23

Salieron corriendo de la casa y Lo inspeccionó los alrededores empuñando la pistola. Su-chee se dirigió al sitio de donde procedía el ruido y los demás la siguieron. David empujó a Henry para que avanzara delante de él y no muy lejos. Hu-lan sentía un dolor intenso en todo el brazo, pero continuó adelante siguiendo a Su-chee que avanzaba a campo través. Hu-lan comprendió de pronto que se dirigían a la casa de la familia Tsai. De pronto apareció una mujer desaliñada y con los ojos desorbitados.

– ¡Tsai Bing! ¡Tsai Bing! -señaló a sus espaldas y volvió sobre sus pasos.

El lugar era casi idéntico al hogar de Su-chee. Una casa de adobe, un par de cobertizos, algunas gallinas, un cerdo. Junto al pozo estaba tendido el cuerpo empapado de Tsai Bing, el prometido de Miao-shan, el amante de Tang Siang, el único hijo de la familia Tsai. El padre del muchacho intentaba reanimarle. Hu-lan se arrodilló a su lado y lo apartó. Buscó alguna pulsación en el cuello, pero los ojos en blanco le dijeron que ya llevaba tiempo muerto. Se los cerró. La madre del muchacho se echó a llorar desconsoladamente.

– Lo, vaya a Da Shui -dijo Hu-lan-. En el centro del pueblo encontrará la comisaría y al capitán Woo. Dígale que venga aquí.

Mientras esperaban el regreso de Lo, Hu-lan inspeccionó el cadáver, observó las uñas, los ojos, y la boca, y le palpó los miembros. Al ardiendo sol, las ropas de Tsai Bing se secaran con rapidez y, de alguna forma, el cadáver pareció menos patético. Después permitió que los padres del muchacho se acercan. Éstos se arrodillaron a ambos lados deshechos en llanto.


La madre se llevó la mano de su hijo al pecho mientras le imploraba que le hablara.

Hu-lan se retiró a la única sombra que pudo encontrar, un pasadizo estrecho en la pared contigua al hogar de los Tsai. Se sentó en cuclillas, como haría cualquier campesina, apretando el brazo dolorido entre el pecho y las rodillas. Miró alrededor. David vigilaba a Henry, que se había apartado del cadáver y contemplaba los campos. Su-chee rodeaba con un brazo los hombros de la madre de Tsai Bing. Las dos mujeres, una pálida por la conmoción de la tragedia y la otra destrozada por la pérdida y la amarga aceptación, estaban unidas por el peor dolor que podía experimentar una madre.

Los gritos habían alertado a los otros vecinos, que caminaban entre los sembrados y por los senderos de tierra apisonada, algunos con las herramientas de trabajo, otros con las manos vacías, pero todos con la misma mirada de pavor. Hu-lan sólo reconoció a uno de ellos. Tang Dan había sido uno de los primeros en llegar y se mantenía a una distancia respetuosa del cadáver y los padres. En cierto momento se acercó al pozo puso una mano afectuosa en el hombro de Su-chee y la dejó allí, como si a través de ella le transmitiera su apoyo a la sollozante señora Tsai.

Al cabo de veinte minutos llegaron dos coches en medio de una polvareda. Lo acompañó al capitán Woo hasta el cadáver, mientras otros tres oficiales en camisa verde de manga corta hacían retroceder a los campesinos. Woo apenas echó un vistazo a Tsai Bing y ordenó a los padres que se apartaran. Entonces empezó a tomar notas, sin mirar al cadáver. Tampoco hizo ninguna pregunta a los padres del difunto. En cambio, caminó hacia el pozo y se asomó al brocal. Hizo unas anotaciones, cerró el bloc y volvió al coche, indicando a sus hombres que lo siguieran.

Hu-lan se incorporó y sintió un ligero mareo, pero aun así consiguió exclamar:

– ¡No puede ser que haya acabado!

El capitán Woo la miró de arriba abajo.

– Esto no es asunto suyo -dijo-. Déjelo para la policía.

– ¿Qué cree que pasó? -preguntó ella.

Él la miró fijamente a los ojos, poco acostumbrado a que se le preguntara nada.

– Se está buscando problemas, Tai-tai.

