El domingo amaneció húmedo y con niebla. David, en calzoncillos y con una camiseta vieja, fue a la cocina y preparó una cafetera para él y los agentes George Baldwin y Eddie Wiley, que habían vuelto a la casa pocas horas después de la muerte de Keith, George y Hedí eran buenos tipos, y durante los meses que habían pasado juntos en el caso del Ave Fénix habían aprendido a adaptarse los unos a los otros. Eddie, que había pasado años haciendo trabajos secretos, era bastante atlético y acompañaba a David en sus carreras matutinas alrededor del lago Hollywood. George, por el contrario, salía de la brigada de robos de banco y estaba acostumbrado a pasarse el día sentado en juzgados y salas de espera, por lo que tenía una enorme paciencia con el trabajo habitual de David. Durante los últimos meses había surgido en la casa una especie de camaradería. Pero las circunstancias habían cambiado.
La vez anterior, a David le parecía que su vida era de lo más limitada, pero esta vez, tras dos días con George y Eddie, se sentía como si estuviera en la cárcel. Después del tiroteo en la puerta del Walter Grill, los agentes se tomaban todo mucho más en serio. David nunca estaba solo en casa. Nunca comía solo. Nunca salía solo a buscar el periódico. Nunca iba solo a caminar, correo trabajar. Y ahora escuchaba a George organizar los cambios de guardia por teléfono, lo que significaba nuevos agentes por conocer, más movimiento en la periferia de su vida, e incluso menos libertad.
Eddie entró en la habitación, acercó la mano a la sobaquera donde tenía el arma, abrió la puerta, miró alrededor, recogió el periódico y lo dejó sobre la mesa de la cocina.
A continuación, sin decir palabra, abrió el armario y se sirvió un bol de Cheettos. Ya se había duchado, afeitado y vestido para el funeral con un traje no muy diferente del que usaba día sí, día no: pantalones grises perfectamente planchados, camisa azul celeste almidonada, chaqueta y corbata con un dibujo azul y rojo. Tenía treinta y tantos y, debido a su trabajo secreto, llevaba el pelo un poco más largo que la mayoría de los agentes. Tenía una novia con la que hablaba todas las noches por su teléfono móvil. David había oído sin querer más de una conversación entre los dos agentes sobre cómo y cuándo Eddie le propondría matrimonio.
David esperó que el café estuviera listo, se sirvió una taza, cogió el periódico y volvió a su habitación. Se quedó un instante contemplando la vista. Por lo general le producía una sensación de amplitud, pero ese día sólo sentía la opresión de las cuatro paredes. Poder hablar con Hu-lan le habría levantado el ánimo, pero no había vuelto a llamarlo desde el día del tren y él no podía hacerlo -no porque estuviera fuera de cobertura, sino porque no había encendido el teléfono-. Hu-lan tenía un teléfono celular que le permitía llamar y recibir llamadas de todo el mundo. Como los teléfonos eran tan poco comunes, tanto en el campo como en las grandes ciudades como Pekín y Shanghai, la mayoría de las personas que podía permitirse un teléfono móvil se lo compraba, aunque el precio de éstos y sus tarifas eran escandalosamente altos en China, pero minúsculos en comparación con los de Estados Unidos. El gobierno lo había facilitado garantizando que los satélites cubrieran hasta las zonas más remotas o inaccesibles, como las Tres Gargantas. Con Hu-lan separa de él por… ¿elección? La idea lo deprimió aún más. Ella ni siquiera sabía que Keith había muerto, ni que David era el responsable.
Todavía faltaban dos horas para el funeral, así que se incorporó en la cama y abrió el periódico, donde encontró los artículos de siempre: problemas en Oriente Medio en la primera sección, el perfil de uno de los Dodger en deportes, la segunda y última parte de un reportaje sobre infidelidad en sociedad, y, como era la ciudad de la industria del cien, un artículo sobre una película que se había pasado de presupuesto. Estaba en medio de la sección economía y negocios, cuando vio Knight International en negrita.
A pesar de los problemas de los mercados asiáticos, leyó, las acciones de Knight habían subido otros diecisiete puntos la semana anterior.
La periodista, una tal Pearl Jenner, había entrevistado a un par de agentes de bolsa que afirmaban que la reciente subida se debía a que el consejo de administración de Knight y los accionistas minoritarios habían aceptado la oferta de compra del gigante de medios de comunicación e industria Tartan Incorporated. También entrevistaba a Henry Knight, el pintoresco presidente de la compañía que decía: “He dedicado mi vida a construir esta empresa. Siempre nos ha ido muy bien, pero en este último año nuestras ventas se han disparado gracias a Sam y sus amigos. Éste es el mejor momento para vender”.
