14

Johan Jacobsen vivía en un apartamento de una cooperativa situado en el barrio de Vesterbro, frente al teatro Sorte Hest y el desaparecido Museo de Música Mecánica. Sí, en el punto exacto donde en 1990 tuvo lugar la batalla decisiva entre okupas y policías. Carl recordaba perfectamente aquella época. La de veces que habría ido por allí con el uniforme de antidisturbios a zurrar a un montón de chavales casi de su misma edad.

No eran precisamente sus mejores recuerdos de los viejos tiempos.

Tuvo que llamar varias veces al flamante portero automático nuevo, pero finalmente Johan Jacobsen le abrió la puerta.

– No os esperaba tan pronto -dijo con calma. Después los invitó a pasar a la sala de estar.

Efectivamente, tal como había imaginado, se veían las antiguas tejas del teatro y del local de Gjæstgiveriet.

El salón era amplio, pero no resultaba un escenario muy agradable. Era evidente que llevaba ya tiempo lejos de la mirada crítica y del contacto de las sabias manos de una mujer. Platos con salsa reseca apilados en el aparador, botellas de refrescos tiradas por el suelo. Polvo, grasa, desorden.

– Vaya, perdonad -se disculpó su anfitrión mientras apartaba la ropa sucia del sofá y de la mesita-. Mi mujer me dejó hace un mes.

De pronto lo asaltó el tic nervioso que tantas veces habían visto todos en Jefatura, como si le estuvieran echando arena por la cabeza y tratara de evitar que le entrase en los ojos.

Carl asintió. Sentía lo de la mujer. Él sabía lo que era.

– ¿Sabes por qué hemos venido?

Johan hizo un gesto afirmativo.

– ¿Entonces admites haber dejado el expediente de Rørvig en mi mesa, Johan?

Otro gesto.

– ¿Pero por qué no nos lo diste y ya está, entonces? -intervino Assad sacando el labio inferior. Solo le faltaba el pañuelo para parecer un clon de Yasser Arafat.

– ¿Lo habríais aceptado?

Carl sacudió la cabeza. Difícilmente. Un caso de hacía veinte años cerrado con una condena. No, tenía razón.

– ¿Me habríais preguntado de dónde lo había sacado? ¿Me habríais preguntado por qué había despertado mi interés? ¿Os habríais tomado el tiempo necesario para que despertara el vuestro? ¿Eh? He visto las pilas de expedientes que tienes sobre la mesa, Carl.

– Y entonces decidiste dejar un sucedáneo de Trivial en la cabaña a modo de pista. No puede hacer mucho tiempo de eso, la cerradura de la cocina se abrió como si tal cosa, ¿me equivoco?

Johan le dio la razón.

De manera que las cosas habían ocurrido tal como Carl Mørck había imaginado.

– De acuerdo, querías asegurarte de que nos ocupábamos del caso como es debido, lo entiendo, pero era algo arriesgado hacerlo de esa manera, ¿no, Johan? ¿Y si no nos hubiésemos fijado en el Trivial? ¿Y si no hubiéramos descubierto los nombres de las tarjetas?

– Estáis aquí -contestó encogiéndose de hombros.

– No lo entiendo hasta el final -declaró Assad desde delante de una de las ventanas que daban a Vesterbrogade con el rostro oculto entre las sombras de un fuerte contraluz-. ¿No estás satisfecho de que Bjarne Thøgersen confesó?

– Si hubierais estado presentes el día que dictaron sentencia, vosotros tampoco estaríais satisfechos. Estaba todo pactado de antemano.

– Sí, claro -replicó Assad-. Es raro cuando te entregas, entonces, ¿no?

– ¿Qué es lo que te parece tan extraño del caso, Johan? -intervino Carl.

El joven evitó los ojos del subcomisario y miró por la ventana como si aquel cielo gris pudiera apaciguar la tormenta que bullía en su interior.

– Lo sonrientes que estaban todos continuamente -contestó-. Bjarne Thøgersen, su abogado y esos tres tipejos arrogantes que estaban sentados entre el público.