Hu-lan no se movió de su sitio, y los campesinos que la rodeaban la contemplaron atónitos por su insolencia.


Su-chee, al darse cuenta de que su amiga se estaba arriesgando demasiado, dio unos pasos al frente.

– Hu-lan…

El capitán la interrumpió:

– Ya la recuerdo -le dijo a Hu-lan-. Usted estuvo en mi despacho. En esta región no nos gustan los alborotadores. Bien, le repito que es un asunto oficial, pero si quiera inmiscuirse no tendré otro remedio que ordenar a mis hombres que la lleven a nuestras dependencias. Le aseguro que la experiencia no será muy agradable.

Hablaban en mandarín, por lo que David no entendía nada. Pero los demás sí, y como no querían que los asociaran con ningún problema, se dispusieron a regresar a los campos circundantes.

– ¡Esperad! Por favor, volved -ordenó Hu-lan. Al ver que los campesinos vacilaban, abrió el bolso, sacó la placa del Ministerio de Seguridad Pública y la levantó para que todos la vieran. Causó efecto de inmediato. Los vecinos se quedaron donde estaban.

Al capitán Woo no era fácil intimidarle.

– Aquí no tiene jurisdicción -dijo.

Hu-lan sintió otro mareo y se tambaleó mientras esperaba que su vista se aclarase. No se sentía con fuerzas para continuar. En ese momento se acercó Lo, que con una mano enseñó la credencial mientras con la otra sujetaba el arma. Un par de vecinos dieron un grito sofocado.

Le conviene escuchar lo que la inspectora Liu quiere decir -dijo Lo con tono amenazador.

Hu-lan vio por el rabillo el ojo que David se acercaba; había percibido la gravedad de la situación. Henry lo cogió por la manga para retenerle. Quizá el capitán Woo no había visto a los extranjeros y la presencia de éstos no haría más que complicar las cosas. Hu-lan decidió hablar con serenidad para suavizar la situación.

– Con el mayor respeto, desearía repetir la pregunta. ¿Qué piensa que ocurrió?

– está muy claro -respondió Woo-. El chico debió de caerse al pozo. O se suicidó. -A continuación se dirigió a os vecinos-. Aquí todos sabemos que estaba comprometido con Ling Miao-shan y no habrá podido superar su muerte.

– Si ni siquiera ha mirado el cadáver -dijo Hu-lan-. ¿Cómo lo sabe?

– El chico se ahogó, de eso estoy seguro.

– Eso es cierto. Tú misma viste que estaba mojado y que le habían sacado del pozo -dijo Su-chee.

– Exacto -dijo Woo-. Usted conocía al muchacho y la situación. Explíquele a su curiosa amiga.

Hu-lan miró con tristeza a Su-chee. Claro, a pesar de lo que sabía sobre su hija, se empeñaba en presentar la imagen de amor verdadero entre Miao-shan y Tsai Bing.

– Capitán Woo, haga el favor de acompañarme -dijo Hu-lan.

Se acercó al cadáver y se arrodilló a su lado. Woo se acercó a regañadientes y se quedó de pie. Hu-lan le dijo a Lo que mantuviera a los demás alejados, pero que no se marcharan. A continuación bajó la voz para que sólo Woo pudiera oírla.

– Sé que no está acostumbrado a los cadáveres. Siento hacerle pasar por esto, pero le ruego que lo examine conmigo.

El capitán se puso en cuclillas y ella percibió su sudor frío. Miró de reojo y vio que estaba pálido, pero confiaba en que no vomitase. Otra pérdida de autoridad lo empeoraría todo. Pensó que tenía que hacer la pregunta, aunque ya sabía la respuesta.

– ¿Examinó el cadáver de Ling Miao-shan?

Woo negó con la cabeza. Hu-lan suspiró. ¿Qué habrían encontrado en el cuerpo de la chica, si ese policía hubiera sido valiente o experto?

– No voy a explicar los síntomas de la muerte por inmersión, porque este chico no se ahogó en el agua. Le pido que se fije en otras señales. Observe que los ojos tienen puntitos rojos. También hay capilares rotos en la cara y el pecho. Lo cual demuestra algún tipo de asfixia: ahorcamiento, estrangulación, agarrotamiento.

– ¿Y no mostraría las mismas señales un ahogado en el agua?

