22

Mientras el piloto ponía en marcha los motores, Henry comprobó si el fax había llegado. No. Se abrocharon los cinturones, el avión se situó en posición y, después de una breve, pero angustiosa espera, se les dio permiso para despegar. Cuando el aparato alcanzó la velocidad de crucero, Henry se desabrochó el cinturón y dijo con ironía:

– No había tenido tantas emociones desde la guerra, y quiero que sepan que siguen sin gustarme.

David sonrió. Había de ser una persona especial para tomarse el peligro con sentido del humor. Quiso comprobar si Hu-lan había tenido la misma reacción, pero se había dormido. David sabia que dormir era una forma de escapar de una realidad difícil, pero en otras situaciones arriesgadas ella nunca se había comportado así. Le tocó la mejilla y estaba ardiendo.

– Hu-lan, cariño ¿te encuentras bien?

Ella parpadeó y abrió los ojos. Se incorporó en el asiento y se mesó el pelo.

Me he adormilado.

– Estás ardiendo -dijo David.

Ella sacudió al cabeza.

– Pues claro, estamos a cuarenta grados y con noventa y nueve por ciento de humedad…

En el exterior, pensó David, en el avión la temperatura es agradable.

– Si bebiera un poco de agua me sentiría mejor. Seguro que estoy deshidratada.

Henry se adelantó y sacó una botella de agua mineral de la nevera. Hu-lan bebió directamente del gollete. Miró a David y le dejó claro que no pensaba discutir.

– Estoy perfectamente, de verdad -dijo tajante.

Qué otra cosa podía hacer, aparte de aceptar su palabra. David miró a Henry, que se encogió de hombros, dando a entender que si una mujer no quería ser sincera, nada la haría cambiar de opinión.

– Señor Knight -dijo Hu-lan-, se está tomando muchas molestias por Sun. Explíquenos por qué.

Henry, sin mirarlos, empezó a explicarlo directamente.

– Como ya saben, durante la Segunda Guerra Mundial me enviaron a China. Había que sobrevolar nada menos que el Himalaya. Uno siempre esperaba conseguirlo, pero por las dudas llevábamos el paracaídas puesto. Después llegábamos a Kunming en la provincia de Yunnan. Le dábamos todo tipo de nombres, Ciudad de las Ratas, Mercado Negro. Al principio vivíamos en unas cabañas en las cuales las ratas se paseaban por el techo de paja y uno se despertaba con sus ojillos que lo miraban. Había tantas que el ejército anunció una campaña de recompensa por cola de rata cazada. En tres meses, los chinos llegaron al millón. Pero la cantidad de ratas no disminuía. El ejército efectuó una investigación y descubrió más de cien granjas de cría de roedores creadas al principio de la campaña para ganar dinero. Así era Kunming.

El fax de Anne todavía no había llegado.

– ¿Cómo llegó Sun a Kunming? -preguntó David, ansioso de que Henry fuera al grano-. Tenía entendido que era de la provincia de Shanxi.

– No he dicho que lo conociera en Kunming -contestó Henry, y por un instante pareció que no iba a continuar-. Ya sabe que yo quería vivir en China -dijo al fin tras un profundo suspiro-, pero lo que no le expliqué fue que tenía ese deseo desde mucho antes de venir por primera vez. De niño me fascinaba el país. Me interesaban sobre todo los antiguos lugares religiosos. Ya sé que parece una locura, y tal vez lo era. ¡puede imaginarse lo que pensaba mi padre! Entonces las cosas eran distintas. Yo sólo era la tercera generación de mi familia que estaba en Estados Unidos y la primera que había nacido allí. Mi padre esperaba que me hiciera cargo del negocio familiar y lo hice, pero eso no me disuadió de estudiar mi cuenta y buscarme un profesor de mandarín. Al estallar la guerra todo cambió, especialmente cuando el ejército descubrió mis aficiones. Es asombroso lo que sabe un arqueólogo que no ha salido de su despacho.


Me había pasado años estudiando las cuevas con las antiguas esculturas budistas de Yungang, Luoyang y Gansu. Pero también me había dedicado a las menos conocidas de Tianlong Shan, en las montañas al sur de Taiyan, no era el único interesado en esas cuevas. Pocos años antes, los japoneses enviaron a un equipo de expertos en historia del arte a Tianlong. Documentaron todo y publicaron varios libros en Japón.

