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Otoño de 1986

L os seis eran muy distintos, aunque una cosa sí tenían en común, además de ser alumnos de segundo curso de instituto. Cuando acababan las clases se reunían en el bosque o por los senderos a darle al chillum así estuviese cayendo el diluvio universal. Dejaban todos los bártulos preparados en el interior de un tronco hueco: los cigarrillos Cecil, las cerillas, el papel de plata y el mejor costo que se podía comprar en la plaza de Næstved.

Hacían una piña y mezclaban el aire fresco con un par de caladas rápidas, con cuidado de no colocarse tanto como para que los delatasen las pupilas.

No era tanto el colocón como el hecho de decidir por sí mismos, de pasarse por el forro cualquier tipo de autoridad de la peor manera posible, y no se les ocurría nada peor que fumar hachís a pocos metros del internado.

De modo que se pasaban el chillum de mano en mano mientras se burlaban de los profesores y competían en decir qué les haría cada uno si se presentara la ocasión.

Así pasaron casi todo el otoño hasta que a Kristian y a Torsten estuvieron a punto de pillarlos por un aliento a hachís que ni diez dientes de ajo bien hermosos habrían podido camuflar. A partir de aquel día decidieron comerse la droga, así no olería tanto.

Poco después de aquello las cosas se pusieron serias de verdad.


Los pillaron con las manos en la masa entre la espesura, cerca del arroyo, bien colocados, disparatando entre la escarcha derretida que goteaba de las hojas. Fue uno de los pequeños. De pronto salió de los matorrales y se quedó allí plantado mirándolos. Un empollón chiquitajo, rubio y ambicioso a la caza de un escarabajo que exhibir en clase de biología.

Lo que encontró, sin embargo, fue a Kristian escondiéndolo todo en el árbol hueco, a Ulrik y Bjarne en pleno ataque de risa floja y a Ditlev con las manos metidas en la blusa de Kimmie. Ella también reía como una loca. Pocas veces habían fumado una mierda tan buena.

– Se lo voy a decir al director -gritó el niño sin advertir a tiempo lo rápido que se interrumpían las risas de los mayores. Era un chico ágil habituado a provocar a los demás y debería haberse escabullido sin esfuerzo, porque estaban muy colocados, pero la maleza era muy tupida y el peligro que representaba para ellos, demasiado grande.

En vista de que Bjarne era quien más tenía que perder si lo expulsaban, Kristian lo azuzó para que descargara el primer golpe cuando atraparon al mocoso.

– Sabes perfectamente que mi padre puede hundir la empresa del tuyo si le da la gana, así que déjame en paz, Bjarne, o te vas a enterar. ¡Suéltame, gilipollas! -ordenó el niño.

Por un instante dudaron. Aquel crío les había amargado la existencia a muchos de sus compañeros. Su padre, su tío y su hermana mayor habían sido alumnos del internado y se decía que su familia sostenía económicamente la fundación del colegio, justo el tipo de donaciones de las que dependía Bjarne.

Kristian dio un paso adelante. Él no tenía ese tipo de problemas.

– Te doy veinte mil coronas si tienes la boca cerrada -le propuso; y hablaba en serio.

– ¡Veinte mil coronas! -replicó el niño con una risita arrogante-. No tengo más que hacerle una llamada a mi padre para que me mande el doble.

Y le escupió a la cara.

– ¡Me cago en el mierda este! ¡Como digas una sola palabra, te matamos!

Se oyó un golpe; el crío cayó de espaldas contra un tocón y se rompió un par de costillas con un sonoro chasquido.

Permanecía en el suelo jadeando de dolor, pero su mirada seguía siendo desafiante. Entonces se acercó Ditlev.

– Podemos estrangularte ahora mismo, no nos costaría nada. O podemos hundirte en el arroyo. También podemos dejar que te vayas y darte esas veinte mil coronas para que cierres el pico. Si vuelves contando que te has caído, te creerán. ¿Qué dices, mierdecilla?

Pero el niño no respondía.

Ditlev se acercó aún más al pequeño. Con curiosidad, intrigado. La reacción del mocoso le parecía fascinante. Alzó bruscamente la mano como si fuese a pegarle, pero el niño seguía sin reaccionar. Entonces le dio en la cabeza con la palma de la mano. El crío se estremeció aterrorizado y Ditlev volvió a golpearlo. Era una sensación alucinante. Sonrió.

Más tarde contaría que aquel golpe fue el primer chute auténtico de su vida.

– Yo también -dijo Ulrik entre risas abriéndose paso hasta el conmocionado niño.

Era el más grande de los tres y su puño dejó una marca muy fea en el rostro de su víctima.

Kimmie protestó un poco, pero no tardó en quedar neutralizada por un ataque de risa que hizo que todos los pájaros que había entre la maleza levantaran el vuelo, asustados.

Acompañaron ellos mismos al pequeño de regreso al internado y estuvieron presentes cuando se lo llevó la ambulancia. Algunos mostraban su preocupación, pero el niño no se fue de la lengua. De hecho, nunca volvió. Corrió el rumor de que su padre se lo había llevado a Hong Kong, aunque no tenía por qué ser cierto.

Unos días después atacaron a un perro en el bosque y lo mataron a golpes.

Ya no había vuelta atrás.

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