Muy bien, pensó Hu-lan, empieza a centrarse.

– Ya se lo he dicho. Tsai Bing no se ahogó.

– Pues entonces, ¿qué le pasó?

Era importante dar la impresión de que Woo hacía el descubrimiento, así que dijo:

– Fíjese en las manos, sobre todo en las uñas. ¿qué ve?

– Tiene las uñas rotas y ensangrentadas. Debió de lastimarse al intentar salir del pozo.

– Ya estaba muerto antes de caer al pozo, se lo garantizo, ¿qué más ve?

– El color de la piel debajo de las uñas está bien. Rosado.

– Demasiado bien, ¿no le parece?

El capitán Woo no lo sabía. Era el segundo cadáver que tenía que certificar y el primero que veía de cerca.

– Tsai Bing está cianótico -dijo Hu-lan.

– ¿Se refiere a envenenamiento con cianuro?

– ¿Huele usted a almendras amargas? -le preguntó con tacto.

Woo negó con la cabeza.

Yo tampoco -dijo Hu-lan-. Pero hay otra posibilidad. El envenenamiento por monóxido de carbono presenta los mismos síntomas. Si estuviéramos en otra parte, diría que Tsai Bing pudo haberse suicidado encerrándose en el coche y manipulando el tubo de escape para que los gases entraran dentro. Habría muerto rápido y casi sin dolor.

– Tsai Bing no tenía coche…

– Y dondequiera que estuviese encerrado, luchó por salir -añadió Hu-lan.

Se quedaron en silencio. Aparte de las cigarras, no se oía nada e incluso la señora Tsai había dejado de llorar. Hu-lan esperaba a que Woo sacara sus propias conclusiones. Por fin el hombre habló.

– En Da Shui los coches son propiedad del gobierno. Nuestro departamento de policía dispone de dos. El médico también tiene uno. Tenemos otro compartido con un consorcio para llevar a la gente a otros pueblos por una pequeña suma. Aparte de eso, hay autobuses y camiones para el transporte de personas y mercancía. También hay otros vehículos que utilizan gasolina.

– Maquinaria agrícola -dijo Hu-lan.

Por primera vez Woo la miró a los ojos. De repente cayó en la cuenta del o que ella había visto claramente al acercarse al cadáver. Woo inquirió con la mirada y ella asintió. Sí, su conclusión era correcta. Woo se incorporó y se dirigió a los vecinos.

– Nuestro gobierno tiene un lema que quiero que todos recuerden: “Clemencia para el que confiesa, severidad para el que calla”.

Los campesinos clavaron la mirada en el suelo. La señora Tsai se echó de nuevo a llorar al comprender que la muerte de su hijo no había sido un desgraciado accidente.

– Nuestro vecino y amigo Tsai Bing ha sido asesinado. El culpable tiene un minuto para confesar, transcurrido ese tiempo no habrá posibilidad de clemencia.

Nadie dijo nada, pero todos empezaron a mirar las caras conocidas desde hacía tanto tiempo. Woo, ahora envalentonado, se paseaba entre los campesinos.

– Sólo hay una persona que consideramos irreprochable -dijo en voz alta-, que ha hecho mucho bien a la comunidad. Conforme aumentaba su riqueza, compartí al maquinaria agrícola de su granja con los vecinos. Es el único capaz de haber matado a Tsai Bing, y estoy seguro de que cuando inspeccionemos el garaje donde guarda su maquinaria, encontraremos sangre de Tsai Bing en la puerta, ya que el pobre muchacho intentó salir hasta que le faltaron las fuerzas.

Los campesinos sabían de quién estaba hablando, pero no podían creerlo.

Hay una sola persona que encaja con la descripción y todos sabemos quién es. -El capitán Woo se detuvo delante de Tang Dan-. La única pregunta pendiente que tienen sus vecinos es por qué.

La señora Tsai dejó escapar un grito y se desmayó en los brazos de su marido.

Tang Dan miró con desdén al policía.

– ¡Por qué! -gritó Woo.

Tang Dan parpadeó.

– Creo que ya ha pasado el minuto que tenía -dijo a continuación-, así que no importa lo que diga. -Alargó las mano para que lo esposaran.

