cerradas. La mayoría de los viajeros se dirigían a Huhhot, en Mongolia.

A las once, el tren ya había salido y avanzaba por los superpoblados alrededores de Pekín. Poco a poco, los edificios de apartamentos y las calles colapsadas fueron quedando atrás y al cabo de una hora el paisaje había cambiado. Los campos se extendían hasta el horizonte. Dejaban atrás aldeas a medida que el expreso se internaba en los distritos rurales del oeste. Al poco rato, el tren empezó un lento pero constante ascenso. Hu-lan, de vez en cuando, vislumbraba la Gran Muralla que serpenteaba por las sierras. El tren volvió a enderezarse entre campos de judías, maíz, tomates, pimientos y berenjenas. Cuando el tren llegó a Zhangjiakounan, con su gigantesca planta nuclear, el paisaje se había vuelto más duro. Junto a la vía había montículos de carbón y las estaciones por las cuales pasaban estaban cubiertas de hollín. Hu-lan vio unos campesinos -los más pobres entre los pobres- que trabajaban una tierra con demasiados minerales como para dar suficiente alimento. La mayoría de la gente de la región había abandonado la agricultura y trabajaba en las minas de carbón y en las salinas.

Hu-lan trataba de concentrarse en el paisaje, pero no era fácil. El vagón estaba lleno de vida. Bebés que lloraban, gente que vociferaba y escupía, e incluso orinaba en el suelo. Los hombres fumaban como chimeneas unos cigarrillos pestilentes y lanzaban unos esputos oscuros a las escupideras que había a ambos extremos del vagón. Como los hombres no se molestaban en moverse de sus asientos, los asquerosos gargajos acababan en el suelo o caían sobre las bolsas de cosas que la gente había comprado en la capital. Los niños y algunos pasajeros, cansados de los asientos de madera, se sentaban entre las baldosas. La mayoría de los pasajeros traía sus propias provisiones y sacaba fiambreras muy aromáticas (a veces demasiado) con fideos y arroz.

Otros se conformaban con panecillos con trozos de ajo. Casi todos llevaban su propio bote para el té. El revisor pasaba cada hora con termos de agua caliente. A medida que transcurría el tiempo, esos olores se iban mezclando con los del retrete que había en el extremo del vagón. Muchos pasajeros eran campesinos que nunca habían visto un váter, aunque sólo fuera un agujero que daba a la vía. Si esa combinación de olores ya era nauseabunda en circunstancias normales, con el constante traqueteo del tren era aún peor. Varias personas habían vomitado en bolsas de plástico o directamente en el suelo, mientras corrían al retrete desesperados.

Hu-lan, aún en los primeros meses de embarazo y por lo tanto muy afectada por los olores, había luchado contra las náuseas chupando ciruelas pasas y con pequeños sorbos de té de jengibre que llevaba en un termo. El doctor Du, un médico naturista tradicional chino que atendía a su madre desde hacía mucho tiempo, últimamente también se ocupaba de ella. Sin embargo, era bastante escéptica ante sus prescripciones para las náuseas matutinas -especialmente ante la “píldora especial del Emperador Celestial” para tonificar el corazón, que tenía fama de fortalecer la sangre y calmar el espíritu- y había cometido el error de decírselo a la señora Zhang.

Al día siguiente, ésta había pasado con una bolsa de ciruelas pasas envueltas de una en una y una mezcla para el té. “Bah… ¿qué saben los doctores, los hombres? -dijo la directora del Comité de Vecinos-. Yo ya soy vieja, así que escúchame. Te pones una ciruela en la boca y esperas. No la mastiques, chúpala. Cuando no quede más pula, sigue chupando el hueso. Te sentirás mucho mejor”. Con este consejo, la señora Zhang le había dado su consentimiento tácito de que continuara con el embarazo sin un permiso. Ahora Hu-lan se alegraba de tener la bolsa de ciruelas medio vacía. Cosas de viejas o un simple placebo, le daba igual, siempre y cuando siguieran asentándole el estómago.

Por las dos ventanillas abiertas entraba tanto polvo y hollín, que las cerraron hasta que el calor se hizo tan insoportable que hubo que volver a abrirlas. La música y los constantes anuncios que salían de los altavoces competían con la cacofonía humana. Se alternaban canciones tradicionales chinas con baladas más modernas. Pero la música era un alivio comparada con la voz chillona que anunciaba las paradas y ofrecía cigarrillos y licor, las noticias del día y las consignas oficiales sobre el control de natalidad, la buena educación en la sociedad y la importancia del aumento de la producción.