La reportera no lo veía así. ¿Por qué vender una compañía con un pronóstico económico tan halagüeño y cuando las nuevas tecnologías Knight garantizaban que los beneficios aumentarían geométricamente durante el próximo siglo? Ella misma respondía la pregunta. Henry Knight ya no era tan joven. Durante los últimos dos años lo habían internado varias veces en el hospital por problemas cardíacos. Y, lo más importante, varias fuentes que preferían permanecer en el anonimato, indicaban que Henry no quería dejarle la empresa a su hijo Douglas Knight. “El padre es un visionario, pero también un hombre duro -manifestaba un observador-. Henry es el tipo de hombre que salió adelante sin ayuda de nadie. Si eso fue bueno para él, también tiene que ser bueno para su hijo”. Pearl Jenner señalaba varios ejemplos de otras empresas familiares cuyos fundadores preferían vender o pasar la gestión a personas ajenas a la familia, en lugar de dársela a unos vástagos menos talentosos. Sin embargo, en este caso la ironía era que Henry no había fundado Knight, sino su padre. Quizá la explicación más lógica fuera que en aquel momento -cuando los beneficios eran los mayores de todos los tiempos- el precio de la empresa era el mejor, lo que tenía el valor añadido de permitir a Henry la posibilidad de ayudar a su hijo con los impuestos mientras aún estaba vivo.
En el último párrafo, David vio algo que lo obligó a incorporarse de golpe. “Dejando a un lado las consideraciones de la familia, es posible que últimamente hayan disminuido las preocupaciones del señor Knight -escribía Pearl Jenner-. Hace apenas dos días, Keith Baxter, un abogado de Phillips, MacKenzie amp; Stout, el bufete que representa a Tartan Incorporated, murió en un accidente de tráfico. Baxter había sido objeto recientemente de una investigación por presuntas violaciones del Acta de Prácticas Corruptas en el Extranjero, que tuvieron lugar durante las negociaciones de venta de Knight.
Hasta ahora, Henry Knight se ha negado a hacer comentarios sobre la investigación, pero ayer, por teléfono, manifestó: “Siempre he creído que las acusaciones eran infundadas. Ahora el gobierno no tendrá más alternativa que retirar los cargos. Quiero añadir de Keith Baxter era un hombre excelente y que su muerte nos ha impresionado mucho a mí y a mi hijo. Acompañamos a la familia Baxter en el sentimiento. Para honrar su memoria, vamos a seguir adelante con la venta; sé que es lo que le hubiera gustado a Keith”. El artículo concluía con un resumen de las ventas brutas anuales y los beneficios netos de Knight International.
David dejó el periódico y cerró los ojos. En China, el soborno era prácticamente una forma de vida que se remontaba a miles de años atrás. Keith debió de haber soltado un par de sobornos a algunos funcionarios con la esperanza de resolver algún problema o hacer la vista gorda a algún error burocrático. La práctica podía ser habitual en China, pero aquí era una cosa más que estúpida. No era de extrañar que Keith reaccionara de una manera tan rara a las preguntas de David sobre lo que hacía en el bufete y sugiriera que formara parte de la investigación federal. Si hubiera confiado en él, David le habría aconsejado que acudiera directamente a la oficina del fiscal general. Teniendo en cuenta el historial de Keith -un abogado sin antecedentes- se habría librado con una libertad vigilada y una fianza.
El servicio religioso se celebraba en el cementerio de Westwood. David firmó en el libro y buscó un asiento. Con la esperanza de llamar lo menos posible la atención, se sentó junto con los dos agentes del FBI que lo acompañaban en un banco al fondo de la capilla. Pero ¿hasta qué punto pasaban desapercibidos? Aunque el tiroteo no hubiese salido en las noticias, aunque David no hubiera sido el blanco del asesinato que había provocado la muerte de Keith, los compañeros de David le habrían echado al menos un par de miradas. ¿Qué culpa tenían los agentes del FBI de parecer agentes del FBI?
El ataúd descansaba sobre una plataforma elevada junto al altar de la capilla, rodeado de algunos ramos de flores -margaritas, rosas y hasta una de esas coronas de claveles en un caballete-. Un hombre se dirigió al podio y se presentó como el reverendo Roland Graft de la Iglesia presbiteriana de Westwood.
Empezó con unos comentarios superficiales sobre la naturaleza de la muerte y la tragedia de una vida cercenada tan joven y con tanta violencia. Sin embargo, era evidente que el reverendo jamás había visto a Keith y enseguida le pasó el micrófono a Miles Stout.
