– Está esperando arriba en el control, Carl -dijo Assad-. ¿Quieres que me quede aquí entonces cuando baje?
– No.
Assad ya tenía bastante que hacer.
– Pero puedes traernos dos cafés. Eso sí, que no estén muy cargados, por favor.
Mientras los silbidos de su ayudante interrumpían el silencio de aquel sábado en que hasta las cañerías atronaban a medio gas, el subcomisario echó un rápido vistazo a los datos que figuraban en El libro azul para averiguar qué clase de invitado venía de camino.
Mannfred Sloth, se llamaba. Cuarenta años. Compartía cuarto con Kåre Bruno, el delegado de los alumnos del internado que perdió la vida. Acabó el instituto en 1987. Guardia real. Teniente de la reserva. Licenciado en Económicas. MBA, director de empresas desde los treinta y tres años, había liderado cinco compañías. Seis puestos en consejos de administración, uno de ellos de una empresa pública. Promotor y patrocinador de varias exposiciones de arte contemporáneo portugués. Desde 1994 casado con Agustina Pessoa. Excónsul de Dinamarca en Portugal y Mozambique.
No sería de extrañar que hubiera que añadirle a todo ello una cruz de caballero y alguna que otra condecoración internacional.
– Solo dispongo de un cuarto de hora -dijo a modo de presentación con un apretón de manos. Las piernas cruzadas, la chaqueta de entretiempo abierta hacia los lados y las perneras algo levantadas para que las rodillas no dejaran marca. Era fácil imaginárselo en el ambiente del internado, pero costaba algo más verlo metido en un cajón de arena jugando con sus hijos.
– Kåre Bruno era mi mejor amigo y me consta que no sentía la menor afición por los baños al aire libre, de modo que fue muy extraño que lo encontraran en Bellahøj. Es uno de esos sitios donde dejan entrar a cualquiera, ya sabe. Además, jamás lo vi hacer saltos de trampolín, y mucho menos desde una altura de diez metros.
– ¿No cree que fuera un accidente?
– ¿Cómo va a ser un accidente? Kåre era un chico inteligente, él nunca se habría puesto a hacer el payaso allí arriba, todo el mundo sabe que semejante caída es mortal.
– ¿Y no podría tratarse de un suicidio?
– ¡Un suicidio! ¿Por qué? Acabábamos de terminar el instituto, su padre le había regalado un Buick Regal Limited. El modelo cupé, ya sabe.
Carl asintió con cautela porque no, no sabía. Estaba al corriente de que un Buick era un coche y hasta ahí.
– Estaba a punto de marcharse a Estados Unidos para estudiar Derecho. A Harvard, ya sabe. ¿Por qué iba a hacer algo tan estúpido? No tiene ningún sentido.
– ¿Mal de amores? -tanteó el policía.
– Bah, podía conseguir a quien quisiera.
– ¿Recuerda a Kimmie Lassen?
Se le alteró el semblante. No era un buen recuerdo.
– ¿Se sintió herido cuando rompió con él?
– ¿Herido? Estaba furioso. No le gustó que lo dejara, ¿a quién le gusta que lo dejen?
Descubrió una sonrisa blanca como la nieve y se echó el flequillo hacia atrás. Con reflejos y recién cortado, cómo no.
– ¿Y qué pensaba hacer al respecto?
Mannfred Sloth se encogió de hombros y se sacudió unas motas de polvo de la chaqueta.
– He venido aquí porque creo que los dos compartimos la sospecha de que lo asesinaron. Lo empujaron. ¿Por qué si no iban a molestarse en localizarme al cabo de veinte años? ¿Estoy en lo cierto?
– No podemos saberlo con seguridad, pero evidentemente hay una razón que nos ha llevado a reabrir el caso. ¿Quién cree que lo empujó?
– No tengo la menor idea. Kimmie tenía un montón de amigos perturbados que iban a su clase. Mariposeaban a su alrededor como satélites. Ella los manejaba a su antojo. Una buena delantera, ya sabe. Más tiran dos tetas…, ¿no?
Dejó escapar una carcajada seca que no le iba en absoluto.
– ¿Sabe si él intentó retomar la relación?
