20

Tal y como habían acordado, encontró la nota de Tine en Skelbækgade, bajo el triste letrero de «Alquiler de vehículos – grandes ofertas». Estaba justo encima del último tornillo en la parte negra del cartel y la humedad había emborronado algunas palabras.

Había sido complejo para una chica sin estudios meter todas aquellas letras en un pedacito de papel tan pequeño, pero Kimmie estaba habituada a descifrar los despojos de los demás.


«Hola.. La policìa vino aller a mi casa – un tal Carl Mørke – tambien otro abajo en la calle qe te vusca – el mismo de la estacion. No se qien es – ten cuidado – nos vemos en nuestro banco. T. K.»


La leyó un par de veces, deteniéndose siempre en la K como un mercancías en una barrera. Aquella letra se le helaba en la retina, se le grababa a fuego. ¿De dónde había salido esa K?

El policía se llamaba Carl, Carl con C. Una letra mucho mejor; mejor que la K, aunque sonaran igual. Él no le daba miedo.

Se apoyó en el Nissan de color burdeos que llevaba una eternidad debajo de aquel cartel. Las palabras de Tine le provocaban un agotamiento incontrolable, eran como diablos pavoneándose en su interior y chupándole la vida.

No pienso irme de mi casa, se dijo. No me cogerán.

Pero ¿cómo podía estar segura? Tine estaba hablando con gente que andaba detrás de ella, gente que le preguntaba cosas, cosas de Kimmie que solo Tine sabía, muchas cosas. Tine la Rata ya no solo era un peligro para sí misma, también era un peligro para Kimmie.

No puede hablar con nadie, pensó. Tengo que decírselo. Cuando le dé mil coronas lo entenderá.

Se volvió instintivamente y vio al repartidor de periódicos con su chaleco celeste.

¿Le habrán pagado para que me vigile?, se preguntó. ¿Sería posible? Ya sabían dónde vivía Tine y, al parecer, también que ambas habían estado en contacto. ¿Qué les impedía seguir a su amiga hasta el letrero y ver dónde dejaba aquella nota? ¿Quién le decía a ella que los que andaban buscándola no la habían leído?

Intentó pensar con claridad. En ese caso se la habrían llevado, ¿no? Sí, claro que sí. ¿O no?

Volvió a mirar al repartidor. ¿Qué le impedía a aquel hombre de piel morena, que trataba de ganarse la vida con el ingrato trabajo de repartir pilas y pilas de periódicos entre viandantes ajetreados y caprichosos, aceptar unas monedas más? Todo cuanto tenía que hacer era seguirla con la mirada por Ingerslevsgade y la vía del tren. No le costaría mucho si se acercaba un poco a las escaleras que bajaban a la estación de Dybbølsbro. Desde allí el panorama era inmejorable. Desde lo alto sabría con toda exactitud por dónde iba y hasta dónde llegaba. Como mucho habría quinientos metros hasta su verja y su casita. Como mucho.

Se mordió el labio y se encogió en su abrigo de lana.

Después echó a andar hacia él.

– Toma -dijo poniéndole en la mano quince billetes de mil coronas-. Ahora ya puedes irte a casa, ¿verdad?

Solo en las primeras películas sonoras se veían negros con unos ojos tan blancos y tan abiertos como los de aquel hombre. Era como si la mano delgada que le ofrecía ese montón de billetes fuese la materialización de un sueño que se hacía realidad. El dinero para el alquiler del apartamento. Para la tiendecita. Para el billete de vuelta a casa. Para el regreso a una vida entre otros hombres negros bajo un sol abrasador.

– Hoy es miércoles. Digamos que llamas a tu jefe y le explicas que no vas a volver hasta final de mes. ¿Entiendes lo que quiero decir?


La niebla fue descendiendo como una borrachera sobre la ciudad y sobre el parque de Enghaven hasta envolverla también a ella. Los contornos de las construcciones fueron desapareciendo bajo una película blanca. Primero las columnas de las ventanas de Kongens Bryghus, después, los bloques de delante, luego, la cúpula del otro extremo del parque y por último, la fuente. Una neblina húmeda con aroma a otoño.

Esos hombres deben morir, decían las voces de su cabeza.

