7

La bruma envolvía las vías del tren en una luz grisácea. Al otro lado de la telaraña de catenarias, hacía ya horas que se oía el rugido del motor de los furgones amarillos que entraban y salían de la terminal del correo. La gente se dirigía a sus puestos de trabajo y los trenes de cercanías que sacudían el hogar de Kimmie iban atestados a más no poder.

Podía ser el preludio de un día cualquiera, pero sus demonios interiores andaban sueltos y la hacían tener desvaríos; eran aciagos, ingobernables e inoportunos.

Se arrodilló unos instantes y rezó para que callaran las voces, pero, una vez más, las instancias superiores parecían haberse tomado el día libre. Le dio un buen trago a la botella que había junto a su camastro provisional.

Una vez que la mitad de la botella de whisky se hubo abierto paso a través de su organismo abrasándolo, decidió dejar la maleta. Ya tenía bastantes cosas que llevar a cuestas. El odio, el asco, la rabia.

Desde la muerte de Kristian Wolf, Torsten Florin había pasado a encabezar su lista. Era algo que ya había pensado muchas veces.

Lo había visto en una revista con su cara de zorro, pavoneándose delante de su casa de modas recién reformada, un célebre palacete de cristal situado junto al Indiakaj, uno de los muelles del viejo puerto franco. Ese era el lugar que había escogido para enfrentarlo a la cruda realidad.

Avanzó por la cama combada moviendo las caderas hasta llegar al suelo y se olisqueó las axilas. Aún no olían a rancio, de modo que la ducha en la piscina podía esperar.

Se restregó las rodillas, metió la mano debajo de la cama, sacó la arqueta y levantó la tapa.

– ¿Has dormido bien, mi vida? -preguntó al tiempo que acariciaba la cabecita con un dedo.

Hay que ver qué pelo tan suave y qué pestañas tan largas, pensaba todos los días. Después le regalaba una cálida sonrisa a la pequeña, cerraba la tapa con cuidado y volvía a empujar la arqueta. Como si siempre fuese el mejor momento de la jornada.

Hurgó en su escaso montón de ropa hasta dar con sus leotardos más abrigados. El moho del cartón piedra la puso sobre aviso; iba a ser un otoño caprichoso.

Cuando estuvo lista, abrió con cautela la puerta de su casita de ladrillo y escudriñó las vías. No la separaba ni siquiera un metro y medio de los convoyes que pasaban como flechas prácticamente las veinticuatro horas del día.

No la veía nadie.

Se escabulló por la puerta, cerró con llave y se abotonó el abrigo. Recorrió los veinte pasos necesarios para sortear la estación transformadora, color gris acero, que los empleados del ferrocarril rara vez revisaban, subió por el camino asfaltado que conducía a la verja que daba a Ingerlevsgade y abrió con su propia llave.

Tiempo atrás, la llave de esa verja había sido su mayor sueño. Por aquel entonces, su única forma de bajar hasta la caseta era caminando por la gravilla que bordeaba la valla de la estación de Dybbølsbro y siempre de noche, para evitar que la descubrieran. Tras apenas tres o cuatro horas de sueño, tenía que abandonar su casita circular. Si la sorprendían una sola vez, la echarían de allí, lo sabía, de modo que la noche era su aliada y continuó siéndolo hasta que una mañana descubrió el letrero de la verja que daba a la calle Ingerlevsgade. «Vallas Løgstrup», ponía.

Telefoneó a la fábrica y se presentó como Lily Carstensen, del departamento de suministros de DSB, y quedó en encontrarse con el cerrajero en la acera, junto a la verja. Con motivo de tan señalado acontecimiento, se puso un traje pantalón azul bien planchado, de modo que cuando llegó el cerrajero la tomó por una funcionaria. Le entregó dos copias de las llaves y una factura que ella pagó al contado. Ya podía entrar y salir cuando gustase.

Siempre que estuviera muy atenta y que los demonios la dejaran tranquila, todo iría bien.


Al subir al autobús que llevaba al barrio de Østerport se convirtió en el blanco de todas las miradas. Era perfectamente consciente de que iba hablando sola. Basta ya, Kimmie, rogaba para sus adentros, pero la lengua se negaba a obedecer.

A veces oía sus propias palabras como si las pronunciara una extraña, y aquel era uno de esos días. Le sonrió a una niñita que le correspondió con una mueca.

Luego las cosas empeoraron.

Se apeó varias paradas antes de tiempo con diez mil ojos clavados en la nuca. Se prometió a sí misma que era la última vez que tomaba un autobús. La gente estaba demasiado cerca, era mejor el cercanías.