David había visto a Miles por última vez en al cena anual de ayudantes y ex ayudantes de la fiscalía. No había cambiado; nunca cambiaba. Su origen escandinavo se notaba claramente en los rasgos: alto, rubio, de ojos azules, bronceado, de aspecto atlético a pesar de sus casi sesenta años. Decían que aún jugaba a tenis todos los días antes de ir a la oficina. Pasaba las vacaciones esquiando en Vail, o haciendo rafting en un río remoto.
Miles, en el podio, se tomó un momento para ordenar las ideas. Probablemente la mitad de la gente de la capilla sabía que era puro teatro. Miles era un orador brillante, ya fuera en un juzgado o en una sobremesa.
– ¿Qué puedo decir de Keith? -se preguntó con ese tono meloso que tanto cautivaba a los jurados-. ¿Cómo se puede resumir una vida? -dejó la pregunta en el aire y bajó la voz-. Keith llegó al bufete sin ninguna experiencia, pero era un alumno rápido. Yo aprendí a confiar en su criterio y a admirar su perspicacia.
Era el clásico Miles Stout: sinceridad combinada con imágenes manidas, falsos lamentos y una ligera manipulación de los hechos. Miles, como conocía a su audiencia y reconocía que nadie se lo creía, continuó.
– Pero ¿cómo recordamos a un hombre? ¿Con lugares comunes? No. ¿Con sentimientos vacíos? De ninguna manera. Hoy quiero recordar los buenos momentos. Sin duda todos ellos tienen que ver con el bufete, pero así era Keith. Quizá, a través de mis historias, recuerden también algunas de las suyas. -Se calló y esbozó una leve sonrisa-. La semana pasada, Keith y yo trabajábamos en la compra de Knight International por parte de Tartan Incorporated. Nuestro equipo había pasado dos noches seguidas sin dormir. Comimos pizzas y comida china hasta que todos empezamos a desear una buena comida casera. Llamé a la oficina…
David dejó que su mente vagara. No estaba en el bufete para las negociaciones Tartan-Knight pero tampoco le hacía falta estar para saber que Miles no había trabajado veinticuatro horas por día ni pedido comida preparada del fast-food más cercano. Él mismo había dicho: “Llamé a la oficina”. Era el socio que facturaba. Les daba igual que saliera con Mary Elisabeth, su novia de la escuela y esposa durante treinta y cinco años, a cenar pasta con trufas, siempre y cuando llevara clientes. Y los conseguía, a gran nivel.
Miles era una especie de leyenda en los círculos jurídicos de Los Ángeles. Igual que Keith, se había criado en una granja de alguna parte del Medio Oeste. Había conseguido una beca para ir a Michigan y después había conseguido ingresar en la Facultad de Derecho de Harvard. Al acabar la carrera, trabajó de ayudante de un juez y luego pasó directamente a la fiscalía. Una vez preparado para pasar al sector privado, Phillips y MacKenzie le ofrecieron un puesto de socio. Diez años después, bajo amenazas de largarse y llevarse consigo la abultada cartera de clientes, los otros socios decidieron añadir su nombre al bufete, que se convirtió en Phillips, MacKenzie amp; Stout. A pesar de su buena suerte, Miles nunca había olvidado sus orígenes, razón por la cual se tomaba libre los días en que jugaban los Wolverines y probablemente había apadrinado a Keith, que procedía de un medio similar.
David volvió al panegírico mientras la voz de Miles se hacía repentinamente doliente.
– Me gustaría acabar contando cómo vi a Keith ese último día. Fue en la sala de conferencias, en medio de bocadillos a medio comer, coca-colas, tazas de café frío, mientras Keith me enseñaba el contrato punto por punto. No tropezaba con un número ni una cláusula. En cierto momento sacó unos papeles de un archivador. Veía los errores. Detectaba los problemas. No se le escapaba nada, era ese tipo de abogado… Mejor dicho, ¡era ese tipo de hombre! -miró al ataúd y concluyó-: Keith, amigo, te vamos a echar de menos.
Se volvió hacia la audiencia, murmuró un “gracias” apenas audible y al bajar del podio se cruzó con Anne Baxter Hooper, la hermana de Keith, que le dijo unas palabras. El reverendo Graft agradeció la presencia de todo el mundo e invitó a los asistentes a pasar por la casa de los Stout.
Veinte minutos más tarde, David y los dos agentes salían de Sunset y giraban al norte para internarse en las colinas de Brentwood, donde se ocultaban grandes mansiones detrás de muros de piedra, verjas de hierro forjado o setos cuidadosamente recortados. En la entrada había un empleado de la casa de los Stout que en cuanto George le mostró la credencial franqueó el paso del coche.
