17

Entraron en el aeropuerto y se les indicó la pista en que aguardaban dos avionetas privadas. Randall Craig y sus subordinados ya habían embarcado en el aparato de Tartan, un Gulfstream 4, y esperaban el permiso de la torre de control. Dos hombres de aspecto europeo daban la última vuelta alrededor del otro avión, un Gulfstream 3. Uno de ellos se adelantó y saludó:

– Bienvenido, señor Stark, los estábamos esperando. Por favor, suban a bordo. El señor Knight quiere que viajen con él. Nosotros nos ocuparemos del equipaje.

Mientras el avión con el personal de Tartan avanzaba por la pista, David y Hu-lan se pusieron de acuerdo con Lo para que les recogiera a la mañana siguiente en al casa de Hu-lan. Se despidieron y subieron la escalerilla del G-3. El aire acondicionado estaba al máximo, y Henry, que parecía relajado y cómodo en un espacioso sillón de cuero color crema, se volvió para recibirlos.

– Henry, le presento a mi prometida, Liu Hu-lan.

El hombre le estrechó la mano.

– Es un placer conocerla. Aquí ni hay muchos asientos, pero pueden ocupar los de Doug y Sun, que se han ido al otro aparato.

La avioneta había asido adaptada al gusto del propietario. La profusión de bronce, teca y caoba le daban cierto aspecto náutico. Los sutiles matices crema y crudos en diversas texturas y tejidos añadían un toque lujoso. Era el extremo opuesto de los desvencijados CAAC a los que estaba acostumbrada Hu-lan. La discreta elegancia, la amplitud y la comodidad que ofrecía el pequeño aparato impresionaron también a David.

– Lo tengo desde hace tres años. Sólo se vive una vez.


Subieron lo dos miembros de la tripulación. El piloto se dirigió directamente a la cabina, mientras el copiloto atendía a los pasajeros.

– ¿Han estado alguna vez en un pájaro como éste? -preguntó.

Cuando David y Hu-lan dijeron que no, el hombre les aleccionó sobre algunas medidas de seguridad, que no eran distintas a las de los aviones comerciales. Después abrió un armario contiguo a la puerta principal.

– Aquí tenemos un frigorífico con bebidas: coca-cola, agua mineral, vino. Hay también patatas fritas, queso y galletas saladas. Como es un vuelo corto estaré ocupado en la cabina, así que sírvanse lo que les apetezca.

Al cabo de pocos minutos alcanzaron velocidad de crucero y David al fin tenía a Henry donde quería: solo. Las normas de confidencialidad requerían que para cualquier cosa relacionada con el gobernador Sun o su otro cliente, Tartan, estuvieran a solas. Por otra parte, estaba en el avión por cuenta de Tartan. Su deber como abogado era averiguar cualquier cosa que pudiera ser perjudicial para la empresa.

– Me gustaría concretar un par de detalles, Henry.

El anciano levantó la vista del libro y David le comunicó sus preocupaciones: sabía de un informe en el que no una sino varias mujeres habían tenido accidentes en la fábrica. Además, era un error utilizar la palabra “mujeres” cuando muchas empleadas eran niñas de doce, trece o catorce años. Había oído decir que se utilizaban productos químicos peligrosos. David no dejaba de mirar fijamente al anciano para ver su reacción. El hombre estaba perplejo.

– Se equivoca -dijo Henry al fin.

– Bueno, demuéstremelo.

– ¿Cómo puedo probarle algo que no ha ocurrido o que es mentira? Hoy mismo hemos visitado las instalaciones. Usted ha estado allí, ¿ha visto algo extraño?

– Hemos visto el edificio de la administración. A Randall y los demás se les ha enseñado el área de montaje final y el almacén de carga. No entramos en los dormitorios ni…

– En eso hay normas estrictas. No se permite la entrada de hombres. Quiero que las mujeres que trabajan para mí se sientan protegidas. Usted no sabe de dónde han venido, de lo que han escapado…

– Cuando fuimos a la planta donde se fabrican los productos, las mujeres se habían marchado y las máquinas estaban paradas.

– No me gustan sus insinuaciones.

David repitió las acusaciones, esta vez con tono más severo.

– Le he dicho que mi negocio es limpio. Siempre ha sido así, desde los tiempos de mi padre.

– Señor Knight -terció Hu-lan-, he estado en su fábrica y lo que dice David es cierto.

Henry los miró horrorizado por las implicaciones.

– ¿La envió Tartan?

– ¡Hu-lan, teníamos un pacto! -exclamó David.

Hu-lan no le hizo caso y contestó a Henry.

– No; soy inspectora del Ministerio de Seguridad Pública. El equivalente a su FBI. Fui a su fábrica para hacerle un favor a una amiga. La policía dijo que se había suicidado, pero su madre, es decir mi amiga, cree que fue un asesinato.

