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David Stark tendió la mano para coger el teléfono que sonaba. A las cinco de la mañana, la llamada podía significar sólo dos cosas: se había cometido un asesinato y lo llamaba un agente para que se presentara en el lugar del crimen, o era Hu-lan.

– ¿Sí? -dijo con los ojos cerrados.

– David. -La voz de Hu-lan a las ocho de la noche que le llegaba de miles de kilómetros de distancia lo despertó de golpe.

– ¿Pasa algo? ¿Estás bien?

– Por supuesto.

Sus últimas palabras se perdieron entre las interferencias. Hu-lan insistía en llamarlo por el teléfono móvil, a pesar de que el sonido era malo. Decía que no se fiaba del teléfono de su despacho para efectuar llamadas personales. Y últimamente había empezado a sospechar del teléfono de su casa. El móvil tampoco era perfecto. Cualquiera que quisiera podía escuchar la conversación. Hu-lan incluso se consolaba pensando que hasta podía haber algún elemento que intentara protegerlos, incluso una persona inocente, escuchando sus conversaciones privadas.

La comunicación mejoró un poco y David le preguntó:

– ¿Dónde estás?

Lo tranquilizaba imaginársela. Por lo general lo llamaba desde el jardín y le describía lo que estaba en flor o la sensación del sol sobre su piel. Casi podía verla allí: con esos mechones de pelo negro que le enmarcaban la cara, los ojos negros que solían revelar el verdadero significado de sus palabras, el cuerpo delicado que no dejaba traslucir su fuerza interior.

– Estoy en un tren.


David se incorporó y entrecerró los ojos mientras encendía la luz.

– ¿Adónde vas? ¿Es por algún caso?

– No exactamente. Una vieja amiga me pidió ayuda. Y voy a ver qué puedo hacer.

David reflexionó. Tenía que cuidar cómo se lo preguntaba.

– Pensé que estabas arreglando las cosas, que tu próximo viaje sería venir aquí.

– Iré…

– ¿Algún día? ¿Con el tiempo?

Hu-lan prefirió pasarlo por alto.

– Sabes que te echo de menos. ¿No puedes venir tú?

David acababa de despertarse. No podía enfrentarse otra vez a esa conversación y a esa hora.

– Bueno ¿dónde estás?

– Camino de la provincia de Shanxi, en el interior. -hizo una pausa y añadió-: Voy a un pueblo cerca de Taiyuan.

David notó la vacilación en su voz, a pesar de la distancia y las interferencias.

– ¿A qué pueblo exactamente? -trató de sonar tranquilo.

– Da Shui, donde estaba la granja Tierra Roja durante la Revolución Cultural.

– Dios mío, Hu-lan ¿por qué?

– No te preocupes. No sabes todo sobre ese lugar. -Probablemente ése era el eufemismo del año, pensó David-. Tengo una amiga allí… ella… Bueno, ahora no importa. Su hija ha muerto, aparentemente un suicidio, pero Su-chee cree que es algo más.

– ¿Por qué no acude a la policía local?

– Fue al Departamento de Seguridad Pública, o sea, el ministerio a escala local. Pero ya sabes cómo son las cosas por aquí. -Corruptas, sí, lo sabía-. Escucha, seguramente no será nada -continuó Hu-lan-, pero lo menos que puedo hacer es un par de preguntas para que Su-chee se quede tranquila, es una madre. -La palabra llegó a través del a línea con una fuerza tremenda. Era otra de las cosas de las que a Hu-lan no le gustaba hablar-. Perdió su única hija.

– ¿Cuándo volverás?

– Tuve suerte de encontrar un billete en el tren semiexpreso a Datong. Lo que significa que haremos sólo unas diez paradas durante las próximas seis horas. Mañana cogeré otro tren a Taiyuan. Después estaré un par de días en Da Shui, y luego el viaje de vuelta. Estaré en Pekín la semana próxima. -Como David no respondía, añadió-: No te preocupes.

– ¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo?

– No sé muy bien cómo van a ser os próximos días. Así que te llamaré yo.

– De acuerdo -dijo, a pesar de que no le gustaba. Por el teléfono le llegó el ruido del pitido del tren.

– Escucha -dijo Hu-lan-, estamos a punto de hacer una parada. Con toda la gente que sube y baja no vamos a oír nada. Quiero preguntarte algo: ¿has oído hablar de Knight International?

– ¿Así? ¿A cuento de nada?

– Miao-shan trabajaba allí. Es una empresa norteamericana. ¿La has oído nombrar?

– ¿Y quién no? -respondió David-. Es enorme. La sede central está en la costa Este, no sé muy bien dónde, pero tiene mucha relación con Hollywood.