– En 1937, cuando los japoneses nos invadieron, sabían lo que tenían que buscar -concluyó Hu-lan.

– Los japoneses decapitaron las estatuas de los Budas y arrancaron los relieves de las paredes. Lo hicieron de forma sistemática y minuciosa. Pero a medida que avanzaba la guerra las cuevas proporcionaban algo más, además de arte.

– ¿Protección? -dijo David.

– Exacto. Los japoneses se hicieron fuertes ahí dentro. No había forma de hacerlos salir. Incluso ahora no es fácil llegar a las cuevas, pero en esa época sólo se podía llegar a pie a través de las montañas. No es por la altitud, ya que las “montañas” son en realidad colinas grandes en una altiplanicie, pero el terreno es rocoso, escarpado e irregular. Los japoneses podían quedarse allí para siempre. La inteligencia militar pensó que yo era la persona ideal para investigar sobre el terreno.

Los japoneses habían ocupado una enorme extensión de China y consiguieron controlar guarniciones estratégicas, pero había zonas inmensas habitadas sólo por campesinos y misioneros, por las que solían viajar los servicios de inteligencia.

– Volé a Xian, donde teníamos otro servicio de inteligencia. El obispo Thomas Meeghan había fundado allí un orfanato para niños chinos a los que habían adiestrado para ser completamente fiables. Dos de eso niños me llevaron al este. Viajamos en uno de esos artefactos… no sé cómo se llaman, los que avanzan por la vía del tren bombeando una manivela arriba y abajo nos movíamos de noche, parando para comer y dormir en misiones estadounidenses, francesas o noruegas.

– ¿Cómo sabía adónde tenía que ir?

– Había una red. Los misioneros y los campesinos querían expulsar a los japoneses y nos apoyaban. Si un B-29 se quedaba sin combustible al volver de un bombardeo en China ocupada y la tripulación se veía obligada a lanzarse en paracaídas, no tenía más que enseñar la insignia de los aliados que llevaban en la chaqueta y la red los pasaba a Occidente.

Nosotros llevábamos la misma insignia, que era como un pasaporte. El caso era seguir la línea de ferrocarril que divide el país entre norte y sur y más adelante atraviesa Taiyuan.

– Que es donde por fin conoció a Sun Gao -apostilló David.

– Todo lo que le expliqué antes era cierto. Sun era sólo un chiquillo escuálido cuando lo conocía. Creí que tenía ocho años y resulta que tenía trece. Había pasado la mitad de su vida en guerra y malvivía de lo que le daba la misión local. Pero era listo, la inteligencia que da la calle. En esos tiempos había que ser un buen golfillo para sobrevivir. Pero era más que eso, ya que se daba cuenta de lo que queríamos y nos lo buscaba.

– Bueno, ¿qué hizo? ¿Le salvó la vida?

Henry sonrió. Pensaba contar la historia a su manera.

– Taiyuan, en realidad toda la provincia, tenía una historia sangrienta debido a su posición estratégica como puerta a las tierras fértiles del sur. Los japoneses lo sabían y por eso estaban allí. Entonces ignorábamos la existencia de la bomba atómica y creíamos que, pese a los deseos de los chinos, tendríamos que hacer retroceder a los japoneses metro a metro, con un baño de sangre. Si recuperábamos China, Taiyuan sería, como ha sido siempre, de vital importancia. Yo era un bobo ignorante con una pasión secreta que de repente servía para algo. Teníamos misiones de reconocimiento aéreo, pero los mandamases querían que rastreara la montaña palmo a palmo para ver hasta qué punto estaban fortificados los japoneses. Sun Tang nos acompañó en calidad de guía, mascota y traductor. Como era de la provincia de Shanxi, conocía el terreno mejor que ninguno de nosotros, incluidos los otros chinos.

Estaban a medio camino de la cima cuando fueron descubiertos.