No era la primera vez que Hu-lan se maravillaba del a capacidad de sus compatriotas para dejar que ese ruido, en forma de música o propaganda, penetrara en su vida diaria.

Hu-lan había reservado una habitación en el Yungang, un hotel supuestamente de cinco estrellas y el único establecimiento de Datong que ofrecía servicios a los extranjeros. Mientras iba en un taxi, Hu-lan vio la ciudad sucia, llena de camiones de carbón y montículos de hollín que se arremolinaban a ambos lados de la carretera. A pesar de las grandes esperanzas del taxista de que Datong se convirtiera en un centro turístico (“Somos muy populares especialmente entre los japoneses, porque ocuparon la ciudad durante la guerra y les gusta venir a refrescar la memoria”), el hotel y la habitación de Hu-lan eran espantosos. La alfombra estaba llena de quemaduras de cigarrillo y las cortinas eran unas tiras flácidas grises y mugrientas. Le informaron que sólo había agua caliente de siete a nueve de la mañana y que la televisión emitía únicamente noticias locales y canales del Estado. El tenebroso comedor tenía un equipo de unas cincuenta mujeres vestidas con cheong sams azul pastel y aspecto apático y aburrido. Hu-lan comió sola, mientras un grupo de veinte japoneses tomaba en silencio una comida de habichuelas de bote, carne fría, cerdo salteado con verduras, patatas fritas, sandía y pastel de limón. Una canción de Karen Carpenter sonaba una y otra vez, acompañada de la voz de la camarera que se unía de rato en rato al coro: “Sha la la la la, shing a ling a ling…”

A las ocho de la mañana Hu-lan estaba otra vez en el tren camino del sur, un viaje de otras siete horas hasta Taiyuan. Había tenido la suerte de encontrar un billete de primera para ese segundo día. El compartimiento tenía dos filas de literas y cada persona tenía que permanecer sentada en su litera durante el viaje. El hombre que Hu-lan tenía delante se puso un periódico sobre la cara, se quedó dormido y empezó a roncar, lo que obligó a otro hombre a gritarle: “¡Date la vuelta! ¡Con esos ronquidos nadie puede dormir!”. El sujeto hizo lo que le decían, por lo que los otros dos ocupantes también se durmieron. Sobre la mesa, al lado de la ventana, había un folleto que ensalzaba las modernas virtudes del tren, en un idioma pintoresco e imaginativo:


Estimados pasajeros: seguridad, educación y hospitalidad son el objetivo de nuestro servicio. Por favor recuerde:

Nunca pronuncie palabras prohibidas.

Mantenga el interior del coche limpio y arreglado. El medio ambiente se verá agraciado.

Nuestros platos de comida son meticulosamente preparados y tienen cuatro rasgos: color, fragancia, sabor y forma. También hay comida musulmana.

Cuando esté en el coche, utilice los guantes-regalo.


Hu-lan encontró debajo de la mesa una canasta con los guantes, un termo grande de agua caliente y tazas de porcelana con tapa. Cuando la joven revisora pasó ofreciendo sobres de té, Hu-lan le preguntó si podía bajar el altavoz. La chica le dijo que lo único que podía hacer era apagarlo del todo. Al cabo de un instante, la respiración suave de los hombres que dormían y el suave traqueteo del tren reemplazaron a los anuncio chillones. Y aunque tampoco había aire acondicionado, un ventilador de techo hacía circular el aire. Esto, combinado con las toallas tibias que la revisora traía de vez en cuando, hicieron que ese día de viaje resultase casi agradable.

¡Qué diferente era todo esto de la última vez que Hu-lan había viajado a la aldea de Da Shui! En 1970 había ido con otros amigos y vecinos de Pekín en un tren que sólo en apariencia se parecía a éste. Aquél iba repleto de jóvenes pequineses. (Un brigada entera de chicos se había subido al techo para viajar allí todo el trayecto) Hu-lan y los demás llevaban gastados uniformes del ejército heredados de los padres. Recitaban consignas, aunque secretamente se alegraban de que los hubieran mandado al oeste en lugar de a as desoladas regiones del norte, en la inhóspita frontera rusa. Habían acosado a los revisores y hasta habían echado a algunos del tren. En un pueblo, un grupo (todos menores de dieciséis años) había decidido que el maquinista del tren y todos sus ayudantes eran unos cerdos capitalistas ligados al viejo orden. Los bajaron al andén de la estación y los insultaron durante dos días. Los campesinos salieron a ver el espectáculo. Al final, alguien comprendió que no iban a salir de ese pueblo de mala muerte a menos que el maquinistas y sus ayudantes volvieran al tren.

