7

Cuando sonó el teléfono, David supo que era Hu-lan.

Hacía cuatro días que no hablaban, el tiempo más largo desde que se había marchado de Pekín.

– ¿Dónde estás? -le preguntó-. Me tenías preocupado.

– Estoy bien.

– Tengo muchas cosas que contarte -le dijo. Ella también, pero lo que David le explicó a continuación hizo que lo suyo perdiera importancia-. Voy para allá, Hu-lan. Llegaré a Pekín… -se interrumpió para calcular el tiempo y la diferencia de un día- pasado mañana.

– Pero ¿cómo? ¿Para qué?

– Tengo un trabajo y me traslado a Pekín.

Oyó interferencias en las línea y preguntó:

– ¿Es verdad?

David rió.

– ¡Sí, claro!

– Ay, David, no me lo puedo creer. -Y volvió a preguntarle-: ¿Cómo es eso?

David empezó a explicarle sus últimos cuatro días, con la espantosa muerte de Keith y lo que implicaba en cuanto a las mafias y la vigilancia del FBI. Le confió su preocupación sobre Keith y lo que había leído en el periódico. Después le contó cómo había sido la vuelta a su oficina al día siguiente del funeral…

Había escuchado los mensajes de su buzón de voz, incluyendo uno de la hermana de Keith: “Lamento lo de ayer -decía-. Hoy volvemos a casa, pero, cuando pueda, me gustaría hablar con usted sobre Keith”.


Deja su número de teléfono en Russell, Kansas y se despedía con un “Espero que me llame”.

En ese momento no tenía ganas de oír más recriminaciones, así que anotó el teléfono y lo guardó en su maletín.

Unos minutos más tarde, se dirigió por el pasillo a la oficina de la fiscal general Madeleine Prentice. Era rubia, guapa, inteligente y políticamente astuta. Rob Butler, jefe de la División Penal, también estaba allí. David conocía a Rob de la facultad. Habían jugado a tenis juntos durante años. Era un abogado tan brillante como Madeleine. David tenía que aclarar un aspecto de la muerte de Keith antes de tomar ninguna decisión y esperaba confirmar lo que Miles le había dicho después del funeral.

– ¿Qué podéis decirme de la investigación de Keith Baxter? -preguntó.

– No hay ninguna investigación -respondió Madeleine.

– Salió ayer en el periódico.

– No te creas todo lo que leas en los periódicos -dijo Rob-. ¿Aún no lo has aprendido?

David pasó por alto la broma.

– Estaba acusado de haber hecho algo que violaba el Acta de Prácticas Corruptas en el Extranjero.

– ¿Soborno? -preguntó Madeleine.

– Supongo, pero no lo sé.

– Bueno, no pertenece a nuestra oficina -respondió Madeleine-. Desde que aprobaron el acta no hemos tenido ni un solo caso de prácticas corruptas en el extranjero.

– Quizá su nombre surgió en algún otro asunto -sugirió Rob.

– Pero ahora mismo no tenemos ningún caso de soborno -confirmó Madeleine.

– ¿Y en la ofician de Washington? -preguntó David.

– Tu amigo vivía en Los Ángeles, ¿no? ¿No crees que si estaba metido en algo Washington nos lo hubiera dicho?

David seguía sin saber qué tenía tan nervioso a Keith, pero si Miles decía que no había nada de que preocuparse, y Madeleine y Rob lo confirmaban, entonces podía seguir adelante, emocional y quizá profesionalmente. Pero…

– ¿Puedo preguntaros algo? ¿Creéis posible que Keith haya sido el blanco la otra noche y no yo? Me refiero a que el Ave Fénix ha tenido un montón de oportunidades. ¿Por qué iba a hacerlo ahora? ¿Puede haber alguna conexión entre Keith y las mafias chinas? ¿El trabajaba en China…

Madeleine suspiró.

– David, sabes muy bien lo que pasó esa noche. Acéptalo y olvídalo.

David miró a Rob.

– Tiene razón -dijo.

David reflexionó.

– Miles Stout me ha ofrecido montar un bufete en Pekín -anunció al final.

– ¿Cuándo? ¿Pronto? -preguntó Madeleine.

– Me marcharía en un par de días.

– Avisar con una o dos semanas de antelación no hubiera estado mal, pero no sería la primera vez que un ayudante se larga de improviso -dijo Madeleine. Y, curiosamente, haciéndose eco de Phil Collingsworth, añadió-: Cuando ha llegado el momento, no hay nada que hacer.