– ¿Su amiga es la madre de esa pobre chica que se tiró del tejado?

– No; la muerte no se produjo en la fábrica.

– ¿Y qué tiene que ver conmigo? No pensará culparme de todo. No he hecho nada malo.

Hu-lan, no es lo que habíamos acordado -intervino David.

Ella lo miró con sus ojos oscuros para transmitirle que no traicionaría su confianza sacando el tema de las acusaciones de soborno.

– Pensaba que el pacto se refería a preguntas a tus clientes. El señor Knight no es cliente tuyo.

Antes de que David pudiera continuar, Henry dijo:

– Déjela hablar. Quiero escuchar lo que tenga que decir.

Hu-lan se sentó en el borde del asiento, de forma que sus rodillas casi rozaban las de Henry. Poco a poco levantó las tiritas que le cubrían los dedos y se quitó la venda y el esparadrapo que envolvían la herida de la mano izquierda. Le mostró las palmas.

– Trabajé en su fábrica durante dos días y medio. Mire cómo tengo las manos. Son heridas leves, rasguños superficiales, pero son heridas.

Henry observó que el corte estaba inflamado y que los puntos supuraban. Miró a Hu-lan a los ojos.

– ¿Cómo ocurrió?

– Me asignaron uno de los trabajos más fáciles: insertar pelo en la cabeza de los muñecos Sam.

– Eso no debería producir heridas -dijo Henry.

Hu-lan vio en su mirada la aceptación dolorosa de algo que era evidente. No era una reacción fingida.

– Me dijeron que no entrara cuando las mujeres estaban trabajando, que las distraería. Pensé que tenía que hacer lo que fuera mejor para las empleadas.

Henry endureció la expresión y se encaró con David.

– Me revela esta información ahora, en el avión. ¿Por qué no me lo dijo en la fábrica, donde habríamos podido comprobarlo?

– Porque hasta anoche no lo creí y esta mañana no ha habido ocasión.

Henry se levantó y avanzó hacia la cabina.

– Volvamos. Quiero demostrarle que está equivocado.

– Las mujeres no trabajan hoy, es su día libre -dijo David. Consultó el reloj, vio que faltaba poco para llegar a Pekín y que allí le esperaban a Henry más reuniones. -Ha presentado declaraciones juradas a Tartan que, pese a que afirma lo contrario, considero inexactas. Se supone que mañana por la noche firmará los documentos de la venta. Como abogado de Tartan, no puedo obligarle a hacer lo correcto ni a confesar. Pero usted creó la empresa. Y tiene un nivel de vida que después de la venta todavía mejorará mucho más. También se ha ganado una buena reputación siguiendo el ejemplo de su padre. Le pido que piense en lo que sucederá cuando, después de la venta, todo esto salga a al luz. Si Knight está involucrada en lo que sospecho, se enfrentará a acusaciones por fraude. Piense en lo que supondrá para usted y su familia. Le aconsejo que hable con sus abogados.

– Ya sabe que no tengo -contestó Henry.

– Claro que tiene abogados, y es el momento de utilizarlos.

Henry se revolvió en su asiento.

El copiloto anunció que estaban efectuando el acercamiento a Pekín.

– Ya saben de qué se trata -bromeó-. Abróchense los cinturones. Aterrizaremos en pocos minutos.

El hombre volvió a entrar en al cabina, pero su aparición había roto el hilo de la conversación. Henry miraba por la ventanilla los campos que circundaban el aeropuerto.

En la pista habían extendido una alfombrilla roja y aguardaban tres limusinas. Sin decir palabra, Henry bajó del avión. Mientras David y Hu-lan descendían por la escalerilla, el copiloto descargó el equipaje. Henry cogió el suyo, se acercó a una limusina y dijo algo a sus ocupantes. Mientras el coche arrancaba, avanzó hacia el segundo vehículo, comprobó quién había en el interior y subió.

Al cabo de pocos minutos sólo quedaba un coche. El copiloto puso el equipaje en el maletero, acomodó a David y Hu-lan en el espacioso asiento posterior y se despidió. Hu-lan dio la dirección de su Hutong y salieron a la autopista. Como no conocían ni se fiaban del chofer, no hablaron. Pero aunque hubieran podido ¿qué se habrían dicho? Henry se había mostrado firme en su desmentido.


A la mañana siguiente, cuando David salió de la casa de Hu-lan, encontró a Lo apoyado en el capó del Mercedes. Parecía cansado, pero era evidente que había tenido tiempo de pasar por el apartamento para ducharse y cambiarse de ropa. Como ya estaba en la ciudad y bajo la mirada vigilante de sus superiores, se había despojado de la camisa de manga corta de algodón y los pantalones anchos, y llevaba el habitual traje oscuro. Avanzaron en dirección este por la carretera de circunvalación Tres, paralela a las ruinas del antiguo foso de la ciudad, en dirección al hotel Kempinski.