– Ella ya estaba con otro, un profesorcito de pueblo que no tenía lo que hay que tener para saber que es necesario mantener las distancias con los alumnos.
– ¿Recuerda su nombre?
Negó con la cabeza.
– No llevaba allí mucho tiempo. Daba clases de lengua a un par de cursos, creo. No llamaba demasiado la atención si no era tu profesor. Era…
De pronto levantó un dedo con una mirada en la que se leían el esfuerzo y la concentración.
– Sí, ya me acuerdo. Se llamaba Klavs. Con «v», madre mía.
Se oyó una risita. Solo el nombre ya daba una idea.
– ¡Klavs! ¿Klavs Jeppesen?
Levantó la vista.
– Sí, Jeppesen. Eso creo.
Asintió.
Pellízcame el brazo, que estoy soñando, pensó Carl. Iba a reunirse con él esa misma tarde.
– Deja ahí los cafés, Assad. Gracias.
Esperaron a que volviera a salir de la habitación.
– Caramba -exclamó el invitado de Carl con una sonrisa irónica-, el local es modesto, pero saben cómo manejar a la servidumbre.
Volvió a soltar la misma risa de antes. Al subcomisario no le costó demasiado imaginar su actitud frente a los mozambiqueños.
Probó el café y el primer sorbo fue más que suficiente.
– Bueno -continuó-, pues sé que seguía loco por la cría y que no era el único. Por eso cuando la expulsaron y se fue a vivir a Næstved intentó quedársela para él solo.
– Entonces lo que no entiendo es cómo acabó Kåre perdiendo la vida en Bellahøj.
– Cuando terminamos los exámenes él se instaló en casa de sus abuelos. Ya había estado con ellos otras veces. Vivían en Emdrup. Unas personas estupendas y muy agradables, yo iba mucho por allí.
– ¿Sus padres no estaban en Dinamarca?
Mannfred Sloth se encogió de hombros. Seguro que sus hijos también iban al internado, así él podía dedicarse a sus negocios. Cabrón.
– ¿Sabe si alguien de segundo curso vivía cerca de la piscina?
Sloth miró a su alrededor y solo entonces comprendió la gravedad de la situación. Las carpetas con los casos antiguos. Las fotografías del tablón. La lista de víctimas encabezada por su amigo Kåre Bruno.
Mierda, pensó el policía al volverse y descubir el objeto de su atención.
– ¿Qué es eso? -preguntó Mannfred Sloth señalando hacia la lista con una seriedad amenazante.
– Oh -contestó Carl-, son casos que no tienen nada que ver unos con otros. Estamos colocando los expedientes por orden cronológico, nada más.
Qué explicación más idiota, se dijo. ¿Para qué demonios iban a escribirlo en la pizarra, si se veía igual de bien en las carpetas alineadas en el estante?
Pero Sloth no hizo preguntas. Él nunca se encargaba de ese tipo de trabajos de chinos, así que desconocía los procedimientos más elementales.
– Pues tienen tarea por delante -comentó.
Carl hizo un gesto de impotencia.
– Por eso es tan importante que conteste a mis preguntas con la mayor exactitud posible.
– ¿Qué me había preguntado?
– Solo si alguien del grupo vivía en las inmediaciones de Bellahøj.
Asintió sin vacilar.
– Sí, Kristian Wolf. Sus padres tenían un edificio funcionalista fantástico a orillas del lago y Kristian se lo quedó cuando echó a su padre de la empresa. Sí, me parece que su mujer sigue viviendo allí con su nuevo marido.
Más no hubo forma de sacarle, pero no estaba nada mal.
– Rose -la llamó una vez desvanecido el duro eco de las pisadas de los zapatos Lloyd que calzaba Mannfred Sloth-. ¿Qué has averiguado de la muerte de Kristian Wolf?
– ¿Holaaa? ¡Caarl!
Se dio en la cabeza con el bloc de notas.
– ¿Te ha entrado Alzheimer o qué? Me has encargado cuatro tareas y esa era la número cuatro en tu lista de prioridades. Así que ¿a ti qué te parece que he averiguado?
Lo había olvidado.
– Entonces, ¿cuándo podrás decirme algo? ¿Por qué no cambias el orden?