El camino de regreso a Pekín, dos años después, no había sido muy diferente. Ese viaje también había estado plagado de paradas para efectuar concentraciones y actos políticos. En lugar de llegar a Pekín al atardecer por el camino directo, también habían tardado dos días.


Hu-lan, esa vez, con catorce años y llena de esas pasiones salvajes, parte tan importante de la Revolución Cultural, había hecho el viaje en la segura y tranquila compañía del tío Zai. Mientras tanto, su padre estaba bajo arresto domiciliario en su Hutong, y la madre había caído desde el balcón de un primer piso y pasado los cuatro días que tardó Zai en traer a Hu-lan del campo tirada en el suelo, en la puerta de un edifico de oficinas. La gente de esa oficina había trabajado para el padre de Hu-lan durante años, todos conocían a Jin-li, pero les habían prohibido ayudarla. Cuando Zai y Hu-lan llegaron a Pekín, Jin-li había quedado lisiada y su mente destruida.

Cuanto más se acercaba a Taiyuan, la capital de la provincia de Shanxi, más le preocupaba volver a ese lugar donde se había derramado tanta sangre y se había sufrido tanto. Shanxi significaba “al este de las montañas” y toda la provincia era una meseta que daba a la fértil llanura de China septentrional. Era un territorio rico que desde siempre atraía a los invasores extranjeros. Antiguamente llegaban desde el norte. El primer gran obstáculo era la Gran Muralla; la segunda barrera, y las más espectacular, era Taiyuan. Esta ciudad había visto más violencia en los últimos dos milenios que ninguna otra de China. Esos siglos de sangrientos disturbios estaban marcados en el territorio de la provincia y en el alma de sus gentes.

El tren llegó a Taiyuan a las tres y media. Hu-lan salió a la calle, le hizo señas al típico taxi chino abollado y le pidió que la llevara a la parada del autocar que iba a Da shui. De joven había estado en Taiyuan sólo un par de veces, en las ocasiones en que su brigada de la granja Tierra Roja participaba en manifestaciones en las Pagodas Gemelas, unos templos dobles ubicados en la colina, símbolo de la ciudad. En aquellos tiempos había pocos automóviles y camiones, y por las calles se oía el tranquilo murmullo de las bicicletas que transportaban gente y mercancías. El aire, incluso en un día caluroso y húmedo como aquél, era limpio y se respiraba el perfume de los árboles en flor. La tierra fértil, incluso en medio de la ciudad, exudaba un aroma suave.

Habían pasado veinticinco años, y Taiyuan ya no era lo que Hu-lan se esperaba. El taxista iba dando tumbos por un tráfico endemoniado. No paraba de hacer sonar la bocina a pesar de que ella le pedía que no lo hiciera. Hu-lan bajó la ventanilla y le llegó una densa vaharada de gases de tubos de escape y chimeneas de fábricas.


Durante los últimos diez años, Taiyuan había sufrido otra clase de invasión. Las compañías estadounidenses, le explicó el taxista, habían instalado empresas conjuntas de minería en la periferia y de exportación en la ciudad. Los australianos criaban unos cerdos especiales, no tan gordos como los del país, pero aparentemente más sabrosos. Los neocelandeses habían llegado para criar ovejas para lana de alfombras. Los alemanes e italianos, mientras tanto, habían entrado en la industria pesada. Toda esta variedad de industrias había traído prosperidad a la ciudad. Por todas partes se veían edificios de oficinas en construcción y hoteles extranjeros. Pero hasta el momento, sin embargo, los extranjeros se alojaban en el Shanxi Grand Hotel.

– Viven aquí un año sí otro no -dijo el taxista-. Esos vips tienen agua caliente todos los días y todo el día, mientras que en el resto de la ciudad tenemos agua sólo unos días por semana -Y alardeó-: Yo entré una vez al Shanxi. Impresionante, pero si uno piensa en esos hoteles nuevos… -silbó admirativamente- el Shanxi Grand quedará en nada cuando los abran.

Cuando el taxista la dejó, averiguó que no había autobús a los pueblos del sur hasta dentro de una hora. Con su bolsa a cuestas, caminó calle abajo y pasó por delante de un bar atiborrado. Dos puertas más allá había otro, pero vacío. De haber querido comer, habría vuelto al primero, pero con se calor lo único que quería era un poco de sombra, de soledad, un lugar para pasar el rato y algo fresco para beber. La coca-cola estaba fresca, aunque no lo suficiente. A las cinco, la dueña del establecimiento se acercó a la mesa.

– ¡Hace demasiado que está sentada aquí! ¿Tiene que irse para dejar la mesa libre para los otros clientes!