Mientras David entraba por la puerta giratoria, le pareció imposible que sólo diez días atrás hubiera conocido allí a la señorita Quo para buscar oficina. Atravesó el lujoso vestíbulo y entró en el comedor. El bufé del desayuno estaba muy concurrido por hombres de negocios y numerosos turistas. Las mesas ofrecían un escaparate de delicias internacionales: sopa de miso y sushi para los japoneses; bollos rellenos de carne y fideos para los chinos; frutas y cereales para los amantes de la alimentación sana; y huevos, tocino, salchichas y carne frías para los norteamericanos, australianos, británicos y alemanes.

David divisó a Miles Stout en una mesa, al lado de la ventana, leyendo el International Herald Tribune. Al verle se puso en pie y le estrechó la mano.

– Vamos, me muero de hambre -dijo.

Mientras Miles esperaba en la cola a que le hicieran una tortilla, David se llevó un zumo de naranja y un bollo dulce a la mesa. En la mesa contigua, cinco alemanes se apiñaban entre papeles y comida. En otra, dos hombres de negocios, un francés y un escocés, intentaban formar una sociedad conjunta con un grupo chino obviamente poco colaborador. Al otro lado del salón vio a dos generales del Ejército Popular que volvían del bufé con los platos llenos de kiwis.

Los cortaron por la mitad y devoraron la sabrosa pulpa a cucharadas. Al otro lado de la ventana se veía un estanque artificial con un puente para peatones y senderos bien cuidados. Más allá se erguía el Paulaner Brauhaus, donde en las calurosas noches veraniegas los visitantes alemanes agasajaban a sus invitados nativos con jarras de cerveza espumosa y los platos típicos de arenque marinado, codillo asado y salchichas de Nuremberg.

Cuando Miles volvió a la mesa, intercambiaron los comentarios habituales sobre lo pesados que eran los vuelos transoceánicos. A continuación, antes de que David hablara de la venta de Knight o sus sospechas sobre Sun, Miles dijo:

– Anoche, cuando llegué, tenía varios mensajes de Randall.-

– Me imagino que está preocupado por…

– David, cierra el pico y escúchame… -dijo con brusquedad-. No me gusta que uno de mis abogados vaya fastidiando a mi mejor cliente.

David apretó los labios.

– Mi trabajo es asesorar a Tartan. He encontrado algunas irregularidades en esta operación que a la larga podrían resultar perjudiciales.

– Eres nuevo en este asunto y…

– Es cierto. Sólo hace unos días que trabajo y…

– Y no sabes nada…

Lo que iba a decir es que en estos pocos días he descubierto cosas que a los asesores de Tartan, a Keith, e incluso a ti se os han escapado.

– ¿Por ejemplo?

David tenía la lista preparada: sobornos, accidentes laborales, escasas medidas de seguridad, trabajo infantil. Miles lo hizo callar.

– Aparte del soborno, lo demás lo supe anoche por Randall. Las acusaciones son absolutamente ridículas.

– Supongamos que Sun es inocente. Eso significa que alguien en Knight está haciendo juego malabares con las finanzas.

– Te estoy diciendo que las finanzas, las declaraciones, todo está en regla, y no voy a permitir que me hundas el negocio.

– ¡No quiero hundirte el negocio! ¡Trato de proteger a Tartan!

– Hay setecientos millones de dólares en juego. Puede parecer mucho dinero, y lo es, pero la verdadera ganancia llegará con la compra de la tecnología de Knight…

– Si quieres hablar en términos estrictamente financieros, adelante. Los riesgos, pasados, presentes y futuros, se trasladarán de Knight a Tartan con la venta. ¿De verdad quieres poner en peligro al mejor cliente del bufete? -Miles lo miró furioso, pero David intentó ser razonable-. Volvamos a Henry. Pídele una indemnización avalada con una carta de crédito comprometiéndose a asumir la responsabilidad por cualquier irregularidad anterior. O podríamos hacer que Tartan comprara lo bienes pero no la empresa. En ambos casos, cuando se haya formalizado el trato, Randall daría una conferencia de prensa presentando un plan para corregir los fallos anteriores y prevenir los futuros.

– Es demasiado tarde. Está previsto que los contratos se firmen esta noche.

– Entonces tendré que retirarme.

– Retírate si quieres. Incluso puedes dejar el bufete, pero te aconsejo que te quedes. No te está permitido comentar nada de esto con nadie.

– ¿Qué hay de la Comisión Federal de Comercio y la de Valores y Cambio? Estoy obligado a revelar los fraudes económicos que puedan poner en peligro a los accionistas de una sociedad pública.

Miles hizo una ademán abarcando el salón.

