16

Cuando David y el inspector Lo llegaron, la fiesta estaba en pleno apogeo. Se había instalado un podio, un estrado, pista de baile y asientos para doscientas personas debajo de un toldo. La brisa bochornosa balanceaba los globos y los banderines que ondeaban en las astas. Había carteles de Sam y sus amigos sobre caballetes situados en semicírculos junto al estrado donde estaban sentados los Knight con el gobernador Sun Gao y Randall Craig. Sonaba música por los altavoces y en la pista de baile un grupo de veinte muchachas vestidas con trajes típicos de vivos colores finalizaba un número acrobático. El público, compuesto casi exclusivamente por mujeres chinas, aplaudió educadamente.

Sandy Newheart vio a David y le hizo un gesto para que acercara a la primera fila. Cuando David se sentó, Sandy dijo en voz baja:

– Llegas tarde.

– Lo siento, pero no he podido evitarlo.

Las artistas formaron un grupito y una de las chicas se adelantó para anunciar que cantarían algunas canciones americanas, las favoritas del presidente Jiang Zemin. Por el altavoz se oyó una introducción instrumental y las muchachas iniciaron Row Your Boat con la profusión de instrumentos de cuerda.

Sandy se inclinó hacia David y murmuró:

– En todas las celebraciones incluyen esta pesadilla. Marchas triunfales, petardos, bandas de música desafinadas, mil versiones de Jingle Bells. Y después intercambio de regalos y discursos. Entretanto, todo el mundo asándose de calor.

– ¿Y por qué se hace?

– Es la costumbre.

– ¿De Knight?

– No; de los chinos.

– Knight es una empresa estadounidense.

– ¿Y qué? Es la costumbre del país. Al menos es lo que dice el seboso Sun. Y lo que él dice, el viejo Knight lo hace. Es el organizador de esta mierda.

Las últimas notas de la canción se desvanecieron y las chicas pasaron a una versión surrealista de Jingle Bells.

Sandy miró a David y enarcó las cejas.

– ¿Qué te decía? Estamos a cuarenta grados a la sombra y cantan las maravillas de la nieve.

– ¿Son empleadas?

– No; son un grupo artístico local. Las habré visto unas cinco veces en los res años que llevo aquí.

David señaló a su espalda.

– ¿Y ellas? ¿Son todas operarias?

– Estás de broma? Son las mujeres del edifico de administración.

– ¿Por qué no están las demás?

– Henry quiere un espectáculo, no una asamblea.

Era la primera vez que David estaba a solas con Sandy. Con Henry Knight se mostraba adulador, pero en privado no sólo parecía desilusionado sino con ganas de desahogarse.

– Sandy ¿qué piensas hacer después de la compra?

– Cuando el viejo me pidió que viniera, pensé que sería una gran aventura. Pero ya ves lo que es este país, el culo del mundo. Henry estaba enfermo, ¿qué iba a hacer? Me dijo que me necesitaba para convertir Sam y sus amigos en una realidad. Se había cerrado el trato con los estudios y los prototipos estaban preparados. Henry me rogó que me quedara hasta que saliera la primera línea. Los juguetes son un producto imprevisible. Fabricas cien líneas y, si eres afortunado, afortunado de verdad, una tiene éxito. Bueno, Sam fue un bombazo. Hace quince años que trabajo con Knight y nunca había visto nada semejante. Quise creer que era mi gran oportunidad.

Las muchachas se habían distribuido en cuatro grupos y patinaban en pequeños círculos, imitando caballos tirando trineos. Sandy se secó el sudor de la cara y el cuello con un pañuelo.

– He dedicado a la empresa quince años de mi vida -dijo-, y ahora la venden. Los más probable es que a final del mes me quede en el paro. Lo único positivo es que podré largarme de este agujero olvidado de Dios.

Las chicas terminaron la canción con un sonoro “¡Hey!”, saludaron al público y a los hombres del estrado y salieron de la pista en fila india. Henry Knight, riendo y aplaudiendo, se puso en pie y caminó hacia el pido.

– ¡Gracias, Compañía de Acróbatas Número Dieciséis de la provincia de Shanxi! Como siempre ha sido una magnífica actuación. Creo que se merecen otra ovación.