Woo miró a Hu-lan, no muy seguro de cómo seguir. A l ver que ésta asentía, esposó a Tang Dan y lo llevó a empujones hasta el coche de policía.

Su-chee se adelantó y golpeó el pecho de Tang Dan con los puños hasta derribarle.

– ¿Por qué? ¿Por qué?

Los demás vecinos estrecharon el círculo, empuñando las hoces y otros utensilios como armas. Incluso los que iban con las manos desnudas se acercaron, tensos por la ira y el deseo de venganza. Un chico, único hijo, había sido asesinado por un hombre que se hacía rico mientras ellos seguían siendo pobres.

– Viene de la clase de los terratenientes -dijo alguien.

No se le pueden cambiar las rayas a un tigre -exclamó otro, citando un dicho proverbial.

– ¡Cerdo asqueroso!

– ¡Maldito seas!

Los campesinos chinos tenían a sus espaldas cinco mil años de precedentes para castigar semejante crimen. En los viejos tiempos, a un ladrón, secuestrador o vándalo lo llevaban ante el pueblo y lo obligaban a caminar entre el populacho, que mientras lo acusaba e insultaba le tiraba piedras y lo golpeaba con palos.

También podían condenarlo a llevar un can gue, un enorme collar de madera que hacía casi imposible comer o apartar las moscas. A veces lo encadenaban a un cepo público para que todos se enteraran de su delito.

Según la tradición que se remontaba a Confucio, el castigo se aplicaba con la misma rapidez y el mismo rigor para los delitos domésticos. Si un hijo golpeaba a su padre, el padre tenía derecho a matarlo. Si un padre maltrataba a su hijo, no había castigo. Si un terrateniente le robaba al pueblo o violaba una hija de alguien, no se podía hacer nada, salvo agachar la cabeza y esperar que no volviera a ocurrir. Si un campesino se atrevía a intentar algo contra un terrateniente, el castigo era brutal y definitivo. Durante cinco mil años la ley se había aplicado de esa forma. Cuando los comunistas tomaron el poder, los tipos de delitos cambiaron, pero los castigos muy poco. Ahora era el gobierno el que actuaba con prontitud, según el dicho “a veces hay que matar un pollo para mover al mulo”. Y por lo tanto, como el gobierno comprendía que las masas aún necesitaban su momento de poder, la guerra civil y las masas aún necesitaban su momento de poder, la guerra civil y la Revolución Cultural había sido tan cruelmente salvajes.-

– ¡Bestia!

– ¡Asesino!

– ¡El diablo toca la campana cuando viene a buscarte y ahora está sonando, Tang Dan!

Hu-lan ya había visto a la multitud actuar de esa manera, había formado parte de ella. Exigía ojo por ojo. Al ver la expresión del capitán Woo y los demás policías, supo que no moverían un dedo para frenar a los campesinos. Era fácil mirar a otra parte, menos papeleo y contemplaba a los aldeanos. De hecho, Woo y sus camaradas incluso participaban. Pensó que era una suerte que Siang no estuviera allí para verlo.

Se abrió paso entre la multitud y se puso delante de Tang Dan y Su-chee.

– Tengo que hablaros -anunció.

Buscó a David, encontró su rostro atónito, y pensó que ojalá pudiera hablar en inglés para que la entendiera. Vio que Lo estaba a su lado y empezó a explicar lo que pasaba. Contempló los rostros ajados por el trabajo duro. Esa gente jamás había descansado, sólo conocían el sufrimiento. Sus alegrías eran sencillas: el nacimiento de un niño, una buena cosecha, la suspensión de una campaña política.

Ahora dos de sus vecinos habían perdido a sus hijos, un don del cielo aún más precioso debido a la política gubernamental del hijo único.

– Tenéis razón al decir que este hombre proviene de familia de terratenientes, ya que sus problemas surgen de viejos sistemas que todos hemos intentado superar. Algunos de vosotros sois lo bastante ancianos para recordar cómo eran los terratenientes: insidiosos, crueles, despiadados, y la mayoría también codiciosos. Tang Dan es un hombre codicioso y supongo que siempre lo ha sido.

