Ditlev subió todas las escaleras de Caracas en cuatro zancadas.
– ¿Dónde está? -le aulló a la secretaria.
Después salió en la dirección que indicaba su dedo.
Frank Helmond estaba completamente solo, en ayunas y dispuesto para su segunda operación.
Cuando Ditlev entró en la habitación no encontró respeto en su mirada.
Qué extraño, se dijo el médico mientras sus ojos recorrían la sábana hasta llegar al rostro inmovilizado del paciente. Aquí está el muy cretino, mirándome sin el menor respeto. ¿Es que no ha aprendido la lección? ¿Quién le ha dejado hecho un cromo y quién ha vuelto a apañarlo?
A fin de cuentas, habían estado de acuerdo en todo. El tratamiento de los numerosos desgarrones del rostro de Helmond iría acompañado de un suave lifting facial y una intervención para reafirmar la zona del cuello y el pecho. Liposucción, cirugía y unas manos diestras, eso le estaba ofreciendo. Teniendo en cuenta que, además, añadía al trato a su mujer y su fortuna, no le parecía mucho pedir, si no un poco de gratitud por parte de Helmond, al menos sí que mantuviera su palabra y mostrara un mínimo de humildad.
Pero Helmond no había cumplido con su parte porque se había ido de la lengua. Algunas enfermeras tenían que estar asombradas con lo que habían oído y ahora habría que hacerlas entrar en razón.
Independientemente de lo atontado por la anestesia que estuviera el paciente, lo dicho, dicho estaba. «Han sido Ditlev Pram y Ulrik Dybbøl Jensen.»
Eso había dicho.
Ditlev se ahorró los preámbulos, el tipo parecía preparado para oír lo que fuera.
– ¿Sabes lo fácil que es matar a un hombre durante la anestesia sin que nadie lo descubra? -le preguntó-. ¿Ah, no? Pues ahora que te están preparando para la operación de esta tarde, Frank, espero que a los anestesistas no les tiemble el pulso. Al fin y al cabo, les pago para que hagan bien su trabajo, ¿verdad?
Levantó el dedo índice a modo de advertencia.
– Una cosa más. Supongo que ahora estamos de acuerdo y piensas cumplir tu parte del trato y tener la boca cerrada, porque de lo contrario te arriesgas a que tus órganos terminen como piezas de repuesto para personas más jóvenes y mejores que tú, y eso sería muy molesto, ¿verdad que sí?
Ditlev rozó levemente el gotero, que ya estaba conectado.
– No te guardo rencor, Frank, así que tú tampoco me lo guardes a mí, ¿entendido?
Apartó la cama de un buen empujón y dio media vuelta. Si eso tampoco funcionaba, él se lo habría buscado.
Al salir cerró con tal violencia que un celador que pasaba por allí se acercó a comprobar que la puerta seguía entera cuando lo vio alejarse.
Después fue directamente a la lavandería. Hacía falta algo más que un desahogo verbal para sacarle del cuerpo la desagradable sensación que la sola presencia de Helmond le provocaba.
Su más reciente adquisición, una jovencita de Mindanao -donde te cortaban la cabeza si te acostabas con quien no debías-, seguía sin estrenar. La veía con muy buenos ojos. Era justo como le gustaban. La mirada huidiza y una enorme conciencia de su escaso valor. Eso, combinado con la accesibilidad de su cuerpo, encendía un volcán en su interior. Un volcán cuyo único anhelo era que lo extinguieran.
– Tengo el tema de Helmond bajo control -informó algo más tarde.
Ulrik asintió satisfecho tras el volante. Se le veía aliviado.
Ditlev contempló el paisaje, el bosque que empezaba a dibujarse a lo lejos, y se sintió lleno de calma. Al fin y al cabo, aquella semana tan descontrolada estaba teniendo un final bastante razonable.
– ¿Y la policía? -preguntó su amigo.
– Eso también. Han apartado del caso al tal Carl Mørck.
Se detuvieron junto a la finca de Torsten, a unos cincuenta metros de la entrada, y volvieron sus rostros hacia las cámaras. Diez segundos más y el portón que había entre los abetos carretera adelante empezaría a levantarse.
Cuando entraron en el patio, Ditlev marcó el número de Torsten en el móvil.
– ¿Dónde estás? -preguntó.
– Bajad por delante del criadero y aparcad. Estoy en la casa de fieras.