– ¿Te refieres a Torsten Florin, Ditlev Pram y Ulrik Dybbøl Jensen?

Johan asintió, tratando de detener con la mano el temblor que agitaba sus labios.

– Dices que sonreían. No es una base muy sólida para seguir adelante, Johan.

– Sí, pero ahora sé más cosas que entonces.

– Tu padre, Arne Jacobsen, llevaba el caso -dijo Carl.

– Sí.

– ¿Y tú dónde estabas mientras tanto?

– Iba al Politécnico de Holbæk.

– ¿Holbæk? ¿Conocías a las dos víctimas?

– Sí.

Su respuesta fue casi inaudible.

– ¿También a Søren?

Asintió.

– Sí, un poco, pero no tan bien como a Lisbet.

– Escúchame muy bien -lo interrumpió Assad de pronto-. Te veo en toda la cara que Lisbet te había dicho que no estaba enamorada de ti ya. ¿No es verdad, Johan? No quería estar contigo.

El ayudante frunció el ceño.

– Y como no podía ser tuya, la asesinaste, y ahora quieres que nosotros descubramos todo y te detengamos para que no tengas que suicidarte, ¿no es verdad?

Johan pestañeó un par de veces y después endureció la mirada.

– Carl, ¿es necesario que esté aquí? -preguntó haciendo un esfuerzo por dominarse.

El subcomisario hizo un gesto de desesperación. Las salidas de tono de Assad estaban empezando a convertirse en una costumbre.

– ¿Puedes salir un momento, Assad? Solo cinco minutos.

Señaló hacia una puerta que había detrás de su anfitrión.

Al oírlo, Johan saltó como un resorte. Las señales del miedo eran muchas y Carl las conocía casi todas.

Por eso observó la puerta cerrada.

– No, esa habitación está muy desordenada -objetó Johan, que se había colocado delante y le cortaba el paso-. Pasa al comedor, Assad. O ve a tomarte un café a la cocina, acabo de prepararlo.

Pero Assad también había captado la señal.

– No, gracias; prefiero el té -dijo. Y a continuación lo empujó y abrió la puerta de par en par.

La habitación contigua también tenía el techo alto. Había mesas a lo largo de toda la pared cubiertas de carpetas y papeles amontonados. Sin embargo, lo más interesante era el rostro que los observaba desde la pared con ojos melancólicos. Se trataba de una imagen de un metro de altura que mostraba a una joven. La que había muerto en Rørvig, Lisbet Jørgensen. Los cabellos indómitos contra un fondo sin nubes. Una instantánea de verano de un rostro cuajado de sombras. De no haber sido por los ojos, por el tamaño y por el lugar tan destacado que ocupaba, apenas habrían reparado en ese rostro. Pero lo hicieron.

Al entrar en la habitación pudieron comprobar que se trataba de un templo. Todo hacía referencia a Lisbet. Flores frescas debajo de una pared llena de recortes sobre el asesinato, otra pared decorada con las características fotos Instamatic cuadradas de la chica en tonos descoloridos, una blusa, algunas cartas y postales. Los buenos y los malos tiempos amontonados unos encima de otros.

Johan no dijo ni una palabra, se limitó a colocarse frente a la foto y perderse en su mirada.

– ¿Por qué no podíamos ver este cuarto, Johan? -preguntó el subcomisario.

Él se encogió de hombros y Carl comprendió. Era demasiado íntimo. Lo que aquellas paredes dejaban al descubierto era su alma, su vida y sus sueños rotos.

– Te dejó aquella noche, cuéntanos las cosas entonces como son, Johan, será mejor para ti, o sea -volvieron a resonar las acusaciones de Assad.

El joven se volvió y lo miró con dureza.

– Yo lo único que tengo que decir es que lo que más amaba en el mundo fue masacrado por los mismos que hoy se ríen de nosotros desde lo más alto del pastel. Que si un mierda retrasado como Bjarne Thøgersen acabó pagando el pato fue solo por una cosa:dinero. Dinero de Judas, pasta, vil metal, joder. Por eso fue.