La señora Leung, sin dejar de aplaudir, traducía las palabras al mandarín. Detrás de David arreciaron los aplausos de las mujeres. Henry continuó:

– Hoy tenemos entre nosotros a Randall Craig de Tartan International. Me dispongo a hacer el traspaso de la empresa, pero nadie debe inquietarse. Mi hijo estará aquí para que todo siga como siempre.

La señora Leung iba traduciendo y David miró de soslayo a Sandy. Su expresión sólo reflejaba aburrimiento.

Henry dio las gracias al gobernador Sun por sus años de poyo. Sun se puso en pie, hizo una inclinación de cabeza, recibió una salva de aplausos y volvió a sentarse. Entonces Henry inició la presentación de Tartan, pero el calor era tan insoportable que David dudaba de que alguien escuchara. Finalmente Randall Craig se levantó y se unió a Henry en el podio. Se estrecharon las manos y después invitaron a Sun a reunirse con ellos. Tal como había dicho Sandy, hubo un triple intercambio de placas. Al ceremonia terminó a las doce en punto. A través de los altavoces sonaron marchas militares y las mujeres del público abandonaron los asientos y se dirigieron al edificio de administración. El sudoroso equipo de Knight fue presentado al igualmente sudoroso equipo de Tartan y a continuación Henry anunció:

– Hagan el favor de acompañarme. Es hora de comer y tomar algo fresco.

El grupo entró en el edificio de administración y pasó al salón de conferencias, donde estaba preparado el almuerzo. Había refrescos con cubitos de hielo (hechos con agua esterilizada, según había dicho Henry), patatas fritas y una bandeja con bocadillos. David vio al gobernador Sun en animada charla con uno de los empleados de Tartan. Henry, Doug y Randall cogieron los platos y buscaron un lugar en la mesa. A continuación se realizaría una visita al complejo industrial.


Seguro que sería una visita saneada, pensó David. Por muchas ganas que tuviera de preguntar, tendría que esperar a una ocasión más privada.


A la una en punto sonó la sirena de la fábrica. Antes de que las máquinas pararan por completo, las mujeres empezaron a salir de la nave. Hu-lan, Cacahuete, Siang y centenares de obreras salieron al sol y se dirigieron a los dormitorios. Las celebración había terminado y la explanada estaba despejada, excepto los restos de petardos que pronto serían barridos. Hu-lan esperaba un ambiente distendido, pero las mujeres estaban agotadas después del trabajo semanal. Una vez dentro, Siang se dirigió a su habitación, mientras Hu-lan y Cacahuete se quedaban en la suya. Hu-lan sacó la bolsa con que había llegado el jueves y se la colgó del hombro.

– ¿Adónde vas? Pensaba que no eras de esta región -dijo Cacahuete.

– No lo soy, pero sabes que tengo una amiga en el pueblo. Puedo quedarme con ella.

– Ojalá tuviera algún sitio al que ir -dijo Cacahuete. Se quitó la bata rosa, la arrojó al suelo y se encaramó en su litera.

– Puedes ir al pueblo, tomarte un bol de fideos, dar un paseo -sugirió Hu-lan.

– Ya he visto el pueblo y no tiene anda que no haya visto cien veces en el mío. No; prefiero quedarme aquí y ahorrar el dinero. Hasta luego. -Suspiró y se tumbó de cara a la pared.

Hu-lan contempló su espalda, sabiendo que lo más probable era que no volviera a verla.

– Vale. Cuídate.

Sin darse la vuelta, Cacahuete levantó un brazo y la saludó como si la empujara hacia la puerta.

– Anda, vete.

De nuevo en la explanada, los hombres que trabajaban en el almacén esperaban a que abrieran las puertas, mientras una cincuentena de mujeres y niñas subían al autobús con una actitud muy distinta de las que dejaban atrás. Volver con la familia, aunque fuera por un día y medio, las llenaba de optimismo y expectativas. Hu-lan se sentó al lado de Siang y el autobús salió del complejo. Ninguna de las dos tenía ganas de hablar.

En las afueras de Da Shui varios niños descalzos esperaban a sus madres. Después de efusivos abrazos se encaminaron hacia sus casas, tal vez haciendo un alto en la carnicería para comprar un par de chuletas de cerdo con el salario tan duramente ganado. Siang se despidió y desapareció por un callejón. Hu-lan se acomodó la bolsa y volvió a la carretera.