– ¿Ves a algún funcionario de esos organismos curioseando por aquí? David, seamos serios. ¿Quién vigila? ¿A quién le importa? Es un negocio como cualquier otro de los que se están realizando aquí en estos momentos. Henry y Randall son dos hombres dispuestos a sacar beneficios sin hacer daño a nadie ni nada sucio… siempre y cuando nadie vigile. Y nadie lo hace.

– Tienes razón, tal vez nadie vigile, y lo que hagan Henry y Randall de puertas adentro no es asunto mío. Pero Tartan es una compañía que cotiza en bolsa. Es un conglomerado formado por muchos accionistas. También quisiera puntualizar que, como abogado, sé que la información proporcionada referente a la venta de una a otra empresa es falsa, y que la empresa y yo podemos terminar ante los tribunales con demandas civiles y penales.

– ¿Me estás diciendo que estás dispuesto a hundir al bufete, a cientos de abogados, secretarias y administrativos, y a sus familiares, por esas absurdas acusaciones?

– Te lo acabo de decir. No es necesario llegar a tanto. Sigamos con Henry…

– ¡No!


Miles dio un puñetazo sobre la mesa y en el restaurante se produjo un súbito silencio. A continuación toda la concurrencia volvió a sus asuntos. Miles se recompuso y empleó un tono suave.

– Aunque lo denunciaras, nadie te creería. Piensa en ti y en tu historia. Hace tres meses que llegaste y encuentras muertos por todas partes. Incluso cuando vuelves a Los Ángeles la muerte te persigue. Perdiste a un amigo, un agente del FBI nada menos. Es terrible y se sabe. Pero da la impresión de que lo superas. Y un buen día sales a cenar con un amigo y el pobre tío muerte asesinado delante de tus narices. Muere en tus brazos. Una tragedia. Y también se sabe. Dadas las circunstancias, a nadie le extrañaría que tuvieras algún desequilibrio. Se llama estrés postraumático.

David miraba incrédulo a su socio. Era el mismo lenguaje utilizado por Randall Craig la noche anterior, tal vez peor.

– Como es lógico -continuó Miles-, en el bufete estábamos muy preocupados. Así que cuando dejaste el gobierno (¿o te pidieron la dimisión?) tus amigos de Phillips, MacKenzie amp; Stout creímos que como mínimo podríamos devolverte al redil.

– No sucedió así.

– Es tu palabra contra la nuestra.

– Madeleine Prentice y Rob Butler no respaldarán tu historia.

– Es cierto, pero son empleados federales ¿quién cree lo que dice el gobierno? ¿Tú? La inmensa mayoría pensará que el gobierno fue muy listo al librarse de ti antes de que lo denunciaras.

Miles siempre había sido un blando y era evidente que se había preparado para esa conversación. De pronto, David recordó algo dicho por Hu-lan la noche anterior en la habitación del hotel.

– Me pediste que volviera al bufete sabiendo que si descubría algo, si llegaba el momento, podrías desviar cualquier inconveniencia utilizando una versión tergiversada de los hechos.

– Puede que sea tergiversada, pero has de reconocer que funciona.

– ¿Y la prensa?

– Lo mismo, ¿quién vigila?

– Pearl Jenner del Times. Está aquí.

– Lo sé, pero ya ha terminado su trabajo. Ha escrito su último artículo. Ahora que Keith ha muerto, la investigación ha terminado.

Había mucha información y desinformación en la última frase.


Nunca había habido una investigación oficial, pero Miles no lo sabía, y Pearl estaba lejos de haber concluido su trabajo. David tuvo un rayo de esperanza. Tal vez Pearl, por muy desagradable y poco de fiar que fuera, descubriera sola la verdad. Si la publicaba, él quedaría absuelto de mala práctica profesional con respecto a Sun. En cuanto a la compra de Knight por Tartan, siempre podría decir que era un recién llegado en el asunto y todavía no había encontrado ninguna irregularidad. O, en el peor de los casos, recurrir al invento de Miles: estaba estresado personal y profesionalmente. Esto, unido al choque cultural y al jet lag, había provocado el desliz. Había aceptado todas las declaraciones, los informes financieros, los documentos oficiales, incluso la visita adulterada a la fábrica, dando por supuesto que Keith y el bufete habían realizado su trabajo correctamente. Estaba tan asombrado como todo el mundo.

Esos pensamientos pasaron por su mente como un rayo. Con las cartas bien guardadas, intentó sonsacar a Miles más información.

– Conocías todo este asunto de Knight desde el principio, ¿verdad? -preguntó David.

– Eres como Keith, pierdes los estribos ante esa sarta de disparates -lo reprendió-. Supongo que la tensión de volver a China ha añadido leña al fuego. Por supuesto, es el motivo de que nadie pueda culparte si te marchas, aunque dudo que lo hagas. Pero la tensión ha sido enorme, más de la que sería capaz de soportar cualquier persona.

