En cuanto el tren partió traqueteando y el sonido de las traviesas adquirió un ritmo sosegado, las voces arreciaron en la cabeza de Kimmie. No eran insistentes ni escandalosas, sino perseverantes y seguras de sí mismas. Había llegado a acostumbrarse.
Era un tren aerodinámico. Nada que ver con los viejos ferrobuses rojos de Gribskov que la habían llevado hasta allí con Bjarne la última vez muchos años atrás. Habían cambiado tantas cosas…
Aquellos fueron años locos. Habían estado bebiendo, esnifando y divirtiéndose todo el día, desde el momento en que el paisaje empezó a cambiar hasta que Torsten les mostró con orgullo su última adquisición. Bosque, pantano, lago y tierras de labor. El lugar perfecto para un cazador. Bastaba con preocuparse un poco de que las piezas heridas no acabaran en los bosques estatales y ya no se podía pedir más.
Bjarne y ella se burlaron de él. Nada más cómico que un hombre que andaba por ahí con toda seriedad con los pies metidos en unas botas de agua verdes de cordones. Pero él no se daba cuenta de nada. El bosque era suyo y allí era dueño y señor de todo animal de la fauna danesa que mereciera la pena ser cazado.
Pasaron varias horas matando venados y faisanes y al final, un mapache que ella misma le había conseguido en Nautilus, un gesto que Torsten supo apreciar. Después siguieron el ritual viendo La naranja mecánica en la sala de proyecciones de su anfitrión. Una jornada como otra cualquiera, del montón, en la que consumieron grandes cantidades de cocaína y sobre todo de alcohol que los dejaron embotados y desprovistos de la energía necesaria para salir en busca de nuevas víctimas.
Esa fue la primera y la última vez que estuvo allí. Lo recordaba como si acabara de ocurrir, de eso se encargaban las voces.
Hoy están los tres juntos, ¿te enteras, Kimmie? Ahí tienes tu oportunidad, ya está ahí, repetían una y otra vez.
Observó un instante a los demás pasajeros y luego metió una mano en su bolso de piel y palpó la granada, la pistola con silenciador, el bolso pequeño y su precioso fardito. Todo cuanto necesitaba estaba en ese bolso.
Una vez en el apeadero de Duemose esperó a que recogieran a los demás viajeros madrugadores o se fueran ellos mismos en las bicicletas que aguardaban aparcadas junto a la marquesina roja.
Un conductor se ofreció a llevarla, pero ella se limitó a sonreírle. También así podían usarse las sonrisas.
Cuando el andén se despejó y la carretera quedó igual de desierta que antes de su llegada, bajó de un salto a la vía y echó a andar por los raíles siguiendo la linde del bosque hasta que encontró un sitio donde dejar el bolso.
A continuación sacó el bolsito pequeño, se lo puso en bandolera, se remetió los vaqueros por dentro de los calcetines y ocultó el bolso grande bajo un arbusto.
– Mamá volverá, te lo prometo, mi vida. No tengas miedo -se despidió mientras las voces la apremiaban para que apretara el paso.
Resultaba sencillo orientarse en el bosque público. Continuó unos metros más por el camino, pasó por delante de una pequeña explotación y llegó a los senderos que conducían a la parte trasera de la finca de Torsten.
A pesar de la presión impaciente de las voces, tenía tiempo más que de sobra. Alzó la mirada hacia las últimas manchas de color que pendían de las ramas y aspiró el aire para que la fuerza y los colores del otoño se concentraran en aquel aroma.
Hacía años que no sentía algo así. Muchos años.
Al llegar al cortafuegos descubrió que era más ancho que la última vez. Se tendió junto a los últimos árboles y miró por encima en dirección al cercado que separaba el bosque de Torsten del público. Sus muchos años en las calles de Copenhague le habían enseñado que las cámaras de vigilancia no abultaban demasiado. Se tomó su tiempo para analizar cada árbol y cada metro del seto hasta tenerlas todas localizadas. En el tramo donde ella se encontraba había cuatro, dos fijas y otras dos que no dejaban de girar en un ángulo de ciento ochenta grados. Una de las fijas apuntaba directamente hacia ella.
Luego se retiró entre la maleza a considerar su situación.
El cortafuegos tenía una anchura de entre nueve y diez metros y estaba cubierto de una preciosa hierba recién cortada de no más de veinte centímetros de altura; es decir, era una zona llana y despejada. Miró hacia ambos lados. Lo mismo por todas partes. Solo había una manera de atravesarlo sin ser vista, y no era por la hierba.
