Carl masticaba el trozo de pastel que Rose le había estampado en la mesa mientras veía un reportaje sobre el régimen militar de Birmania. Los mantos de color púrpura de los monjes ejercían un efecto similar al rojo del capote en el toro, atrayendo todas las miradas, de modo que las tribulaciones de los soldados daneses en Afganistán acababan de bajar en la escala de importancia.
Seguro que el primer ministro no lo sentía demasiado.
Faltaban solo unas horas para que el subcomisario se reuniera en el instituto de Rødovre con un exprofesor del internado, un tipo con el que Kimmie había tenido una aventura, según Mannfred Sloth.
Carl se sentía invadido por una extraña sensación irracional que muchos policías conocían en el curso de sus investigaciones.
A pesar de haber hablado con la madrastra de Kimmie, que la conocía desde niña, nunca se había sentido tan cerca de ella como en ese preciso instante.
Se quedó con la mirada perdida. A saber dónde estaría.
La imagen de la pantalla volvió a cambiar y emitieron por enésima vez el reportaje de la caseta que había estallado junto a las vías del tren. El tráfico ferroviario estaba paralizado porque habían saltado por los aires un par de catenarias. También se veían algo más adelante unas posicionadoras de carril amarillas de Banedanmark, de modo que debían de haber volado varios raíles.
Cuando apareció en pantalla el inspector jefe, Carl subió el volumen.
– Lo único que sabemos es que, al parecer, la caseta le ha servido de refugio a una sin techo por algún tiempo. Algunos trabajadores del ferrocarril la vieron salir furtivamente del edificio durante algunos meses, pero no hemos encontrado rastro de ella ni de ninguna otra persona.
– ¿Podría tratarse de un crimen? -preguntó la reportera con ese estilo exageradamente empático que se emplea para lograr que un reportaje de ínfima calidad parezca revolucionario.
– Lo que puedo asegurarle es que, hasta donde sabemos en la Dirección General de Ferrocarriles, en la caseta no había nada capaz de causar una explosión y mucho menos de esta magnitud.
La reportera se volvió hacia la cámara.
– Expertos en explosivos del Ejército llevan varias horas trabajando en la zona.
Se volvió de nuevo.
– ¿Qué han encontrado? ¿Se sabe en estos momentos?
– Bueno… Aún no sabemos con certeza si esa es la única explicación, pero el caso es que han localizado fragmentos de una granada del mismo tipo que las que usan nuestros soldados.
– ¿Quiere eso decir que han volado la caseta con granadas de mano?
Se le daba como a nadie estirar el tiempo.
– Posiblemente, sí.
– ¿Se sabe algo más de esa mujer?
– Sí, solía moverse por el barrio. Hacía la compra en el Aldi de ahí arriba -dijo señalando hacia Ingerlevsgadey de vez en cuando iba ahí a bañarse.
Se volvió hacia la piscina del centro de entrenamiento.
– Por supuesto, queremos invitar a cualquier persona que tenga algún dato sobre ella a que se ponga en contacto con la policía. La descripción aún no es muy exacta, pero creemos que se trata de una mujer blanca de entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años de edad y alrededor de un metro setenta de altura, algo ajada a consecuencia de la vida a la intemperie.
Carl se quedó petrificado con el trozo de pastel colgando de la boca.
– Viene conmigo -anunció al llegar para atravesar junto a Assad el cordón de policías y soldados.
Había muchísimo movimiento en las vías y las preguntas también eran muy numerosas. ¿Sería un intento de sabotaje? ¿Querrían, en ese caso, atentar contra un tren concreto? ¿Habría alguien importante entre los pasajeros del tren que pasaba junto a la caseta en el momento de la explosión? Sí, todo era un guirigay de preguntas y rumores de ese tipo y los periodistas pululaban por allí con las antenas desplegadas.
– Tú empieza por ese lado, Assad -le indicó Carl señalando hacia la parte de atrás de la caseta.
Había trozos de ladrillo por todas partes, grandes y pequeños, en el más completo caos. Astillas de madera procedentes de la puerta y del tejado, cartón piedra y canalones hechos pedazos. Parte de los cascotes había derribado la verja de acero, y en esos huecos esperaban al acecho los periodistas, por si alguien encontraba restos humanos.