Hu-lan buscó de nuevo el rostro de David y vio que Lo iba traduciendo lo que ella decía, mientras algunas personas ya empezaban a asentir entre murmullos. David se mostraba confuso, ya que sus palabras en vez de calmar los ánimos contribuían a excitarlos. Ella, consciente de que él no le quitaba la vista de encima, desvió la suya.

– No soy más que una visita, aunque estuve aquí hace muchos años. Desde mi regreso he visto los cambios de Da Shui y del interior. Todos estamos de acuerdo en que las condiciones han mejorado. Tenéis electricidad, televisión y, algunos, hasta frigorífico, todas cosas buenas -dijo señalando alrededor con las manos-. Al principio me cegaron, como os han cegado a vosotros.

Hizo una pausa, avanzó despacio y miró los rostros fijos en ella.

– El fuego, el agua, el aire, la madera, la tierra son los cinco elementos fundamentales para la vida y las creencias chinas. Vemos el sol y sabemos que es fuego. Estamos en la tierra, respiramos el aire, utilizamos madera en nuestros hogares, pero… ¿y el agua? Hace veintisiete años, cuando llegué a Taiyan por primera vez, el río Fen tenía un gigantesco caudal de agua. ¿recordáis cuando el gobierno construyó el puente para unir as dos orillas? ¿Habríais imaginado que hoy sería un arroyo? ¿Y que se utilizaría el lecho del río para ir de excursión y remontar cometas? ¿O que los famosos Tres Manantiales Eternos serían una fuente en peligro de extinguirse? Lo vi y lo pensé, ya que en toda China, a pesar de las inundaciones anuales, cada vez hay menos agua. Los ríos, los lagos, los manantiales, los pozos, todo se está secando.

Vio que Tang Dan se había incorporado con las ropas sucias de tierra. En su cara el polvo y el sudor se mezclaban formando churretes.

– Desde la reforma agraria muchos de vosotros habéis abandonado la agricultura. Os dedicáis a la fabricación de ladrillos o trabajáis en una fábrica local.

“No lo digo como un reproche, sólo constato un hecho. Y cuando vosotros, vuestros hijos o vuestros vecinos dejaron las tierras, las arrendasteis o las devolvisteis al gobierno para que las redistribuyera. Muchas de esas tierras han ido a parar a manos de Tang Dan… ¿Y alguien puede decir que no ha hecho un buen trabajo con ellas?

Hu-lan miró a los vecinos, pero ninguno la contradijo.

– Cuando murió la hija de Ling Su-chee, ella me pidió que viniera a investigar qué había ocurrido. Sabía que para descubrir al asesino tenía que conocer a la víctima. Llegué a conocer a Miao-shan y supe por qué era tan valiosa para su asesino: tenía acceso a la única cosa que a él le faltaba.

– Agua -contestó la multitud, mirando con odio a Tang Dan.

– Agua -repitió Hu-lan-. Vivís en Da Shui, que significa “mucho agua” y no os disteis cuenta de su creciente escasez. Pero este hombre sí, y empezó a buscar tierras que tenían acceso al agua. Ya sabéis os pozos que le importaban.

Por primera vez Hu-lan buscó con la mirada a su amiga.

– Ling Su-chee tenía uno de esos pozos. Es viuda y no podía trabajar la tierra como una familia completa de marido, mujer e hijo, por eso su granja nunca ha prosperado. Pero bajo ese suelo se esconde algo tan valioso que Tang Dan estaba dispuesto a mentir, engañar y, si era preciso, matar por ello.

Hu-lan esperaba ver a su amiga destrozada por el dolor, pero Su-chee era una madre que todavía tenía que proteger la memoria de su hija. La miró con un ruego en la mirada y Hu-lan le hizo una indicación apenas perceptible. No había necesidad de que los vecinos se enteraran de los detalles sórdidos que harían parecer a madre e hijas como un par de insensatas.

– Cuando Tang Dan supo que no podía conseguir el agua de Ling Su-chee, mató a su hija. Creía que al quedarse sola, ella dejaría la granja y se trasladaría al pueblo. Como no fue así, pasó al plan siguiente, ya que el pozo de los Tsai también le interesaba.

Hu-lan agachó la cabeza. Le temblaban los hombros. David se dispuso a acudir a su lado, pero el inspector Lo lo retuvo.