– ¿Pero qué hace Knight?

– Se dedican, padre e hijo, a fabricar juguetes. ¿Conoces a Sam y sus amigos? ¿Lo emiten allí? Es un programa de televisión para niños. Sam y sus amigos son unos dibujos animados. En realidad nunca vi el programa, pero los anuncios sí. Creo que Knight hace muñecos. ¡No! ¿Cómo se llaman? ¡Figuras animadas! Hay una figura animada para cada uno de esos malditos “amigos” y anuncios también. ¿Así que los fabrican en China? ¡Dios mío!

– ¿Tan grande es?

– ¿Recuerdas la locura por las muñecas Repollo? ¿Teníais en China?

– No; creo que no.

– ¿Y cosquillas?

– Tampoco.

– ¿Y los bebés Beanie?

– No; sólo conozco Barbie.

– No; Sam no es como Barbie. Los muñecos Sam son un auténtico furor. Los niños se vuelven locos por ellos.

– ¿Cómo sabes tanto sobre el tema?

– Es lo que trato de decir. Cada vez que una nueva remesa llega a las tiendas lo ponen en las noticias. Los padres hacen colas que rodean la manzana para comprarlos. La demanda supera la oferta. Sale en las páginas de negocios prácticamente a diario. Las acciones Knight están por las nubes. Tenemos una empresa que funciona durante setenta años, sale ese programa y los chicos se vuelven locos. Es un fenómeno.

– Y Knight fabrica los juguetes en Shanxi -murmuró ella pensativa.

– ¿Por qué te sorprende, Hu-lan? La mitad de todo se fabrica en China.

– Sí, en la Zona Económica Especial de Shenzhen -dijo Hu-lan mientras el tren volvía a pitar-. En la provincia de Guangdong, cerca de Shanghau. ¿Pero en Shanxi? Por ahí no hay nada, David. -las últimas palabras se perdieron en medio del ruido que había detrás de Hu-lan-. Estamos en la estación -dijo-. Te llamo más tarde. Te quiero.

La comunicación se cortó.


David no pudo volver a dormirse. Cuando acabó de ponerse el short y unas zapatillas ya había suficiente luz como para correr alrededor del lago Hollywood. Era alto y delgado y el pelo negro empezaba a clarearle en las sienes. Sus ojos azules solían teñirse del color del lugar en que estaba. Esa mañana, con la niebla que aún ocultaba el color del agua y el cielo, los ojos estaban moteados con los reflejos del verdor que o rodeaba.

Corría paso rápido y sabía por qué. Ciertas cosas dichas por Hu-lan -la granja Tierra Roja, la Revolución Cultural, un aparente suicidio- le habían provocado ansiedad. ¿Acaso le ocultaba algún otro secreto? ¿Correría peligro en ese lugar? ¿Era física o mentalmente saludable para ella ir allí? A cada paso trataba de convencerse de que no había nada de qué preocuparse. Hu-lan trabajaba para el Ministerio de Seguridad Pública. Nadie se metería con ella, especialmente en el campo. Además, la chica se había suicidado. Eran los casos más fáciles para cualquier cuerpo policial.

Una vez Hu-lan resolviera la cuestión, probablemente volvería a Pekín, prepararía el equipaje y se reuniría con él. ¿A quién quería engañar? Hacía tres meses que hablaban del tema por teléfono y correo electrónico. En marzo Hu-lan le había prometido que iría a Los Ángeles. “Estaremos juntos”, le dijo, y él la había creído. Empezó a hablar con funcionarios del gobierno y a rellenar formularios para un permiso de residencia permanente. Pero los días se habían convertido en semanas y las semanas en meses conforme las dudas de Hu-lan afloraban.


Había perdido tanto en la vida que, aunque lo quería con locura -y de la profundidad de su amor David estaba seguro- todavía tenía miedo de lo que podía perder. Pero jamás lo diría y era imposible hacerla hablar del tema sin que se escabullera. En cambio, manifestaba que no quería sacar a la madre de su ambiente. “Tendrías que haber visto hoy a mi madre. Estuvimos hablando media hora”. O: “Mamá hoy ha estado muy mal. ¿Cómo podré reparar el daño que le he causado?”. “Tráela aquí -solía decir David-. Trae también a la enfermera. Me ocuparé de arreglarlo”. Pero Hu-lan siempre tenía otra excusa. De modo que sus conversaciones habían cambiado. Ahora Hu-lan, en lugar de ir a California, quería que David fuese a China. “Me dijiste que si no iba vendrías a buscarme, ¿no?”.

¿Pero cómo iba a ir? Tenía un empleo en la oficina del fiscal. Su familia estaba en Estados Unidos, sus amigos también. Lo mismo era válido para Hu-lan. También tenía su trabajo y su familia. Por eso estaban en punto muerto.