Rose colocó los brazos en jarras como una mamma italiana a punto de abroncar al sinvergüenza que tenía repantigado en el sofá, pero luego le regaló una sonrisa.
– Bueno, al cuerno, no puedo disimular más.
Se chupó los dedos y empezó a pasar las páginas de su libreta.
– ¿Qué te crees, que vas a decidirlo todo tú? Pues claro que he empezado por esa tarea. ¡Era la más fácil!
Cuando murió, Kristian Wolf solo tenía treinta años y estaba podrido de dinero. La naviera la había fundado su padre, pero Kristian no paró hasta que lo echó y lo arruinó. Todo el mundo dijo que le estaba bien empleado; había criado un hijo sin sentimientos y esa era su recompensa cuando las cosas se ponían cuesta arriba.
Podrido de pasta y soltero, y por eso mismo causó sensación cuando un día de junio contrajo matrimonio con una joven condesa, Maria Saxenholdt, tercera hija del conde de Saxenholdt. «Apenas cuatro meses duró su dicha», escribieron las revistas; a Kristian Wolf lo mató un disparo accidental durante una cacería el 15 de septiembre de 1996.
Parecía un sinsentido, quizá por eso llenó páginas y páginas de los periódicos, muchas más que la polémica construcción de la terminal de autobuses en plena plaza del Ayuntamiento y casi tantas como la victoria de Bjarne Riis en el Tour de Francia pocos meses antes.
A primera hora de la mañana había salido solo de la finca de recreo que poseía en la isla de Lolland. Su intención era reunirse con el resto de los cazadores media hora más tarde, pero al cabo de algo más de dos horas lo encontraron con una fea herida de bala en el muslo y completamente desangrado. El informe de la autopsia determinaba que no podía haber transcurrido mucho tiempo entre el momento del disparo y el de su muerte.
Era posible. Carl lo había visto antes.
Sorprendió a propios y extraños que un cazador tan experimentado tuviera un final tan trágico, pero varios compañeros de cacerías aseguraron que Wolf tenía la costumbre de ir con el arma cargada y lista para abrir fuego porque en una ocasión se le había escapado un oso polar en Groenlandia. Tenía los dedos tan agarrotados por el frío que había sido incapaz de quitarle el seguro al arma y no quería que aquello se repitiese.
Fuera como fuese, el caso es que era un misterio cómo había acabado disparándose en el muslo; la conclusión fue que había tropezado con un surco, arrastrando en su caída la escopeta con el dedo en el gatillo. La reconstrucción del accidente que se llevó a cabo demostró que era difícil, pero posible.
En cuanto a la joven viuda, no armó demasiado revuelo al respecto, hecho que de manera más o menos extraoficial se atribuyó a que a esas alturas ya se había arrepentido de su matrimonio. Al fin y al cabo, se trataba de un hombre mucho mayor que ella y además eran muy distintos; la herencia fue un estupendo bálsamo para la llaga.
El chalé prácticamente se alzaba sobre el lago. No había demasiados de semejante calibre por allí. Una de esas casas que aumentan de manera considerable el valor de cuantas la rodean.
Cuarenta millones de coronas antes de que el mercado se desplomara, diría Carl. En esos momentos, una vivienda como aquella era poco menos que invendible. ¿Seguirían votando sus habitantes al Gobierno que había propiciado aquella situación? Pero, qué carajo, a fin de cuentas no eran más que palabras. Una orgía de consumo desenfrenado y el consiguiente recalentamiento de la economía; ¿a quién podían preocuparle esas cosas por esos lares?
Ellos se lo habían buscado.
El niño que salió a abrirle no pasaría de ocho o nueve años. Tenía un resfriado de campeonato y la nariz como un tomate e iba en bata y zapatillas, de lo más inesperado en medio de aquel inmenso vestíbulo donde hombres de negocios y financieros llevaban generaciones recibiendo a su corte.
– No me dejan abrir la puerta -explicó con grandes dificultades a causa de las enormes burbujas de mocos que le asomaban de la nariz-. Mi madre no está en casa, no tardará en llegar. Ha ido a Lyngby.
– ¿No podrías llamarla por teléfono y decirle que la policía quiere hablar con ella?
– ¿La policía?