Esa mañana había abierto los escondrijos de la pared para sacar las granadas. Tras observar aquellos artefactos diabólicos lo había visto todo con claridad. Tenían que morir uno tras otro. De uno en uno, por turnos, para que el miedo y los remordimientos hicieran mella en los que fueran quedando.

Rio para sus adentros. Apretó los puños helados dentro de los bolsillos del abrigo. Miedo ya le tenían, estaba demostrado, y ahora esos cabrones echarían el resto hasta encontrarla. Se irían acercando a ella costara lo que costase. Cobardes.

De pronto dejó de reír. Eso último no se le había ocurrido antes.

Eran unos cobardes, sí, y los cobardes no esperan; corren para salvar el pellejo mientras aún están a tiempo.

– Tengo que pillarlos a todos juntos -dijo en voz alta-. Tengo que pensar cómo hacerlo o desaparecerán. Tengo que pensar cómo hacerlo.

Sabía que podía, pero las voces de su interior pretendían otra cosa. Eran testarudas, sí. Podían hacer enloquecer a cualquiera.

Se levantó del banco y apartó a patadas a las gaviotas que se habían reunido a su alrededor.

¿Hacia dónde ir?

Mille, Mille, mi pequeña Mille, resonaba su mantra interior hasta la saciedad. Era un mal día. Demasiado malo para tomar decisiones.

Bajó la mirada y al ver las huellas húmedas que la niebla dejaba en sus zapatos recordó de nuevo las letras de la nota de Tine. T. K. ¿De qué sería esa K?


Iban a dar comienzo las vacaciones previas a los exámenes de segundo curso y hacía pocas semanas que Kimmie había roto con Kåre Bruno, dejándolo hundido en la miseria y desconsolado al saber que lo encontraba mediocre en cuanto a talento y carisma.

Poco después Kristian empezó a buscarle las cosquillas.

– No te atreves, Kimmie -le susurraba todas las mañanas en las sesiones de coro.

Y todos los días la empujaba y le daba palmaditas en el hombro mientras el resto del grupo miraba.

– ¡No te atreves, Kimmie!

Pero Kimmie se atrevía y ellos, que lo sabían, seguían muy de cerca todos sus movimientos. Su interés por las clases, su manera de separar las piernas entre las sillas con la falda levantada, su forma de sonreír al salir a la pizarra, sus finas blusas y su tono mimoso. Tardó catorce días en despertar el deseo del único profesor del colegio que le caía bien a casi todo el mundo, y lo hizo con tanto ímpetu que daba risa.

Era lo más de lo más. Tenía la piel tersa, pero sin dejar de ser todo un hombre, y decían los rumores que había sacado las notas más altas de su promoción en la Universidad de Copenhague. Lo más alejado del prototipo del profesor de internado, desde luego. Su interpretación del entorno social del colegio tenía muchos matices y los textos que les mandaba leer eran de lo más variopinto.

Kimmie fue a hablar con él y le preguntó si quería prepararla para el examen final. Antes de acabar la primera lección estaba perdido, atormentado por la visión de las formas que su finísima blusita de algodón revelaba tan generosamente.

Se llamaba Klavs, con «v», hecho que solía atribuir a la falta de juicio de su padre y a su desmedido interés por el universo Disney [1].

Nadie osaba llamarlo Klavs Krikke, pero no se podía negar que Kimmie supo sacar el caballo que llevaba dentro. Después de tres clases, dejó de ceñirse al horario acordado para las horas extra y empezó a recibirla en su piso a medio desvestir y con los radiadores a plena potencia. Cubría su piel desnuda de besos descontrolados y de manos inquietas ardiendo de un deseo insaciable que le abrasaba el cerebro, indiferente a los oídos que se aguzaban, a las miradas de envidia, a los reglamentos y las sanciones.

Ella pretendía contarle al director que la había forzado, quería ver qué ocurría, si sería capaz de controlar la situación, como de costumbre.

Pero no pudo.

El director los convocó a ambos al mismo tiempo. Les hizo esperar nerviosos y en silencio uno junto a otro en la antesala de su despacho. La secretaria les sirvió de carabina.

Klavs y Kimmie no volvieron a cruzar una palabra después de aquel día.

La suerte que corrió aquel hombre, a ella no le interesaba.


En el despacho del director le comunicaron que podía recoger sus cosas. Faltaba media hora para que pasara el autobús que la llevaría a Copenhague. No hacía falta que se molestara en llevar puesto el uniforme; es más, era preferible que se abstuviera de mostrarse en público con él. A partir de ese momento podía considerarse expulsada.