Era una mansión construida a principios de siglo por un empresario inescrupuloso de la costa Este llegado a California para pasar el invierno pero que decidió quedarse.
Traía consigo una forma de vida tradicional, pero para ese nuevo hogar, le pidió al arquitecto que incorporara los mejores ideales de la forma de vida de California del Sur. La casa, de estilo colonial con paredes pintadas de color crudo, amplias terrazas y techos de teja, era elegante, grande y perfecta para recibir. Había pasado por muchas manos a lo largo de los años. En 1980, cuando la compraron los Stout, decidieron devolverle su pasado esplendor; primero la restauraron y después embellecieron su elegante estructura. Y donde más se notaba era en los jardines.
El proyecto del jardín seguía un modelo semieuropeo de “ambientes” que representaban diferentes países y temas: un jardín japonés; otro de rosas de exposición; un huerto de cítricos californianos; un jardín tropical con buganvillas, aves del paraíso, plantas tropicales en flor y jacarandáes. Unas coloridas plantas bordaban el sendero de entrada. El césped, perfectamente cuidado, rezumaba una verde lozanía. Los plántanos y los robles centenarios se ocupaban de proporcionar sombra. David recordó que en alguna parte había un invernadero lleno de orquídeas y otro jardín oculto sólo para cortar flores. Así Mary Elisabeth Stout podia tener flores frescas en cada habitación prácticamente todo el año.
Una persona del servicio acompañó a David y los agentes por el salón hasta la terraza. Descendieron hacia la piscina, rodeados de una serie de terrazas cubiertas de flores y enredaderas. George y Eddie se acomodaron discretamente a ambos lados de la carpa, mientras David iba directamente al bar. Pidió una cerveza y observó a los otros invitados que iban bajando la escalera. Había un previsible surtido de bogados de diferentes bufetes y entidades gubernamentales, y un pequeño grupo de jueces. David saludó con la mano a Rob Butler, de la oficina del fiscal y a Kate Seigel, de Taylor y Steimberg.
Nadie parecía muy alterado. De hecho, mientras bebían y charlaban en el bar, parecían más los invitados a una fiesta al aire libre que los asistentes a un funeral. ¿Pero qué esperaba David? Si Keith hubiera muerto una semana antes, ¿habría reaccionado él de otra forma? Sin duda habría lamentado la muerte de un amigo y un colega, pero la habría puesto en un compartimiento, como la mayoría de los presentes, que asistían más por obligación que por amistad. Qué extraño, pensó, la manera en que la gente evitaba el duelo y cualquier sentimiento desagradable, como si eso los protegiera de la tragedia o los hiciera invisibles al mal.
Phil Collingsworth, que llevaba más tiempo en el bufete que Miles Sotut, le dio una palmada en la espalda y le dijo que los tres debían hablar un rato más tarde. David saludó también a otra socia que, después de que Hu-lan lo dejara años atrás, lo había animado para que saliera y se casara con Jean. Ese matrimonio había sido un error, pero tras el divorcio, Marjorie, como muchas otras personas y cosas, había acabado en la mitad de los bienes gananciales de Jean. Pero ahí estaba Marjorie, que le daba un abrazo y le decía que se alegraba mucho de volver a verlo después de tanto tiempo. Le preguntó si quería ir a cenar una noche y ver cómo habían crecido los niños.
Era agradable volver a estar entre amigos, pero una sombra se proyectaba sobre la mayoría de las conversaciones. Nadie mencionaba las acusaciones que planeaban sobre Keith ni la presencia de David en el momento de la muerte, pero éste sentía que estaba allí. Al cabo de un instante, el intercambio de cortesías cesaba, se instalaba un incómodo silencio, el grupo se dispersaba y se formaba otro.
En un momento dado David se encontró solo. Miró alrededor, captó una mirada de lástima del agente Baldwin y rápidamente apartó la vista. Sus ojos se posaron en la hermana de Keith, que estaba con una pareja mayor. Los tres parecían agotados y fuera de lugar en esa atmósfera de fiesta. David se abrió paso entre los diferentes corrillos, se acercó a la familia de Keith, les tendió la mano y se presentó.
La anciana suspiró acongojada y el marido le pasó una mano protectora por el hombro, mientras tendía la otra mano y se la estrechaba a David con firmeza.
– Matt Baxter, encantado. Soy… era el padre de Keith. Y ella es la madre, Marie. Ella es Anne.
Pero, al parecer, estas presentaciones eran lo máximo que podía hacer en aquel momento. David observó cómo le apretaba el hombro a su mujer, esta vez para darse fuerzas a sí mismo.