– Me considero responsable de lo que ocurrió después. No vi lo que tenía delante de mis ojos. Conocía a la hija de Tang Dan. Todos sabéis que estaba enamorada de este muchacho muerto, aunque estuviera prometido a Miao-shan. Cuando ella murió, el camino quedaba despejado para Tsai Bing y Tang Siang. Eran jóvenes y Siang tiene mucho carácter, pero creo que hubieran sido felices.

Los aldeanos desviaron la mirada de Tang Dan al cadáver de Tsai Bing y a sus atormentados padres. No podían creer que todo aquello ocurriera delante de sus narices y no lo hubieran visto.

– Lo que me horroriza -dijo Hu-lan apenada-, es que Tang Dan habría conseguido el agua sólo con permitir que su hija se casara con Tsai Bing. Pero otra vez el pasado mostró su parte fea. Tang Dan ni podía ni quería tolerar que su hija se casara con un campesino, ya que procedía de familia de terratenientes y se había vuelto millonario por derecho propio. Tenía otros planes para Siang y no incluían a Tsai Bing.

“El resto es como el capitán Woo ha explicado. Tang Dan atrajo al muchacho a la granja, puso la maquinaria en marcha, lo encerró y lo dejó morir. Para borrar las huellas, arrojó el cadáver al pozo. ¿Por qué? -Señaló al matrimonio Tsai-,. ¿Podrían sus padres beber del pozo donde había muerto su hijo? ¡Jamás! Además, eran los últimos de la familia y no tendrían más remedio que abandonar la tierra. Todos habéis visto el rostro agradable de Tang Dan. Acudiría con promesas y pronto la tierra y el pozo habrían sido suyos.

Hu-lan miró fijamente a Tang Dan. Su expresión no mostraba remordimiento, pero sí miedo, sabedor de que en pocos minutos podía estar muerto. A Hu-lan le parecía un final demasiado bueno para él. Merecía sufrir, un pequeño precio por el dolor que había causado.

– Capitán Woo, lleve al prisionero al calabozo -dijo, volviendo a adoptar tono oficial.

Tang Dan empezó a temblar cuando comprendió lo que escondían sus palabras.

– El tribunal decidirá su castigo -continuó ella-, pero entretanto esperamos que sea tratado como la miserable alimaña que es.

Woo hizo una señal a sus hombres, que incorporaron bruscamente a Tang Dan. Camino del coche de policía recibió sin rechistar algunos golpes en la cabeza y un par de puñetazos en los riñones. Dentro de una semana estaría muerto, pero sería una semana muy dura.


El coche de policía se marchó y David corrió a reunirse con Hu-lan, que no se había movido del centro del patio. Cuando llegó a su lado, se abrazó a él, que notó los latidos de su corazón contra su pecho. Luego ella se separó, caminó tambaleándose hasta la pared de la casa, se inclinó y vomitó.


David estaba muy preocupado. A Hu-lan no le convenía soportar ese sol implacable. Y tampoco le convenían los viajes de ida y vuelta a Pekín, el seguimiento de criminales y contener a las masas. Pero no pudo evitar admirarla por lo que había hecho. Hacia tiempo que la conocía, primero como una bogada joven y tímida en Phillips, MacKenzie amp; Stout después como amante silenciosa y melancólica, por último como mujer reservada que guardaba sus secretos, pero nunca la había visto como ahora.

Qué guapa estaba, iluminada por el sol mientras hablaba a la multitud. Tenía tanta fuerza con el brazo derecho en alto, como una revolucionaria arengando a las masas a la rebelión. Siempre había visto su autoridad como un atributo profesional, una cualidad cultivada a lo largo de muchos años en un oficio que exigía y recibía respeto. Pero en su familia también había habido actores imperiales. La actriz, la justiciera, llevaba ambas características en la sangre. Se dio cuenta de que así debía de ser años atrás en la granja Tierra Roja, proclamando, incitando, denunciando. Siempre había tenido autoridad, algunas veces por su bien y otras no tanto. Esa mujer a la que amaba estaba siempre dispuesta a pagar el precio físico y emocional de su temperamento.

Hu-lan se incorporó poco a poco y apoyó la cabeza en el antebrazo contra la pared. David se acercó y murmuró:

– ¿Estás bien? ¿Puedo hacer algo?