– Y tú quieres ponerle fin a todo esto -aventuró Carl-. Pero ¿por qué precisamente ahora?

– Porque vuelvo a estar solo y no puedo pensar en nada más. ¿Es que no lo entendéis?


Johan Jacobsen no tenía más que veinte años cuando Lisbet aceptó su propuesta de matrimonio. Sus padres eran amigos, sus familias se veían con frecuencia y él había estado enamorado de ella desde que tenía uso de razón.

Aquella noche la pasó con ella mientras su hermano hacía el amor con su novia en la habitación de al lado.

Mantuvieron una conversación seria y después hicieron el amor, por lo que a ella respecta a modo de despedida. Con las primeras luces del alba, Johan salió de allí con lágrimas en los ojos. Ese mismo día la encontraron muerta. En apenas diez horas, el muchacho había pasado de la mayor de las dichas al mal de amores para luego acabar en el peor de los infiernos. Jamás levantó cabeza después de aquella noche y la mañana que siguió. Tuvo otra novia con la que se casó y fue padre de dos hijos, pero su mundo siempre siguió girando alrededor de Lisbet.

Cuando su padre le confesó en su lecho de muerte que había robado el expediente del caso para entregárselo a la madre de la joven, Johan aguardó tan solo un día y se presentó en casa de Martha a recoger la carpeta.

Aquellos papeles se convirtieron en su más preciada posesión y a partir de aquel momento Lisbet pasó a ocupar un espacio cada vez mayor en su vida.

Al final demasiado, tanto que su mujer terminó por dejarlo.

– ¿Qué quieres decir con que «ocupaba espacio», entonces? -preguntó Assad.

– Hablaba de ella constantemente. Pensaba en ella día y noche. Todos los recortes sobre el caso, todos los informes. No podía dejar de leerlos y releerlos.

– ¿Y ahora? ¿Quieres acabar con todo eso de una vez? ¿Por eso nos has metido a nosotros en el caso?

– Sí.

– ¿Y qué tienes? ¿Esto?

Carl señaló todos los montones de recortes de prensa.

Él asintió.

– Si lo revisas todo, sabrás que lo hizo la banda del internado.

– Nos has mandado una lista con otras agresiones, ya lo hemos visto. ¿Es eso lo que tienes en mente?

– Esa lista no es más que una parte, aquí tengo la lista completa.

Se inclinó sobre la mesa, levantó una pila de recortes y sacó un folio que había debajo.

– Todo empieza aquí, antes del crimen de Rørvig. Este chico estudiaba en el internado, lo dice ahí.

Señaló hacia una página del diario Politiken del 15 de junio de 1987 cuyo titular rezaba: «Trágico accidente en Bellahøj. Un joven de 19 años fallece al caer de un trampolín».

Hizo un recorrido por los casos. Carl conocía muchos de ellos por la lista que habían dejado en el Departamento Q. Había un intervalo de entre tres y cuatro meses entre cada uno y varios habían tenido un desenlace fatal.

– Pero podrían ser todos accidentes, entonces -observó Assad-. ¿Qué tienen que ver con los críos del internado? Esos accidentes no tienen por qué tener relación unos con otros. ¿Tienes alguna prueba?

– No; ese es vuestro trabajo.

Assad volvió la cabeza hacia otro lado.

– Sinceramente, aquí no hay nada, lo que pasa es que este caso te ha dejado mal de la cabeza y lo siento por ti. Deberías buscar ayuda psicológica. ¿Por qué no vas a que te vea Mona Ibsen en Jefatura, en vez de jugar al gato y el ratón?


Carl y Assad regresaron a Jefatura en silencio, tenían muchas cosas en que pensar. El caso se cocía a toda presión en sus cerebros.

– Prepara un té, Assad -dijo Carl de vuelta en el sótano mientras empujaba hacia un rincón las bolsas del Føtex que contenían el material de Johan Jacobsen-. Y que no esté muy dulzón, ¿entendido?