– Mucho mejor -dijo en voz alta mientras bajaba con decisión por Store Kongensgade. Casi no había gente por la calle, casi no había coches. Casi no había voces martilleándole el cerebro.

Llegó al edificio del Indiakaj después de la pausa del almuerzo y se encontró con que las plazas de aparcamiento de Brand Nation, que, según un letrero esmaltado, pertenecían a Torsten Florin, estaban desiertas.

Abrió el bolso y estudió su interior. Se lo había birlado a una chica que estaba muy ocupada contemplándose en su espejito de mano en el vestíbulo del cine Palads. La muñeca se llamaba Lise-Maja Petterson, según su tarjeta de identidad. Otra candidata a víctima de la numerología, pensó mientras apartaba una granada de mano y sacaba de la cajetilla uno de los fantásticos Peter Jackson de LiseMaja. «Smoking causes Heart Disease», leyó.

Lo encendió entre carcajadas y aspiró profundamente hasta que el humo le llegó a los pulmones. Fumaba desde su expulsión del internado y el corazón seguía funcionándole estupendamente. No sería un infarto lo que acabara con ella, eso lo tenía muy claro.

Al cabo de un par de horas, después de fumarse el paquete y aplastar las colillas contra las baldosas del suelo, agarró por la manga a una de las jóvenes que cada tanto salían despreocupadamente por la puerta de cristal de Brand Nation.

– ¿Sabes a qué hora llega Torsten Florin? -le preguntó.

Todo lo que obtuvo por respuesta fue silencio y una mirada de reprobación.

– ¿Lo sabes? -insistió sacudiéndola de la manga.

– ¡Suélteme! -gritó la joven, que agarró a Kimmie por un brazo y empezó a retorcérselo.

Kimmie entornó los ojos, porque odiaba que la gente tirara de ella. Odiaba que no quisieran responder a sus preguntas. Odiaba sus miradas. Por eso obligó a su brazo libre a efectuar un giro completo desde la cadera hasta el pómulo de la chica.

Cayó al suelo como un trapo. Era una sensación agradable y desagradable al mismo tiempo. Sabía que no había sido buena idea.

– ¿Y bien? -continuó al tiempo que se inclinaba sobre la conmocionada joven-. ¿Sabes a qué hora llega Torsten Florin?

Cuando por tercera vez la muchacha balbució un «no», Kimmie giró sobre sus talones, consciente de que tardaría algún tiempo en volver por allí.


Se encontró con Tine la Rata en la calle Skælbækgade, en la desconchada esquina de hormigón del Jacob’s Full House. Ahí estaba, bajo el letrero del establecimiento de comida para llevar -«Setas de Temporada»-, con su bolsa de plástico y el maquillaje corrido. Los primeros clientes a los que se la chupaba en los callejones de los alrededores disfrutaban de sus servicios aderezados con unos ojos bien perfilados y unas mejillas pintadas de rojo, pero los últimos tenían que conformarse con algo menos. Ahora tenía el carmín difuminado y señales inequívocas de haberse limpiado restos de semen de la cara con las mangas. Los clientes de Tine no usaban condón, hacía años que no podía exigírselo. Que no podía exigir nada de nada.

– ¡Hola, Kimmie! ¡Hola, cielo! Me alegro un huevo de verte -saludó con voz nasal.

Salió a su encuentro tambaleándose sobre unas piernas como palillos.

– Te estaba buscando, cielo -continuó mientras agitaba el cigarrillo que acababa de encender-. Hay gente que anda preguntando por ti en la estación; ¿lo sabías?

Agarró a Kimmie y la llevó hasta el otro lado de la calle, hacia los bancos del Café Yrsa.

– ¿Dónde has estado metida últimamente? Te he echado de menos un huevo.

Sacó dos cervezas de la bolsa de plástico.

Kimmie echó un vistazo por la plaza mientras su amiga las abría.

– ¿Quién pregunta por mí? -quiso saber.

Empujó la botella hacia Tine. En casa le habían enseñado que la cerveza era una bebida de proletarios.

– Ah, unos tíos.

Tine dejó la botella extra en el suelo, debajo del banco. Le gustaba sentarse allí, Kimmie lo sabía. Allí pasaba la mayor parte de su tiempo. Una cerveza en la mano, dinero en el bolsillo y un cigarrillo recién encendido entre los dedos amarillentos.

– Cuéntamelo todo, Tine.

– Ay, Kimmie, ya sabes que no tengo muy buena memoria. El caballo, ¿sabes? No ando muy bien de aquí -se rozó la cabeza-. Pero no les he dicho nada, solo que no tenía ni puta idea de quién eras.