– David rió y sacudió la cabeza.

– ¿Qué es esto? Aquí tienes el sombrero, lárgate.

– Para nada, David -replicó Madeleine-. Pero es una jugada práctica para ti. Más aún, diría que muy sensata. Has terminado con los juicios del Ave Fénix, de modo que si tienes que irte de repente, éste es el momento de hacerlo. Para la oficina, digo -se corrigió-. Es evidente que lamentaremos mucho que te vayas, pero también hay que tener en cuenta otras cosas. Quieren matarte. Lo más probable es que se trate del os últimos restos del Ave Fénix. ¿Podemos demostrarlo? Todavía no. ¿Hay alguna prueba que los incrimine directamente como para conseguir una orden para pincharles el teléfono y hacer que salte alguna gente? No. Así que lo que te espera es la inseguridad y esos federales siguiéndote a todas partes. No me vas a decir que te gusta.

– No, pero ¿debo escaparme a China?

– Tú no te estás escapando -respondió Madeleine-. Te estás apartando para que no te hagan daño y así el FBI puede hacer su trabajo y pillar a esos cabrones.

– ¿Pero a China? El Ave Fénix es una banda china -señaló David.

– Sí, pero con base en Los Ángeles -añadió Madeleine como si David no lo supiera-. Puede que todavía haya algunos exaltados dando vueltas por la ciudad, pero en Pekín no queda ninguno.

David sabía que era verdad. En China habían cogido a todos los miembros de la banda. A los que confesaron los trataron con indulgencia y los mandaron a campos de trabajos forzados en el interior del país.


Los demás habían sido sentenciados y ejecutados.

– Aunque no estuvieran todos muertos -añadió Rob-, los chinos podrán protegerte de una manera que nosotros no podemos.

David dudaba. Había una pregunta más, pero no era fácil hacérsela a viejos amigos.

– Esto no es un montaje, ¿verdad? ¿No estaréis tratando de meterme en algo que todavía no sé? Ya lo hemos hecho antes y…

– David -interrumpió Madeleine-, vete de aquí. Ponte a salvo…


las ventanillas del taxi estaban abiertas y un soplo de aire caliente golpeó la cara de Hu-lan. Miró los campos mientras pensaba en la visita que había hecho a la fiscalía, a Madeleine Prentice y Rob Butler, ese mismo año, y en la vida que David abandonaría para instalarse en China.

– A ti te encanta ser fiscal -le dijo por teléfono.

– Sí, pero ya no veo el trabajo como antes.

Se refería al caso que había vuelto a reunirlos. Los gobiernos de ambos los habían engañado. Hu-lan se lo esperaba; él no. Hu-lan lo había aceptado; él se sentía traicionado.

– ¿Has vuelto a hablar con Miles?

Su memoria invocó la cara guapa de Miles. Siempre había sido muy amable con ella -lo era con todo el mundo-, pero siempre se sentía incómoda en su compañía, probablemente porque nunca había podido adivinar qué había debajo de ese suave exterior nórdico.

– A mí tampoco me cae demasiado bien -respondió David, que había captado el tono- y, francamente, también siento cierta ambivalencia de su parte en cuanto a este acuerdo. Pero el bufete está compuesto por mucha gente. Phil y los demás se han portado de maravilla, pero has adivinado bien. Las negociaciones fueron con Miles. Después de la reunión con Madeleine y Rob, me encontré con Miles para almorzar y discutimos los detalles. Me dijo que me daría carta blanca. “Híncale el diente al asunto. Métete en ello. Los Knight son buena gente…”

– ¿Los Knight?

– ¿recuerdas las fábrica por la que me preguntaste? El bufete quiere que lleve la venta de Knight a Tartan, y después ocuparme de…

– David, no sabes nada de esa gente ni de su negocio. He visto cosas…

– Mira, no tienen por qué ser mis amigos. Ellos venden, nosotros compramos. Vamos, que en doce días Knight ya no existirá más que como una división de Tartan. ¿No lo ves, Hu-lan? Iré a China por diferentes negocios. No sólo seré el representante de Tartan, sino que el bufete ya tiene en vista otros negocios. Marcia, la secretaria de Miles, ya ha organizado varias reuniones para el lunes próximo. No me preguntes dónde porque todavía no tengo ofician.