– Los dos somos personas muy tozudas -le había dicho David una vez-. Ceder no forma parte del carácter de ninguno de los dos.

La risa de Hu-lan había reverberado en la línea telefónica.

– No tiene nada que ver con eso. En China las relaciones son siempre así.

Después empezó a farfullar sobre una pareja que conocía. Resulta que se habían casado, pasaron un día juntos y a él lo trasladaron a Shanghai. De eso hacía dos años. Desde entonces ambos matrimonios habían pasado juntos tres noches en total. Otra pareja se había conocido en la Universidad de Pekín y se casaron. Chai Hong y Mu Hua habían tenido que luchar para conseguir la autorización para la boda. El problema era que ella venía del a provincia de Hebei y él de la de Zheijian. Los funcionarios podían darle la autorización para la boda, pero no podían garantizar que el siguiente departamento les diera los permisos de residencia en la misma ciudad. Pero Hong y Hua, como eran constantes e idealistas, al final consiguieron la autorización y se casaron. La cuestión fue que cuando acabaron la carrera, de eso hacía ya veinte años, cada uno tuvo que volver a su provincia. Desde entonces no habían vuelto a vivir juntos, salvo alguna que otra semana en período de vacaciones. Por tanto, para gente de distintos países los problemas debían de ser aún mucho mayores.

Y ahí era donde David la interrumpía y le recordaba que ella le había prometido ir a California.


Hu-lan volvía otra vez a las excusas de la madre y así sucesivamente. ¿Quién iba a ser el primero en ceder? ¿En qué iba a ceder él o ella? ¿Profesión? ¿familia? ¿Amigos?

Mientras estaba allí, mirando la ciudad en medio del frescor de primeras horas de la mañana, comprendió que sus emociones y preocupaciones eran básicas, elementales. Hu-lan llevaba en su vientre un hijo suyo. Recordó cuándo se lo había dicho. Durante semanas sus conversaciones habían girado alrededor de los casos en que estaban trabajando, del frío de Pekín que empezaba a suavizarse, de lo mucho que lo amaba, de lo mucho que la amaba. Pero cuando dijo “estoy embarazada” su vida cambió y el tenor de las conversaciones se transformó. David quería que su hijo naciera en Estados Unidos, donde la criatura tendría automáticamente la ciudadanía. “También será un niño chino. ¿Por qué no puede tener la ciudadanía china?” dijo Hu-lan.

Ésa había sido la única discusión seria que habían tenido. David le recordó el Gran Salto. Adelante, cuando Mao intentó revolucionar la agricultura y la industria pero lo único que consiguió fue producir la hambruna más grande de la historia, con un resultado de más de treinta millones de muertos. Le recordó la Campaña de las Cien Flores, cuando se animó a la gente a que hiciera críticas de la nueva sociedad, y los que se animaron a hacerlas acabaron en la cárcel o peor aún. Le recordó también la Revolución Cultural, tan devastadora para su propia familia. Y por último le recordó que ella misma le había contado todas esas historias horrorosas. “¿Y quieres que nuestro hijo se quede en China? La había presionado demasiado, la había arrinconado. Desde entonces no habían vuelto a hablar del niño.

Las ridículas leyes chinas podían ser aceptables para matrimonios como Chai Hong y Mu Hua. Incluso, hasta podían funcionar. David conocía muchas parejas estadounidenses que mantenían relaciones saludables de costa a costa. Pero quince mil kilómetros era una distancia demasiado grande con una mujer como Hu-lan. Necesitaba ver sus ojos cuando le dijera que estaba embarazada. Necesitaba estar con ella cuando le preguntara por qué había tardado tanto en decírselo.


David llegó a la oficina del fiscal de distrito a las nueve. Llevaba un pantalón de pana y un polo en lugar del traje y la corbata de siempre.


Se sirvió una taza de café y cruzó el vestíbulo en dirección a su oficina. Ese día no tenía citas ni juicios. Era la primera vez en años que no tenía nada en su agenda. Ni casos, ni declaraciones que preparar ni encargos especiales. Lo único que pensaba hacer era ordenar su despacho después de un juicio de meses. Más tarde, pasarían los bedeles con los carritos para llevarse las cajas y ponerlas en el archivo provisional hasta que se guardaran definitivamente en el archivo general.