Saltando de árbol en árbol. De rama en rama.
Reflexionó. El roble de su lado del cortafuegos era bastante más alto que el haya del otro lado. Sus ramas robustas y retorcidas se extendían cinco o seis metros por encima de la hierba y de las algo más endebles del otro árbol. Un salto desde el árbol más alto hacia el bajo suponía una caída de unos dos metros, pero a la vez había que saltar hacia delante para ir a parar lo más cerca posible del tronco del haya. De lo contrario, las ramas no podrían con su peso.
Nunca se le habían dado bien los árboles. Su madre le tenía prohibido jugar en sitios donde pudiera ensuciarse la ropa, y cuando ella faltó también le faltaron las ganas.
El roble era un árbol magnífico con unas ramas sinuosas llenas de protuberancias y una gruesa corteza. Resultaba sencillo trepar por él.
Era una sensación fantástica.
– Algún día tienes que probar… -se dijo en voz baja mientras seguía subiendo.
Una vez en lo alto empezó a inquietarse. De repente, la distancia hasta el suelo parecía muy real. El salto hasta las resbaladizas ramas del haya, definitivo. ¿Sería capaz? Desde abajo había sido casi un juego, pero allí arriba, no. Si se caía sería el fin. Se rompería los brazos y las piernas. La verían con las cámaras. La agarrarían y la tendrían en sus manos. Los conocía. Los vengadores pasarían a ser ellos.
Permaneció sentada unos minutos calculando la fuerza del impulso. Después se levantó con cuidado y se agarró a las ramas del roble con los brazos echados hacia atrás.
En cuanto saltó supo que había tomado demasiado impulso. Lo supo al volar por los aires y encontrarse con el tronco del árbol de debajo demasiado cerca. Sintió cómo se le partía el dedo en su intento de evitar la colisión, pero los reflejos la ayudaron. Si tenía un dedo inutilizado, le quedaban otros nueve de los que servirse. Ya se ocuparía más tarde del dolor. Aferrada al tronco, comprobó que las hayas tienen menos ramas en la parte baja que los robles.
Descendió hasta donde pudo y luego, agarrada a la rama más baja, calculó que aún quedaban tres o cuatro metros para llegar al suelo. Asió con fuerza la madera y permaneció colgando unos instantes mientras el dedo roto seguía sus propios dictados. Se balanceó hacia el tronco, se enganchó a él con un brazo como pudo, soltó el otro y se dejó caer. Los nudos del último trecho de la corteza le dejaron los antebrazos y el cuello ensangrentados.
Estudió el dedo torcido y lo colocó en su sitio de un tirón que le inundó todo el cuerpo de oleadas de dolor. Pero Kimmie estaba muda. Se lo habría arrancado a tiros de haber sido necesario.
Después se limpió la sangre del cuello y se adentró entre las sombras del bosque, esta vez por el lado correcto del cercado.
Era un bosque mixto, aún lo recordaba de su anterior cacería. Pequeños grupos de abetos, algunos claros con árboles de fronda recién plantados y enormes extensiones de abedules, espinos, hayas y robles silvestres dispersos aquí y allá.
Había un penetrante olor a hojas podridas. Quince años pateando el empedrado acentúan esas sensaciones.
Las voces le exigían que echara a andar y acabase con aquello de una vez, que fuera ella quien determinara las condiciones del enfrentamiento, pero Kimmie las ignoró. Tenía tiempo de sobra y lo sabía. Cuando Torsten, Ulrik y Ditlev jugaban a sus juegos sanguinarios, no lo dejaban hasta saciarse. Y no eran fáciles de saciar.
– Iré bordeando el bosque y el cortafuegos -dijo en voz alta para que las voces tuvieran que doblegarse-. El camino es más largo, pero llegaremos a la finca de todas formas.
Por eso vio a aquellos hombres morenos que esperaban mirando hacia el bosque. Por eso vio la jaula con aquel animal furioso. Y por eso reparó en los protectores que llevaban por encima de los pantalones hasta la altura de las ingles.
Por eso decidió adentrarse en el bosque y esperar a ver qué curso tomaban los acontecimientos.
Entonces resonaron los primeros gritos y cinco minutos después, los primeros disparos.
Estaba en el territorio de los cazadores.