Hu-lan miró alrededor. No había nadie.

– Soy una viajera.

– Sí, una pequinesa, ¿y qué? Yo soy la dueña de este negocio. Soy empresaria. Y usted está ocupando el sitio.

– Ya que es empresaria debería ser más amable con sus clientes -replicó Hu-lan.

– Si no le gusta, váyase a otra parte.

Hu-lan la miró asombrada. Esa mujer la estaba insultando de la misma forma que haría un dependiente de unos grandes almacenes de Pekín. La atención a los clientes se había vuelto tan mala en Pekín que el gobierno había lanzado una campaña de amabilidad y publicado una lista de cincuenta frases que no debían pronunciarse. O esa campaña no había llegado a la provincia de Shanxi o a la gente le daba igual.

Pero quizá esa campaña, como las anteriores, estaba destinada a fracasar independientemente de quién la organizara. Hu-lan aún se acordaba de cuando el gobierno había lanzado las campañas de los Cuatro Establecimientos y los Cinco Arreglos para combatir la falta de cortesía. En aquellos tiempos, la gente estaba acostumbrada a obedecer todos los decretos, pero a pesar de ello nadie hizo caso de esas órdenes. Las masas sostenían que servir a los clientes era burgués, pero Hu-lan siempre había visto la falta de modales de otra forma. Era difícil ser educado con los desconocidos si el gobierno igualmente pagaba el salario por muy grosero que uno fuera. Y ahora costaba mucho romper esa costumbre. Pero era evidente que los empresarios más exitosos de China eran aquellos que habían aprendido las ventajas de un buen servicio al cliente, seguramente por eso el primer bar estaba lleno y éste a punto de perder a su única clienta.

Hu-lan pagó la cuenta y se dirigió a la parada de autobús. Para entonces, el sol ya había pasado por encima de un edificio alto y proyectaba sombra sobre la acera. Hu-lan se sentó en el bordillo a esperar.

Cuando llegó el autobús estaba lleno hasta los topes de trabajadores que volvían a su casa, pero a pesar de todo Hu-lan y otros cinco pasajeros consiguieron entrar y quedarse apretujados en los escalones de la puerta trasera. Al principio el vehículo avanzaba despacio por las transitadas calles de la ciudad. Al cabo de veinte minutos y sólo tres kilómetros, llegaron al enorme puente que cruzaba el río Fen. Hu-lan no podía creer lo que veía. Veinte años atrás el Fen era un río enorme y caudaloso de setecientos metros de ancho. Pero ahora era apenas un arroyo serpenteante. Las enormes orillas que habían quedado estaban cubiertas de arbustos y vegetación ribereña en la que jugaban niños, familias hacían picnic y algunas personas remontaban cometas caseras.

Pero no fue ésa la mayor sorpresa. Unas manzanas más adelante, el autobús se detuvo en un peaje, el conductor pagó y entraron en una autopista de cuatro carriles. Lo que en una época había sido un viaje de continuas paradas acompañadas de bocinazos a los peatones y animales que llenaban la carretera, se hacía ahora muy deprisa. Al cabo de unos minutos pasaron por delante del templo Jinci, famoso por ser el mayor de la dinastía Song y por sus tres manantiales inagotables. Unos kilómetros más adelante, el autobús avanzó en medio de océanos de mijo y vastos campos de maíz y sorgo.

El autobús hizo algunas paradas breves en Xian Dian, Liu Jia Bu y Quing Shu antes de llegar al cruce de la aldea de Da Shui. Sólo Hu-lan descendió del vehículo y, cuando éste volvió a arrancar, intentó orientarse. Detrás tenía la autopista que llevaba a Taiyan. Delante, si la memoria no le fallaba, estaba la aldea de Chao Jia y la ciudad de Oing Yao. Y a unos cinco kilómetros carretera abajo, a su derecha, y eso sí que no lo olvidaría nunca, habían estado los dormitorios, los almacenes, los talleres de trabajo y las cocinas de la granja Tierra Roja. Los campos que la rodeaban también habían formado parte en otros tiempos de la comuna. Sin duda esas tierras habían sido redistribuidas en 1984, cuando el sistema de colectivizaciones se desmanteló y se distribuyeron de nuevo parcelas privadas a familias campesinas.