– Teníamos japoneses en las cuevas de arriba y en las de abajo, y para ellos era como tirar al blanco. Si alguno de nosotros se movía… ¡pum! A uno de los chinos de la misión le volaron el brazo, otro recibió un disparo en la tripa. Tenía los intestinos desparramados e intentaba metérselos dentro. -Henry movió la cabeza al recordar-. Íbamos a morir todos allí. Sun avanzó, mejor dicho, gateó por la superficie de la roca intentando, como los demás, evitar que nos volaran la cabeza. Cuando desapareció pensé: bueno, ha huido, y yo ya podía encomendar mi alma. Cuando volvió, los dos chicos de la misión estaban muertos. Uno se había desangrado y el otro se pegó un tiro en la cabeza. Sabía lo que le esperaba si lo capturaban.

Así que Sun volvió reptando, vio a los chicos muertos y me dijo: “Estás aquí para hacer un trabajo y yo también”, y empezó a trepar en la oscuridad dejándome solo.

“Pensé que ni loco iba a ir detrás de él, pero el caso es que no podía subir ni bajar, porque el enemigo estaba en ambos extremos. Y quedarse ahí no era una alternativa, ya que los japoneses acabarían descubriéndome. Esperaba una ejecución rápida, si tenía suerte, o un campo de prisioneros si no la tenía. Así que empecé a arrastrarme siguiendo a Sun. Eso significaba rodear la montaña y trepar por esos barrancos del demonio. Un suicidio, pero las posibilidades eran quedarse quieto y morir, o moverse y morir. -Henry se inclinó y apoyó los codos en las rodillas con expresión triste.

“Coño, sólo tenía dieciocho años y pensaba que si iba a morir lo haría a mi manera. Y a lo mejor, quizá vería las cuevas durante la operación. Sí, era joven y estúpido; por eso envían a los chicos a la guerra. Porque no saben nada. -Guardó silencio un instante-. Por fin llegamos al otro lado de la montaña. Hubo un momento en que ambos pensamos en bajar, buscar un agujero y esperar. El deseo de sobrevivir es muy fuerte.

David y Hu-lan sabían a qué se refería. Ellos lo habían sentido.

– Tal vez porque Sun era huérfano, o porque era su tierra, se mantuvo firme. Nos agachamos y urdió un plan. Me convenció, ya que sabía que yo conocía las cuevas mejor que él. El sol saldría en un par de horas. Teníamos que actuar en aquel momento. Bueno, pueden adivinar el resto. Lo conseguimos y Sun me salvó la vida.

– No pensará dejarnos así -dijo David.

Henry miró a Hu-lan. También ella parecía intrigada por los detalles.

– Tal como Sun había planeado -continuó-,bajamos por la pared escarpada atados con cuerdas y nos balanceamos hasta el interior de las cuevas como un par de tarzanes. Cogimos a los japoneses por sorpresa, pero reaccionaron. Fue una lucha cuerpo a cuerpo y aunque nos superaban en número, no eran tantos como pensaba. Allí dentro sólo había ocho. No sé cuántos habría más abajo, ya que escapamos antes de que nos alcanzaran. Pero los hombres de las cuevas están descansados, con fogatas para calentarse, disponían de comida y estaban allí arriba desde hacía meses. Nosotros habíamos tenido que atravesar el país bombeando, escalar esa montaña y ver morir a nuestros amigos.

Supongo que el único motivo por el que nos salvamos fue porque no teníamos nada que perder. Así que los vencimos. Tuvimos que matarlos, porque no podíamos llevar prisioneros. ¿Cómo íbamos a custodiarlos hasta Xian y Kunming? Y ellos tenían que matarnos a nosotros por una cuestión de honor. Dejamos los cadáveres donde cayeron y nos reunimos en la cueva más grande, donde estaban los dos enormes Budas de más de quince metros. Las estatuas estaban en bastante buen estado, ya que las cabezas eran demasiado grandes para sacarlas de la cueva. Pero las pequeñas habían sido embarcadas hacia Tokio. Estaba contemplando embobado lo que quedaba cuando uno de los soldados que no había muerto me apuntó con su arma, pero Sun le disparó. Estuve a punto de morir en dos ocasiones y él me salvó.

Henry hizo una pausa. Sólo se oían los motores del G-3.

– Sun se esconde en esas cuevas -dijo David.

– Si no en las cuevas, en alguna parte de la montaña -coincidió Henry.