David comprendió que su socio seguía su propio juego. Ni había previsto su pregunta ni se había apartado del guión original: David-asumirá-la-derrota-y-se-le-considerará-resposable-o-no-debido-a-estrés-postraumático-o-alguna-otra-estupidez-similar. David dejó que aumentara el optimismo de su socio.

Una camarera depositó la cuenta en la mesa y Miles firmó.

David no confiaba en obtener una respuesta directa, pero aun así hizo la pregunta.

– ¿Es cuestión de dinero?

Miles rió.

– Todo es cuestión de dinero, David -respondió.

– ¿Debo considerarlo una confesión?

– Llámalo como quieras y piensa lo que te dé la gana -se inclinó confidencialmente-, pero no tienes ni la menor prueba de nada. Mejor dicho, nadie te creería, ni la empresa, ni la oficina del fiscal ni la prensa. -Miles apartó la silla y se levantó-. Debo subir a decirle a Randall Craig que esté tranquilo. -Se alejó unos pasos y volvió la cabeza-. Ah, nos vemos en el banquete.


A la misma hora en que David estaba con Miles, Hu-lan se dirigía al Ministerio de Seguridad Pública pedaleando en su Flying Pidgeon. Hacía muchas semanas que no se permitía el lujo de estar a solas. A su alrededor veía muchachas con minifalda y jerseys que mostraban el ombligo. Los hombres llevaban pantalón corto y camisetas sin mangas. Los vendedores callejeros ofrecían helados, refrescos y tajadas de sandía. El aire era bochornoso, húmedo y contaminado. Al pasar por la plaza de Tiananmen vio el vapor sobre la explanada de cemento y un tropel de turistas con aspecto desilusionado.

Como era domingo, el aparcamiento de bicicletas del Ministerio de Seguridad Pública estaba casi vacío y no había nadie jugando al baloncesto en el recinto contiguo. Sus pasos resonaban en el suelo de piedra del vestíbulo y no se encontró con nadie mientras subía la escalera trasera y enfilaba el pasillo hacia la sala de ordenadores. Uno tras otro tecleó los nombres de varios ciudadanos estadounidenses: Henry Knight, Douglas Knight, Sandy Newheart, Aarón Rodgers y Keith Baxter. Por su acaso, añadió los nombres de Pearl Jenner, Randall Craig y Miles Stout. Ojalá pudiera añadir también a Jimmy, el vigilante australiano, pero desconocía su apellido. Esperó mientras el ordenador procesaba la información y aparecían en la pantalla números de tarjetas Visa y pasaportes. A partir de ese momento no tuvo ninguna dificultad para acceder a entradas y salidas de China. Imprimió la información en hojas separadas y repitió el proceso, esta vez con los nombres de Sun, Guy In, Amy Gao y Quo Xue-sheng, la secretaria de David.

Primero se dedicó a los norteamericanos. El registro oficial de Henry empezaba en febrero de 1990, aunque ella sabía que su primera visita había sido durante la guerra. No era extraño, dado que muchos archivos se habían perdido durante la creación de la República Popular y, además, Henry había sido miembro del ejército de estados Unidos. A finales del verano de 1990 había establecido una norma: un viaje al mes con una estancia de una semana. Hu-lan supuso que era la época en que negociaba el terreno y creaba la empresa. Después había una larga ausencia, que debía de ser el período de convalecencia.


Desde la inauguración de la fábrica, sus visitas se habían limitado a dos o tres al año. Durante el último año sólo viajó dos veces y realizó una visita a Taiyuan. Conforme disminuían las visitas de Henry, aumentaban las de Doug Knight. Los viajes de Sandy Newheart se reducían a las vacaciones de Navidad, cuando volvía a casa durante un mes. Miles y Keith habían incrementado la frecuencia de las visitas con la inminente venta a Tartan. Randall Craig había estado en China en numerosas ocasiones, a partir de 1979, pero Tartan tenía diversas fábricas en Shenzhen, así que también era lógico. La verdadera sorpresa fue Pearl Jenner. La periodista había mentido al decir que era su primera visita a China. En el archivo constaba que durante los últimos quince años había estado allí en diez ocasiones.

Rebuscó en los papeles hasta encontrar la información de sus compatriotas. La señora Quo, la joven Princesa Roja, había visto más mundo que la mayoría de los chinos. Durante el cuatrienio 1988-1992 sólo había vuelto a China dos veces, ambas en diciembre. Recordó que la muchacha había estudiado en Barnard y, al igual que Sandy Newheart, volvía a casa durante las vacaciones de Navidad. Después de su vuelta a China en 1992, había viajado con asiduidad a Suiza, Singapur, Francia e incluso Brasil. Pero no era extraño, ya que como Princesa Roja formaba parte de la jet set.