Se sentó unos minutos al escritorio, donde se apilaban expedientes y correspondencia. Junto a la pared había un montón de cajas apiladas con las transcripciones del juicio, interrogatorios a testigos y fotocopias de pruebas de los casos del Ave Fénix. En cima de las cajas había tableros con diagramas, calendarios de trabajo y dibujos de escenas de crimen. Cerca del escritorio, boca abajo sobre unas cajas, se apilaba una serie de fotos post-mortem que reflejaban gráficamente la obra del Ave Fénix. Esa mafia asiática, en otros tiempos, había sido la banda del crimen organizado más poderosa de la ciudad. Ahora, después de varios procesos preparados por David -en cierto momento había supervisado cuatro casos que implicaban a miembros de la banda, además de sus propios juicios contra el jefe y cuatro de sus lugartenientes-, los miembros del Ave Fénix estaban muertos, entre rejas o se habían pasado a otras bandas.

Durante el juicio, David había recibido varias amenazas de muerte. No las había tomado en serio, pero el FBI sí. Le pincharon el teléfono y montaron una vigilancia las veinticuatro horas del día. La rutina era claustrofóbica y enervante, pero -como le recordaron los agentes la última noche de guardia después del juicio-seguía vivo. Era mejor cuidarse que lamentarse, decían…

Tomó un sorbo de café, cogió una caja y empezó a revisar los papeles de su escritorio. En otros tiempos habría guardado las cartas de felicitación, pero ahora las lanzó a la papelera, incluso la de su ex mujer. La secretaria había apilado un montón de invitaciones con una banda elástica. David, sin abrirlas, las tiró también. ¿Para qué iba a mirar? Sabía lo que eran. Desde el caso O. J. Los abogados se habían convertido en celebridades. Las señoras de buena familia y las asociaciones benéficas invitaban a los abogados que salían cada noche en las noticias para darle un toque a sus fiestas. También había invitaciones de bufetes de abogados privados. Con su creciente fama -y con cada condena al Ave Fénix- varios cazatalentos le habían propuesto volver a la práctica privada de la abogacía.


Viejos amigos, cómodamente instalados en bufetes privados desde hacía años, lo llamaban para invitarlo a almorzar con el socio mayoritario o a tomar una copa. David rehusaba. Pensaba que ese capítulo de su vida estaba cerrado, pero sin saber qué habría pasado si Hu-lan no hubiera puesto su carrera en suspenso.

A las once, David ya había acabado con los documentos fáciles y pasó a los materiales de consulta diaria que había necesitado durante los últimos meses de juicios continuos. Mientras revisaba las carpetas -consciente de que contemplaba muchas vidas perdidas o arruinadas- no pudo evitar sentir abatimiento.

Como a la mayoría de los abogados, cuando acababa un juicio lo embargaba la melancolía. Pero en ese momento se agravaba por una sensación de futilidad. Sí, había ganado. El Ave Fénix estaba liquidada pero, tal como David había previsto, oras mafias habían ocupado su lugar. Hacía un par de meses, la Sun Yee On se había vuelto más activa en el sur de California. En aquel momento David estaba inmerso en el juicio, por lo que habían pasado el caso a otra persona de la oficina. Y hacía poco habían pillado al grupo Wash Ching con un cargamento de heroína procedente del Triángulo de Oro. Ese caso había ido a parar a la unidad de narcóticos. A los medios de comunicación les encantaban los casos de droga, por lo que la atención se había desviado un poco del trabajo de David. Le había llegado el relevo, por así decirlo.

Cuando un caso gordo concluía favorablemente, se esperaba que el ayudante de la fiscalía convirtiera ese triunfo en un empleo lucrativo en el sector privado. Las llamadas de los cazatalentos no hacían más que confirmar que había llegado la hora de que David siguiera adelante, y oportunidades no le faltaban. Al mismo tiempo se barajaba su nombre para fiscal del estado. A juzgar por los periódicos, la designación y confirmación eran cosa segura. La actual fiscal general, Madeleine Prentice, también lo apoyaba. Desde su nombramiento como juez federal lo había animado a postularse. En cierto momento David aspiró a seguir el camino de Madeleine, pero ahora no. Era verdad, ya no tenía confianza en el gobierno, pero se trataba de algo más personal: quería estar con Hu-lan, estar con ella cuando alumbrara a su hijo, vivir juntos y formar una familia.

Así pues, ahí estaba, pensando otra vez en ella. Habían pasado unas horas desde su llamada y seguía preocupado. Esa mañana, David no había sido del todo sincero con ella y ahora lo lamentaba.