Durante un momento el asunto parecía aclarado, pero Hu-lan no estaba satisfecha.

– ¿Está seguro de que Sun se crió en la misión? -preguntó.

Henry asintió.

Así se explicaba su dominio del inglés, pero ¿por qué no aparecía en su dangan, en el que constaba que sus padres eran de la clase más roja, la campesina? ¿Cómo se había mantenido en secreto y no se había descubierto durante las diversas purgas que sacudieron a China?

– ¿Y dice que no volvió a mantener contacto con él hasta hace siete años? En China han ocurrido muchas cosas. ¿Cómo lo encontró? ¿No le sorprendió ver en quién se había convertido? -preguntó Hu-lan.

– No volví a verlo hasta 1990, pero eso no significa que perdiera el contacto con él -admitió Henry-. Después de nuestra huida, me quedé otros dos años en China. Hice lo que pude por el chico, lo llevé al oeste, a Xian y después a Kunming. Me preocupé de que estuviera bien alimentado y empezó a desarrollarse con normalidad. Perfeccionó su inglés pero, rodeado de soldados, tenía un vocabulario cuartelero. Le proporcioné libros. En esos tiempos, la mayoría de la población era analfabeta, así que procuré que también aprendiera a leer y escribir en su propia lengua.

Mientras Henry hablaba, Hu-lan ató cabos. En el expediente de Sun decía que había militado en el Partido Comunista local desde muy joven.

¿Era posible que ya fuera comunista cuando acudió a la misión? ¿Lo habría enviado allí su célula? Explicaría su comportamiento en la montaña. Si hubiera sido nacionalista, nunca habría luchado contra los japoneses, ya que la amenaza de represalias era enorme. Y después, cuando Sun fue al oeste con Henry, habría podido informar no sólo sobre los nacionalistas, sino también sobre los americanos. Tenía sentido, pero en el dangan no aparecía nada de todo esto.

– Cuando terminé la visita, mi padre quiso que volviera a casa, y lo hice, aunque yo quería vivir en China. Él seguía sin entenderlo, pero yo intentaba convencerlo. Durante ese tiempo seguí enviando dinero para ayudar a Sun. Los chinos lo llamaban “dinero para el té”. Después de la guerra, los nacionalistas y los comunistas volvieron a su lucha sangrienta. En 1949 Chiang Kai-chek fue derrotado y se retiró a Taiwán; Mao marchó sobre Pekín y el telón de bambú cayó. Ustedes aún no habían nacido; en esa época los sentimientos anticomunistas eran viscerales. Mantener algún tipo de contacto con China era peligroso. En 1950 se firmó un embargo, McCarthy campaba a sus anchas, y el dinero para el té ya no cruzaba el Pacífico.

– La gente aquí también debía de estar asustada -dijo Hu-lan-. ¿Cómo explicaría a los nuevos camaradas que estaba recibiendo dinero de imperialistas extranjeros?

– No cabe duda de que era arriesgado -dijo Henry-. Pero siempre se puede encontrar un sistema, y si eras astuto, y Sun lo era, sabes esconder el dinero, vives con frugalidad y gastas con moderación. Tenga en cuenta que yo no enviaba ninguna fortuna, sólo cincuenta o cien dólares de vez en cuando. Lo suficiente para comida, para que estudiara, y más adelante, cuando en China la corrupción iba en aumento, cantidades para sacarle de algunos apuros.

Hu-lan no dejaba de pensar en el dangan de Sun. Durante años había aceptado el dinero de Henry. ¿Cómo era posible si era un verdadero comunista? ¿Habría entregado el dinero al gobierno? Según el dangan, no. Debió de guardarlo y usarlo para evitar problemas durante la Revolución Cultural. Pero ¿cómo no había salido a la luz? ¿empleó sus fondos para tener acceso al expediente, para pagar a alguien que efectuara los cambios y falseara su pasado?

– Ni una palabra del o que ha explicado me tranquiliza -dijo David, expresando lo que Hu-lan pensaba-, ya que en cierta forma usted ha estado pagando sobornos a Sun durante más de cincuenta años.

– ¡Ayudaba a un amigo! -exclamó el anciano-. Lo que le enviaba no era nada comparado con lo que él me había dado. ¡Me salvó al vida! ¿No lo ve?