Hu-lan tenía muchas preguntas pero David siguió hablando…


Era asombroso lo fácil que salía de una vida y entraba en otra. Después del almuerzo había vuelto al bufete con Miles. Tal como le había dicho Keith la noche de su muerte, las oficinas de Phillips, MacKenzie amp; Stout seguían iguales. Las zonas comunes eran oscuras, lujosas y conservadoras. Cada socio recibía una asignación para decorar su propio despacho, lo que significaba que había un poco de todo: desde Luis XV hasta colonial, desde caoba hasta arce, desde pósters baratos hasta Hockneys originales. Como socio de las altas esferas, David tenía derecho a un despacho de esquina en alguna de las cinco plantas del bufete, la última de las cuales albergaba el centro del poder. Pero como David se iba a China, le asignaron un despacho amplio entre el de Miles y el de Phil Collingsworth, que tenían uno en cada esquina.

En circunstancias ordinarias, los socios habrían tenido que reunirse para votar si aceptaban a uno nuevo, pero, como Phil había señalado el día del funeral, allí todo el mundo conocía a David. Un par de llamadas al comité ejecutivo había dejado claro que era una decisión unánime. Cinco minutos más tarde, Miles le pidió a David que le llevara el pasaporte y éste lo sacó del bolsillo de la chaqueta ahí mismo. Miles sonrió.

– Tendría que haber negociado más duramente tu comisión -le dijo.

Los dos rieron, porque era evidente que David quería volver a China desde el primer momento en que Miles se lo había mencionado. El socio principal le dio el pasaporte a su secretaria y le dijo que lo llevara deprisa al consulado chino para el visado. Después, Miles y David se reunieron con Phil y otros socios para un improvisado brindis con champán. Como en los viejos tiempos…

– ¿Preguntaste por Keith? -lo interrumpió Hu-lan.

– ¿A qué te refieres?

– Al soborno.

La voz de David se perdió entre los ruidos de la línea, y le pidió que repitiera la respuesta.

– Le pregunté a Miles y después también hablé de ello con Madeleine y Rob. Todos dijeron que no podía creer todo lo que decían los periódicos. Debo reconocer que es algo de lo que tú y yo sabemos bastante. Ya no me acuerdo la última vez que no tergiversaron mis declaraciones.

– No me gusta.

A pesar de la distancia, Hu-lan lo oyó suspirar.

– ¿Qué parte no te gusta? -preguntó David. El dolor en su voz era palpable-. ¿No quieres que vaya a China?

– Pero qué dices -se apresuró a responder ella-. Te quiero y deseo que vengas, pero no me gusta lo que he visto en la fábrica Knight y… no sé… sucede todo tan deprisa. Miles nunca hace nada sin deliberación.

– Es lo que trataba de decirte. Miles no es la única voz aquí. Todo el mundo en Phillips, MacKenzie amp; Stout hace mucho tiempo que se lo estaba pensando. -Se le quebró la voz, y Hu-lan comprendió que lo había herido muy profundamente-. Es muy precipitado, pero es una oportunidad. Es nuestra oportunidad. -Se perdió su voz en otra oleada de interferencias-. Se acabaron las malas comunicaciones, a partir de ahora estaremos juntos.

– ¿Cuándo llega tu vuelo?

– A las siete y cuarto del diez -dijo, y aclaró-. El jueves, para ti.

– Puede que llegues a Pekín antes que yo -le explicó. Aún tenía que hablarle a David de las peculiares circunstancias de la muerte de Miao-shan, lo extraño que era el recinto de la fábrica Knight y de su ahora postergado plan de entrar allí, pero lo haría cuando se vieran en Pekín-. No sé cuánto tardaré en volver a Pekín, pero trataré de llegar a tiempo para ir a esperarte. Si no estoy, te mandaré a mi nuevo chofer. No te preocupes, te encontrará.

Hablaron unos minutos más.

– Pronto tendremos todo el tiempo del mundo para hablar -dijo David-, pero ahora será mejor colgar. Debo estar en el bufete muy temprano y mañana tengo mucho que hacer para cerrar esta etapa de mi vida. Estaremos juntos, Hu-lan, y seremos felices.

– Eso espero, David, de veras -la vieja cautela reapareció en la voz de Hu-lan.

Colgaron sabiendo que había quedado mucho por preguntar y responder.


Al día siguiente, David pasó la primera hora otra vez en las lujosas instalaciones del bufete con la secretaria de Miles. Marcia le explicó que a partir de ese momento ella se ocuparía de la agencia y las facturas de David. Organizaría su trabajo cuando él estuviera en la ciudad y atendería sus cosas personales, como hacerle llegar el correo a China. También cuidaría de que le llegaran todos los memorandos internos a Pekín -o dondequiera que estuviese. Y que todas las llamadas para él fueran derivadas a su número en China. Le dijo que el bufete acababa de contratar a la señorita Quo Xue-sheng, como secretaria e intérprete en China. La señorita Quo ya estaba buscando oficina y arreglando algunas reuniones para después de su llegada.