Pasaron un rato en silencio, hasta que Anne, con lágrimas en los ojos, miró a David.
– Así que usted es la persona que estaba con Keith cuando…
– Así es -confirmó él-. ¿Puedo sentarme?
– Por supuesto -dijo Anne.
David acercó una silla de jardín. En cuanto se sentó con Anne y su familia percibió un olor muy fuerte y espantosamente dulce que le recordó a la muerte.
– ¿Puede hablarnos de Keith durante esa última noche? -pidió la hermana.
David estaba tan inmerso en el sentimiento de culpa, que no se le había ocurrido que la familia de Keith, si tenía la oportunidad, le haría esa pregunta. ¿Qué podía decir? ¿Qué Keith había bebido mucho? ¿Qué estaba muy preocupado por su trabajo? No eran palabras de consuelo. Así que contestó con verdades a medias.
– Tomamos una botella de vino y comimos pescados. Estaba de buen humor. Bromeó y me pinchó para que volviera al bufete -dijo.
La familia de Keith sonrió con tristeza.
– ¿Pero dijo algo? -insistió Anne.
¿Preguntaba por las acusaciones que Pearl Jenner había lanzado en el Times? No podía ser.
– En aquel momento nada parecía tan importante -dijo tratando de no ahondar en el tema-. Una charla de amigos que se ponen al día sobre sus respectivas actividades. Me preguntó por juicios en los que había estado trabajando. Ya saben, conversaciones de abogados…
– No sé cómo puede decir eso -repuso Anne sin ocultar su sarcasmo.
– Anne, por favor -imploró Matt a su hija, pero ésta no le hizo caso.
– Yo también hablé con él ese día. -Su voz se había vuelto seca y dura, mientras miraba fijamente a David esperando que respondiera.
¿Qué sabía Anne exactamente? ¿Estaba, como él, preocupada por la reputación de su hermano? Lo único que David pensaba en aquel momento era que no quería hablar de todo eso delante de los padres de su amigo.
– Mi hermano estaba angustiado. Acababa de morir su novia… -Anne se echó a llorar.
¿Su novia? Keith no le había mencionado nada. ¿Acaso David había malinterpretado a su amigo? No, no si lo que decía el Times era verdad.
– No le hemos dado las gracias por llamarnos esa noche.intervino la madre de Keith-. Para nosotros fue muy importante que nos llamara un amigo en lugar de la policía. Creo que no lo habría soportado.
– Si la situación hubiera sido a la inversa, Keith habría hecho lo mismo por mí.
– ¿Está seguro? -preguntó Anne.
– Absolutamente.
– ¿Me refiero a que usted cree que la situación habría podido ser a la inversa?
– Anne -le rogó Matt Baxter a su hija.
Anne se secó las lágrimas enfadada y se volvió impaciente hacia su padre.
– ¿Qué pasa, papá? ¿Quieres que me olvide de que mi hermano murió por culpa de este hombre? Pues no pienso hacerlo. Y creo que nadie de los que están aquí, salvo mamá y tú, van a olvidarlo.
A David se le encogió el estómago. ¿era eso lo que pensaría la gente de ahora en adelante?
– Perdonen. -Todos levantaron la mirada y vieron al agente Eddie Wiley, que dijo con voz extremadamente oficial-: Señor Stark, necesito urgentemente su presencia.
David se levantó y, sin dejar de mirar a Anne, se dirigió a los padres:
– Bueno, reciban nuevamente mi más sincero pésame. -Inclinó ligeramente la cabeza, bajó los ojos ante la dura mirada de Anne y siguió a Eddie hasta la cabaña.
– Gracias -le dijo.
– No hay de qué. Era evidente que necesitaba que lo rescataran.
– Sí, supongo que sí.
– Tendrá que aprender a tratar con ese tipo de putadas. -David lo miró intrigado, y Eddie explicó-: Preguntas que hace alguna gente que no quiere oír la respuesta.
– ¿Y qué hago?
– Mándelos a paseo.
– ¿Le parece? ¿Lo hace usted?
– Es parte del trabajo.
– Quizá el suyo…
Eddie no respondió. No hacía falta. Ambos sabían cuántas muertes había dejado el Ave Fénix sobre la mesa de trabajo de David.
– Eddie, ¿puede hacerme un favor?
– Por supuesto.
– Quiero reunirme a solas con la hermana de Keith.
– ¿Qué? ¿En ese invernadero de mierda o algo así? No me parece buena idea.
– Tengo que explicarle algunas cosas de esa noche.
– No, no le debe ninguna explicación.