Al cabo de media hora entró en un campo de maíz. Gritó que había llegado y Su-chee le contestó para que Hu-lan supiera dónde estaba. Al cabo de un minuto se encontraron. La falda de Su-chee estaba empapada de sudor y tenía la cara manchada de tierra roja, por el polvo levantado con la azada.

– Vuelvo a Pekín para seguir la historia, pero antes quiero ver las pertenencias de Miao-shan de la fábrica y hacerte unas preguntas.

Su-chee dejó la azada y ambas se dirigieron a la casa. De debajo del kang de Miao-shan, Su-chee sacó una caja de cartón sin abrir.

– La fábrica me hizo llegar un mensaje con los hombres del pueblo de que fuera a recoger esto. No le he abierto -dijo con la caja en su regazo. Le temblaban los labios. De repente tiró la caja y salió.

Hu-lan buscó un cuchillo y cortó la cinta de embalaje. Contenía una minifalda negra y una blusa de encaje. La etiqueta era de THE LIMITED y Hu-lan recordó vagamente que era una cadena de grandes almacenes de California. Dejó ambas prendas a un lado y sacó unos vaqueros Lucky Brand y una camiseta con la etiqueta Walk.-Mart. Conocía las camisetas, ya que se fabricaban en China y los empleados las pirateaban en la fábrica y las prendas con tara se vendían en los mercadillos, pero no la marca de vaqueros, y se preguntó de dónde habría salido. Abrió la cremallera de un neceser y encontró un cepillo y dentífrico, un cepillo de pelo, gel y laca, sombra de ojos y rimel Maybelline y un frasco de perfume White Shoulders. A continuación hojeó varias revistas de moda en busca de papeles o notas ocultos, pero no encontró nada. En el fondo de la caja había lencería de algodón y un envoltorio con cinta de seda. Hu-lan lo abrió. Contenía un conjunto de sostén y bragas de seda rosa con encaje negro. Era posible encontrar ese tipo de prendas en China, pero no en Da Shui ni en Taiyuan. La etiqueta era de NEIMAN MARCUS.

Hu-lan metió todo dentro de la caja y volvió a guardarla debajo del kang. Salió, pasó por el cobertizo, cogió una azada y se dirigió al campo para reunirse con Su-chee. Al lado de su amiga, empezó a trabajar la tierra que rodeaba el maíz. Aunque hacía más de veinte años que no cavaba, lo recordó casi de forma automática: el golpe seco en la tierra y el rápido movimiento para levantarla y airearla.


De vez en cuando se agachaba para arrancar malas hierbas. Muy pronto empezó a sudar y a dolerle la mano herida. Los hombros, entumecidos por el trabajo en la fábrica, le ardían por la combinación del esfuerzo y el sol. Sabía que el embarazo contribuía a su malestar, pero al mismo tiempo pensó que las campesinas no dejaban de trabajar por un motivo tan insignificante. Al final del surco, las dos mujeres pasaron a la siguiente hilera y continuaron cavando. Hu-lan tenía un montón de preguntas, pero no sabía cómo abordar el tema de la actividad sexual de Miao-shan. Al cabo de un rato perdió la noción del tiempo y hasta del calor, absorta en la unión ancestral entre el ser humano y la tierra.

Dos horas después, cuando llegaron al final de otra hilera, Su-chee salió del campo hasta el claro donde había dejado el cesto. Dejó la azada, se sentó en cuclillas e hizo un ademán a Hu-lan para que siguiera su ejemplo Su-chee sacó un termo, sirvió té en la taza metálica que servía de tapón y se la dio a Hu-lan. El líquido verde y amargo disolvió el polvo que le secaba la garganta. Devolvió la taza a Su-chee, que apuró ruidosamente el contenido y volvió a llenarla.

Hu-lan contempló sus manos. El jueves por la mañana eran las de una Princesa Roja e inspectora del Ministerio de Seguridad Pública: suaves, pálidas y con uñas bien recortadas. Después de tres días en la zona rural, las manos estaban cubiertas de arañazos, las palmas llenas de ampollas y las uñas cuarteadas y melladas. La herida seguía doliéndole y la venda que la cubría estaba sucia. Lo que más deseaba era una ducha fría en el hotel. Pensó que Su-chee jamás malgastaría agua en un lujo tan frívolo. Recordó años atrás la granja Tierra Roja, cuando por las mañanas la gente se lavaba y cepillaba los dientes en la pila comunitaria y por la noche utilizaba la misma agua, que sólo se cambiaba cada tres o cuatro días.