Subió los pies a la mesa, puso las noticias de la segunda cadena y desconectó la mente con la esperanza de que aquella jornada ya no pudiera aportar nada nuevo.

Los siguientes cinco minutos alteraron la situación.

Contestó al teléfono al primer tono y levantó los ojos hacia el techo cuando oyó la sombría voz del jefe de Homicidios.

– Acabo de hablar con la directora de la policía, Carl. No ve motivo alguno para que continúes hurgando en ese caso.

El subcomisario protestó, al principio fingiendo, pero al ver que Marcus no tenía intención de darle mayores explicaciones sintió que la temperatura de la región occipital de su cabeza iba en aumento.

– ¿Y eso por qué? Vuelvo a preguntarte.

– Porque sí. Tu mayor prioridad han de ser única y exclusivamente aquellos casos que no se hayan cerrado con una condena; los demás, déjalos en las estanterías del archivo.

– ¿Y no lo decido yo?

– No, si la directora dispone lo contrario.

Y con eso concluyó la conversación.

– Delicioso té con menta con un poquito de azúcar -anunció Assad. Después le tendió la taza, donde la cucharilla se mantenía casi en vertical en medio de un mar de almíbar.

Carl la asió, hirviente y nauseabunda, y se la echó entre pecho y espalda de un trago. Empezaba a acostumbrarse a aquel brebaje.

– No te enfades, Carl. Podemos dejar el caso unas semanas hasta que Johan vuelva al trabajo y luego, en cuanto vuelva, presionarlo sin que se note. Ya verás como al final termina confesando.

El subcomisario escrutó su expresión alegre. Si no lo conociera, habría pensado que llevaba pintada la sonrisa. No hacía ni media hora el caso lo había convertido en un tipo agresivo, impertinente y sombrío.

– ¿Confesando qué, Assad? ¿De qué coño estás hablando?

– Aquella noche Lisbet Jørgensen le dijo que ya no lo quería para nada, entonces. Seguro que le contó que había conocido a otro, así que él volvió por la mañana y los mató a los dos. Si hurgamos un poco en la cosa, seguro que descubrimos que también había alguna porquería entre el hermano de Lisbet y Johan. A lo mejor se volvió loco.

– Olvídalo, Assad, nos han apartado del caso. Además, no me trago tu teoría. Demasiado intrincada.

– ¿Trincada?

– No, joder; intrincada. Si hubiera sido Johan, se habría venido abajo hace siglos.

– No si está mal de la azotea.

Se dio unos golpecitos con el dedo en la calva de la coronilla.

– Alguien que está mal de la azotea no va dejando pistas como ese Trivial, te tira el arma homicida en plena jeta y mira para otro lado. Además, ¿no has oído lo que te he dicho? Nos han apartado del caso.

Assad observaba con indiferencia la pantalla plana de la pared, donde se veía un reportaje sobre la agresión de Store Kannikestræde.

– No, no lo he oído. No quiero oírlo. ¿Y quién dices que nos ha apartado?

Olieron a Rose antes de verla. Apareció de repente, cargada de artículos de oficina y bolsas de la panadería con motivos navideños. Algo pronto, se mirase como se mirase.

– ¡Toc, toc! -dijo al tiempo que golpeaba dos veces el marco de la puerta con la frente-. ¡Ya está aquí la caballería, tatáááá! Deliciosos bollitos para todos.

Assad y Carl intercambiaron una mirada, el uno con expresión atormentada y el otro echando chispitas por los ojos.

– Hola, Rose, y bienvenida al Departamento Q. Te lo tengo todo preparado, puedes estar segura, entonces -la acogió el pequeño desertor.

Mientras Assad la arrastraba hacia el cuartito de al lado, ella le lanzó una elocuente mirada a Carl. No te vas a librar de mí, decía. Como si él no tuviera ni voz ni voto en todo aquello, joder. Como si fuera a venderse por un trozo de pastel y una pastita.