– Quiero hacerlo… -David dio un paso hacia el ventanal de la cabaña, pero Eddie se interpuso en su camino.
– ¿No me ha oído? No puede dejar que la culpa se apodere de usted.
Por segunda vez, una voz conocida acudió en su ayuda.
– Ah, David, estás aquí -lo llamó Miles desde el ventanal-. Hace rato que te busco. Phil y yo queremos que vengas a dar un paseo con nosotros. -Le hizo una seña a Eddie con la cabeza-. ¿Le parece bien? No saldremos de la casa. Nos quedaremos en la terraza de aquí debajo. Déme unos minutos en privado con mi antiguo colega.
Eddie se apartó y David y Miles se abrieron paso entre la gente hasta la terraza.
– Estos últimos días han sido muy duros -comentó Miles-. ¿qué tal estás?
David miró el barranco, donde el zumaque y otros matorrales servían de contrapunto al lujo y el refinamiento de los jardines de Stout.
Como David no parecía muy dispuesto a contestar, Miles continuó:
– Ha sido mala suerte. Quiero que sepas que ninguno de nosotros te culpa.
– Creo que la hermana de Keith sí -soltó David.
– ¿Y ella qué sabe? No estaba allí. -Miles cerró los ojos y puso la cara al sol-. ¿Pero para qué os reunisteis Keith y tú?
– Para nada en especial sólo para cenar. -Otra vez una verdad a medias, pero David no quería volver a lo mismo.
– ¿Te habló del trabajo, del bufete?
– Sí, supongo. -Se encogió de hombros-. Hablamos un poco sobre Tartan y Knight.
– Trabajaba conmigo en la compra. Hacía un año que trabajábamos en esa operación. El bufete estaba completamente absorbido.
A Miles le encantaba hablar de negocios. David, aliviado por el cambio de tema, lo complació.
– Por lo que he leído, me sorprende que Knight quisiera vender.
– A mí también me sorprendió que me llamara Henry para decirme que quería vender. Supuse que a Tartan le interesaría. Y claro que a Randall Craig le interesó e hizo una oferta inmediatamente. Eso fue hace un año.
– Vaya, parece que estás perdiendo facultades -lo pinchó David.
– De veras, el mérito no es mío, sino de Henry Knight. Es un tipo raro. No le gusta emplear abogados y sólo contrata contables para cosas puntuales.
– ¿Qué? ¿Oculta algo?
– No; es un excéntrico. Pero mira, excéntrico o no, montó su empresa solo. Ya era rico, así que ahora estará lleno de pasta.
El padre de David se parecía bastante a Henry Knight, así que sabía que la excentricidad podía ser encantadora e irritante al mismo tiempo. También sabía, por su experiencia en la fiscalía, que ese tipo de hombres no son inmunes a las tentaciones delictivas. Quizá Keith no había cometido ningún delito, sino que había descubierto algún problema en los libros de Knight. ¿Había algún inconveniente en el trato? ¿eso lo tenía tan preocupado? ¿O había descubierto irregularidades, algo que podía aparejar una investigación federal? Si era así, ¿por qué no se lo dijo a Miles? ¿O si era algo muy serio, por qué no fue directamente a la fiscalía, al FBI o a la Comisión de Valores?
– ¿En qué trabajaba exactamente Keith? -preguntó David.
– Ya sabes, preparar y reunir toda la documentación necesaria para las declaraciones y garantías ante la Comisión de Valores y Cambios y la Comisión Federal de Comercio. Las formalidades habituales antimonopolio y de la bolsa.
David bajó la voz a pesar de que estaban solos.
– ¿Y qué hay de esas acusaciones del Times de esta mañana?
– Todas mentiras. -Los ojos de Miles destellaron de ira-. Esa periodista se lo ha inventado todo y ha conseguido seguir adelante con toda esa historia durante meses gracias al uso de la palabra “presunto” de vez en cuando.
– ¿Durante meses? No sabía nada.
– Bueno, no era algo que el bufete ni Keith promocionaran. Por suerte, los artículos de Jenner estaban siempre escondidos en la sección de economía.
– ¿Y Keith nunca fue a verte preocupado?
– Sí, claro que estaba preocupado. ¿Tú no lo estarías? Pero lo que escribía esa mujer era infundado. -Miles sacudió la cabeza con tristeza-. Cuando pienso en cómo torturó a Keith… Sin duda debiste de notar lo alterado que estaba.
– Sí, por supuesto. Ojalá me lo hubiera explicado…
No le gustaba hablar de ello. Y por muy infundados que fueran esos artículos, lo avergonzaban profundamente.
– La muerte de su novia tampoco fue de gran ayuda. ¿La conocías?