Su-chee rompió el silencio.

– Quieres preguntarme sobre Miao-shan, pero por educación lo estás evitando. Las costumbres y el protocolo con respecto a los visitantes me traen sin cuidado desde que mi hija murió.

– He oído rumores inquietantes sobre Miao-shan. Dijiste que iba a casarse y sin embargo había oros hombres.

– No había ningún otro hombre. Miao-shan amaba a Tsai Bing.


Ninguna madre quería oír lo que Hu-lan se disponía a decir, pero se apoyaba en el hecho de que Su-chee había insistido en saber la verdad a toda costa.

– He conocido a un hombre, Guy In, que dice ser el padre del hijo de Miao-shan. Le creo. ¿Alguna vez te lo mencionó?

Su-chee volvió la cabeza para contemplar los campos, como si no la hubiera oído.

– También hay una chica en la fábrica que dice que Miao-shan se veía con un extranjero. Creo que dice la verdad y lo que encontré en las pertenencias de Miao-shan la corroboran. Dijiste que se vestía como una extranjera, pero no le di importancia. Muchas mujeres chinas intentaron imitar a las occidentales. Pero yo pensaba en las ropas hechas aquí, no en las originales. Incluso en Pekín tendría problemas para encontrar los zai ku, pantalones vaqueros, que tenía tu hija.

Su-chee se disponía a contestar, pero Hu-lan levantó una mano para detenerla.

– Hay algo más. En la caja que me has dado he encontrado perfume, unas bragas y un sostén. No son de fabricación nacional. La única explicación es que son regalos del supuesto extranjero. Tengo un candidato. ¿Alguna vez mencionó a Aarón Rodgers?

Su-chee negó con al cabeza, pero seguía sin mirarla y jugueteaba con el dobladillo del pantalón.

– ¿Y al Jefe Cara Roja?

Su-chee volvió a negar.

– También ha surgido otro nombre. Tu vecino Tang Dan.

Su-chee la miró con expresión dolorida y furiosa.

– Eso es mentira.

– Cuéntame.

– Tang Dan es un vecino. Yo era amiga de su esposa. Ella me ayudó cuando nació Miao-shan.

– Pero ahora es viuda.

– Sí, tal vez por eso busca esposa.

– ¿Miao-shan?

– Tang Dan podría ser su padre.

– Con lo cual demostraría su fortaleza y virilidad.

– ¿Por eso me pidió que me casara con él?

A Hu-lan la noticia lo no la sorprendió.

– ¿Cuántas veces le has dicho que no?

– La primera vez que me lo pidió fue hace cinco años, cuando Miao-shan terminó la enseñanza media. Consideré la posibilidad.


“Tang Dan es un hombre rico y habríamos consolidado el patrimonio. Miao-shan podría seguir estudiando. Tú siempre has dicho que para las mujeres la educación era importante. Me enseñaste las primeras letras. Luego, después de la Revolución Cultural, vinieron al pueblo con una nueva campaña. No era la típica a que estábamos acostumbrados, esta vez era a favor de la educación femenina. Shao-yi me animó y fui una de las primeras en apuntarme. Empezamos con nuestra lengua, pero pronto nos enseñaron inglés básico. El gobierno dijo que era importante que aprendiéramos también un idioma extranjero. Pensé que era cierto que el país estaba cambiando. Y en un nuevo país, Miao-shan tenía que ser un nuevo tipo de chica.

Ese razonamiento parecía fuera de contexto, pero Hu-lan la dejó continuar.

– En esta zona pocos niños van a al escuela, ya que son necesarios en el campo. A Miao-shan no le gustaba el trabajo físico y mi parcela es tan pequeña que no precisaba su ayuda a diario. Me hacía falta para regar, pero ella se quejaba y yo pensaba que era igual que su padre. Había nacido para intelectual, no para campesina. Cuando llegó el momento, fue una de los únicos dos estudiantes del pueblo aceptados en el instituto. Y lo hizo sola. No necesitábamos la ayuda de Tang Dan, pero eso no le disuadió de ofrecerla. Cuatro años después, cuando Miao-shan se graduó, volví a pensar en aceptar la proposición de Tang Dan. No sé si lo entiendes, Hu-lan, tal vez tu concepto de un hombre rico sea distinto, pero es el primer hombre de la provincia que se ha hecho millonario.