Eran casi las siete de la tarde. Da Shui estaba a unos tres kilómetros, pero no hacía falta que caminara tanto. Si las indicaciones de Su-chee eran correctas, Hu-lan tenía que andar alrededor de un li (quinientos metros) para llegar a la granja. No podía decirse que fuera una tarde fresca, pero el aire, en comparación con el del tren, el de Taiyuan y el del autobús, era límpido y puro. Echó a andar tomándose su tiempo para sentir el suave bombardeo del campo sobre sus sentidos. La humedad flotaba sobre el terreno creando una bruma clara y una película fina y suave sobre su piel. Acababan de irrigar uno de los campos y el olor de la tierra roja y la fragancia de las plantas resultaban embriagadores. No se oía ningún ruido de máquinas, sólo el sonido de sus pasos sobre la grava y el canto vespertino de las cigarras.

Al final, Hu-lan salió de la carretera y giró a la izquierda por un sendero en pendiente que discurría entre los campos. Ahora veía las cosas con un poco más de claridad. Los campos, que de lejos parecían vedes y exuberantes, no prosperaban, apenas resistían. Las hojas estaban raquíticas en el momento de apogeo de la cosecha. Si ésa era la situación sobre la tierra, seguramente sucedía lo mismo debajo, de modo que los tubérculos comestibles debían de ser diminutos y deformes. Qué extraño, pensó Hu-lan. El clima no era peor que en otras partes de China. El riego nunca había sido un problema porque toda la región era famosa por sus manantiales y pozos. El agua siempre había sido tan abundante que el pueblo rendía homenaje a ese hecho con su propio nombre: Da Shui significaba “gran agua”. Pero por lo que Hu-lan veía alrededor, esas plantas estaban muertas de sed.


Al ver que los siguientes dos campos estaban mucho más sanos, Hu-lan se sintió más optimista, pero fue un estado que le duró sólo hasta ver la casa de Su-chee. En los últimos tiempos, una de las formas de juzgar la prosperidad de una familia campesina era ver si la vieja casa de adobe había sido reemplazada por una de ladrillos. Desde el tren había visto muchas casas de ladrillos. Después, al ver los cambios en las calles de Taiyuan, había pensado que parte de la prosperidad de la ciudad era el reflejo de una prosperidad mayor en los campos de los alrededores, pero se había equivocado. Ahí estaba el primitivo interior, a sólo quinientos kilómetros de Pekín.

La pequeña granja de Su-chee estaba edificada según las viejas costumbres, basada en consideraciones prácticas y políticas. La casa daba al sur, hacia la tibieza del sol, de espaldas al norte, por donde siempre llegaban los invasores. Había un pequeño patio vallado, de tres metros por tres, que protegía el pozo. Por lo demás, esa porción de tierra apisonada, encerrada entre muros, carecía de cubos, macetas con plantas, una bicicleta y cualquier objeto que indicara una vida por encima del nivel de subsistencia. Ese costado de la casa tenía una puerta con ventanas abiertas a ambos lados. Las ventanas no tenían cristal, que para esa época del año estaba bien, pero era terrible en invierno, cuando Su-chee tenía que tapar la abertura con paja. Si se hubiera sentido especialmente próspera, habría cerrado la abertura con papel de periódico pegado con engrudo.

– ¡Ling Su-chee! -llamó Hu-lan-. ¡Ya estoy aquí! ¡Soy yo, Liu Hu-lan!

Hu-lan oyó un chillido dentro de la casa y acto seguido su propio nombre. Al punto una anciana salió por la puerta.

– Pensé que no vendrías -le dijo la anciana-, pero has venido.

– ¿Su-chee?

Al ver la duda en el rostro de Hu-lan, la mujer se acercó y la cogió del brazo.

– Soy yo, Su-chee, tu amiga. Ven, te prepararé un té. ¿Has comido?

Hu-lan pasó por el umbral, un peldaño alto para que no entrara el agua en la casa y, de no ser por la bombilla pelada que colgaba de una viga en el centro de la estancia, podría haber retrocedido cien y hasta mil años en el tiempo. Había dos kangs, unas camas hechas de plataformas de madera. De pronto recordó cómo le había impresionado al os doce años enterarse de que la gente, en lugar de dormir sobre unas camas blandas, lo hacía sobre esas plataformas.


Y cómo les dolían los huesos, a ella y a sus jóvenes camaradas, hasta que los campesinos les enseñaron a hacer jergones de paja. Ese mismo año, cuando llegaron los vientos gélidos del norte, los campesinos les enseñaron a hacer colchas de algodón crudo y a poner braseros de carbón debajo de las plataformas.

– Siéntate, Hu-lan. Debes de estar cansada.