Observó por un instante las bolsas del Føtex del rincón y sacó una hoja de la cajonera.

Luego anotó:


Sospechosos:


– ¿Bjarne Thøgersen?

– ¿Uno o varios de los demás miembros de la banda del internado?

– ¿Johan Jacobsen?

– ¿Un desconocido?

– ¿Alguien relacionado con la banda del internado?


La frustración ante tan pobres resultados le hizo fruncir el ceño. Si Marcus lo hubiera dejado en paz, él mismo habría roto ese papel en pedacitos, pero no, le habían dado instrucciones de abandonar el caso y eso le impedía hacerlo.

De niño su padre le tenía calado. Le prohibía expresamente que arase el prado y por eso Carl lo hacía. Le advirtió que se apartara del ejército y por eso su hijo solicitó alistarse. Su astuto padre le elegía hasta las chicas. Decía que las hijas de tal y tal granjero no servían y allá que iba él lanzado. Así era Carl y así había sido siempre. Nadie podía decidir por él, por eso era tan manipulable. Él lo sabía. La cuestión era si la directora de la policía también lo sabía. No parecía muy probable.

Pero ¿de qué demonios iba todo aquello? ¿Cómo sabía la directora que estaba investigando aquel caso? Había muy poca gente enterada.

Repasó mentalmente: Marcus Jacobsen, Lars Bjørn, Assad, la gente de Holbæk, Valdemar Florin, el viejo del pueblo, la madre de las víctimas…

Permaneció unos momentos con la mirada perdida. Sí, pensándolo bien, lo sabían todos ellos y un montón de gente más.

En esos momentos podía ser cualquiera o cualquier cosa lo que había echado el freno al caso. Cuando se mencionaban nombres como los de Florin, Dybbøl Jensen y Pram en relación con un asesinato, no se tardaba mucho en perder pie.

Pero no. A él le traía sin cuidado quién se llamaba cómo y qué se le había perdido por allí a la directora. Ahora que estaban en marcha, no iba a detenerlos nadie.

Levantó la mirada. Del despacho de Rose salían nuevos sonidos que invadían el pasillo. Su extraña risa gruñona. Vehementes exclamaciones y la voz de Assad a plena potencia. De seguir así, la gente creería que estaban en una rave-party.

Sacó un cigarrillo del paquete con unos golpecitos, lo encendió y observó por un instante la neblina que recubría el papel. Luego escribió:


Tareas pendientes:


– ¿Otros crímenes similares en el extranjero por esa época? ¿Suecia? ¿Alemania?

– ¿Queda en servicio algún miembro del equipo que llevó la investigación?

– Bjarne Thøgersen/Vridsløselille.

– Accidente del alumno del internado en la piscina de Bellahøj. ¿Casualidad?

– ¿Con quién podemos hablar que estuviera en el internado por aquel entonces?

– El abogado Bent Krum.

– Torsten Florin, Ditlev Pram y Ulrik Dybbøl Jensen: ¿tienen casos abiertos? ¿Denuncias en el trabajo? ¿Perfiles psicológicos?

– Localizar a Kirsten-Marie Lassen, alias Kimmie; ¿con qué parientes podemos hablar?

– ¡Circunstancias en las que murió Kristian Wolf!


Dio un par de golpecitos en el papel con el lápiz y añadió sin apretar apenas:


– Hardy.

– Mandar a Rose a hacer puñetas.

– Echarle un buen polvo a Mona Ibsen.


Releer la última línea un par de veces le hizo sentirse como un adolescente travieso grabando nombres de chicas en el pupitre. Si ella supiera cómo se le ponían las pelotas cada vez que se la imaginaba con el culo al aire y las tetas balanceándose… Respiró hondo y sacó una goma del cajón para borrar las dos últimas líneas.

– Carl Mørck, ¿molesto? -preguntó desde la puerta una voz que le calentó y le heló la sangre al mismo tiempo. La médula espinal del subcomisario transmitió cinco órdenes a su cerebro: suelta la goma, tapa la última línea, deja el cigarro, quita esa cara de panoli, cierra la boca.