Hu-lan le dijo que Siang le había comentado que su padre no era millonario.

– Seguro que Tang Dan no hablaba de negocios con su hija.

– Pero sí contigo.

He estado sola muchos años, sin depender de nadie. He criado y sacrificado animales. He comprado semillas y cultivado la tierra. He contratado personal para la cosecha, pero la he vendido yo sola. Tang Dan y yo nos entendemos.

– ¿Y hablabais de su dinero? -preguntó Hu-lan con escepticismo.

– Liu Hu-lan, mira alrededor. Además del trabajo duro no hay nada. Bueno, la gente puede ir al pueblo a ver la televisión en el bar. Algunas personas, como Tang Dan, hasta tienen su propio televisor. Pero ¿qué tienen que ver conmigo unas chicas americanas medio desnudas de pechos grandes enfundados en bikinis?

Hu-lan comprendió que se refería a la serie Los vigilantes de la playa, muy popular en China por las protagonistas vestidas con biquini.

– Para la gente joven como Miao-shan, Tsai Bing y Siang, es un paraíso del que quieren forma parte. Para la gente vieja como yo, sólo nos hace soñar en lo que nunca tendremos.

– No eres vieja.

– Tenemos la misma edad, pero no hay más que vernos. Tú empiezas tu vida y yo la estoy terminando.

Hu-lan pudo haberlo negado, pero optó por preguntar:

– Háblame de Tang Dand.

– Nos vemos desde hace muchos años, desde la muerte de su esposa y de Shao-yi. Nos limitamos a hablar y casi siempre de nuestras penas. Tang Dan y yo crecimos en la misma zona, pero nuestras vidas han sido tan diferentes como la tuya y la mía. Aunque ambos nacimos después de la Liberación, las familias mantuvieron las antiguas tradiciones, como suele ocurrir en las zonas rurales. Al ser varón, siempre estuvo bien alimentado y cuidado. Yo, como mujer, casi no era considerada un miembro de la familia. Mi padre me trataba muy mal, me daban poca comida y no tenía un lugar donde dormir. Mi madre no podía protestar, ya que había sido vendida a mi padre por unos pocos yuanes durante una hambruna. Cuando llegó al Revolución Cultural todo cambió.

Como conocía la versión de Siang sobre estos hechos, Hu-lan escuchó en busca de discrepancias, pero la historia era la misma. La familia de Tang Dan fue disuelta y él pasó varios años en un campo de trabajo.

Su-chee continuo evocando sus recuerdos.

– Para mí, esos primeros años de la Revolución fueron la gloria. No pensé que pudiera ser tan feliz. Me enviaron a la granja Tierra Roja para educar a gente como tú. Me libré de la asfixia del pueblo. Estaba bien alimentada. Las chicas de la ciudad se quejaban de la comida, pero era la primera vez en mi vida que comía tres veces al día, todos los días. Después, otro cambio. Al final de la Revolución Cultural me casaron con alguien que tenía malos antecedentes. Tang Dan también estaba marcado. Por primera vez teníamos algo en común.

Su-chee describió sus vidas. El nacimiento de los hijos. El ciclo de las estaciones. Las hambrunas y sequías. La muerte de los respectivos cónyuges.

Y la eterna esclavitud para arrancarle el sustento a la tierra. Pero, al contrario que en la granja de Su-chee, en la finca de Tang Dan el trabajo duro había dado frutos.

– Hago lo que puedo. La tierra es buena, pero tengo que regarla yo sola. Desde que se hizo rico, Tang Dan ha contratado hombres para regar y sembrar.

Pero estas circunstancias no acallaron los rumores de los campesinos sobre los Tang.

– Dicen que la familia Tang mantuvo oculto el oro hasta que supo que estaba a salvo. ¡Qué tontería! yo los he visto trabajar de sol a sol y su riqueza procede de sus esfuerzos. Aunque es algo de lo que Tang Dan no habla, ni siquiera con su hija. Especialmente con su hija.

– ¿Por qué?

– Por dos motivos. En primer lugar, como la mayoría de la gente joven del pueblo, se vuelve loca por el mundo exterior. ¡Tang Dan no está dispuesto a pagar sus caprichos! Y en segundo lugar, hace un par de años que está negociando con una familia el precio de la novia y la dote. No quiere pagar más de lo debido.