Hu-lan se sentó sobre un taburete hecho con un cajón boca abajo. Echó una mirada alrededor. Había muy pocas cosas. Una mesa, unos cajones boca bajo, las dos camas. Un estante con dos copas, cuatro boles -dos grandes para fideos, dos pequeños para arroz-, tres platos y un bote viejo de salsa de soja con utensilios de cocina y palillos. A la derecha de la puerta había un pequeño armario donde Hu-lan supuso guardaba la ropa y las sábanas. Encima, Su-chee había puesto un sencillo altar con una barras de incienso, tres naranjas, un Buda toscamente labrado y dos fotos, del marido y de la hija.

Cuando hirvió el agua, Su-chee se sentó con Hu-lan a la mesa. Habían pasado demasiadas cosas en los últimos veinticinco años para que las dos mujeres fueran directamente al motivo de la presencia de Hu-lan. Tenían que volver a conectar, a establecer una relación, a recuperar la confianza que en una época las había unido como parientes cercanas. Sí, ya habría tiempo para hablar de Miao-shan, pero por el momento hablaban del viaje de Hu-lan, de los cambios que había visto en Taiyuan, de la vida de Pekín, del bebé que esperaba, de la cosecha de Su-chee de mijo, maíz y judías, de la falta de agua, del calor opresivo.

Hacía muchos años eran unas niñas muy unidas, pero desde entonces la vida las había llevado por derroteros muy diferentes. Salvo los dos años de la granja Tierra Roja, Hu-lan había tenido la vida protegida y privilegiada de una Princesa Roja, sin falta de comida ni de ropa. Su posición le había permitido también una gran libertad, no sólo para viajar por toda China, sino también a Estados Unidos. No tenía miedo al gobierno ni a la naturaleza. Todo esto se traslucía en la ropa que llevaba, en su piel suave y clara, en la actitud con que se sentaba en el cajón boca abajo- si hubiera visto a Su-chee por las calles de Pekín, la habría tomado por una mujer de sesenta o setenta años.

A medida que el crepúsculo se convertía en noche, Hu-lan empezó a ver a su vieja amiga de la infancia, oculta detrás de la cara de esa anciana.


A la luz oscilante de una lámpara de petróleo -la electricidad era demasiado cara para usarla a diario-, Hu-lan vio cómo una vida de trabajo agotador bajo un sol inclemente se había cobrado su precio. A los doce años, Su-chee era más fuerte y más robusta que Hu-lan. Pero Hu-lan había pasado el resto de su adolescencia en Estados Unidos, alimentándose correctamente, por lo que ahora le llevaba unos diez centímetros. Además, la espalda de Su-chee estaba tan encorvada que parecía jorobada, debido a años llevando agua con un palo sobre los hombros. Pero lo que más le dolía a Hu-lan era la cara de su amiga. De niña, Su-chee era muy guapa. Tenía una cara redondeada, llena de vida, de mejillas rosadas. Ahora estaba llena de arrugas y con manchas en la piel.

Claro que había tenido una vida mucho más plena que Hu-lan. Se había casado y tenido una hija, pese a que había perdido a ambos. Cuando Hu-lan la miraba a los ojos, tenía que bajar la vista. Debajo de las amables palabras, el sufrimiento de Su-chee era tan intenso que Hu-lan casi no podía imaginárselo. Para prepararse para los detalles que llegarían, Hu-lan cogió la mano de Su-chee.

– Creo que ha llegado el momento de que me hables de tu hija.

Su-chee habló hasta tarde. Recordó cada doloroso detalle del último día de Miao-shan. Su-chee acababa de guardar el buey en el establo cuando se encontró con su hija, que llegaba a casa para pasar el fin de semana, después de haber estado varias semanas en la fábrica Knight. Al ver llegar a su única hija por el sendero polvoriento, Su-chee supo que estaba embarazada. Miao-shan lo negó.

– Le dije que era una campesina, que había crecido en el campo. ¿Te crees que no sé cuándo un animal está en celo? ¿Te crees que no sé cuándo lleva una cría?

Miao-shan, ante estas verdades elementales, se había derrumbado y con lágrimas en los ojos -y esa exteriorización occidental de emociones tampoco había contribuido a apaciguar el miedo de su madre- había confesado todo.

En China había muchos dichos que hablaban de la castidad y de lo que pasaba cuando una no la protegía: “Cuida tu cuerpo como una pieza de jade”, o “Una equivocación puede llevar al arrepentimiento”. Pero Su-chee no creía en esas advertencias. Ella también había sido joven. Sabía lo que podía pasar en un momento de pasión.