Después, Marcia lo dejó solo con varias carpetas que lo pondrían al día de las actividades generales y el plan estratégico de la empresa. Al mediodía, David volvió a pasar por la fiscalía, donde Rob y Madeleine habían organizado una pequeña fiesta de despedida. Después volvió de nuevo al despacho de Miles para recibir las últimas instrucciones sobre el asunto Knight.

– Hace veinte años que me ocupo de los negocios de Tartan y Randall Craig -dijo Miles-. El trato con Knight es una gran oportunidad. Hay mucho dinero en juego, setecientos millones, pero ahora es muy difícil que algo eche a perder el negocio. Estamos en ese momento en que la operación ya tiene su propia dinámica y nosotros estamos preparados para seguir el proceso.

– ¿Hay algún problema que deba saber?

Miles meneó la cabeza.

– Todo en orden. Henry Knight es viudo y tiene un hijo adulto. Es una persona muy ética, bastante parecido a ti. Siempre administró su negocio limpiamente a pesar de que podría haber tomado algún atajo de vez en cuando. Sus motivaciones nunca han sido sólo los grandes beneficios.

Pero la fábrica estaba en China, señaló David, y eso tenía que reducir los costes.

– Por supuesto, pero eso es un beneficio tangencial. Se considera un filántropo. Dona dinero a hospitales, organizaciones infantiles, asociaciones humanitarias. Para Henry, China es sólo otra causa. Siempre le ha gustado el país. No sé, creo que le viene de la época de la guerra. En todo caso, cree que ayuda a la gente que contrata. Como yo vengo del campo, sé muy bien qué vida de mierda puede llegar a ser. -Miles se encogió de hombros como para espantar los recuerdos-. Cuando llegues, te reunirás con el gobernador Sun y su ayudante Amy Gao. Están en el gobierno local.

– ¿Los conoces?

– Conocí a Sun en mi primer viaje a China, pero a partir de entonces siempre he tratado con la ayudante. Tiene un nombre chino pero, como muchos chinos, se ha puesto una versión occidental de su nombre y después el apellido. Amy Gao es una mujer lista y ambiciosa. Ha venido a vernos aquí, al bufete. Te gustará. Si tienes algún problema habla con ella. Yo iré al final para la firma. -Y añadió-: No te preocupes, no me meteré. A partir de ahora es tu asunto. Y cuando digo que te ocupes tú, hablo en serio. Aunque no creo que haya mucho de lo que ocuparse. El trabajo está hecho. Ahora lo único que necesitamos es una firma. Y la firma final sí no me la puedo perder. Randall Craig y Tartan han tenido un papel importante en mi carrera.

Esa noche, cuando David terminó de preparar el equipaje, trató de llamar a sus padres, pero los dos estaban fuera del país. Su padre, un hombre de negocios internacionales, se había separado de la madre de David poco después del nacimiento de éste y no había tenido un papel muy importante en la vida de su hijo. La madre, una concertista de piano, estaba de gira. David les dejó sendos mensajes en los contestadores automáticos y se fue a dormir.

A la mañana siguiente, Eddie, que le había prometido cuidar la casa hasta que David quisiera, lo llevó al aeropuerto de Los Ángeles. A las once y cuarto David embarcó en el 747 y se apoltronó en su asiento de primera, una de las muchas ventajas de estar otra vez en una empresa privada. Recordó que hacía sólo cuatro meses y medio había cogido el mismo vuelo. Estaba nervioso y no sabía lo que le esperaba. Había trazado cada movimiento, haciendo uso de su formación jurídica, para planear su vida de acuerdo con la lógica. Esperaba ver a Hu-lan de alguna manera, sin saber que otros ya habían planeado el encuentro. Al mirar atrás, se vio como alguien sin espontaneidad, temeroso de vivir en vilo, que se hallaba a menudo en posición de reaccionar en lugar de ocuparse él mismo de provocar reacciones.


Cuatro meses más tarde era un hombre completamente diferente. Es verdad que aún pedía consejo a sus amigos antes de tomar una decisión. (Era prudente, siempre lo sería). Pero había peleado con firmeza el salario, la participación en el bufete, el puesto y las dietas. También había pensado mucho en la muerte de Keith. ¿Se escapaba para huir del sentimiento de culpa? Pero Madeleine y Rob tenían razón: si abandonaba el escenario, los últimos renegados del Ave Fénix quizá cometerían un error. Y cuando lo hicieran, allí estaría el FBI.