– ¿Dónde están los trabajadores que la han visto? -le preguntó Carl a uno de sus compañeros de Jefatura. El hombre señaló hacia un corrillo de individuos que, con sus uniformes fosforescentes, parecían de un equipo de emergencias.
Cuando les mostró la placa, dos de ellos empezaron a quitarse las palabras de la boca.
– ¡Alto! Un momento, por favor.
A continuación señaló a uno de ellos.
– A ver, ¿cómo era?
El tipo parecía sentirse en su elemento. Una hora más y acabaría su turno. Qué día tan movidito.
– Nunca le vi la cara, pero solía llevar una falda larga y un chaquetón acolchado, aunque a veces de repente se ponía algo que no tenía nada que ver.
Su compañero asintió.
– Sí, y cuando iba por la calle solía llevar a rastras una maleta.
– ¡Ajá! ¿Qué maleta? ¿Negra? ¿Marrón? ¿Con ruedas?
– Una de esas con ruedas. Grande. El color iba cambiando, me parece.
– Sí -coincidió el otro-, es verdad. Yo, al menos, la he visto con una negra y otra verde, creo.
– Siempre miraba a todas partes como si la persiguieran -añadió el primero.
Carl asintió.
– Y así era. ¿Cómo es posible que siguiera viviendo en la casa una vez que la descubrieron?
El primero escupió en los cascotes que había a sus pies.
– Joder, si no la usábamos. Tal y como va el país, hay que aceptarlo: hay gente que no consigue salir adelante.
Sacudió la cabeza de un lado a otro.
– Yo pasé de irle con el chisme a nadie. ¿Qué iba a sacar con eso?
El otro se mostró de acuerdo.
– Tenemos por lo menos cincuenta casetas como esa de aquí a Roskilde. Imagínese la de gente que podría vivir en ellas.
Carl prefirió abstenerse. Un par de vagabundos borrachos y las vías acabarían sumidas en el caos.
– ¿Cómo pasó la valla?
Los dos se echaron a reír.
– Pues abriendo la puerta -repuso señalando hacia lo que fuera la entrada de la valla.
– Ajá. ¿Y de dónde sacó la llave? ¿Alguien ha echado la suya en falta?
Los dos se encogieron de hombros de manera exagerada, casi hasta la altura de sus cascos amarillos, y volvieron a reír hasta contagiar las carcajadas al resto del corro. ¿Cómo demonios iban a saberlo? Como si ellos controlaran aquellas puertas.
– ¿Algo más? -preguntó recorriendo al grupo con la mirada.
– Sí -dijo otro-. A mí me pareció verla el otro día en la estación de Dybbølsbro. Era ya un poco tarde y yo volvía a casa en uno de esos.
Señaló hacia una de las máquinas que levantaban los raíles.
– Ella estaba en el andén mirando hacia las vías, como si fuera Moisés y pensara separar las aguas. Creí que iba a tirarse cuando pasara la máquina, pero no lo hizo.
– ¿Le vio la cara?
– Sí, yo fui el que le contó a la policía cuántos años podía tener.
– Entre treinta y cinco y cuarenta y cinco, ¿no es eso?
– Sí, pero ahora que lo pienso creo que estaba más cerca de los treinta y cinco. Lo que pasa es que estaba muy triste y eso avejenta, ¿a que sí?
Carl asintió mientras se sacaba del bolsillo la foto de Kimmie que había hecho Assad. Poco a poco la impresión láser se iba estropeando. Los dobleces ya estaban muy marcados.
– ¿Es ella? -preguntó plantándosela al tipo en las narices.
– Joder, sí.
Parecía sorprendidísimo.
– No estaba como en la foto, pero que me cuelguen si no era ella. Reconozco las cejas. Las mujeres no suelen tenerlas tan anchas. Joder, está mucho mejor en esta foto.
Todos se arremolinaron alrededor de la fotografía y empezaron a comentarla mientras el subcomisario volvía la vista hacia la caseta en ruinas.
¿Qué coño ha pasado aquí, Kimmie?, se preguntó. Si hubiera conseguido localizarla veinticuatro horas antes, para entonces ya habrían logrado llegar mucho más lejos.