Hu-lan llegó a Sun Gao, que había viajado a Estados Unidos con frecuencia, y pasado largas temporadas allí. Su asistente personal, Amy Gao, solía acompañarlo en algunos de estos viajes. Lo que asombró a Hu-lan no fue la frecuencia de los viajes -había visitado Los Ángeles, San Francisco, Detroit, Nueva York y Trenton para promocionar negocios en su provincia- sino su duración. Los empleados del gobierno siempre deseaban viajar al extranjero. Les encantaba Disneylandia y los lugares exóticos. Pero también debían tener cuidado en cómo se veían los viajes en China. Aquí el poder y la ideología eran variables. Lo que un día era considerado beneficioso para el país, al siguiente era tachado de maléfico. Durante los últimos cincuenta años, en muchas ocasiones las personas -principalmente los peces gordos del Partido- se habían pasado bastante, habían comprado demasiados trajes en Hong Kong, regresado de estados Unidos con demasiadas chándals de la UCLA, o asistido a demasiadas fiestas con estrellas del rock occidentales. Muchos habían acabado ridiculizados, denunciados, encarcelados o eliminados.


Como consecuencia, la mayoría de los funcionarios limitaban sus visitas y viajaban acompañados. Nadie del gobierno escapaba a la vigilancia y hasta ella misma había tenido un guardián durante su último viaje a Estados Unidos. Hu-lan, a su vez, tenía la responsabilidad implícita de vigilar a su vigilante. El gobierno quería asegurarse de que nadie desertara, que no se revelaran secretos y que cualquier comportamiento impropio quedara reflejado en los archivos secretos para su posible utilización en el futuro.

Hu-lan recogió os papeles, sabiendo que tendría que repasarlos cuidadosamente, y salió de la sala de ordenadores. Subió un piso hasta el despacho del viceministro Zai, confiando en que aunque fuera domingo estuviera allí, y así era. Zai levantó la vista de unos documentos y le dedicó una ancha sonrisa. Era como si le dijera: “Te dije que volvieras y has obedecido”. Pero a continuación, al ver la expresión de Hu-lan, entornó los ojos y la invitó a sentarse.

– Me temo que aún no has terminado tu investigación -dijo.

– Exacto, viceministro.

El hombre esperó a que ella continuara, pero como no lo hacía, tamborileó los dedos sobre la mesa, pensando.

– Hace un calor espantoso aquí dentro -dijo mientras se levantaba-. Inspectora Liu, salgamos a tomar el aire.

Abandonaron el edificio y giraron en la esquina de la plaza de Tiananmen. Pese a que la plaza era un lugar importante para el gobierno, su aspecto era bastante desolador. La explanada estaba flanqueada por la Ciudad Prohibida, el mausoleo de Mao, el Gran Salón del Pueblo y el Museo de la Revolución. La enorme extensión de cemento ardía bajo el sol abrasador.

Zai se detuvo y echó un vistazo a los colosales edificios.

– Quieres algo de mí -dijo. Al ver que Hu-lan asentía, suspiró y añadió-: Sólo tratándose de ti un suicidio se convierte en algo más.

– Lo lamento, tío. No escogí ese desenlace.

El viceministro repitió el suspiro. Era peor de lo que esperaba.

– ¿De qué se trata?

– ¿Ha hablado con el inspector Lo?

Zai frunció el ceño por su osadía. Muy propio de ella enfrentarle con la persona que le había asignado para vigilarla.

– Esta mañana Lo está con tu David. Durante los últimos días se ha mostrado muy reservado con la información. Como puedes imaginarte, esto me produce una gran preocupación.

– Lo es un buen hombre.

– Porque hace lo que le dices. Pero es posible que mañana su lealtad vuelva a mí… o a otra persona. No te fíes de él.

– Ni de él ni de nadie -repuso Hu-lan, evocando la lección que Zai le había inculcado desde niña.

Los comentarios servían para introducir un tema que ambos sabían que era peliagudo. Como inspectora, ella no tenía que respetar la información privilegiada a la que tanto se aferraba David. En realidad, en China tenía obligación de denunciar lo que supiera o sospechara. Por otra parte, David era su pareja y el padre de su hijo. Aunque las leyes chinas eran bastante ambiguas respecto a lo que él podía o no podía revelar sobre las actividades de sus clientes, Hu-lan no quería hacer nada que le comprometiera.

Empezó contando a Zai que se había infiltrado en la fábrica. Le habló de las terribles condiciones laborales y le mostró las manos. Zai, que tenía a sus espaldas muchos años de trabajo duro, no quedó muy impresionado.

– No seas ingenua. Hace más de veinte años que no haces un trabajo manual. Es lógico que tengas ampollas y rasguños.