– Lo que veo es a un buen hombre que intentó hacer lo correcto, que quizá no haya llamado a las cosas por su nombre; regalo en vez de soborno, y al hacerlo se convirtió en una pieza del juego de Sun.

– Es usted ciego y estúpido -le contestó Henry.

Los dos se miraron ceñudos. Henry fue el primero que desvió la mirada al levantarse para ir a comprobar si había entrado el fax. Nada. Volvió a su asiento, se abrochó el cinturón y se puso a mirar por la ventanilla. David también contemplaba las nubes, dejando a un lado lo que acababa de escuchar mientras planeaba los próximos movimientos. Cuando el avión aterrizara, deberían actuar rápido y con eficacia. También pensó en Hu-lan. Por mucho que dijera lo contrario, no estaba bien. Seguía acalorada, incluso con el aire acondicionado, se quedaba dormida cada vez que podía y su mente parecía estar en otra parte. Tenía que llevarla a un médico.


Las autoridades del aeropuerto de Taiyuan autorizaron, como otras veces, el aterrizaje del avión del señor Knight, que se realizó sin incidentes. Sin embargo, a partir de ese momento toda actividad relacionada con el Gulfstream de Knight fue distinta a ocasiones anteriores. Por suerte, nadie demostró interés. Ni siquiera se acercaron a averiguar porque nadie bajó del avión, excepto un chino fornido con aspecto de policía que cruzó la pista, salió al edificio de la terminal, regateó y pagó generosamente a un conductor para “alquilar” su coche (lo que significaba que Lo le mostró la placa del MSP y profirió algunas amenazas escalofriantes). A continuación, entró con el coche por la puerta sur, cruzó la pista, aparcó y subió al avión privado, donde no se apreciaba ninguna actividad.

Dentro del avión, los minutos se hacían eternos mientras esperaban el fax de Anne Baxter Hooper. Uno tras otro comprobaron que las líneas estuvieran correctamente conectadas. David estaba cada vez más convencido de que la llamada estaba bloqueada, pero Hu-lan -que acababa de despertarse de una pesadilla llena de imágenes horripilantes de guerra y de la fábrica Knight con cuerpos mutilados y dinero sucio- dudaba que pudiera impedirse la conexión.

Al fin la máquina cobró vida, empezaron a aparecer los papeles y David fue cogiendo las hojas conforme iban saliendo. Igual que las otras, no tenían ningún sentido, ni solas ni comparadas con los documentos que Sun le había entregado.

A pesar de las objeciones de Henry, decidieron no ir a buscar a Sun.

– Si su amigo se esconde en la montaña de Tianlong, será difícil encontrarlo -le dijo a Hu-lan, después de que Henry acusara a David de no entender nada y de que sólo le importaba salvar el pellejo-. Por ahora es mejor que se quede donde está. Vamos a solucionar este asunto de una vez por todas si Sun es inocente, como usted dice, señor Knight, lo rescataremos sano y salvo. Si es culpable, lo encontrarán, lo juzgarán y fusilarán, hagamos lo que hagamos.

– Lo único que estoy diciendo es que su novio se olvida de que Sun es su cliente…

– Henry, se lo he repetido veinte veces, no me olvido de…

– ¿Nos vamos? -preguntó Hu-lan.

El copiloto abrió al puerta y bajó la escalerilla. El calor y la humedad recibieron a los viajeros y un sudor pegajoso los empapó al instante. Lo y Hu-lan subieron al asiento delantero y Henry y David ocuparon la parte posterior de un Citroën fabricado en Wuhan. Lo los llevó por el centro de Taiyuan, cruzaron el raquítico río Fen y después se dirigieron al sur por la autopista. Lo tomó la salida de Da Shui y siguieron hacia el oeste hasta llegar al cruce. A partir de allí, volvieron a girar y recorrieron el trayecto que los separaba de la pequeña granja de Su-chee.

El sol del mediodía caía a plomo sobre el pequeño solar. Las cigarras cantaban y el aire sofocante hacía reverberar los campos. Hullas asomó la cabeza por la puerta de la casa para ver si Su-chee estaba allí, volvió a sacarla y llamó a gritos a su amiga. Vieron a Su-chee emerger de un campo de maíz lejano y cruzar el huerto. Cuando llegó, Hu-lan se la presentó a Henry. Al comprender que era el hombre que había contratado a su hija y que, según creía, había corrompido al pueblo, le miró con ojos implacables, sin prestar atención a las palabras amables del hombre.