En cuanto a lo que perturbaba a Keith esa última noche, tal vez David nunca llegara a saber toda la historia. Era evidente que se trataba de un asunto ético; quizá estaba más alterado por la muerte de su novia pero no sabía cómo hablar de ello. A lo mejor, pensó David arrepentido, sólo estaba cansado y estresado, exhausto por esos agotadores vuelos intercontinentales, tenso por el contrato de venta. Lo que importaba ahora era que David había encontrado una manera honrosa de volver a Hu-lan.

Aunque los últimos dos días había tratado de no pensar demasiado en la última llamada telefónica, se preguntó por lo que Hu-lan no le había dicho. Cuando le contó que se iba a Pekín y ella le preguntó “para qué”, se le cortó la respiración. Ahora decidió tomarse en serio la pregunta. No le había contado sus planes desde el principio porque pensaba que a lo mejor no funcionaban o a ella no le gustaría. Pero mientras hablaban no pudo evitar percibir el recelo de Hu-lan. Quizá ella era simplemente así: una mujer siempre en guardia, siempre temerosa de que se echaran a perder las cosas buenas. A pesar de todo, David se convenció de que Hu-lan se alegraba de su viaje. Sabía que podía hacerla feliz. En pocas horas estarían juntos sin océanos ni secretos de por medio.


Había estado en Pekín por última vez el 1 de marzo. El sol empezaba a entibiar la ciudad, pero la tierra yerma que se extendía frente a los viajeros estaba helada y en el aeropuerto hacía frío y había humedad. El 10 de julio, poco antes de medianoche, mientras el avión rodaba hacia la terminal, David miró por la ventana y vio a los trabajadores iluminados por los focos en pantalón corto y sandalias, con auriculares para protegerse del ruido. Cuando se abrieron las puertas del avión, una ráfaga de calor y humedad, invadió la cabina de primera.

David hizo cola para el control de pasaporte, detrás de otro ejecutivo, y vio cómo la camisa del hombre empezaba a oscurecerse por el sudor. Un funcionario con camisa verde oscura de mangas cortas cogió el pasaporte de David y lo hojeó. Levantó la mirada para cotejar la foto con la cara, le puso un sello y se lo devolvió son decir palabra. David cogió un carrito de equipaje, puso las maletas, pasó por la aduana y finalmente se dirigió a la acera, conde un hombre vestido de negro se le acercó con la mano extendida.

– Soy el inspector Lo -le dijo en un inglés con un acento muy marcado-. He venido a llevarlo a casa de la inspectora Liu. Llegó hace un rato y lo está esperando allí. También me ha dado instrucciones de que lo lleve mañana a donde tenga que ir.

Al cabo de unos minutos, Lo puso el coche en marcha, avanzó entre el tráfico del aeropuerto a bocinazos y enfiló por la carretera de peaje. Ese camino no ofrecía el espectáculo de la vieja carretera, que iba paralela, pero en veinte minutos habían llegado a la ciudad. Aun a esa hora de la noche, las calles estaban inundadas de luces de neón, llenas de viandantes y ciclistas con la variedad de olores de los carritos de venta ambulante. Poco después, el coche serpenteaba por los estrechos callejones del Hutong (el barrio) de Hu-lan. El vehículo se detuvo al fin delante de una sencilla puerta de madera en un austero muro gris.

Lo abrió la puerta, descargó las maletas y se despidió de David, que cruzó el umbral hasta el patio, donde enseguida lo embargó la fragancia de un jazmín en flor. Siguió adelante, cruzó los primeros patios, muy sencillos, y entró en otros mucho más elaborados, pasó delante de unas construcciones con columnatas que durante generaciones habían albergado a la familia de la madre de Hu-lan, hasta que cruzó la puerta que daba a las dependencias de ellas. Estaba abierta y entró.

La presencia de su amada se sentía en esas habitaciones. Su fragancia flotaba suavemente en el aire. En la mesa había un bol con naranjas, y una blusa de seda colgada del respaldo de una silla. David sintió que la deseaba con mucha más intensidad que en todos esos meses de separación. Entró en el dormitorio y la vio en la cama, esperándolo. Se quitó la ropa, se acostó y envolvió con sus brazos a su amada. Hu-lan se acurrucó en su regazo. Tenía el cuerpo tibio y susurraba palabras dulces. Muy pronto las palabras dieron lugar a suaves gemidos de placer.