– ¿Molesto? -repitió la voz.

Él seguía allí pasmado tratando de mirarla a los ojos.

Seguía teniéndolos castaños. Mona Ibsen había vuelto. A punto estuvo de morirse de espanto.


– ¿Qué quería Mona? -le preguntó Rose con una sonrisita. Como si fuera asunto suyo.

Se quedó en la puerta masticando con parsimonia un bollo de crema mientras él trataba de volver al mundo real.

– ¿Qué quería, Carl? -preguntó Assad también con la boca llena. Jamás en la historia se vio tan poca cantidad de crema pastelera embadurnada tan a conciencia entre tal cantidad de pelos de barba.

– Luego te cuento.

Después se volvió hacia Rose con la esperanza de que no reparara en sus mejillas al rojo, avivadas por la sangre que bombeaba su enloquecido corazón.

– ¿Estás a gusto en tu nueva sede?

– ¡Pero qué oigo! ¿Cierto interés? Muchas gracias. Sí, si odias la luz del sol, el color en las paredes y estar rodeada de personas amables, he dado con el sitio perfecto.

Le dio un codazo a Assad en el costado y añadió:

– Era una broma, Assad. Tú no estás mal.

Decididamente, iba a ser una colaboración muy agradable.

Carl se levantó a garabatear con dificultad en la pizarra la lista de sospechosos y la de tareas pendientes.

Después se volvió hacia su recién instalado prodigio de secretaria. Si creía que lo de ahora eran preocupaciones, ya le daría él otras cosas en que pensar. La iba a dejar tan deslomada que un puesto de prensadora de cajas de cartón en la fábrica de margarina le parecería el paraíso.

– El caso que tenemos entre manos es algo espinoso a causa de los posibles implicados -explicó sin poder apartar los ojos del trozo de pastel que Rose mordisqueaba con los incisivos como si fuera una ardilla-. Assad te pondrá al corriente dentro de un momento. Después te voy a pedir que coloques los papeles que hay en esas bolsas por orden cronológico y añadas lo que hay encima de la mesa. Luego haz una copia para ti y otra para Assad, de todo menos de esta carpeta, que tendrá que esperar.

Apartó la carpeta gris de Johan Jacobsen y Martha Jørgensen.

– Cuando hayas acabado, averigua todo lo que puedas sobre esto -prosiguió señalando la línea que hacía referencia al accidente en el trampolín de Bellahøj-. Tenemos mucho que hacer, así que espabila. Encontrarás la fecha del accidente en el resumen que hay arriba del todo en la bolsa roja. Verano de 1987. Antes del crimen de Rørvig. En algún momento del mes de junio.

Esperaba que protestara un poco, que hiciese un comentario avinagrado que le permitiera endosarle un par de encargos más, pero ella mantuvo una asombrosa sangre fría. Se limitó a observar con aire impasible la mano en la que sostenía el medio bollo de crema que luego se introdujo en unas fauces que parecían capaces de engullir cualquier cosa.

El subcomisario se volvió hacia Assad.

– ¿Qué te parecería librarte del sótano un par de días?

– ¿Es algo de Hardy?

– No. Quiero que encuentres a Kimmie. Tenemos que empezar a formarnos nuestra propia idea de la banda del internado. Yo me pongo con los demás.

Assad parecía estar imaginándose la escena. Él en busca de una mujer sin techo por las calles de Copenhague mientras su jefe se quedaba calentito en su despacho con los ricos atiborrándose de café y coñac. Al menos eso le pareció a Carl.

– No lo entiendo, Carl -dijo-. ¿Vamos a seguir con el caso? ¿No nos acaban de decir que lo dejemos, entonces?

Mørck frunció el entrecejo. Su ayudante debería haber tenido la boca cerrada. ¿Y si Rose no era uno de los suyos? ¿Por qué la habían enviado allí abajo? Él no la había pedido.

– Sí, ahora que Assad lo dice, la directora de la policía nos ha dado luz roja en este asunto. ¿Te supone algún problema? -preguntó dirigiéndose a ella.