– Sé quién es -les comunicó instantes después a sus compañeros. Enfundados cada uno en su chaqueta de cuero parecían estar esperando a que alguien fuera a decirles aquella frase.
– ¿Podéis llamar a Skelbækgade y decirles a los de Desaparecidos que la mujer que vivía ahí es una tal Kirsten-Marie Lassen, conocida como Kimmie Lassen? Ellos tienen su número de identidad y el resto de los datos. Si averiguáis algo nuevo, quiero ser el primero en enterarme, ¿entendido?
Estaba a punto de irse, pero se detuvo.
– Una cosa más. A esos buitres -señaló hacia los periodistas-, ni hablar de darles su nombre, por Dios. ¿Estamos? Interferiría en otra investigación que estamos llevando a cabo. Y que corra la voz, ¿vale? Ni una palabra.
Reparó en Assad, que estaba prácticamente de rodillas en el suelo y hurgaba entre los cascotes. Curioso que los de la científica lo dejaran en paz. Al parecer ya se habían hecho una idea de la situación y habían descartado cualquier sospecha de terrorismo. Ya solo faltaba convencer a aquellos periodistas exaltados.
Menos mal que no era tarea suya.
Pasó de un salto por encima de lo que había sido la puerta de la caseta, una cosa verde, ancha y pesada con más de la mitad de su superficie cubierta de grafitis, y se abrió paso a través de la valla hasta la calle de un empujón. No le costó dar con el letrero, que seguía fijado al poste galvanizado. «Gunnebo, Vallas Løgstrup», ponía; y a continuación, un sinfín de números de teléfono.
Sacó el móvil y llamó a un par de ellos sin mayor fortuna. Puto fin de semana. Siempre había odiado los fines de semana. ¿Cómo se podía trabajar de policía si todo el mundo entraba en hibernación?
Ya hablará Assad con ellos el lunes, se dijo. A lo mejor alguien podía explicarles cómo se había hecho con esa llave.
En vista de que no había encontrado nada que se les hubiese pasado por alto a los de la científica, iba a hacerle señales a su ayudante de que se acercara cuando oyó un frenazo y vio que el jefe de Homicidios bajaba del coche en el mismísimo instante en que lo aparcaba medio subido en la acera. Como todos los demás, vestía chaqueta negra de cuero, aunque la suya era algo más larga, algo más reluciente y seguramente también algo más cara.
¿Qué coño pinta este aquí?, pensó Carl siguiéndolo con la mirada.
– No han encontrado ningún muerto -le gritó mientras Marcus Jacobsen saludaba con un cabeceo a unos compañeros que se encontraban al otro lado de la valla derribada.
– ¡Oye! ¿No puedes venirte conmigo en el coche para variar? -le preguntó cuando estuvieron frente a frente-. Ha aparecido la drogadicta que andabas buscando. Y está más muerta que muerta.
No era ninguna novedad. Un cadáver en el hueco de una escalera, pálido y tristemente acurrucado. El pelo grasiento extendido por encima de los restos de papel de plata y de porquería. Una existencia echada a perder y un rostro hinchado por los golpes. Apenas veinticinco años.
Una botella de Cocio rodaba de un lado a otro en el interior de una bolsa de plástico blanca.
– Sobredosis -informó el médico levantando el dictáfono. Habría que hacerle la autopsia, por supuesto, pero el forense conocía bien su oficio. La jeringuilla aún colgaba de la maltratada vena del tobillo.
– De acuerdo -dijo el jefe de Homicidios-, perooo…
Carl y él intercambiaron un gesto. Los dos pensaban lo mismo. Sobredosis, sí. Pero ¿por qué? ¿Una yonqui curtida como ella?
– Tú estuviste en su casa, Carl. ¿Cuándo?
El subcomisario se volvió hacia Assad, que lucía su habitual sonrisa muda. Parecía extrañamente ajeno a la atmósfera opresiva que se respiraba en el portal.
– Fue el martes, jefe.
Ya no tenía ni que consultar su libreta, daba miedo.
– El martes 25 por la tarde -añadió.
No tardaría en informarlo de que había sido a las 15. 32, a las 15. 59 o algo semejante. Si no lo hubiera visto sangrar, Carl pensaría que era un robot.
– Hace ya mucho de eso, pueden haber ocurrido montones de cosas desde entonces -comentó el jefe de Homicidios.