David estaba maravillado de los cambios físicos de Hu-lan. Sus dedos sentían unos pechos más llenos.

El vientre, siempre duro y plano, dibujaba una suave curva. Dejó que la lengua y los labios se movieran más despacio, consciente de la respiración de ella, alerta a los cambios que le indicaran que ya estaba preparada para él. Hu-lan lo cogió por los hombros, lo atrajo hacia ella y lo envolvió con las piernas, al tiempo que lo guiaba para que la penetrara. Sus ojos se encontraron y supo que al fin estaba en casa.


A las tres de la madrugada David estaba completamente despierto. Empujó a Hu-lan con suavidad, quien, si abrir los ojos, le dio un beso y se acurrucó más cerca de él. Siguió escuchando hasta que la oyó volver a respirar profundamente. Luego salió en silencio de la cama, se preparó una tetera, sacó el ordenador portátil y comprobó el correo electrónico. Antes del amanecer, se puso un short y una camiseta y salió a correr. A las seis estaba de vuelta en la casa. En el momento en que salía de la ducha, los címbalos y tambores de la compañía de Yan Ge empezaron a repicar a lo lejos. A pesar de que los gruñidos de Hu-lan por teléfono para describirle la compañía parecían de lo más pintorescos, David no salió a investigar porque sabía que su aparición atraería muchos curiosos. Así que preparó otra tetera, buscó galletas en los armarios y cogió una naranja.

A las ocho, cuando llegó el inspector Lo para llevarlo a sus compromisos, Hu-lan todavía no se había despertado. David la besó suavemente y salió de la casa en silencio. El inspector Lo le llevó al hotel Kempinski, en el distrito de Chaoyang. En el vestíbulo lo recibió una joven pizpireta, la señorita Quo Xue-sheng, súbdita china y, hasta el momento, única empleada de Phillips, MacKenzie amp; Stout en suelo chino. Llevaba un traje rojo brillante con la falda muy por encima de las rodillas. Los diez centímetros de tacón elevaban a la señorita Quo a una estatura de poco más de metro cincuenta. A David le pareció muy joven. Con unas pocas preguntas se dio cuenta de que no tenía ninguna experiencia jurídica, pero mucha con compañías extrajeras, para las que había trabajado durante varios años, de manera que no sólo perfeccionó su inglés, sino que pudo ascender de chica del té a secretaria y luego a asistente personal.

– Nuestro primer compromiso es ver un apartamento y una oficina en el complejo de negocios Kempinski, aquí al lado -le dijo mientras lo llevaba otra vez a la calle y cruzaban el asfalto caliente hasta una torre de pisos.

– No necesito un apartamento -dijo David, pero estaba a punto de recibir una de las primeras lecciones sobre cómo se hacen los negocios en China.

Para empezar, la señorita Quo tenía ideas muy claras acerca de lo que los extranjeros querían y necesitaban. Segundo, no se dejaba influir fácilmente por sus opiniones, ni, como descubriría más adelante, por sus órdenes. Tercero, los extranjeros que querían montar empresas en Pekín eran víctimas fáciles de todo tipo de triquiñuelas y sobornos.

Pasaron las siguientes tres horas entrando y saliendo de edificios, subiendo y bajando en ascensores y escuchando las alabanzas de diferentes complejos y barrios. Los edificios seguían dos pautas: o eran apartamentos con vivienda y oficinas en estructuras separadas, o ambas cosas están en el mismo edificio. Después del Kempinski volvieron al coche, se desplazaron unas pocas manzanas y entraron en un patio que a él le resultó incómodamente familiar.

– éste es el Capital Mansión -dijo-. Aquí también puede tener vivienda y oficina. Creo que es el mejor para usted.

– No quiero vivir aquí -replicó David, que recordaba perfectamente el cuerpo que Hu-lan y él habían encontrado en aquel lugar no hacía mucho tiempo, con todas las tripas desparramadas, la sangre, el olor…

– ¿Por lo que sucedió? -preguntó la chica-, es comprensible, pero ya he empezado a hacer las negociaciones.

– Pues deshágalas.

– Véalo y después decidiremos.