– Está en la casa de fieras -le explicó a Ulrik.
Empezaba a sentir una creciente excitación. Esa era la parte más intensa del ritual y, sin lugar a dudas, la favorita de Torsten.
Habían visto a Torsten Florin deambular entre modelos semidesnudas en infinidad de ocasiones, lo habían visto bañado por la luz de los focos recibiendo el tributo del público más selecto, pero jamás lo habían visto disfrutar tanto como cuando visitaban la casa de fieras antes de una cacería.
La siguiente se celebraría un día laborable aún por determinar, pero sería en el plazo de una semana. Esta vez solo participaría gente que se hubiera ganado el derecho a abatir la presa especial de la jornada alguna vez; gente para la que esas cacerías hubieran supuesto una experiencia importante y unos bienes materiales; gente digna de su confianza; gente como ellos.
Ulrik aparcó el Rover en el preciso instante en que Torsten salía del edificio con un mandilón de goma ensangrentado.
– Sed bienvenidos -los saludó sonriendo sin reservas.
De modo que venía de hacer una carnicería.
Habían ampliado el recinto desde su última visita. Ahora era más largo y más luminoso, con miríadas de cristales. Cuarenta obreros letones y búlgaros habían contribuido a que Dueholt empezara a parecerse al hogar que Torsten Florin ambicionaba desde que quince años atrás, a la edad de veinticuatro años, ganara sus primeros millones.
Había cerca de quinientas jaulas con animales en el interior, todas ellas iluminadas por lámparas halógenas.
Para un niño, un recorrido por la casa de fieras de Florin sería una experiencia mucho más exótica que una visita al zoo. Para un adulto medianamente interesado en el bienestar de los animales resultaría impactante.
– Mirad -les indicó Torsten-, un dragón de Komodo.
Su placer era ostensible, como si le sacudiera el cuerpo un orgasmo, y Ditlev lo entendía. Un animal peligroso y protegido como aquel no se podía cazar todos los días.
– Creo que vamos a llevarlo a la finca de los Saxenholdt cuando haya nieve. Estos cabrones se esconden mejor que nadie, y allí el coto es más o menos controlable. ¿Os lo imagináis?
– He oído que su mordedura es la más venenosa del planeta -dijo Ditlev-, así que habrá que dar en el blanco antes de que acabemos en sus fauces.
Observaron que Florin se estremecía en lo que parecía un escalofrío. Desde luego, les había buscado una pieza estupenda. ¿Cómo lo habría conseguido?
– ¿Y qué me dices de la próxima? -preguntó un curioso Ulrik.
Torsten extendió los brazos para dar a entender que él ya tenía una idea, pero les correspondía a ellos descubrir cuál era.
– Ahí están las opciones -dijo señalando por encima de un mar de jaulas repletas de animalillos de grandes ojos.
Todo estaba asépticamente limpio. Si todos aquellos animales, que juntos sumaban varios kilómetros de sistemas digestivos con sus correspondientes metabolismos, no lograban que el olor acre de su orina y sus excrementos dominara aquel espacio era gracias al magnífico equipo de empleados negros que Torsten tenía a sus órdenes. Tres familias somalíes vivían en sus terrenos. Barrían, cocinaban, quitaban el polvo y limpiaban que era un primor, pero eran invisibles cuando había invitados. Había que evitar las habladurías.
En la última fila, unas junto a otras, había seis jaulas altas en cuyo interior se distinguían unas siluetas encogidas.
Ditlev sonrió al observar las dos primeras. El chimpacé tenía una constitución armónica, pero también unos ojos agresivos clavados en su vecino, un dingo salvaje que temblaba con el rabo entre las piernas, mostrando unos dientes chorreantes de saliva.
Torsten era increíblemente creativo y sobrepasaba con mucho la barrera de lo que la gente común consideraba aceptable. Si las protectoras de animales llegaran a conocer una mínima parte de su mundo, el futuro que lo aguardaba era una pena de prisión y unas multas millonarias. Su imperio se desmoronaría de un día para otro. Para las mujeres con clase y dignidad no suponía ningún problema llevar abrigos de piel, pero dejar a un chimpancé medio muerto de miedo o forzar a un dingo a correr por un bosque danés para defender su vida, eso no, gracias.