Se echó a reír.

– Me enseñaron una foto tuya. Joder, qué guapa eras, Kimmie, cielo.

Chupó con fuerza el cigarrillo.

– Yo también era guapa, sí señor. Me lo dijo una vez uno. Se llamaba…

Se le extravió la mirada. También lo había olvidado.

Kimmie asintió.

– ¿Era uno solo el que preguntaba?

Tine cabeceó y bebió otro trago.

– Eran dos, pero no a la vez. Uno vino de noche, justo antes de que cerraran la estación, así que serían como las cuatro. ¿Te cuadra, Kimmie?

Ella se encogió de hombros. En realidad, daba lo mismo. Ahora ya sabía que eran dos.

– ¿Cuánto? -preguntó una voz que venía de arriba.

Una figura se erguía justo delante de Kimmie, pero ella no reaccionó. Aquel era el territorio de Tine.

– ¿Cuánto quieres por chupármela? -insistió la voz.

Sintió el codo de su amiga en el costado.

– Te está preguntando a ti, Kimmie -dijo desde su mundo. Ella ya había ganado lo que necesitaba por ese día.

Kimmie levantó la vista y se encontró cara a cara con un tipo vulgar hasta decir basta que llevaba las manos metidas en los bolsillos y tenía una expresión de lo más miserable.

– Largo de aquí -le ordenó con mirada asesina-. Lárgate si no quieres que te suelte una hostia.

Él retrocedió y se irguió. Luego esbozó una sonrisa de medio lado, como si aquella amenaza ya fuese una satisfacción.

– Quinientas. Quinientas si antes te lavas la boca. No quiero que me dejes la polla llena de flemas, ¿vale?

Se sacó el dinero del bolsillo y se abanicó con él mientras las voces arreciaban en la cabeza de Kimmie. Vamos, susurraba una. Él se lo ha buscado, decía el coro. Asió con fuerza la botella que Tine había debajo del banco y se la llevó a la boca. El tipo intentó sostenerle la mirada.

Cuando echó la cabeza hacia atrás y le escupió la cerveza en plena cara, él retrocedió con estupor en el rostro, se miró el abrigo con una expresión furiosa y volvió a clavar la vista en ella. Kimmie sabía que ahora era peligroso. Las agresiones no eran nada raro en aquella calle y el indio que repartía periódicos gratuitos en el cruce no se inmiscuiría en nada.

Por eso se incorporó un poco y le estrelló la botella en la cabeza. Los pedacitos salieron disparados hasta el buzón torcido del otro lado de la calle. Un reguero de sangre corría por la oreja del tipo y le chorreaba por el cuello del abrigo. Él observaba boquiabierto la botella hecha añicos mientras pensaba enloquecidamente cómo iba a explicarle aquello a su mujer, a sus hijos, a sus compañeros y, consciente de que necesitaría un médico y un abrigo nuevo para hacer que las cosas volvieran a la normalidad, echó a correr hacia la estación.

– No es la primera vez que veo a ese imbécil -dijo Tine sin apartar los ojos del charco de cerveza que se extendía por la acera-. Joder, Kimmie, ahora voy a tener que ir al Aldi a comprar otra birra. Qué lástima de botella. ¿Por qué tenía que venir ese gilipollas a tocarnos las narices, con lo bien que lo estábamos pasando?

Kimmie soltó el cuello de la botella y perdió de vista al tipo, que desapareció al fondo de la calle. Luego se metió los dedos por el pantalón, pescó un bolsito de ante, lo sacó y lo abrió. Los recortes eran muy recientes, los renovaba con frecuencia para saber qué aspecto tenían los demás. Los desdobló y los colocó delante de Tine.

– ¿Era este uno de los que preguntaban por mí?

Colocó el dedo sobre una fotografía de prensa. Al pie se leía: «Ulrik Dybbøl Jensen, director del instituto financiero UJD, se niega a colaborar con el grupo de expertos de los conservadores».

Ulrik se había convertido en un hombre de peso, tanto físicamente como en sentido figurado.

Tine observó el recorte a través de una nube de humo de tabaco azulada y movió la cabeza de un lado a otro.

– Ninguno estaba tan gordo.

– ¿Y este?

Era de una revista femenina que había encontrado en una papelera de Øster Farimagsgade. Torsten Florin parecía gay, con sus largos cabellos y su piel reluciente, pero no lo era. Ella podía dar fe de ello.