David la siguió, pero casi no le prestó atención, ni a ella ni al encargado del edificio. Cuando David volvió a salir a la calle, la señorita Quo se quedó atrás hablando con el agente de la propiedad, a quien se veía claramente irritado. David se preguntó hasta dónde habrían llegado las negociaciones, y, si habían llegado hasta donde se imaginaba, por qué. Como Hu-lan solía decir, en Pekín no había secretos. Sin duda la señorita Quo parecía saber mucho sobre él. Era evidente que estaba al tanto del asesinato de Cao Hua en ese mismo edificio. ¿No se había imaginado entonces que ese lugar le molestaría?

Al final, la joven salió por la puerta giratoria, subió al coche y le dio unas órdenes al inspector Lo en mandarín. La próxima parada era el complejo residencial Maniatan Garden, cerca del campo de golf de Chaoyang. David volvió a explicar que no necesitaba ningún apartamento, pero la señorita Quo sonrió como si no lo entendiera y siguió enseñándole el complejo, al que siguieron las torres Parkview en el centro de Pekín, la Comunidad Residencial y Comercial Estrella del Norte, donde vivían unas mil familias extranjeras, y trabajaban muchos más.

El edificio China Chabng An, que albergaba numerosas compañías extranjeras, incluidos el Citibank, Samsung y Abdul Latif Jameel, Ltd.

A esas alturas, la señorita Quo lo llevó a la cafetería del hotel Palace, donde apartó las cartas y pidió en chino. David, que deseaba unas bolitas de pasta o unos fideos, se sintió decepcionado cuando el camarero le trajo un club sándwich y patatas fritas. La señorita Quo, al parecer, conocía a todo el mundo y llamaba a sus amigos para presentarles a David y explicarles que estaba montando un bufete. Cuando se iban, los despedía con un “el abogado Stark es un buen amigo de China, como de seguro ya sabe; si necesita ayuda para alguna transacción comercial, él lo ayudará con mucho gusto”. Les entregaba una tarjeta con el nombre de David y el de Phillips, MacKenzie amp; Stout en inglés y mandarín. “Pronto tendremos una oficina. Hasta entonces, ya sabe dónde encontrarme”. Mas apretones de mano, palabras de felicitación y promesas de recepciones y banquetes.

Después del almuerzo lo llevaron a un lugar de las afueras anunciado como “una urbanización de chalets”, que a David le pareció más bien un proyecto de viviendas económicas en el valle de San Fernando. Después fueron a algo llamado Pekín Riviera, que presumía de lujosas casas completamente amuebladas con aire acondicionado central, baño de vapor, jacuzzi y toallero climatizado. De allí volvieron al centro de Pekín, a los Jardines Siempreverde.

– Éste es un sitio estupendo para familias.

– Yo no tengo familia -dijo David.

La señorita Quo arrugó la cara. Entre risitas de su ayudante, supo que los alquileres ascendían a dieciocho dólares por metro cuadrado, o a 1.188 en caso de compra. Habría necesitado una calculadora para hacer la cuenta, pero parecía caro. Todos los precios le parecían confusos o asombrosos. En el Jardín de la Amistad Internacional de Pekín, le dijeron que podía “hacer una inversión del cincuenta por ciento y realizar un ciento veinticinco por ciento de la aspiración”, aunque sólo Dios supiera lo que eso significaba. Durante el día, mientras trababa de precisar los precios reales, se dio cuenta de que iban de seis mil dólares a doce mil por mes para unas oficinas con un despacho y una zona de recepción para la señorita Quo,.

– ¿Me está diciendo que tengo que pagar esa suma por un par de habitaciones en una ciudad en que los ingresos medios anuales son de… cuánto… mil dólares?

La señorita Quo sonrió.

– Éstas son las opciones. ¿Cuál prefiere?

Pero eso no era nada comparado con las exorbitantes sumas que había que repartir para lo que David consideraba necesidades básicas de una oficina. Instalar una línea telefónica iba de unos míseros veinte dólares a unos estrafalarios mil cuatrocientos. Una línea de fax era todavía más cara. Si quería un télex, le aseguraron que podían llevarle uno y le costaría entre cien y dos mil ochocientos dólares. Incluso los servicios básicos como la electricidad eran fijos y dependían del edificio, del representante de la compañía y de la relación de la señorita Quo con esa persona. Y eso que todavía no habían entrado en la cuestión del coche y el chofer.

A las cuatro, Lo dejó a la ayudante otra vez en el Kempinski y se internó en el denso tráfico de la tarde. David cerró los ojos y se echó una cabezadita, fruto del jet lag. Lo siguiente que supo fue que el coche se detuvo y alguien abrió la puerta. Sintió un aliento fresco en el cuello y la voz de Hu-lan.

– Despierta, David.