Ella negó con la cabeza. Un momento después, con voz débil preguntó:

– ¿Dónde está Henry?

David miró alrededor. Lo no se arriesgaba; sujetaba a Henry por la nuca.

– Lo se ocupa de él -contestó.

Hu-lan mantuvo la cabeza agachada. David esperó a su lado y vio que los vecinos se dispersaban. Los padres de Tsai volvieron a arrodillarse junto a su hijo, acompañados por Su-chee. Cuando David reparó en que tenían que retirar el cadáver del sol, el trío se incorporó. El padre cogió a su hijo por las axilas y las mujeres por las piernas. Se encaminaron hacia la casa y David apartó la mirada, incómodo. Hasta hacía un año, jamás había visto un cadáver. Desde enero había visto nueve. Lo que le resultaba impresionante, aparte de la imagen cruel del o que había sido un ser humano, era la manera práctica con que los campesinos trataban a sus muertos. En Estados Unidos había visto policías, agentes del FBI, jueces de primera instancia, forenses, ambulancias y empleados de funerarias.

La parte física de la muerte se mantenía alejada de los seres queridos. Allí, en pleno campo chino, el cadáver se entregaba a la familia para lo que lavara, lo vistiera y lo incinerara o enterrara. Pensó que si se tratara de Hu-lan o de su hijo, tal vez no tuviera el valor de tomar el cuerpo inanimado entre sus brazos y tocarlos de forma tan íntima, ni siquiera como un acto de amor.

Hu-lan se dio la vuelta y lo miró. Estaba pálida.

– Volvamos a Pekín.-dijo.

Se apartó de la pared y entró en al casa de los Tsai para despedirse. Volvió a salir, cruzó el patio de tierra apisonada y se internó en el maizal. David, Lo y Henry la siguieron. Al llegar a la granja de Su-chee, Hu-lan echó un último vistazo y subió al asiento delantero del coche.

Con David y Henry en el asiento trasero, Lo puso el motor en marcha y salieron de la aldea.

Cada uno iba enfrascado en sus pensamientos mientras el vehículo traqueteaba por los baches del camino de tierra que llevaba a la carretera. Hu-lan tenía la cabeza apoyada contra la ventanilla y se sentía acalorada, mareada y agotada. A su lado, Lo conducía con su seguridad habitual, aunque su mente estuviera en el informe que presentaría a sus superiores de Pekín. ¿Cómo explicaría el comportamiento de Hu-lan en la granja de los Tsai? Henry miraba malhumorado por la ventanilla. David lo observaba.

Al llegar al cruce, Lo le preguntó a Hu-lan a dónde quería ir.

– A Pekín -contestó en mandarín.

Lo seguía mirándola sin entender.

– Por la autopista. No podemos ir en el avión de Knight. Este hombre es un delincuente de la peor calaña. Una vez en el aire, estaríamos en manos de su gente. No podemos permitirlo. Así que siga conduciendo y pronto estaremos en casa.

Lo giró a la derecha y aceleró.

David se inclinó hacia delante y preguntó:

– ¿Cómo sabías lo de Tang Dan?

Hu-lan suspiró agotada.

– Siempre me intrigó que el asesino no se llevara los papeles de Miao-shan,. Se llevó los de Guy y sólo eran copias, lo cual ratificaba que no habían asesinado a la chica por los documentos. La habían matado por otro motivo.

David volvió a reclinarse en su asiento. ¿Cómo habría conseguido Miao-shan los papeles? Guy dijo que un estadounidense se los había dado. No fue Keith, no, ella se los había dado a él.

¿Seguía siendo Aarón Rodgers una posibilidad? ¿O Sandy Newheart? Estaban llegando al desvío de Knight International. El complejo quedaba escondido detrás de una cuesta, pero David miró en esa dirección y vio que Henry se ponía en guardia. Sus sueños y sus fracasos quedaban detrás de la cuesta, y tan pronto la dejaron atrás Henry volvió a sumirse en la tristeza.

– Lo, dé la vuelta -dijo David.

– ¿Cómo dice, señor Stark?

– Pare y dé la vuelta.

Lo disminuyó la marcha.

– No; continúe, nos vamos a casa -dijo Hu-lan.