Observó a Carl con aire escéptico. En ocasiones como aquella, una larga chaqueta de cuero negro a lo Bak o como la del jefe de Homicidios le habría ayudado mucho a ganarse su confianza.
– Mira -dijo el subcomisario-, esta es mi placa. Pregúntale a tu madre si puedo esperar dentro.
El niño le cerró la puerta en las narices.
Pasó media hora en la escalera de la entrada contemplando a la gente que pululaba por los senderos del otro lado del lago, personas coloradas que se movían de un sitio a otro. Era sábado por la mañana y la Dinamarca del Bienestar salía a la caza de bienestar.
– ¿Busca a alguien? -le preguntó una mujer al salir de su vehículo. Estaba en guardia. Un solo movimiento fuera de lugar por su parte y saldría disparada hacia la puerta de atrás dejando sus compras tiradas en la escalera.
Escarmentado, tiró de placa de inmediato.
– Carl Mørck, del Departamento Q. ¿No la ha llamado su hijo?
– Mi hijo está enfermo, está en la cama.
De repente pareció sobresaltada.
– ¿O no?
Conque no había llamado, el muy tunante.
Cuando se presentó una vez más, la señora de la casa lo dejó pasar a regañadientes.
– ¡Frederik! -gritó hacia el primer piso-. Hay salchichas.
Parecía simpática y espontánea, no era exactamente lo que habría cabido esperar de la hija de un conde de pura cepa.
El correteo que se oía por las escaleras se detuvo en seco cuando el niño descubrió al policía en el vestíbulo. Mil ideas infantiles sobre el castigo que debería cumplir por no seguir al pie de la letra las órdenes de las fuerzas del orden contrajeron aquel rostro lleno de mocos en una mueca acongojada. Decididamente, no estaba listo para afrontar las consecuencias de su fechoría.
Carl le hizo un guiño. Todo iba bien.
– Supongo que estarías acostado, ¡¿verdad, Frederik?!
El pequeño asintió muy despacio antes de desaparecer con su perrito caliente. Ojos que no ven, corazón que no siente, pensaría. Chico listo.
El subcomisario fue directo al grano.
– No sé si voy a poder servir de mucho -se excusó ella con cordialidad-. La verdad es que Kristian y yo no nos conocíamos demasiado bien, así que ignoro lo que tendría en mente por aquel entonces.
– ¿Volvió usted a casarse?
– Trátame de tú, por favor -dijo con una sonrisa-. Sí, conocí a Andrew, mi marido, el mismo año que murió Kristian. Tenemos tres hijos: Frederik, Susanne y Kirsten.
Unos nombres de lo más normalito. Quizá fuera siendo hora de revisar un poco sus prejuicios en cuanto a los símbolos externos de la clase dominante.
– ¿Y Frederik es el mayor?
– No, el más pequeño. Las gemelas tienen once años.
Se adelantó a la pregunta que estaba a punto de formular respecto a su edad:
– Sí, son hijas biológicas de Kristian, pero mi actual marido siempre ha sido como un padre para ellas. Las niñas van a un internado femenino estupendo que hay muy cerca de la finca que tienen mis suegros en Eastbourne.
Lo dijo con toda la dulzura, el desparpajo y la desvergüenza del mundo. Una mujer joven con la vida resuelta. ¿Cómo demonios tenía el coraje de hacerles algo así a sus propias hijas? Once años y ya exportadas a la Inglaterra profunda, el amaestramiento eterno.
La observó con los cimientos de su conciencia de clase fortalecidos.
– Durante tu matrimonio con Kristian, ¿le oíste hablar alguna vez de una tal Kirsten-Marie Lassen? Sí, es curiosa la coincidencia con tu nombre y el de una de tus hijas, pero Kristian conocía a esa mujer particularmente bien. La llamaban Kimmie. Fueron juntos al colegio. ¿Te dice algo?
El rostro de su anfitriona quedó oculto por un velo.
El policía aguardó a que dijera algo, pero ella permaneció en silencio.
– Muy bien, ¿qué ocurre? -le preguntó.
La mujer se defendió con las palmas de las manos extendidas.
– No me apetece hablar de ese tema, así de sencillo.
No hacía falta que lo dijera, era más que evidente.