En cuanto entraron en el patio y cerraron la puerta, David la cogió entre sus brazos y ella hundió la cara en su cuello, después se separó y la miró a la cara. Era hermosa. Hu-lan lo cogió de la mano y, sin decir palabra, caminaron hasta el fondo de la residencia. Al llegar al salón se besaron. No hacían falta las palabras: estaban locos de deseo. Hu-lan lo tironeó de los hombros y lo empujó suavemente hacia el dormitorio.


Al cabo de unas horas, enredados el uno en el otro, se sentían agotados y felices. Hu-lan al fin se levantó, se puso la bata de seda y fue a la cocina, para regresar con agua mineral fresca y una bandeja cargada de uvas, rodajas de sandía y gajos de naranja. Puso la bandeja sobre la sábana, arrebujó las almohadas y se sentó junto a David.

– Bueno ¿qué tal has pasado el día? -le preguntó.

Le contó que entrando y saliendo de edificios al compás de un pequeño demonio llamado señorita Quo.

– Eres muy afortunado al tener a Quo Xue-sheng -dijo ella y cogió un trozo de sandía.

– ¿La conoces?

– Desde que era un bebé. Es la hija del ministro de Servicios a las Corporaciones Extranjeras. Te han asignado a alguien muy importante, debes tener un guan xi muy bueno -bromeó.

– ¿Lo has arreglado tú?

– Tenía que contratar a alguien. Así que lo mejor era que fuese alguien amigo. Después de hablar contigo llamé al padre de Quo. El ministro estaba muy contento de colocar a su hija contigo.

– ¿Lo sabe la gente de Phillips, MacKenzie amp; Stout?

Hu-lan se encogió de hombros.

– ¿Y es una Princesa Roja?-preguntó David.

– Sí, por dos partes. Su abuelo estuvo en la Larga Marcha y su padre ha hecho millones en su cargo en el gobierno.

– ¿Entonces sabe quién soy?

Hu-lan sonrió y asintió.

– ¿Entonces sabía perfectamente que no necesitaba un apartamento?

– Ah… eso no lo sé. Puede que nos haya puesto a prueba. -Se inclinó para coger una uva y, al hacerlo, se le abrió la bata dejando a la vista la curva de sus pechos-. No sería mala idea que cogieras un apartamento pequeño para evitar habladurías.

– ¿Sería mejor para ti?

Hu-lan cerró los ojos y se imaginó diferentes situaciones.

– Coge un apartamento -le respondió al abrirlos-, pero vivirás aquí.

– Me enseñó un sitio en el Capital Mansión.

Hu-lan meneó la cabeza y rió.

– Eso es porque ella vive allí, como vivían Guang Henglai y Cao Hua. Está muy de moda entre los jóvenes.

– Pues no pienso ir.

– No, claro que no. Conozco un buen sitio para ti. No es muy lujoso pero está cerca. Mañana iremos a verlo.

– De acuerdo, pero no pienso pagar un ojo de la cara.

Hu-lan sonrió.

– No pagas tú sino la empresa.

– Aun así, no me gusta que me traten como a un imbécil.

– Hagas lo que hagas te tratarán como extranjero.

– ¿Y eso significa que me timen?

David le contó lo que le pedían por una línea de fax.

– No está tan mal. Piensa que hasta hace un par de años los extranjeros sólo podían mandar faxes durante el día, porque los funcionarios que vigilaban las líneas acababan de trabajar a las cinco.

– Pero eso ya no es así, ¿verdad? -preguntó.

– No, ya no. Ahora tenemos gente que trabaja toda la noche.

– ¿Es imposible que controlen cada fax!

Hu-lan se encogió de hombros y la bata se le abrió un poco más.

– Cree lo que quieras. -Cogió otra uva y se la puso en la boca de David-. Si te parece injusto, piensa en lo que tú, o mejor dicho el bufete, tendría que pagar a tu señorita Quo.

Pero David no respondió porque sintió una súbita agitación en la entrepierna. Hu-lan trazó lánguidamente una línea con el dedo húmedo por el pecho hasta el borde de la sábana de algodón y continuó con voz ronca:

– Un intérprete normal gana unos setecientos dólares al mes, seiscientos treinta de los cuales se quedan en la agencia estatal. Después tienes que buscar a alguien como tu señorita Quo, una Princesa Roja, con muy buenas conexiones. Phillips, MacKenzie amp; Stout probablemente le está pagando cien mil dólares al año.

Pero David ya había oído bastante. Le cubrió la boca con la suya y continuaron con una conversación mucho más íntima.

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