Luego se arrodilló y ladeó la cabeza sin perder de vista las marcas moradas que surcaban el rostro y el cuello de la mujer.
Eran posteriores a su encuentro con Carl, eso seguro.
– Esas lesiones no son inmediatamente anteriores al momento de su muerte, ¿verdad?
– Veinticuatro horas antes, diría yo -corroboró el forense.
Después de un ligero estruendo en lo alto de la escalera, uno de los chicos del antiguo equipo de Bak apareció con uno de esos personajes que nadie desearía ver dentro de su familia.
– Este es Viggo Hansen. Acaba de contarme algo que seguro que os interesa.
Aquel hombre corpulento miró de reojo a Assad, que le correspondió con una mirada arrogante.
– ¿Es necesario que esté él delante? -preguntó directamente al tiempo que dejaba al descubierto un par de brazos tatuados. Varias anclas, esvásticas y un KKK. Qué chico tan estupendo.
Al pasar junto a Assad lo apartó de un empujón con la barriga, haciendo que Carl abriera los ojos como platos. Por Dios, que su compañero no entrara al trapo.
Assad asintió y se contuvo. Mejor para el marinero.
– Ayer vi a la guarra esa con otra zorra.
Mientras la describía, el subcomisario sacó su desastrada impresión láser.
– ¿Era esta? -preguntó conteniendo la respiración. El olor a sudor rancio y orines era casi igual de penetrante que el tufo a alcohol que salía de entre los piños podridos de aquel borracho.
El tipo se restregó las cuencas de sus ojos adormilados y repugnantes y asintió; los pliegues de su papada empezaron a hacer carambola unos con otros.
– Le estaba dando de hostias a la yonqui, ya veis las marcas, pero entonces intervine y la eché de aquí. Menuda boquita tenía, la muy guarra -dijo sin dejar de esforzarse inúltilmente por mantener la vertical.
Menudo payaso. ¿Por qué mentía?
De pronto se acercó otro compañero y le susurró algo al oído a Jacobsen.
– Muy bien -contestó él, y se quedó un rato observando a aquel idiota con las manos en los bolsillos y esa mirada suya que en un instante se podría traducir en unas esposas.
– Viggo Hansen, acaban de comunicarme que eres un viejo conocido. Sumas un total de al menos diez años encerrado por violencia y agresiones sexuales contra mujeres y pretendes que nos traguemos que viste a esa mujer pegando a la muerta. Qué falta de inteligencia. ¿Cómo se te ocurre salir con semejante gilipollez, conociendo a la policía como la conoces?
Respiró hondo. Como si tratase de rebobinar hasta un punto de partida más adecuado. Como si estuviera a punto de lograrlo.
– Venga, hombre; las cosas como son. Las viste hablando y ya está. ¿Algo más?
El tipo bajó la vista. Su humillación era más que palpable. Quizá se debiera a la presencia de Assad.
– No.
– ¿Qué hora era?
Se encogió de hombros. La melopea había distorsionado su percepción del tiempo. Hacía años, seguramente.
– ¿Has estado bebiendo desde entonces?
– Solo para entretenerme.
Intentó sonreír. No era una visión muy agradable.
– Viggo admite que ha cogido unas cuantas cervezas que había en el hueco de la escalera -intervino el agente que había subido a buscarlo-. Unas cervezas y una bolsa de patatas fritas.
Lo que es a la pobre Tine ya no iban a servirle de gran cosa.
Le pidieron que no saliera de casa en lo que quedaba del día y que dejase de darle a la bebida. Al resto de los vecinos no les sacaron nada nuevo.
En resumidas cuentas:Tine Karlsen había muerto, aparentemente sola y sin que nadie la echase de menos; nadie aparte de Lasso, una enorme rata hambrienta a la que de vez en cuando llamaba Kimmie. No era más que otro número en las estadísticas y, de no ser por la policía, al día siguiente nadie la recordaría.
Al darle la vuelta a su cuerpo rígido, los de la científica no encontraron más que una mancha oscura de orina.
– Quién sabe lo que habría podido contarnos -murmuró Carl.
Marcus asintió.
– Sí, hay que reconocer que esta muerte no es un mal estímulo para seguir con la búsqueda de Kimmie Lassen.