– No, no vivía aquí. Su muerte fue un golpe muy duro para Keith. Bueno, ahora ya no vale la pena pensar en ello. -Hizo una pausa y dijo-: Ah, aquí está Phil.
¿Ya se lo has preguntado?
– No -respondió Miles-. Te estaba esperando.
– Bien -sonrió Phil a David-, porque quiero que sepas que esta propuesta viene de todos los socios del bufete. Adelante, Miles.
David esperó.
– Hemos sido testigos de tus progresos en la oficina del fiscal -empezó Miles-. Has hecho un trabajo estupendo en China y contra las mafias asiáticas. Todos estamos muy orgullosos de ti.
– Gracias.
– Voy a poner las cartas sobre la mesa -continuó Miles-. Nos gustaría que volvieras al bufete y abrieras una oficina en China. -Levantó la mano para que David lo dejara acabar-. Tenemos mucho trabajo allí, aun sin los negocios de Tartan. Estamos empleando abogados de Pekín. ¿Recuerdas a Nixon Chen, el que vino de China hace unos años para formarse con nosotros?
– No sólo me acuerdo de él sino que comimos juntos hace unos tres meses.
– Pues hace buena parte de nuestro trabajo en China y cobra unos honorarios casi tan altos como los nuestros -dijo Phil-. Le pagamos varios cientos de miles al año por asesoramiento legal. Pensamos por qué tenemos que darle a Nixon todo ese trabajo. Hace tiempo que estamos sopesando la idea de abrir una sucursal en Pekín, pero necesitamos la persona adecuada para montarla y dirigirla.
– ¿Y pensáis que esa persona soy yo?
Phil lo miró con expresión muy seria.
– Escucha, eres un penalista nato. Muchos de tus casos han tenido que ver con grandes empresas de compleja economía, así que también te has convertido en un buen mercantilista.
David no había considerado su carrera bajo esta óptica, pero la apreciación tenía sentido.
– Y tienes algo más -intervino Miles-. Para los chinos son importantes los guan xi, los contactos. Nixon es un Príncipe Rojo, así que sus contactos son impecables. Pero tú también tienes algunos contactos bastante interesantes… en el Ministerio de Seguridad Pública.
– Si estás pensando en Hu-lan, será mejor que lo olvides. Está muy contenta donde está.
– Yo no he mencionado su nombre, sino tú. No le hemos pedido a Hu-lan que abra un bufete. Te lo pedimos a ti.
David meneó la cabeza.
– Gracias, pero a mí también me gusta lo que hago.
– Estamos dispuestos a hacer una oferta sustanciosa -dijo Miles-. Di una cifra.
– El dinero nunca me ha importado.
– Ya lo sabemos, pero si estás dispuesto a estudiar nuestra oferta, estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo. -Miles, al ver la cara de David, sonrió triunfante, como si hubiera pillado a un testigo en una mentira-. Si no estuvieras un poco intrigado, no habrías llegado hasta aquí en la conversación. Piénsatelo y ven a vernos mañana.
– De acuerdo, pero no os garantizo nada.
Miles sonrió satisfecho, convencido de haber ganado, y volvió a mirar a los invitados que aguardaban.
– Apuesto a que Mary Beth se está preguntando dónde me metido, ¿Volvemos?
Mientras regresaban por el sendero que llevaba a la piscina, David preguntó:
– No estoy diciendo que lo haré, pero ¿de cuánto tiempo disponemos?
– El visado no es problema -dijo Miles-. Los chinos te conocen, ya has estado allí. Nos gustaría tenerte en el avión rumbo a Pekín a finales de semana.
– ¡Dios Mío! ¿Por qué tanta prisa?
Miles se detuvo.
– Francamente, pensábamos que tendrías prisa. En China estarás a salvo. Además -Miles se permitió una sonrisa-, podrías reunirte con Hu-lan.
– En realidad -terció Phil-, hace tiempo que nos lo estamos pensando. Tenemos oportunidades en China. Pensábamos hablar con otros abogados, pero ya sabes lo difícil que es integrar gente nueva en un bufete como el nuestro. Tú ya nos conoces, te conocemos. De veras que la única forma de expandirnos como corresponde es con alguien que conozcamos.
“Por esa razón, siempre has sido nuestro primer candidato, pero sabíamos que no ibas a dejar la fiscalía en medio del caso Ave Fénix. Ahora ya ha acabado y, reconozcámoslo, ha llegado la hora de que pases a otra cosa. Así que pensé: si vamos a hacer algo, hagámoslo ya. Ya está preparado todo el trabajo de la operación Knight. Ahora lo único que nos falta son las firmas. Así que pongamos a David allí para que se ocupe de los problemas logísticos de última hora y conozca a toda la cúpula de Tartan. Es una operación que servirá para allanar el camino de la transición y te pondrá en una posición estelar para continuar ocupándote de todos los negocios de Tartan en China. Pero te lo repito: para que todo esto salga bien tenemos que movernos deprisa.