Las últimas cuatro jaulas contenían criaturas más corrientes. Un gran danés, un gigantesco macho cabrío, un tejón y un zorro. Todos los observaban echados en la paja como si ya conocieran su destino, todos menos el zorro, que temblaba en un rincón.
– Os estaréis preguntando qué ocurre aquí. Os lo voy a explicar.
Florin metió las manos en los bolsillos del mandilón e hizo un gesto en dirección al gran danés.
– Ahí donde lo veis, tiene un pedigrí que se remonta al siglo pasado. Me ha costado la bonita suma de doscientas mil coronas, pero yo creo que no debería transmitir sus feos genes, con esos horribles ojos torcidos que tiene.
Era previsible que Ulrik se echara a reír.
– Y ese animal también es muy especial, para que lo sepáis -continuó señalando hacia la jaula número dos-. Como recordaréis, mi gran ídolo es Rudolf Sand, el abogado de la Audiencia Nacional, que registró minuciosamente sus trofeos a lo largo de un período de casi sesenta y cinco años. Fue un cazador legendario.
Asintió sumido en sus propias reflexiones y dio unos golpecitos en los barrotes que hicieron que el animal se retirara con la cabeza gacha y los cuernos amenazantes.
– Sand se cobró exactamente 53. 276 piezas. Un macho cabrío como este fue su mayor y más importante trofeo. Se trata de una cabra de cuernos retorcidos o marjor paquistaní. Os diré que Sand estuvo buscando un marjor macho por las montañas de Afganistán durante casi veinte años hasta que un día, tras ciento veinticinco duras jornadas de búsqueda, consiguió abatir uno enorme y viejísimo. Podéis leerlo todo en internet, os lo recomiendo. No abundan los hombres como él.
– ¿Y esto es un marjor?
La sonrisa de Ulrik era en sí asesina.
Torsten estaba disfrutando de lo lindo.
– Claro, joder, y no pesa mucho menos que el de Rudolf Sands. Dos kilos y medio menos, para ser exactos. Una bestia magnífica. Es lo que tiene disponer de contactos en Afganistán. Larga vida a la guerra.
Todos rieron antes de pasar al tejón.
– Este llevaba años viviendo al sur de mis tierras, pero el otro día se acercó demasiado a una de las trampas. ¿Sabéis? Me une una relación muy personal a este amiguito.
Ditlev pensó que en tal caso no sería esa la pieza que abatir. Ya se encargaría el propio Torsten de despacharlo algún día.
– Y luego tenemos a este de aquí, el inconfundible zorro. ¿A que no adivináis por qué es tan especial?
Estudiaron largo rato al convulso animal. Parecía asustado, pero permaneció erguido y con la cabeza orientada hacia ellos hasta que Ulrik dio una patada en los barrotes.
Su reacción fue tan rápida que sus mandíbulas se cerraron en torno a la punta del zapato de Ulrik. Ditlev y él se sobresaltaron. Luego advirtieron la espuma que le salía por la boca, la locura de sus ojos y la muerte que ya empezaba a hacer presa en él.
– ¡Joder, Torsten, esto es diabólico! Es este, ¿verdad? Este es el animal que vamos a cazar la próxima vez, ¿me equivoco? Vamos a soltar un zorro que tiene una rabia galopante.
Rio de tan buena gana que Ditlev no pudo hacer otra cosa que unirse a él.
– Has encontrado un bicho que conoce el bosque de arriba abajo y encima tiene la rabia. No veo el momento de que se lo cuentes a los demás. Joder, Torsten, ¿por qué no se nos había ocurrido antes?
Florin se sumó a las risas de sus amigos y el edificio se llenó de gemidos y susurros de animales que se agazapaban dentro de sus jaulas.
– Menos mal que llevas unas botas resistentes, Ulrik -observó entre carcajadas mientras señalaba la dentadura que seguía marcada en la Wolverine especialmente confeccionada para su amigo-, si no, habríamos acabado en el hospital de Hillerød y no hubiera sido muy fácil de explicar, ¿no crees? Una cosa más -añadió conduciéndolos hacia la parte del recinto donde la luz era más potente-. ¡Mirad!
Les mostró el campo de tiro que había construido como prolongación de la casa de fieras, un tubo de unos dos metros de altura y al menos cincuenta de longitud marcado metro por metro. Tres dianas. Una para tiro con arco, otra para disparar con rifle y, por último, otra con revestimiento de acero para calibres más gruesos.