Sabía cómo conseguir información sobre Knight International, pero no se lo había dicho. Últimamente, la prensa se ocupaba de la posible compra de la compañía por parte de la megaempresa de juguetes Tartan Incorporated. Su antiguo bufete de abogados, Phillips, MacKenzie amp; Stout, asesoraban legalmente a Tartan desde hacía mucho tiempo. Tartan, un cliente importante, les pagaba cada año millones de dólares en honorarios. Se esperaba que Miles Stout, socio y mago financiero del bufete, cuidara bien del os negocios de su mejor cliente, y lo hacía. Había supervisado la adquisición de varias compañías pequeñas y hacía años que ejercía de portavoz de Tartan. Además, representaba a Randall Craig, el presidente. Pero cuando se trataba del trabajo pesado -acuerdos de licencias, gestión de oscuras violaciones e infracciones de marcas registradas, o llevar a cabo las diligencias pertinentes para negociar contratos-, se lo pasaba casi siempre a los socios minoritarios y a un tropel de empleados.

Cuando David trabajaba en el bufete se había hecho amigo de Keith Baxter, uno de los jóvenes abogados reclutados por Miles para el trabajo de Tartan. David cogió la agenda, buscó el número directo de Keith y lo llamó. Al cabo de unos minutos habían quedado en encontrarse en el Walter Grill de la Grand Avenue para tomar unas copas y cenar. Keith era un buen tipo, bastante abierto. La próxima vez que llamara Hu-lan, David se aseguraría de tener toda la información que necesitara sobre Knight.


A las siete, el Walter Grill estaba repleto de gente que iba a cenar antes del teatro, gente que salía de los bloques de oficinas y tenía comidas de negocios o citas privadas. Era un restaurante especializado en mariscos y los comensales se ponían baberos de plástico para protegerse la ropa de las salpicaduras de bouillabaisse o de trozos de cangrejo. En otras mesas había clientes que atacaban platos de gambas, ostras, mejillones y erizos.

David siguió a la camarera que se abría camino por el comedor principal hasta una mesa que había más allá. Keith ya estaba sentado con un whisky con hielo. Se acercaron a tomarle el pedido a David, que preguntó a Keith:

– ¿Pedimos una botella de vino?

Keith asintió y pidió una botella de Château St. Jean. Al cabo de un rato, ya con la copa de vino, y Keith con otro whisky, David examinó a su antiguo colega.

diez años atrás, cuando Keith había llegado a Phillips, MacKenzie amp; Stout, acababa de salir de la facultad. Lo único que sabía de leyes era cómo aprobar un examen y discutir con un profesor. Y, salvo en las prácticas universitarias, no había pisado un tribunal con jurado. Pero en la empresa, tal como sucedía en muchos bufetes de todo el país, no se esperaba que llevara un caso ante un tribunal hasta al cabo de muchos años. Le encomendaron varios asuntos de David: redactar alegaciones, efectuar revisiones de documentación y resumir declaraciones de testigos. Cuando David se marchó del bufete, Keith ya tenía una buena participación. Hacía unos años se había convertido en socio especializado en fusiones y adquisiciones. Pero antes no era más que un socio minoritario con pretensiones, o sea, trabajaba duro pero la fama y la diversión se las llevaban otros.

Ahora que lo tenía delante, David vio que la década pasada había hecho mella en él. Ya no tenía aquel aspecto ligeramente atlético, había engordado y empezaba a perder pelo. ¿Y la bebida? David no recordaba que bebiera tanto.

Con la cena -mahi mahi hawaiano con arroz nori y sésamo tostado para David, pescado tropical con salsa de chiles para Keith-, la conversación giró alrededor de amigos comunes, comisiones jurídicas en las que habían trabajado y noticias de actualidad. Bromearon sobre el cautiverio de David en manos del equipo de seguridad del FBI: las comidas rápidas, la jerga, la pomposidad con que los agentes encaraban un trabajo que David consideraba innecesario. Cuando acabaron de cenar, Keith pidió un coñac y David un café.

– ¿Todavía te tienen esclavizado en el bufete? -le preguntó David al fin.

– Sí, ya sabes cómo es.

– ¿Y aún no has intervenido en ningún juicio?

– Joder, no. Soy abogado mercantil en exclusiva.

– bueno, no es demasiado tarde para volver a los tribunales. Si quieres experiencia, ven a la oficina de la fiscalía. A final de año habrás estado en tantos juicios…

– Sí, y mi cuenta corriente en números rojos.

David se encogió de hombros.

– Hay otras cosas además del dinero.

– ¿De veras? ¿Qué?

La amargura en el tono de Keith obligó a David a levantar la vista.

– Hacer lo correcto, trabajar del lado de la justicia, sacar de la calle a los malos. -David pronunció las palabras pero no sabía si seguía creyendo en ellas. Muchas cosas en su propia vida le habían hecho cuestionarse sus propias ideas acerca de quién era y qué hacía.