– ¿Crees que los demás querrán que vuelva al bufete después de lo que ha pasado con Keith?
Phil, por un momento, dejó de lado su actitud de amistosa comprensión.
– Sin ánimo de ofender a los muertos, lo que pasó fue simplemente mala suerte. Pero admitamos los hechos: Keith era un abogado mediocre que apenas consiguió los votos necesarios para ser socio. Tú tienes talento de verdad. Te conocemos desde hace mucho tiempo.
– Pero…
– Deja que te lo diga de otra forma -interrumpió Miles-. En China se puede ganar mucho dinero y los abogados de Phillips, MacKenzie amp; Stout quieren ser quienes lo ganen. -Al ver la expresión de asombro de David, Miles puso las palmas hacia arriba-. Por una vez en la vida trata de divorciarte de las llamadas buenas intenciones. Ya has cumplido con la sociedad y todo eso. Ahora deberías pensar en lo mejor para ti… y para Hu-lan.
Una hora más tarde, los agentes se llevaron a David de la reunión. Al llegar a casa, abrió una cerveza y se sentó aparentemente a mirar las noticias. Sin embargo, su mente estaba en la conversación con Miles y Phil. ¿Podría volver a trabajar con Miles? Nunca se habían llevado del todo bien. David había nacido con todo lo que Miles había tenido que conseguir a pulso. Había nacido en la ciudad, rodeado de cultura, asistido a los mejores centros de enseñanza y logrado rápidamente ser socio en el bufete a pesar de que, según Miles, nunca había acabado de adaptarse.
David, por supuesto, lo veía de otra manera. Como se sentía seguro en el terreno profesional, tenía poca paciencia tanto con la afectación de Miles como con su deseo compulsivo de que lo respetaran y obedecieran. Miles era tan listo y espabilado como el que más pero en muchos aspectos seguía siendo el chico de campo inseguro. Podía ser un buen amigo y un benefactor con gente como Keith, que le rendía pleitesía, pero David nunca había podido hacerlo. Y encima, éste había hecho algo casi incomprensible para Miles: lo había dejado todo -es decir, un sueldo de cinco y casi seis ceros- para ir a trabajar a la fiscalía, donde sentía que su trabajo servía para mejorar las cosas. Pero la puerta, por así decirlo, había quedado abierta. Quizá Miles no era un gran admirador de David, pero reconocía que era uno de los que más facturaban con el bufete.
Phil era el que mejor había concretado la situación: era hora de pasar a otra cosa. Volver a Phillips, MacKenzie amp; Stout podía beneficiar tanto al bufete como a David, y hacer las cosas en el momento oportuno es vital en los negocios. Pool, además, lo había tranquilizado al decir: “Los honorarios de nuestros clientes de China cubren los riesgos financieros que tengamos, así que en el improbable caso de que la sucursal no funcione, el bufete no lo tomará como una mala gestión tuya y puedes volver a la oficina de Los Ángeles. Queremos que sea un negocio en que salgan beneficiadas por igual ambas partes hasta el final. Somos socios”.
Todo esto le trajo a la memoria la última cena con Keith, que le había dicho que los socios habían estado hablando de él. El hecho de saberlo -ese vínculo con Keith- hacía que la oferta fuera más atractiva. Y también había algo más profundo a tener en cuenta: Hu-lan. La única forma de abordar los miedos que ella tenía era estar juntos. David sabía que cuando pudiese estrecharla entre sus brazos desaparecerían los demonios que tanto la perseguían.
En aquel momento entro Eddie, se apoltronó en el sofá y le dijo:
– ¿Sabe una cosa? Debería aceptar.
– ¿Qué?
– Haga lo que le dicen. Lárguese de aquí. Acepte la oferta.
– ¿Cómo sabe…?
Eddie levantó una ceja.
– Somos del FBI, hombre. ¿De veras cree que puede tener alguna conversación privada sin que nos enteremos? -y añadió-: en todo caso, si le interesa mi consejo, hágalo.
– ¿Pero cómo voy a irme?
– Yo preguntaría más bien cómo no va a irse. Mírelo de esta manera, Stark: aquí tiene un tío como yo sentado en el sofá, y en China una mujer esperándolo. Desde mi punto de vista, no hace falta ni pensárselo.