El coche aceleró.

– ¡No! ¡Tenemos que dar la vuelta! ¡Por favor! -David puso una mano en el hombro de Lo.

Lo frenó y Hu-lan giró la cabeza para mirar a David. Tenía la tez macilenta y perlada por una fina capa de sudor.

– Ya hemos hecho lo que teníamos que hacer -dijo Hu-lan, al límite de sus fuerzas-. He resuelto el asesinato de Miao-shan, tú has descubierto al culpable de los sobornos, y sospecho que con un interrogatorio en al celda número cinco del Penal Municipal de Pekín, el señor Knight confesará haber matado o pagado a alguien para que matara a tu amigo.

– esto no ha acabado, ¿verdad, Henry? -preguntó David.

– La inspectora tiene razón -contestó el anciano-. Deberíamos volver a Pekín.

David sonrió. Hu-lan no supo descifrar si era una sonrisa de tristeza o de triunfo.

– Volvamos a la fábrica -ordenó David.

– No hay ningún motivo para hacerlo, inspectora Liu -dijo Henry. Ella lo miró. Era un hombre derrotado, pero no sentía lástima por él. Como si le leyera el pensamiento, él añadió-: He cometido grandes errores en mi vida, y uno de los peores fue subestimarla a usted y al señor Stark. Como acaba de decir, estamos cansados y lo mejor es volver a Pekín. Una vez allí, lo confesaré todo. Habrá resuelto el caso y supongo que se convertirá en un héroe… mejor dicho, en una heroína.

Hu-lan se pasó la mano por los ojos. Le dolían y se moría por un poco de hielo en los párpados, una bebida fresca para la garganta seca, sábanas frescas para calmar la piel ardiente y algo, cualquier cosa, que le aliviase el dolor del brazo.

– Tenemos que comprobar los archivos de los ordenadores -presionó David-. Tal vez ya los hayan borrado, pero pienso que deberíamos saber si siguen allí.

Hu-lan se dio por vencida y dijo a Lo que diera la vuelta.

– ¡No! -exclamó Henry-. No hay ningún motivo.

Pero toda la compasión de Hu-lan se había agotado durante la última hora, y siguió mirando al frente sin decir palabra.

El coche tomó la carretera secundaria que conducía a la fábrica. Al pasar por los alegres carteles que representaban a Sam y sus amigos, Henry volvió a su cantinela, a sus confesiones, a los ruegos de volver a Pekín.

– Soy el culpable de todo. Permitía que los empleados vivieran y trabajaran en malas condiciones. ¡Por eso vine a China! Nadie vigilaba y sabía que podía hacerlo. ¿Y esa mujer? David, ¿se acuerda de la mujer que se cayó desde el tejado? Usted tenía razón. La tiraron y lo hice yo. ¿Y el reportero y la sindicalista? Recibieron lo que se merecían.

– ¿Cómo iba a tirar a Xiao Yan si estaba reunido conmigo? ¿Y por qué intentó acusar a su viejo amigo Sun? -preguntó David, mientras Lo se detenía en al entrada del complejo.

El guardia salió y Lo indicó los asientos posteriores. El hombre miró el interior, vio a su jefe y corrió a pulsar el botón para abrir la verja. Lo se dirigió al edificio de administración y aparcó entre un Lexus y un Mercedes, ambos sin chofer a la vista.

Lo y Hu-lan bajaron. Henry parecía desesperado, pero no tenía escapatoria. David vio actividad en las cercanías del almacén. Una grúa cargaba cajas de muñecos en la parte trasera de un camión. Aparte de eso, la explanada árida estaba desierta como siempre, mientras al otro lado de las paredes sin ventanas cientos de mujeres trabajaban en las cadenas de montaje.

– Lo lamento, Henry -dijo David en voz baja.

El anciano abrió los ojos asombrado y una cortina de extrema resignación descendió sobre su rostro.

– Por favor -rogó.

David sopesó la palabra. En ella se resumía toda la vida de Henry. Era una súplica de compasión, perdón y una aceptación de cómo eran las cosas.

– Asumo toda la responsabilidad -añadió Henry-. Deje que cargue con al culpa de todo lo sucedido.

La respuesta de David consistió en abrir la puerta y bajar del coche.

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