Rose se encogió de hombros.

– Por mí, está bien. Pero la próxima vez los bollos los compras tú.

Luego cogió las bolsas y salió del despacho.


Apenas recibió las directrices, Assad desapareció. Tenía que llamar al móvil de Carl dos veces al día para informarle de cómo iba la búsqueda de Kimmie. Se había llevado una lista que incluía una visita al registro civil, otra a la comisaría del centro, a los servicios sociales municipales, a los voluntarios del albergue del Ejército de Salvación de Hillerødgade y a un montón de sitios más. Una labor titánica para un hombre que aún tenía arena detrás de las orejas, sobre todo habida cuenta de que hasta la fecha los únicos datos de que disponían acerca de las idas y venidas de Kimmie procedían de Valdemar Florin. Según él, llevaba años vagando por las calles del centro de Copenhague con una maleta. No eran precisamente datos concretos, y eso si decidían creerlo. Teniendo en cuenta la turbia reputación de la banda del internado, era bastante dudoso que siguiera con vida.

Carl abrió la carpeta verde y copió el número de identidad de Kirsten-Marie Lassen. Después salió al pasillo, donde Rose volcaba montones de papeles en la fotocopiadora con irritante energía.

– Aquí hacen falta unas mesas para dejar las cosas -dijo sin levantar la vista.

– ¿Ah, sí? ¿De alguna marca en concreto? -preguntó él con una sonrisa malévola al tiempo que le tendía el número que había anotado-. Necesito todos los datos de esta persona. Su último domicilio, posibles ingresos hospitalarios, cobro de subsidios, estudios, domicilio de sus padres si aún viven… Deja las fotocopias para más tarde, lo necesito urgentemente. Todo, gracias.

Ella se irguió todo lo alto que le permitían sus zapatos de tacón de aguja. No era agradable sentir sus ojos clavados en la nuez.

– Tendrás la lista de mesas para hacer el pedido dentro de diez minutos -dijo secamente-. Me inclino por el catálogo de Malling Beck, tienen unas mesas regulables que cuestan cinco o seis mil coronas.


En un estado de semiinconsciencia, iba echando productos al carrito con la imagen de Mona Ibsen acechándole desde todos los rincones de su organismo. Lo primero que había notado era que no llevaba puesta la alianza. Eso y cómo se le secaba la garganta cada vez que ella lo miraba, una señal más de que ya hacía tiempo que de mujeres, nada. Mierda.

Alzó la mirada y trató de orientarse por la inmensa ampliación del Kvickly, al igual que tantos otros que deambulaban perdidos buscando el papel higiénico en lo que había pasado a ser la sección de cosméticos. Era de locos.

Al final de la calle peatonal no tardarían en dar por finalizada la demolición de La Competencia, la vieja tienda de confecciones. Allerød ya no era el idílico pueblecito de antaño y a él empezaba a resultarle indiferente. Si no conquistaba a Mona Ibsen, por él podían derribar la iglesia para levantar otro hipermercado.

– ¿Pero qué coño has comprado, Carl? -preguntó Morten Helland, su inquilino, al vaciar las bolsas de la compra.

Él también había tenido un día duro: dos horas de ciencias políticas y tres en el videoclub. Sí, durísimo, pensó el subcomisario.

– Pensé que podrías preparar chile con carne -contestó.

Decidió no hacer caso del comentario de Morten sobre lo estupendo que habría sido, en ese caso, que hubiese comprado judías y algo de carne.

Lo dejó rascándose la cabeza junto a la encimera y subió al primer piso, donde las ondas de la nostalgia estaban a punto de hacer que la puerta de Jesper saliera disparada hacia las escaleras.

El muchacho estaba al otro lado de la puerta despanzurrando soldados en la Nintendo en plena orgía de Led Zeppelin mientras la zombi de su novia, sentada en la cama, compartía con el mundo su sed de contacto vía SMS.