– ¿Cómo puedes decir esa estupidez después de todo lo que te ha pasado? -repuso Keith como si le hubiera leído el pensamiento. Como David no respondía, añadió-: Después de todo lo que te ha pasado en China…

Se suponía que nadie sabía exactamente lo que le había pasado en China. ¿era una suposición de Keith o en realidad sabía algo? David decidió desestimar el comentario con una sonrisa.

– Lo único que digo es que te divertirías más si cambiaras de trabajo -comentó-. No tienes que trabajar para el estado, hay otras cosas para hacer.

– ¿Y mis clientes? -como David levantó una ceja inquisitiva, Keith añadió-: Vale, no son clientes míos, exactamente, pero aún así me siento responsable. Puede que no sea el socio más importante, pero soy el que habla con los clientes a diario.

– ¿Para quién trabajas?

– ¿En el bufete? Para Miles, naturalmente.

– Algunas cosas no cambian nunca.

– Pues otras sí que cambian. -volvía a sonar amargado.

– ¿A qué te refieres?

– Mejor que no lo sepas, David. Reconocerías el lugar, es cierto. Tenemos las mismas alfombras, las mismas cortinas, los mismos escritorios de roble y toda esa mierda, pero tío, estamos al final del milenio y la profesión ya no es lo mismo.

– Todos estamos quemados -observó David.

Keith meneó la cabeza y tomó otro trago de coñac.

– Pero no me has invitado a cenar para ponerte al día. ¿Qué pasa? -dijo-. ¿Quieres volver al bufete? ¿Estás tanteando el ambiente? Si consigo que vuelvas, te aseguro que a fin de año me llevo una bonificación.

Los dos hombres se miraron por un momento y se echaron a reír. David se dio cuenta de que era la primera vez en la noche que veía el viejo sentido del humor de Keith.

– No es eso, pero cuando llegue el momento te prometo que serás el primero en saberlo.

– Lo dudo. Los socios principales hablan de ti todo el tiempo. Me asombra que no hayas tenido noticias de ellos.

David pensó en las invitaciones sin abrir que había tirado, pero antes de poder explicárselo, la sonrisa de Keith se desvaneció.

– ¿Qué quieres? -le preguntó.

– Se trata de Knight International. Como Tartan está comprando la empresa, he pensado que podías hablarme de ello.

– Todo lo que podría decirte entraría en la categoría de información privilegiada.

David esperó que Keith añadiera algo más, pero éste tomó otro trago de coñac y levantó la copa vacía para indicarle a la camarera que le trajera otro. Al volver a bajar la mano, David notó que temblaba. ¿Había estado tan nervioso toda la noche?

– Venga -dijo al fin David-, ¿qué está pasando últimamente con Knight?

– ¿Por qué o preguntas? ¿Es alguna investigación del Departamento de Justicia? Porque en ese caso, está completamente fuera de lugar.

– ¿Pero qué dices? ¿No puedes responder a una sencilla pregunta?

Keith se encogió de hombros.

– Ya te lo he dicho. Las cosas han cambiado en el bufete. Hemos de tener cuidado con los extraños.

– Yo no soy un extraño.

– Pero tampoco estás obligado a ser discreto con lo que yo te diga.

– La forma en que me hablas me hace pensar que tú, el bufete o Tartan tenéis algo que esconder. ¡Alégrate! Sólo quería un poco de información sobre Knight y pensaba que serías una buena fuente.

– Hazme un favor y lee las noticias de Knight en los periódicos.

La conversación había tomado un rombo extraño. Keith tenía la frente sudorosa y se la secaba con la servilleta. Estaba colorado de rabia, por lo que había bebido y por el calor que hacía en el salón. Pero ahí había algo más. ¿Desde cuándo un viejo amigo no contestaba una simple pregunta? ¿Acaso Keith pensaba que era una especie de prueba ética? ¿Y esa ridiculez sobre una investigación? Seguramente era el alcohol. David podía haber esperado al día siguiente para hacerle las preguntas, cuando Keith lo llamara para decirle que tenía un dolor de cabeza del carajo y que lamentaba haberse portado como un gilipollas. Pero en cambio decidió poner sus cartas sobre la mesa.

– Mi novia… -era raro llamar así a Hu-lan, ¿pero cuál era la palabra adecuada? Se aclaró la garganta y probó de nuevo-. MI novia vive en China.

Keith sonrió y volvió a cambiar de humor.

Liu Hu-lan. No la conozco, pero recuerdo que me has hablado de ella. Cuando nos conocimos estabas muy desconsolado. Me he enterado de que después volviste a tus cabales, ¿no?

David no hizo caso de la broma de Keith.

– Una amiga de ella tenía una hija que trabajaba en una fábrica Knight en China -continuó David-. No sabía que tuvieran fábricas allí.