Entonces le explicó que había conocido a un hombre que estaba enamorado de Miao-shan. Por primera vez ocultó parte de los hechos, los expuso en desorden y dejó entrever cosas de las que no tenía aún pruebas concretas.

– El individuo mencionó que Miao-shan tenía documentos que demostraban sobornos a un alto cargo. He visto los papeles, en los que constan grandes sumas de dinero depositadas en bancos.

– ¿Quién recibía el dinero?

– Creo que es el gobernador Sun.

Era cierto que así lo creía, pero no estaba segura. Zai soltó un silbido.

– he venido para comprobar su registro de viajes.

Hu-lan le entregó el papel con los datos de Sun. El hombre vaciló, como si le repeliera tocarlo. Luego frunció el ceño, cogió el papel y lo leyó.

– ¿No te parece extraño que sus viajes al extranjero, principalmente a Estados Unidos, sean tan largos?

Cuando Zai levantó la cabeza, Hu-lan pensó que había envejecido. Los dos sabían que se estaban metiendo en un terreno peligroso. Sun era un político muy popular y no tenían ninguna orden superior de provocar su caída.

– Quisiera ver su dangan -pidió Hu-lan-. ¿Cómo es posible que viaje con tanta facilidad? ¿De dónde sale el dinero? ¿Quién lo protege? ¿Cómo ha llegado hasta donde está? ¿Qué planes tiene el gobierno para él? Hay muchas cosas que necesito saber para decidir si me muevo o no. Como es obvio, tendré cuidado. Y es posible que esté completamente equivocada.

– ¿Qué tiene esto que ver con la muerte de la hija de tu amiga?

– Aún no lo sé, pero las pistas del asesinato me han llevado hasta aquí.

Zai miró de nuevo las entradas y salidas de Sun. Después asintió, le devolvió los papeles y echó a caminar. A los pocos pasos se detuvo y miró atrás.

– ¿Vienes?

De nuevo en el edificio, Zai le dijo que esperara en su despacho. Al cabo de media hora se reunió con ella. Llevaba en las manos un gran sobre color marrón. Se sentó y sin decir palabra se lo dio. La observó mientras lo abría; después se dio la vuelta y volvió a su trabajo.

Hu-lan leyó. Sun Gao había nacido en el año 1931 del calendario occidental, en una aldea de las afueras de Taiyuan. Hacía diez años que existía el Partido Comunista, y Sun fue bendecido con un pasado de simple campesino. Era aún un chiquillo en los tiempos de la larga Marcha, pero lo bastante mayor como para recordar las atrocidades de la invasión japonesa de 1937. en 1944 la provincia de Shanxi estaba ocupada por los japoneses. Al territorio llegaron algunos estadounidenses, algunos como espías, otros que se lanzaban en paracaídas cuando sus aviones eran abatidos durante una misión de bombardeo. Después de la rendición de los japoneses los marines americanos fueron una nueva presencia en Taiyuan.

A los trece años, Sun Gao era un chico despierto y comprometido con el Partido Comunista local. Un tío lejano se había unido al ejército de Mao muchos años atrás. Sun era una persona cordial, rasgo que conservaba, pensó Hu-lan, y se convirtió en la mascota de un grupo de soldados norteamericanos. Hu-lan sospechaba que aunque la camaradería no era tan inocente, ya que había sido enviado por los dirigentes locales para que averiguara las intenciones de los extranjeros, probablemente había sido devastadora durante la Revolución Cultural, pensó Hu-lan adelantándose a los hechos.

Este trabajo inicial fue recompensado con un cargo en el Ejército Popular. Durante el invierno de 1948, cuando Sun tenía diecisiete años, participó en la batalla decisiva de Huai Jua contra el Kuomintang en la vecina provincia de Anhui, donde llevó a cabo muchas acciones heroicas, detalladas en diversas páginas. Pudo haberse quedado en el ejército, con lo cual en la actualidad sería un general rico e influyente, pero el presidente Chu En-lai le solicitó que volviera a Shanxi.

Sun sirvió primero al pueblo como dirigente rural en su aldea natal, después como líder de brigada en una de las comunas locales. En 1964 fue elegido para la Asamblea Popular de Taiyan. Durante la reunión, que se prolongó durante una semana, se trataron una amplia variedad de temas, incluido el imperialismo occidental, sistemas para aumentar la producción de trigo y la importancia de la industrialización avanzada. Surgieron discusiones acaloradas, pero Sun guardaba silencio. Dos años después, Mao desencadenó el terror de la Revolución Cultural. Durante unos meses la reticencia de Sun en la Asamblea del Pueblo lo protegió; como no había dicho nada, las palabras no podían volverse en su contra. Pero algunos de sus subordinados de la aldea, donde llegó a ser secretario del Partido, vieron la oportunidad de sacar provecho. Recordaron que durante la guerra Sun había confraternizado con los soldados estadounidenses. Se había acostumbrado a sus cigarrillos caros, a su modo de vestir decadente y a su lenguaje cuartelero. Lo castigaron a llevar capirote, a arrodillarse sobre cristales rotos y al oprobio en la plaza pública.