Algunas de estas costumbres anticuadas estaban prohibidas, pero eso no evitaba que persistieran en las zonas rurales lejos de los ojos vigilantes del gobierno central.

– ¿Te habrías casado con Tang Dan por amor o por su fortuna?

– ¿Por amor? Tengo un gran respeto por Tang Dan y hubiera cumplido con mi deber como esposa, pero me habría casado con él porque pensaba que enviaría a Miao-shan a la escuela superior o a la Universidad de Pekín.

Sorprendida, Hu-lan preguntó:

– ¿Habría sido admitida?

– No lo solicitó. Dijo que lo haría sin ayuda de nadie, lo cual fue una suerte, ya que en cuanto Miao-shan terminó los estudios Tang Dan dejó de pedirme en matrimonio.

– Pero ha vuelto a pedírtelo.

Su-chee asintió.

– Varias veces, desde la muerte de Miao-shan. Dice que no debo estar sola y que cuando Siang se marche casada a otro pueblo, también él se quedará solo. Pero le he contestado que no. Me propuso un matrimonio sin relaciones sexuales, se hace cargo de que estoy desolada por la muerte de mi hija, pero tampoco he aceptado. Anoche, cuando estaba aquí, me dijo que podía comprarme las tierras para que dejara este lugar de tristes recuerdos.

“Me pagaría lo suficiente para trasladarme a Taiyuan y vivir sin apuros el resto de mi vida. Le di las gracias, pero tuve que negarme. Ahora soy la última de la familia y sólo me quedan lo recuerdos. Los buenos y los malos están aquí, no en Taiyuan. Dejar este lugar supondría renegar de mi vida.

Lo que era evidente para Hu-lan, parecía invisible para Su-chee. Durante la época en que Miao-shan había vuelto a casa, era probable que Tang Dan hubiera puesto sus ojos en ella. Por el motivo que fuera, había sido rechazado. Ahora que Miao-shan había muerto -y no descartaba que él fuera el asesino, movido por el despecho- volvía a rondar a Su-chee. Su hija era hermosa y joven y, como le había dicho Hu-lan, eran motivos suficientes para cualquier hombre de mediana edad. Pero ¿y en el caso de Su-chee? Según el refrán, una familia sin una mujer era como un hombre sin alma. Sin embargo, Tang Dan era muy rico, podía tener a cualquier mujer que quisiera. Incluso comprar a una jovencita de otra provincia para demostrar su virilidad. ¿Por qué escogería a una campesina prematuramente envejecida a la que no le quedaban muchos años por delante? La única respuesta era que Tang Dan quería algo de la familia Ling. Hu-lan decidió cambiar de tema, ya que necesitaba saber otras cosas de Miao-shan.

– Tu hija intentaba organizar a las mujeres de la fábrica. ¿Lo sabías?

El canto de las cigarras era monótono y el aire pegajoso.

– Quería que fueran a la huelga para exigir mejoras laborales -reconoció al fin Su-chee-. Ése, y no un hombre, era le motivo de que se quedara en la fábrica durante los fines de semana.

– Lo sabías, pero no me lo dijiste.

– Pensé que si sabías que mi hija era una agitadora no vendrías. Tu trabajo es castigar a los delincuentes, no ayudarlos.

Hu-lan no supo cómo rebatir la verdad que encerraba aquel comentario.

– Necesito saber exactamente lo que hacía Miao-shan.

– Te diré lo que sé. Era inteligente, como tú, pero no tuvo las mismas oportunidades. Yo estaba orgullosa de ella, pero no le bastaba. Se supone que una madre siempre está orgullosa de sus hijos. “¿De qué sirve que estés orgullosa de mí?” solía decirme. ¿Conoces el viejo proverbio que dice “quien quiere pegar a un perro siempre encuentra un palo”?

Hu-lan no lo conocía, pero comprendió el significado.


Miao-shan era una chica furiosa que quería luchar. Pero como campesina pobre e inteligente, había tenido tan pocas posibilidades de utilizar el cerebro como de luchar. Y Knight International le dio la oportunidad.

– Volvía a casa con consignas como “¡Guerra al individualismo!”, “¡Abajo la arrogancia capitalista!”, “¡Muera el revisionismo!”, “¡La rebelión es un derecho!” que se me clavaban en el corazón como puñales.