– Tienen una. El viejo Knight se considera el último grito en cuanto a producción. ¿Y hay algo más moderno que China? -Al ver que David no respondía, continuó-: Estuve allí ocupándome del papeleo y trabajando con los contables americanos de Knight para poner todas las cuentas en orden para la inspección de la Comisión de Valores y Cambios. He visto muchas cosas.

– ¿Cómo qué?

Keith reflexionó.

– Nada demasiado estimulante. La fábrica está en el quinto pino, y te aseguro que esos contables que Knight mandaba sufrían un choque cultural impresionante con la comida y las rarezas del lugar. Llegaban y se largaban lo más rápido que podían. -Y añadió casi sin pensar-: Knight sólo emplea mujeres, no sé por qué. Algunas también son guapas. -Volvió a enjugarse la frente.

David lo miró tratando de comprender las extrañas fluctuaciones en la conducta de Keith.

– ¿Qué pasa? -le preguntó al fin.

– ¿A qué te refieres? -ahí estaba otra vez ese tono irritado, lo último que David se esperaba de su amigo y colega de tantos años.

– Nunca te había visto tan tenso. ¿Qué pasa?

Los ojos de Keith parecieron llenarse de lágrimas, pero disimuló levantando la copa para beber otro trago de coñac.

– Si no confías en mí no puedo ayudarte -insistió David.

Keith dejó la copa.

– Estoy en un aprieto -dijo con la vista fija en el borde de la copa-. Estoy en un lío y no sé qué hacer.

– ¿Qué pasa? ¿Puedo ayudarte?

– Es personal.

– ¿Keith, nos conocemos hace mucho tiempo…

– Y profesional -añadió mirándolo a los ojos.

Por segunda vez aquella noche, el respetable -y a veces horrible- código ético al que se adherían los abogados honrados se interponía en la conversación. Podían bordear el código, es decir, David podía hacer preguntas generales sobre un cliente (Tartan) o sobre lo que éste tenía entre manos (la adquisición de Knight) y Keith habría podido incluso responderlas, aunque esa noche sin duda no lo había hecho. ¿Pero intercambiar información auténtica sobre un caso concreto, un cliente concreto, un acto concreto que implicaba jurisprudencia? Divulgar que un abogado estaba metido en algo turbio, siniestro o directamente ilegal era otra cosa. Ambos sabían que era tabú.

David respiró hondo.

– ¿Necesitas algo? -dudó un instante y preguntó-: ¿Necesitas hablar con alguien del Departamento de Justicia o del FBI? Ya sabes que puedo arreglarlo.

Pero Keith se limitó a menear la cabeza.

– No sé qué voy a hacer. Lo único que sé es que quiero arreglar las cosas.

La conversación se había encallado. Keith estaba entre la espada y la pared, pero en un punto en el que aún no quería o no podía hablar de ello. Le sonrió lánguidamente y apartó la mirada.

– estoy molido. Larguémonos de aquí. -Hizo señas a la camarera, que le trajo la cuenta-. No te preocupes -dijo mientras pagaba-, todavía puedo permitírmelo.

Cuando se puso de pie y se dirigió a paso vacilante hacia la puerta, David vio que se tambaleaba un poco.

Salieron al aire fresco de la noche. Al día siguiente era Cuatro de Julio. En Los Ángeles, podía significar fácilmente niebla espesa o una ola de calor. Ese año amenazaba bruma. Se quedaron charlando unos minutos en medio de la humedad y la bruma. David se preguntó si Keith, que había bebido tanto, podía conducir.

– Tengo el coche aquí. ¿Te llevo? -se ofreció.

Keith meneó la cabeza.

– No; voy otra vez a la oficina. Tengo que mandar unos faxes.

Las oficinas de Phillips, MacKenzie amp; Stout estaban en uno de los rascacielos de Bunker Hill. Keith sólo tenía que cruzar Grand, pasar delante de la biblioteca, cruzar la Cinco y subir hasta Hope. No era lejos, pero el centro no era muy seguro por la noche, cuando todos los empleados ya se habían marchado a sus casas de las afueras.

– Te llevo si quieres.

– No; Caminar me hará bien. Me despejará un poco.

Se estrecharon la mano.

– ¿Comemos juntos la semana que viene? -preguntó David.

– Sí; te llamo.

Grand era una calle de dirección única. Keith miró a la izquierda y bajó el bordillo. David vio unos faros que emergían de la niebla. Keith cruzaba la calle, ajeno al coche. David pensó que el coche iba a atropellarlo, pero en ese momento aminoró la velocidad.