¡Eso no era nada!, pensó Hu-lan. Teniendo en cuenta sus relaciones con los americanos, habían sido muy indulgentes. ¿Por qué? Los pocos dirigentes que consiguieron escapar a la ira de la Revolución Cultural habían sido, como siempre, los más corruptos y con mayor poder. ¿Fue Sun uno de ellos? ¿Había comprado su seguridad?

Quienquiera que hubiera escrito los comentarios de esa página parecía haber escuchado las preguntas que se haría Hu-lan muchos años después, porque había escrito la respuesta con caligrafía experta: “El dirigente Sun Gao tiene un conocimiento visceral del viejo proverbio “No muerdas la mano que te alimenta”. Sun ha demostrado ser un hombre que ni acepta ni paga sobornos y tampoco abusó de su autoridad durante esos tiempos tenebrosos. Lo propongo como candidato a un ascenso”

Un mes más tarde, Sun había sido promovido desde la célula rural a la célula nacional, donde ganaba noventa yuanes al mes.


Al año siguiente llegó a asesor del presidente de la Asamblea de la Ciudad. En 1978 lo enviaron a Pekín como representante ante el Tercer Pleno del XI Congreso del Partido. En 1979, cuando China volvió a abrirse a Occidente, Sun fue uno de los primeros delegados provinciales que viajó a Estados Unidos. La seguridad era estricta, pero se defendió bien, ganándose el respeto de sus acompañantes y sus anfitriones. En 1985, el gobernador Sun, ya responsable de la provincia de Shanxi, cruzaba el Pacífico con cierta regularidad. En 1990 tenía una oficina y un apartamento en el complejo Zhonnanhai de Pekín, que el gobierno había puesto a su disposición por su contribución al país, especialmente a su provincia natal. En vez de ser criticado por sus continuos viajes a Estados Unidos, lo animaban a continuarlos. En 1995 un burócrata comentó: “El gobernador Sun Gao tiene contactos impecables en Occidente y gracias a ello ha traído prosperidad a su tierra natal. Debemos continuar apoyándole, ya que con su ayuda convertiremos China en el país más poderoso del planeta. En el año 2000 Sun debería estar en el gobierno central”. Este discurso, igual que la recomendación durante la Revolución Cultural, tuvo dos efectos inmediatos.

El primero, una comprobación exhaustiva de sus antecedentes y costumbres personales. En el dangan constaba que, aunque no se había casado, no se le tenía por homosexual, ni tampoco se le conocían relaciones ilícitas con personas del sexo opuesto. Vivía en la casa del gobernador en Taiyuan, con servicio reducido al mínimo. Las asistentas afirmaban que sus necesidades eran sencillas, que no abusaba de su autoridad y que a menudo se hacía él mismo la cama. Ni jugaba ni bebía y era leal al Partido. Estas condiciones continuaban haciéndole un buen candidato para viajar, ya que nadie podría comprometerlo mediante el sexo, el dinero o la persuasión política. A continuación había una lista de los bancos donde Sun guardaba su dinero, así como unos balances recientes. Igual que Hu-lan y casi todas las personas que ella conocía, Sun tenía dinero en bancos americanos. Pero no era un Príncipe Rojo y las cantidades no eran excesivas. Esta información, fechada en 1995, no reflejaba las grandes sumas que aparecían en los documentos de Miao-shan, pero la fábrica Knight se había abierto ese mismo año. Hu-lan apuntó los nombres de los bancos y los números de cuenta, confiando en poder relacionarlos con los recibos de depósitos.


El segundo efecto, más obvio para Hu-lan, era que podía seguir la pista de Sun hasta 1995, año en que el burócrata anónimo había escrito en el expediente su recomendación para el futuro de Sun. Éste, como surgido de la nada, apareció un buen día en la prensa nacional. Se publicaban todos sus movimientos y declaraciones. Posaba para las cámaras, charlaba libremente con periodistas y se enzarzaba en discusiones públicas con escolares, campesinos y hasta miembros del Partido en el congreso sobre la política económica, las zonas rurales y el próximo siglo. Que hubiera superado todas las expectativas y que sobre el papel pareciera un buen tipo, no cambiaba el hecho de que había sido promocionado desde las altas esferas. Tenía el éxito garantizado, motivo por el que algún burócrata le había permitido involuntariamente iniciar el despegue.

Hu-lan cerró el expediente y lo dejó sobre la mesa. Su jefe levantó la vista y ella notó que intentaba leer sus pensamientos, pero mantuvo una expresión impasible.

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