Solo quedaba la cuestión de si serviría de algo.
Dejó a Assad en el lugar de la explosión y le pidió que hiciera algunas averiguaciones para ver si la investigación había aportado novedades. Después tenía instrucciones de volver a Jefatura a ver si Rose necesitaba algo.
– Yo voy primero a la tienda de animales y luego al instituto de Rødovre -le gritó mientras Assad emprendía una carrera decidida hacia los expertos en explosivos y los peritos de la policía que aun seguían infestando el terreno del ferrocarril.
Con sus enormes árboles de hojas amarillo chillón plantados en jardineras de roble y sus carteles de animales exóticos por toda la fachada, Nautilus Trading parecía un verde oasis en medio de los edificios de antes de la guerra que poblaban la tortuosa callejuela, seguramente la próxima en desaparecer para dejar paso a un montón de casoplones de lujo completamente invendibles. Era una empresa considerablemente mayor de lo que esperaba y quizá también bastante más grande de lo que era cuando Kimmie trabajaba allí.
Y, por supuesto, estaba cerrada. La paz sabatina lo había invadido todo.
Rodeó los edificios hasta dar con una puerta que no estaba cerrada con llave. «Entrega de mercancías», ponía.
La abrió y, tras recorrer diez metros, se encontró en medio de un infierno de humedad tropical que de inmediato lo dejó con las axilas chorreando.
– ¿Hay alguien? -gritaba cada veinte segundos en su peregrinar a través de acuariolandia y sauriolandia hasta un paraíso de trinos procedentes de cientos y cientos de jaulas colocadas en una nave que tenía el tamaño de un supermercado.
No logró localizar a un ser humano hasta la cuarta nave de jaulas llenas de mamíferos grandes y pequeños; estaba enfrascado en limpiar un recinto de unas dimensiones suficientes para albergar a un león o dos.
Al aproximarse, percibió un olor acre, a fiera, en medio de aquella peste nauseabunda y dulzona, de modo que era posible que, efectivamente, fuese una jaula para leones.
– Perdone. -Se presentó con delicadeza, aunque al tipo de la jaula casi le da un infarto y se le cayeron el cubo y la fregona.
En medio de un charco de agua jabonosa, y enfundado en unos guantes que le llegaban hasta los codos, observaba al policía como si hubiera ido allí a despellejarlo, literalmente.
– Perdone -repitió Carl, esta vez con la placa a la vista-. Carl Mørck, del Departamento Q de la Jefatura de Policía. Tendría que haber llamado antes de venir, pero es que estaba aquí al lado.
Tendría entre sesenta y sesenta y cinco años, el pelo canoso y multitud de pequeñas arrugas alrededor de los ojos, seguramente cinceladas a lo largo de años de entusiasmo entre suaves cachorros peludos. En ese preciso instante parecía algo menos entusiasmado.
– Una jaula muy grande para limpiarla -intentó ablandarlo el policía mientras palpaba los lisos barrotes de acero.
– Sí, pero tiene que quedar perfecta. Mañana se la llevan al dueño de la empresa.
Pasaron a una nave contigua donde la presencia de los animales era algo menos intensa.
– Sí -dijo el hombre-, claro que me acuerdo de Kimmie. Ella ayudó a levantar todo esto. Creo que estuvo con nosotros unos tres años, justo cuando ampliamos el negocio y nos convertimos en importadores y central de intermediación.
– ¿Central de intermediación?
– Sí. Cuando un agricultor de Hammer quiere cerrar una explotación con cuarenta llamas o diez avestruces, ahí es donde aparecemos nosotros. O cuando un criador de visones quiere pasarse a la chinchilla. Los zoológicos pequeños también recurren a nuestros servicios. Tenemos contratados a un zoólogo y a un veterinario.
La sonrisa le marcó las arrugas.
– Además, somos el principal mayorista de todo tipo de animales con certificado del norte de Europa. Podemos conseguir cualquier cosa, desde camellos hasta castores. En realidad, todo fue idea de Kimmie. Ella era la única que tenía la experiencia necesaria por aquel entonces.
– Se licenció en Veterinaria, ¿me equivoco?