Entonces todo sucedió como en cámara lenta, de modo que David pudo ver cada detalle, incluso antes de que sucediera. Una mano con un arma salió por la ventanilla trasera izquierda y apuntó a Keith. Oyó los disparos y vio destellos salir del cañón. Se lanzó al suelo instintivamente. Oyó gritos detrás, probablemente otros comensales que habían salido del restaurante detrás de David y Keith e iban a buscar sus coches. David oyó las balas incrustarse en la pared y sintió una lluvia de piedrecillas y estuco que le caía encima. Desde su posición en la acera, vio que Keith se volvía y miraba a la izquierda. Si lo hubiera hecho a la derecha, habría visto el coche y se habría apartado. Pero el coche lo atropelló. Keith salió volando, agitando los brazos y las piernas y chocó contra el muro de la biblioteca con un espantoso ruido sordo. El coche se alejó a toda velocidad haciendo eses y dobló en la esquina.

Hubo un instante de silencio hasta que David oyó el ruido de tacones sobre la acera, gritos y alguien que empezaba a gemir de dolor. David se puso de pie temblando, cruzó la calle a trompicones y se arrodilló junto a su amigo. Los huesos del brazo izquierdo de Keith eran astillas irregulares blancas que salían de la carne. Las piernas, inmóviles, formaban ángulos anormales. Le salía sangre a borbotones de una herida en una pierna, probablemente donde le había dado el parachoques cromado. David le tomó el pulso en el cuello. Milagrosamente, seguía vivo.

– ¡Socorro! ¡Ayuda por favor! -gritó.

David tenía cierta idea de cómo hacer un masaje cardiopulmonar. Pero ¿debía mover la cabeza de Keith para hacerle el boca a boa? Quizá tuviera el cuello roto, lo que parecía bastante probable a juzgar por la inmovilidad del los miembros.


¿Debía masajearle el pecho? Si las heridas internas eran demasiado graves, tal vez le haría más daño. Por lo menos podía hacer algo con la hemorragia. Apretó la mano sobre la herida para cortarla. En ese momento Keith abrió los ojos y gimió. Trató de hablar, empezó a salirle sangre por la boca y abrió aún más los ojos de terror.

– Estoy aquí -dijo David-. Te recuperarás.

Al ver la sangre que empapaba sus propias manos y el charco formado alrededor de la cabeza de su amigo, David supo que le había mentido. Keith se moría y estaba aterrorizado.

Se oyó una sirena a lo lejos.

– ¿Has oído? Es una ambulancia. Aguanta. Llegarán enseguida.

Keith trató de hablar, pero sólo le salió un borbotón espumoso de sangre. Empezó a tener convulsiones y a salpicar sangre en la pared, la acera y el propio David. Le sacudió el último estertor y se quedó inmóvil.

Arrodillado junto al cuerpo, con las manos y la ropa ensangrentadas, David hizo lo que solía hacer en las emergencias: se retiró a su forma de pensar lineal. Cuando llegara la policía, los ayudaría con el informe. Había visto el coche: un jeep negro, un modelo bastante nuevo, pero no había tomado el número de matrícula. Les diría que en realidad el objetivo era él, y los agentes se ocuparían de llamar al FBI, que emitiría una orden de búsqueda y captura contra los integrantes que quedaban del Ave Fénix, a los que había subestimado tanto. En lugar de dispersarse, como había calculado, habían preparado un plan de asesinato. Pero habían fallado, y matado a Keith y herido a un transeúnte que estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado.

Diría a la policía que el conductor no había visto a Keith, puesto que no había intentado esquivarlo. Después sacaría el coche del aparcamiento y se iría a casa. Cuando llegara, seguramente un equipo del FBI ya habría registrado todas las habitaciones y volvería a instalarse allí. Durante las siguientes semanas, David conviviría con los agentes, por lo que no podía esperar nada de intimidad ni libertad. Pero antes que nada debía llamar a las oficina de Phillips, MacKenzie amp; Stout. A lo mejor era el primero en informar a Miles Stout de la muerte de Keith. Lo pondría al corriente de los detalles, le ofrecería ayuda para preparar el funeral sabiendo perfectamente que Miles querría controlarlo todo, como controlaba tantas otras cosas. Por su mente cruzó el pensamiento trivial de asegurarse de que le hubieran traído el traje azul de la tintorería para el funeral de Keith.


Pero esa vez identificó algo más, algo diferente, en medio de todos esos pensamientos prácticos. No sentía angustia ni desesperación, ni asco por el olor a sangre, mezclado con otros olores que emanaba el cadáver. Ni preocupación por cómo se limpiaría toda esa sangre. Ni miedo de que el objetivo hubiera sido él. Sólo una abrumadora sensación de culpa: su propia negligencia había provocado la muerte de Keith.

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