– ¿Por qué lo has traído aquí? -preguntó a Hu-lan.

– Tenemos que ver otra vez los papeles de Miao-shan.

Su-chee permaneció inmóvil bajo el sol abrasador, pensando y sopesando. A continuación se dio la vuelta y con un andar cansino entró en el cobertizo donde guardaba las herramientas. Al cabo de pocos minutos salió y encabezó la marcha hacia la casa. Lo se quedó fuera para vigilar.

El calor en el interior de la casa era insoportable; debían de estar a más de cuarenta grados. Su-chee empezó a desplegar los planos, pero David la interrumpió.

– Esos no, los otros papeles.

Su-chee dejó los planos de la fábrica encima de la mesa y mientras esperaban. Henry los extendió y contempló con tristeza. David aprovechó para observar a Hu-lan, que se había dejado caer en uno de los cajones que servían de asientos. Estaba pálida y tenía gotas de sudor en el cuello. También miraba los planos de la fábrica, pero no prestaba atención.

– Aquí tienen -dijo Su-chee con tono brusco, dejando los papeles con las columnas de números sobre la mesa.

Henry puso el fax al lado de los otros documentos y miró intrigado a David, que dudaba. Sun era su cliente. Si era culpable, lo pondría en evidencia. Pero si era inocente, ésa era la única forma de probarlo. Abrió el maletín, sacó los papeles de Sun y los dejó al lado de los otros. Los cuatro leyeron, intentando descifrarlos. Al cabo de un momento Su-chee se apartó, pero para los demás empezó a aclararse todo. El fax de Anne era la clave, ya que proporcionaba los diversos bancos, números de cuenta y los movimientos entre las cuentas de SUN GAO y las empresas ficticias.

Cada semana salía dinero de la cuenta principal de Knight International en la sucursal del Banco de China en Taiyuan. De allí se transferían cantidades variables a otras cuentas de la misma sucursal, donde no permanecían más de un día. Estas cuentas eran las que coincidían con la lista de Su-chee y utilizaban las iniciales de Sam y sus amigos para formar SUN GAO. Ese dinero se transfería a lo que parecían las cuentas de Sun en Estados Unidos. Sin embargo, lo números de las auténticas cuentas de Sun no tenía nada que ver en ese esquema. Se había chocado en las columnas, al lado de los nombres de las empresas ficticias, únicamente para engañar, objetivo que habían logrado. Aquí la clave de Keith proporcionaba otra lista de cuentas que abarcaba un espectro poco habitual de compañías principalmente de la costa Oeste de estados Unidos de propiedad asiática, cuya iniciales también daban como resultado SUN GAO: Sumitomo, Union, National, Glendale federal, American y Nipón Knogyo Ginko.

El dinero se quedaba en esas cuentas a veces un día, a veces hasta dos meses, pero volvía a moverse y circular por otra serie de cuentas de Estados Unidos, Suiza y las islas Caimán, hasta que al fin volvían a China, a cuentas del Banco de China, el Banco Industrial de China y el Banco de Agricultura de China en Taiyuan. Cuando el dinero llegaba a estas instituciones, ya había sido perfectamente blanqueado y aparecía en forma de prístinos dólares depositados directamente en las cuentas de Henry Knight en China. La prueba era irrefutable.

Hu-lan y David miraron a Henry con cierto embarazo y el hombre les clavó una mirada angustiada. No intentó negar lo que acababan de descubrir ni trató de defenderse, lo cual hizo que el momento fuera aún más incómodo. Les había mentido, les había embaucado y ellos habían caído en la trampa. Pero antes de que alguien hablara, se oyó un alarido a lo lejos. Y siguieron otros. Cada uno sonaba más cerca. Hu-lan miró alrededor y vio a Su-chee tapándose los oídos, intentando rechazar el sonido como si lo tuviera dentro de la cabeza. Pero no era así, y Su-chee cambió de expresión al comprender que aquel gemido horrible y salvaje procedía del exterior.

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