– Bueno, sí, casi. Y tenía buena base comercial, así que se le daba bastante bien estudiar el origen de los animales, las rutas por las que nos llegaban y ocuparse además de todo el papeleo.
– ¿Por qué lo dejó?
El empleado movió la cabeza de un lado a otro.
– Uf, ya hace mucho de eso, pero algo pasó cuando Torsten Florin empezó a comprar aquí. Por lo visto se conocían de antes, y ella luego conoció a otro a través de él.
Carl observó un momento al vendedor. Parecía fiable. Buena memoria. Organizado.
– Torsten Florin; ¿se refiere al diseñador?
– Sí. Le interesan muchísimo los animales; de hecho es nuestro mejor cliente.
Volvió a ladear la cabeza muy despacio.
– Bueno, hoy por hoy decir eso es quedarse corto, porque ahora es el accionista mayoritario de Nautilus, pero entonces venía como cliente. Un joven muy apuesto y exitoso.
– Caramba, pues sí que tienen que interesarle los animales, sí.
Carl levantó la mirada por encima de aquel bosque de barrotes.
– Y dice que ya se conocían de antes. ¿Y en qué lo notó?
– Bueno, yo no estaba delante la primera vez que vino Florin, supongo que se saludarían cuando iba a pagar. Ella era la que se ocupaba de esas cosas en aquella época. Al principio no parecía muy entusiasmada con el reencuentro. Lo que ocurriera después, no sé decirle.
– Ese hombre que ha dicho antes que era amigo de Florin, ¿no sería Bjarne Thøgersen? ¿Se acuerda?
Se encogió de hombros. Al parecer, no lo recordaba.
– Kimmie se había ido a vivir con él un año antes, ¿sabe? -le explicó el policía-. Con Bjarne Thøgersen. Ya debía de estar trabajando aquí por esas fechas.
– Mmm, sí. A lo mejor. La verdad es que nunca hablaba de su vida privada.
– ¿Nunca?
– No. Yo no sabía ni dónde vivía. Ella misma se ocupaba de sus papeles, así que en eso no puedo ayudarlo.
Se situó delante de una jaula desde la que dos diminutos ojos oscuros lo observaban con confianza ciega.
– Este es mi favorito -dijo sacando un monito del tamaño de un dedo pulgar-. Mi mano es su árbol.
La dejó en suspenso mientras el liliputiense se aferraba a un par de dedos.
– ¿Por qué se fue de Nautilus? ¿Lo dijo?
– Yo creo que quería seguir adelante con su vida, eso es todo. No hubo nada en especial. ¿Nunca le ha pasado?
Carl lanzó un resoplido y observó cómo el mono buscaba cobijo por detrás de los dedos. Joder con la preguntita y joder con el interrogatorio.
Decidió ponerse la máscara de enfadado.
– Yo creo que sí sabe por qué se fue, así que haga el favor de contármelo.
El vendedor metió la mano en la jaula y dejó que el monito desapareciera en su interior.
Después se volvió hacia Carl. De repente, todo aquel pelo blanco y aquella barba no le daban un aire precisamente cordial, sino que lo rodeaban como un aura de desgana y terquedad. Su rostro seguía siendo delicado, pero en sus ojos se concentraba una fuerza enorme.
– Creo que debería marcharse -dijo-. Yo he intentado ser amable, así que haga el favor de no insinuar que he estado contándole un montón de falsedades.
Conque esas tenemos, pensó el subcomisario mientras esbozaba la sonrisa más condescendiente de su repertorio.
– Se me está ocurriendo una cosa -dijo-. ¿Cuándo ha pasado la empresa su última inspección? ¿No están demasiado juntas esas jaulas? ¿Y qué me dice de la ventilación? ¿Está todo en regla? ¿Cuántos animales se les mueren durante los traslados? ¿Y una vez aquí?
Empezó a inspeccionar una por una todas las jaulas, en cuyos rincones se acurrucaban unos cuerpecillos asustados que respiraban a toda máquina.
El hombre le mostró una sonrisa de bonitos dientes postizos. Resultaba evidente que por él podía decir y hacer lo que se le antojara. Nautilus Trading lo tenía todo bajo control.
– ¿Quiere saber por qué se fue? Pues creo que va a tener que preguntárselo a Florin. ¡Después de todo, él es el jefe!