– Eran consignas de la Revolución Cultural. ¿Se las enseñaste tú?

– ¿Yo? ¡Jamás! Quería olvidarme de esos tiempos.

– ¿Dónde las aprendió entonces?

– No lo sé.

– ¿En la fábrica? ¿En la escuela? ¿De los vecinos? ¿De Tang Dan?

– No lo sé. Lo único que sé es que me asustaban no sólo por su contenido sino porque ella estaba dispuesta a cambiar el significado para sus propios fines.

– ¿A qué te refieres?

– Un árbol puede quedarse inmóvil, pero el mundo no se detendrá -citó Su-chee.

– Lo recuerdo. Mao quería decir que la lucha de clases era inevitable. Miao-shan debía de aplicarla a los patronos estadounidenses.

– Exacto, pero lo que me aterrorizaba era que se veía como un huracán, con tanta fuerza como para arrastrar a los demás. -Su-chee guardó el termo, se incorporó y cogió la azada-. Mi tormento es que siempre la miré con ojos de madre. Desde que la vi ahorcada ante mis ojos me he maldecido por negarme a verla como era en realidad. Mi ceguera me impidió alejarla del peligro. He fracasado como madre, no supe proteger a mi hija.

Su-chee desapareció entre la verde cortina vegetal, con un crujido de tallos secos.

Hu-lan no se movió. Su mente se debatía con las contradicciones de Miao-shan. A juzgar por sus pertenencias se había ido occidentalizando. Sin embargo, por las palabras de Su-chee parecía una acérrima comunista de la vieja escuela. ¿En cuál de los dos papeles fingía? En cierta forma no importaba, ya que su personalidad afloraba incluso con las contradicciones. Hu-lan comprendía a la chica, porque en un momento de su vida había sido como ella. Años atrás había estado poseída por el fervor político, con lamentables consecuencias.

Miao-shan también estaba impregnada de un celo comunista que podía ser peligroso en la nueva China. Fue a la fábrica y comprendió que podía sacar provecho. Desde su perspectiva actual, más sensata y dolorida, Hu-lan veía que las oportunidades eran escasas y arriesgadas. Miao-shan, como ella misma, era inteligente y hermosa, pero poseía además otro atributo: la habilidad de hacerse atractiva para una amplia variedad de hombres con los que sabía ser bastante persuasiva. La pregunta era: ¿la habían matado por sus manipulaciones amorosas o políticas?

La insistente bocina de un coche la devolvió a la realidad. Consultó el reloj y vio lo tarde que era. Corrió hasta la casa de Su-chee, donde la estaban esperando David y Lo.

– ¿Dónde estabas? Tenemos que ir al aeropuerto -dijo David.

– Estoy lista.

La mirada que intercambiaron David y Lo decía otra cosa.

– Estás… eh… sucia -dijo David abandonando cualquier pretensión de diplomacia.

Hu-lan sacó agua del pozo, metió los brazos en el cubo, se los restregó bien y se lavó la cara. Vertió el agua sucia y llenó otro cubo al tiempo que decía:

– Inspector Lo, saque mi bolsa del maletero y póngala en el coche.

Se echó agua sobre la cabeza, al sacudió y se alisó el pelo hacia atrás.

– Ya está. En marcha.

Se despidió a gritos de Su-chee, que estaba en el otro extremo del campo, y se sentó en el coche, al lado de David. Lo puso el vehículo en marcha y las ruedas chirriaron sobre el camino de tierra levantando una nube de polvo. Mientras Hu-lan rebuscaba en la maleta, David le explicó su poco productiva jornada. No había podido hablar con Sun. La visita al complejo Knight por parte del equipo de Tartan había ido bien, lo cual significaba que no habían visto ni la cafetería ni el dormitorio. La fábrica estaba desierta. En cuanto a su conversación con Randall Craig, su otro cliente, lo único que dijo era que había ido mal.

Cuando terminó, Hu-lan tenía sobre el espacio del asiento que les separaba un cepillo, una pinza para el pelo, un par de sandalias y el vestido de seda que había llevado la noche anterior.

– Inspector Lo, mantenga la vista al frente -ordenó.

Se quitó la ropa sucia y se puso el vestido. Con el cabello recogido en la nuca con la pinza, estaba de lo más elegante.

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