Kimmie contempló largo rato las mejillas enrojecidas del director y después lo miró a los ojos.

– Es posible que … -hizo una pausa que perpetuó de por vida aquel tratamiento irrespetuoso e imperdonable-…que tú no creas que me obligó, pero ¿estás seguro de que esos periodicuchos sensacionalistas no van a ver las cosas de otro modo? ¿Te imaginas el escándalo? Profesor viola a alumna… ¿Te lo imaginas?

El precio de su silencio era razonable. Quería irse, recoger sus cosas y marcharse del colegio de inmediato. Lo demás le daba lo mismo, lo único que no quería era que avisaran a sus padres. Ese era el precio.

El director protestó, le explicó que era inmoral que el centro siguiera cobrando por un servicio que no iba a prestar, pero Kimmie arrancó con insolencia la esquina del primer libro que vio sobre la mesa y anotó un número.

– Toma -dijo-, aquí tienes mi número de cuenta. No tienes más que ingresarme las mensualidades del internado.

Él dejó escapar un hondo suspiro. Aquel pedacito de papel acababa de barrer de un plumazo varias décadas de autoridad.


Alzó la mirada hacia la niebla y sintió cómo la invadía la calma. El bullicio de las agudas voces que llegaban de la zona infantil apenas llegaba hasta ella.

Solo había un niño y una niña con sus canguros en todo el parque, dos pequeños de movimientos torpes que jugaban a «tú la llevas» entre los columpios mudos del otoño.

Avanzó entre la niebla y contempló en silencio a la niña. Llevaba algo en la mano que el pequeño trataba de quitarle.

Ella también había tenido una criatura como esa.

Se dio cuenta de que la canguro se había levantado y no la perdía de vista, de que las alarmas se habían disparado tan pronto había salido de la maleza con la ropa sucia y el pelo revuelto.

– Ayer no tenía este aspecto, tendrías que haberme visto -le gritó a la niñera.

De haber llevado puesto el traje de la estación la cosa habría sido bien distinta. Todo habría sido bien distinto. Puede que esa mujer hasta le hablara.

La escuchara.

Pero la niñera no escuchó. Saltó, le cerró el paso con decisión con los brazos extendidos y les gritó a los pequeños que volvieran de inmediato. Ellos se resistían. ¿Es que no sabía que algunos duendecillos no siempre obedecen? Kimmie se divertía.

De pronto echó la cabeza hacia delante y se echó a reír en plena cara de la canguro.

– ¡He dicho que vengáis! -chilló histérica mirándola como si fuese una auténtica basura.

Por eso Kimmie dio un paso hacia ella y la golpeó. No tenía por qué tratarla como si fuera un monstruo.

La joven cayó al suelo sin parar de gritar que no le pegara y sin dejar de amenazarla con borrarla del mapa. Conocía a un montón de gente que podía hacerlo.

Kimmie le dio una patada en el costado. Primero una y después otra más, hasta que logró acallarla.

– Ven a enseñarme qué llevas en la manita, chiquitina -la atrajo-. ¿Llevas una ramita?

Pero los niños se habían quedado paralizados. Lloraban con los dedos crispados y llamaban a Camilla.

Kimmie se acercó más. Era una niña preciosa incluso cuando lloraba. Tenía el pelo muy largo y muy bonito. Castaño, como el de la pequeña Mille.

– Ven, bonita, enséñame lo que llevas en la mano -insistió mientras se aproximaba con cuidado.

Oyó un susurró por detrás, pero, aunque se volvió, no le dio tiempo a protegerse de aquel durísimo y brutal golpe en el cuello.

Cayó boca abajo sobre la grava y sintió en el vientre la aspereza de una de las piedras que marcaban el camino.

Mientras tanto, la tal Camilla saltó por encima de ella y se llevó a los dos niños, uno debajo de cada brazo. Una auténtica chicarrona de barrio, de pantalones ajustados y pelo lacio.

Kimmie levantó la cabeza y alcanzó a ver los rostros de los niños que, deshechos en lágrimas, desaparecían por detrás de los arbustos.

Ella también había tenido una niña como aquella, pero ahora estaba en casa, en la arqueta de debajo del diván. Aguardando pacientemente.

Pronto volverían a estar juntas.

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