Recorrieron las paredes con la mirada, impresionados. Al menos cuarenta centímetros de aislamiento acústico. Si alguien oía los disparos desde el exterior, tenía que ser un murciélago.
– He mandado instalar salidas de aire por todas partes para poder simular diferentes condiciones atmosféricas.
Apretó un botón.
– Con un viento de esta intensidad, la desviación del tiro exige una corrección de entre un dos y un tres por ciento en los disparos con arco.
Señaló hacia la pantalla de un miniordenador que había en la pared.
– Se puede programar cualquier tipo de arma y hacer una simulación de viento.
Entró en el dispositivo.
– Pero primero hay que probar lo que se siente en la piel, no vamos a llevarnos todo el equipo al bosque, ¿no?
Ulrik pasó después. Sus fuertes cabellos no se movieron un milímetro. En ese sentido, Torsten disponía de un indicador de cuero cabelludo algo mejor.
– Vamos allá -prosiguió Torsten-. El caso es que vamos a soltar un zorro rabioso en el bosque. Como habéis visto, es enormemente agresivo, de modo que los ojeadores llevarán las piernas protegidas hasta las ingles.
Les indicó la altura con las manos.
– Los más expuestos seremos los cazadores. Me encargaré, por supuesto, de que haya vacunas a mano, pero las heridas que puede hacer un animal en su estado bastarían para matar a un hombre. ¡Una arteria arrancada del muslo y ya sabéis lo que pasa!
– ¿Cuándo piensas anunciárselo a los demás? -preguntó Ulrik con voz emocionada.
– Justo antes de empezar. Pero mirad esto, amigos.
Desapareció detrás de una bala de paja y sacó un arma. A Ditlev le entusiasmó su elección. Era una ballesta, y para colmo, con mira telescópica. Completamente ilegal en Dinamarca tras la reforma de la ley de armas de 1989, pero letal como pocas e insuperable a la hora de apuntar. Si era posible, claro. Además, solo se podía tirar una vez, porque volver a cargarla llevaba su tiempo. Sería una cacería repleta de riesgos enormes y desconocidos. Como tenía que ser.
– Van a llamarla Relayer Y25. Es el modelo especial con el que piensan celebrar el aniversario de Excalibur esta primavera. Solamente han fabricado mil unidades y estas dos de aquí. No se puede pedir más.
Las sacó de su escondrijo y le entregó una a cada uno.
Ditlev sopesó la suya con el brazo extendido. Era ligerísima.
– Las hemos introducido en el país desmontadas, cada parte se ha enviado por separado. Creía que habíamos perdido una pieza, pero al final apareció ayer.
Se echó a reír.
– Hemos tardado un año, ¿qué os parece?
Ulrik pellizcó la cuerda. Sonaba como un arpa. Un tono agudo y afinado.
– Dicen que puede con doscientas libras, pero yo creo que se han quedado cortos. Y con una flecha 2219, ningún animal, por grande que sea, sobrevivirá a un disparo a menos de ochenta metros. Ahora veréis.
Torsten tomó una ballesta, apoyó el estribo en el suelo, introdujo el pie y pisó. Luego tiró con fuerza, la tensó y la bloqueó. Lo había hecho un millón de veces, los tres lo sabían.
Extrajo una flecha de la aljaba y la colocó con cuidado. Un movimiento prolongado, ágil y sosegado que contrastó con la fuerza explosiva que se desencadenó segundos más tarde, cuando la flecha salió despedida hacia la diana situada a cuarenta metros.
Contaban con que Torsten diera en el blanco; lo que no esperaban era el enorme arco que la flecha describió en el aire ni que perforase la diana y la destrozara.
– Cuando le disparéis al zorro, intentad hacerlo desde arriba para que la flecha no dé a uno de los ojeadores, porque es lo que ocurrirá si os descuidais; y no hiráis al zorro en el omóplato, no queremos que pase eso, ¿verdad? Porque así no se muere, sale corriendo.
Les entregó un papel.
– Aquí tenéis un enlace a una web donde explican cómo armar y utilizar la ballesta. Os recomiendo que veáis todos los vídeos con la máxima atención.
Ditlev leyó la dirección. Ponía:
http://www. excaliburcrossbow. com.
– ¿Por qué? -preguntó.
– Porque el sorteo lo vais a ganar vosotros dos.