– Le dije que no había error que no pudiera subsanarse. -Y continuó como si su hija estuviera allí en ese momento-. Puedes casarte con Tsai Bing el mes que viene. Sabes que hace mucho que te espera. Mañana iré a ver a la directora del Comité de Vecinos. Es una mujer vieja y lo comprenderá. A finales de esta semana te darán el permiso de boda. Quizá el permiso de alumbramiento sea un poco más difícil. Tsai Bing y tú sois jóvenes, y éste será vuestro único hijo. Pero no me preocupa. Hace mucho que conozco a esa directora entrometida. Si te pone problemas, contaré historias de cuando ella era joven, ¿eh? Así que no te preocupes. Yo me ocuparé de todo.

Pero sus propias palabras de consuelo no la habían calmado y, por la noche, se despertó muchas veces con un presentimiento que iba mucho más allá de la noticia del embarazo.

– A la mañana siguiente, Miao-shan estaba muerta y la policía no quiso escucharme cuando le dije que los hombres del pueblo se estaban haciendo ricos mandando mujeres y niñas a esa fábrica -continuó Su-chee-. Siempre y cuando saquen provecho, no les importa lo que pase. -Antes de que Hu-lan pudiera preguntar sobre este tema, Su-chee dijo con una voz cargada de remordimiento-: ¡Pero le di permiso para que fuera! ¡Y cuando vi que estaba contenta, la dejé quedarse! Le gustaba el trabajo y traía a casa casi todo el sueldo.

Con ese dinero, Su-chee había comprado más semillas y algunas herramientas nuevas. Pero sus preocupaciones volvían a surgir con cada visita a casa, que cada vez eran más infrecuentes, ya que su hija también empezaba a pasar los fines de semana en la fábrica. En un momento dado hablaba con toda dulzura, y al siguiente era pura acritud. Un día se hacía coletas, y al siguiente llegaba de la fábrica con ropa nueva y la cara cubierta de maquillaje. Hablaba de casarse y enseguida cambiaba de tema y manifestaba su deseo de irse a una gran ciudad, mucho más grande que Taiyuan o Datong.

Mientras Su-chee hablaba, Hu-lan se preguntó si no serían sólo los ingenuos sueños de una sencilla chica de campo. Ella, en su trabajo en el Ministerio de Seguridad Pública, tenía experiencias con personas de este tipo que se marchaban ilegalmente de sus pueblos y abarrotaban ciudades como Pekín o Shanghai buscando en vano una vida mejor, para acabar encontrando sólo amargura. A menudo, su inocencia las convertía en víctimas de criminales y mafias. Sin permiso de residencia ni unidades de trabajo en la ciudad, eran también objeto de detenciones y acoso por parte de la policía. ¿Acaso Miao-shan no era más que otra soñadora?

Y había partes de la historia de Su-chee que no tenían sentido. ¿De dónde sacaba el dinero su hija para comprarse ropa, sobre todo si le daba casi todo el suelo a su madre? ¿Y dónde entraba Tsai Bing? ¿Y qué era ese comentario sobre los hombres del pueblo? Si Hu-lan hubiera estado en Pekín y Su-chee hubiera sido una desconocida, no habría tenido reparos en preguntarle qué quería pero estaba en el campo y Su-chee era una amiga. Tenía que tratarla con suavidad.

– Me pregunto si Tsai Bing y Ling Miao-shan -se arriesgó- se amaban de verdad o era un matrimonio arreglado.

Su-chee respondió a su vez con una pregunta:

– ¿Quieres saber si seguimos una costumbre feudal? Los matrimonios arreglados van contra la ley.

– En China hay muchas leyes y eso no significa que se respeten todas.

– Es verdad -se permitió sonreír Su-chee-, y también es cierto que en el campo mucha gente aún prefiere los matrimonios arreglados. De esta forma consolidamos nuestras tierras y resolvemos las disputas. Últimamente tenemos más preocupaciones. La política de un solo hijo…

– Lo sé -la interrumpió Hu-lan-, demasiados abortos y demasiadas recién nacidas dadas en adopción. Y ahora no hay suficientes muchachas. Claro, las familias quieren asegurar que sus hijos tengan una esposa.

Su-chee asintió. Hu-lan vio a la luz dorada del quinqué que los ojos de Su-chee volvían a humedecerse.

– Tsai Bing, como vecino, siempre fue un buen partido para mi hija; pero tú sabes, Hu-lan, que yo personalmente me casé por amor.

– Ling Shao-yi.