Carl suspiró al recordar lo ingenioso que había sido él con Belinda en el desván de Brønderslev. Larga vida a la electrónica. Siempre que él quedara al margen.

Se abalanzó hacia su habitación y miró la cama, hipnotizado. Si Morten no lo llamaba para que bajase a cenar en menos de veinte minutos, las sábanas habrían ganado la partida.

Se tumbó con los brazos por debajo de la nuca y la mirada en el techo mientras imaginaba la piel desnuda de Mona Ibsen deslizándose por debajo del edredón. Si no se decidía pronto, se le iban a quedar los huevos como pasas. O Mona Ibsen o un par de incursiones rápidas por los tugurios; si no, más le valía unirse a la policía de Afganistán. Mejor una pelota dura en el cráneo que tener dos pasadas en los gayumbos.

Un horroroso híbrido a medio camino entre el gangsta rap y un poblado entero de chabolas de hojalata desmoronándose retumbó a través de la pared que compartía con el cuarto de Jesper. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Ir a quejarse, taparse los oídos o qué?

Se quedó echado con la almohada bien pegada a la cabeza. Quizá fuera eso lo que le recordó a Hardy.

Hardy, que no podía moverse. Hardy, que no podía rascarse la frente cuando le picaba. Hardy, que no podía hacer nada más que pensar. Si hubiera sido él, habría enloquecido hacía tiempo.

Desvió la mirada hacia la foto donde se le veía con Hardy y Anker, pasándose los brazos por los hombros unos a otros. Tres policías acojonantes, pensó. ¿Por qué no habían estado de acuerdo en su última visita? ¿Qué había querido decir con eso de que alguien estaba esperándolos en la casa de Amager?

Observó a Anker. Era el más bajo de los tres, pero también el que tenía la mirada más intensa. Su amigo llevaba muerto casi nueve meses y él seguía viendo esos ojos con toda claridad. ¿De veras pensaba Hardy que podía existir alguna relación entre Anker y los tipos que lo mataron?

Negó con la cabeza. Le costaba creerlo. Después recorrió con la mirada las fotografías enmarcadas que hablaban de instantes felices de un tiempo ya pasado con Vigga, cuando aún le encantaba meterle los dedos en el ombligo; la imagen de la granja de Brønderslev; la foto que le hizo Vigga el día que volvió a casa con su primer uniforme de gala.

Entornó los ojos. El rincón donde colgaba la foto estaba oscuro, pero aun así resultaba evidente que había algo fuera de lugar.

Soltó la almohada, se levantó mientras Jesper iniciaba una nueva orgía sonora terrorífica al otro lado del tabique y se acercó lentamente a la fotografía. Al principio las manchas parecían sombras, pero al llegar a su altura comprendió de qué se trataba.

Una sangre tan fresca que no dejaba lugar a dudas. Solo entonces reparó en que se escurría por la pared en finas líneas. ¿Cómo demonios se le había pasado por alto? ¿Y qué demonios era?

Llamó a Morten a gritos, arrancó a Jesper de su plácido trance delante de la pantalla y les mostró las manchas. Ellos lo miraron con asco y resentimiento, respectivamente.

No, Morten no tenía absolutamente nada que ver con aquella porquería.

Y no, Jesper tampoco tenía ni repajolera idea de qué le estaba contando, ni su novia tampoco, si era lo que pensaba. ¿Es que tenía la cabeza llena de serrín o qué?

Carl volvió a mirar la sangre y asintió.

Alguien con el equipo adecuado no tardaría ni tres minutos en entrar en la casa, encontrar algo que Carl observara con frecuencia, salpicarlo con un poco de sangre de algún animal y desaparecer, y no tenía que resultar muy difícil encontrar esos tres minutos teniendo en cuenta que Magnolievangen, en realidad toda la urbanización de Rønneholtparken, se quedaba prácticamente desierta de ocho a cuatro.

Si alguien pensaba que esos jueguecitos conseguirían apartarlo de la investigación, no solo era extraordinariamente tonto.

Además era culpable, joder.

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