– A ese sí que lo he visto, en Tv Danmark o algo así. Tiene algo que ver con la moda, ¿no?

– ¿Era él?

Tine dejó escapar una risita, como si fuera un juego. De modo que tampoco era Torsten.

Una vez descartado también el recorte de Ditlev Pram, Kimmie volvió a guardárselo todo en los pantalones.

– ¿Qué te dijeron de mí esos hombres?

– Solo dijeron que te estaban buscando, cielo.

– ¿Podrías reconocerlos si fuésemos allí a buscarlos?

Ella se encogió de hombros.

– No van todos los días.

Kimmie se mordió el labio. Cuidado ahora. Estaban muy cerca.

– Si vuelves a verlos, me avisas, ¿de acuerdo? Fíjate bien en qué aspecto tienen, ¿vale? Apúntalo para que no se te olvide.

Apoyó una mano en la rodilla de Tine, que se arqueaba como el filo de un cuchillo por debajo de los raídos vaqueros.

– Si tienes algún mensaje para mí, mételo debajo de ese cartel amarillo.

Señaló hacia un letrero donde ponía: «Alquiler de vehículos – grandes ofertas».

Tine tosió y asintió al mismo tiempo.

– Te daré mil coronas para tu rata cada vez que me traigas algo bueno. ¿Qué me dices, Tine? Así podrás comprarle una jaula nueva. Todavía la tienes en el cuarto que alquilas, ¿verdad?


Permaneció cinco minutos junto al cartel del aparcamiento que había delante de la célebre fachada de la antigua fundición C. E. Bast para asegurarse de que Tine no la veía.

Nadie sabía dónde vivía y así debían seguir las cosas.

Transcurrido ese tiempo, cruzó la calle en dirección a la verja con un incipiente dolor de cabeza y una sensación de hormigueo bajo la piel. Rabia y frustración al mismo tiempo. Los demonios que llevaba en su interior detestaban ese estado.

Una vez sentada en su angosto camastro con la botella de whisky en la mano a la escasa luz de la casita, se serenó. Ese era su auténtico mundo. Allí estaba a salvo, tenía cuanto necesitaba. La arqueta con su más preciado tesoro debajo de la cama, el póster de los pequeños jugando clavado a la puerta, la foto de la niña, los periódicos que había pegado a la pared para aislarla. La ropa amontonada, el orinal en el suelo, el rimero de periódicos detrás, dos minifluorescentes de pilas y un par de zapatos de repuesto en el estante. Podía hacer con ello lo que quisiera, y si se le antojaba algo nuevo, podía permitírselo.

Se echó a reír al sentir los efectos del whisky y comprobó los huecos que había tras los tres ladrillos de la pared. Casi siempre lo hacía al volver a casa. Primero el hueco con las tarjetas de crédito y los últimos extractos del cajero; después, el del efectivo.

Todos los días calculaba cuánto quedaba. Llevaba once años viviendo en la calle y aún tenía 1. 344. 000 coronas. De seguir así, no se le acabaría nunca. Solo el fruto de sus robos bastaba para cubrir las necesidades del día a día. La ropa también la robaba. En comida no gastaba demasiado, pero gracias al Gobierno de la llamada conciencia sanitaria, el alcohol ya no era tan caro. Ahora destrozarse el hígado salía a mitad de precio, qué gran país. Riendo de nuevo, se sacó del bolso la granada, la guardó con las demás en el tercer hueco y volvió a colocar los ladrillos con tanto esmero que los huecos que los separaban apenas eran visibles.

Esta vez la ansiedad llegó sin previo aviso. No solía ser así, normalmente la alertaban las visiones, manos que se alzaban para descargar un golpe, en ocasiones sangre y cuerpos mutilados y otras veces el recuerdo fugaz de una risa lejana. El susurro de unas promesas rotas. Pero esta vez las voces no tuvieron tiempo de prevenirla.

Empezó a temblar y sintió unos espasmos que le sacudían las entrañas. Las náuseas eran una consecuencia tan inevitable como las lágrimas. A veces trataba de ahogar en alcohol la hoguera de sus sentimientos, pero lo único que lograba era empeorar las cosas.

En momentos como esos se limitaba a aguardar en la oscuridad y dejar pasar el tiempo.

Cuando volviera a tener la mente despejada, se levantaría y bajaría a la estación de Dybbølsbro, tomaría el ascensor para ir al andén número 3 y esperaría al fondo del todo a que pasara un tren a toda velocidad. Entonces extendería los brazos, se acercaría al borde de las vías y gritaría: «No escaparéis, cabrones».

El resto lo dejaría en manos de las voces.

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