Hu-lan, al pronunciar el nombre del marido de su amiga, volvió a retroceder en el tiempo. Había conocido a Shao-yi en el tren de Pekín. Era mayor, de unos dieciséis años, y no estaba tan asustado de salir de casa. Era un chico absolutamente de ciudad. Como todo ellos, no sabía nada de la vida de campo. Su-chee era la campesina que habían asignado al grupo para que les enseñara. En aquellos tiempos, las ideas occidentales como “el amor a primera vista” se consideraban burguesas, en el mejor de los casos, y capitalistas decadentes en el peor. Durante bastante tiempo los chicos decidieron mirar para otro lado cuando veían cómo se ruborizaba Shao-yi cada vez que hablaba Su-chee, o cuando notaban que ella le traía manjares caseros mientras todos los demás subsistían con unos boles de papilla de mijo.


Una vez pasado esos tumultuosos años, Shao-yi podría haber vuelto a Pekín, retomando sus estudios y quizá haberse convertido en funcionario del partido. Todo el mundo se sorprendió cuando se casó con Su-chee, se quedó en Da Shui y se hizo campesino.

Su-chee interrumpió sus pensamientos.

– ¿Crees que habría dejado casarse a mi hija por algo que no fuera auténtico amor?

– No, tú no -respondió Hu-lan, aunque supiera que no era del todo cierto. El aforismo “decir sólo el treinta por ciento de la verdad” era válido incluso en el campo, incluso entre amigos-. ¿Hay algo más que deba saber sobre Miao-shan? -preguntó Hu-lan-. ¿Tenía papeles aquí? ¿Un diario o cartas?

Su-chee se puso de pie y fue hacia una de las camas. Sacó un sobre grande de papel marrón de debajo y lo puso sobre la mesa.

– Miao-shan tenía un escondite para guardar sus cosas personales -explicó-, pero yo soy una madre y ésta es una granja pequeña. Sabía que ocultaba sus tesoros en el cobertizo detrás del granero. Después de su muerte, fui allí a buscar objetos para poner en el altar. -Respiró hondo y continuó-: Sé leer y escribir un poco, aprendí en la Escuela de Mujeres Campesinas, pero no comprendo lo que dicen estos papeles. Y hay unos dibujos…

Hu-lan lo abrió y sacó tres juegos de papeles. Uno de ellos estaba plegado en cuatro. Hu-lan lo desplegó y alisó las hojas sobre la mesa con la mano. Las hojeó rápidamente mientras Su-chee sostenía la linterna para iluminar mejor.

– Dice Knight International -dijo Su-chee-, ¿pero qué es?

– Parecen especificaciones para una cadena de montaje, y esto otro parece el plano de la planta de la fábrica. ¿Has estado allí? ¿Qué crees?

– La he visto por fuera pero nunca he entrado. Aún así, no comprendo estos dibujos.

Hu-lan recorrió las líneas con el dedo.

– Éste ha de ser el muro exterior. Y, mira, aquí dice taller, baño, oficinas… Veamos qué mas tienes.

Volvió a plegar los planos y sacó unos papeles enganchados con un clip. Era una lista con varias columnas. En la de la izquierda había nombre: Sam, Uta, Nick y más nombres de ese tipo. En la columna adyacente había números de cuentas y lo que parecían cantidades depositadas.


Hu-lan volvió a guardar los papeles en el sobre y le cogió la mano a su amiga.

– Te diré la verdad. Vine aquí porque eras mi amiga y pensaba que podía ayudarte con tu dolor, pero ahora no lo sé. Me has contado muchas cosas que no tienen sentido. Lo que has dicho de los hombres del pueblo y el hecho de que Miao-shan estuviera embarazada, bueno, son cosas que pasan en nuestro país. Pero estos papeles me hacen ver las cosas de otra manera. ¿Qué significan? ¿Por qué los tenía Miao-shan? Y lo más importante, ¿por qué los escondía?

– ¿La mataron por esos papeles escritos?

– No lo sé, pero quiero que vuelvas a ponerlos en el escondite donde los tenía Miao-shan. No le hables de ellos a nadie. ¿Me lo prometes?

Su-chee asintió y preguntó:

– ¿Y ahora qué harás?

– Si a Miao-shan la mataron, la mejor manera de descubrir al asesino es comprender quién era Miao-shan. A medida que la conozca, empezaré a conocer a su asesino. Cuando llegue a conocerla del todo, conoceré a su asesino. -Y añadió-: Pero recuerda esto, Su-chee, a lo mejor no hay ningún asesino y quizá tu hija sencillamente se suicidó. Sea como sea, ¿estás preparada para lo que pueda descubrir?

– He perdido a mi única hija. No me queda nadie. Sin familia que se ocupe de mí, acabaré en la residencia de ancianos del pueblo. No estoy preparada ni dispuestas, pero si voy a pasar el resto de mi vida sola, entonces necesito saber.

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