– ¿Crees que tenía una aventura con ella? ¿Es eso? A pesar de que por aquel entonces tú estabas embarazada.
– No sé qué tenía con ella ni quiero saberlo.
Se levantó con los brazos cruzados por debajo del pecho. No tardaría ni un segundo en pedirle que se fuera.
– Ahora es una pordiosera, vive en la calle.
El dato no pareció consolarla.
– Cada vez que hablaba con ella, Kristian me pegaba. ¿Satisfecho? No sé por qué has venido, pero es mejor que te marches.
Era inevitable.
– He venido porque estoy investigando un crimen -intentó.
La respuesta no se hizo esperar.
– Si piensas que yo maté a Kristian ya puedes ir cambiando de idea. Y no es que me faltaran ganas.
Sacudió la cabeza y desvió la mirada hacia el lago.
– ¿Por qué te pegaba tu marido? ¿Era sádico? ¿Bebía?
– ¿Sádico? ¿Que si era sádico?
Volvió la vista hacia el pasillo para asegurarse de que no apareciera una cabecita de pronto.
– Eso lo puedes dar por seguro.
Permaneció inmóvil un instante reconociendo el terreno antes de subir al coche. La atmósfera de la casona lo había asqueado. La mujer de Wolf le había ido desvelando lo que un hombre de treinta años puede llegar a hacer con una chica de veintidós; cómo una luna de miel puede acabar transformándose en una pesadilla, primero insultos y amenazas y después una escalada de violencia. Era muy cuidadoso y procuraba no dejar marcas, porque por las noches la necesitaba figurando a su lado y de punta en blanco. Por eso se había casado con ella. Solo por eso.
Kristian Wolf, el tipo del que se enamoró en un segundo y al que tardaría el resto de su vida en olvidar. Él, lo que hacía, su manera de ser, las personas de las que se rodeaba. Había que borrarlo todo.
Una vez dentro del coche, Carl olisqueó en busca de olor a gasolina. Después llamó al Departamento Q.
– ¿Sí? -se limitó a contestar Assad. Nada de «Departamento Q, Hafez el-Assad, ayudante del subcomisario», ni cosas por el estilo. Un simple sí.
– Assad, cuando contestes al teléfono tienes que identificarte y decir de qué departamento eres -dijo sin identificarse él.
– ¡Hola, Carl! Rose me ha dejado su dictáfono. Es genial. Y luego quiere hablar contigo, entonces.
– ¡Rose! ¿Pero ha vuelto ya?
Se oían gritos y unas pisadas poderosas con eco, de modo que sí, había vuelto.
– Te he encontrado una enfermera de Bispebjerg -le informó secamente.
– Muy bien. Qué rapidez.
Ella se abstuvo de hacer comentarios al respecto.
– Trabaja en una clínica privada en la zona de Arresø.
Le dio la dirección.
– No me ha costado dar con ella una vez que he averiguado su nombre. Cuidado que es rarito.
– ¿Dónde lo has averiguado?
– En el hospital de Bispebjerg, claro. He estado por allí revolviendo archivos antiguos. Trabajaba en ginecología cuando ingresaron a Kimmie. La he llamado y se acordaba del caso. Dice que cualquiera que trabajara allí por aquel entonces se acordaría.
«El hospital más bonito de Dinamarca», había leído Rose en su página web.
Carl contempló los blanquísimos edificios y no pudo evitar estar de acuerdo. Hasta bien entrado el otoño conservaban un césped digno del torneo de Wimbledon en medio de un entorno magnífico del que pocos meses atrás habían disfutado la reina y su consorte.
No tenía nada que envidiarle al palacio de Fredensborg.
La enfermera jefe Imgard Dufner desentonaba un poco en medio de todo aquello. Sonriente e inmensa como un acorazado rumbo a tierra, zarpó a su encuentro. Todos cuantos la rodeaban se hacían imperceptiblemente a un lado a su paso. El pelo cortado a lo paje, unas pantorrillas como estacas y unos zapatos que atronaban el suelo a cada paso como si pesaran varios quintales.
– ¡El Sr. Mørck, supongo! -rio mientras le zarandeaba la mano como si pretendiera vaciar el contenido de sus bolsillos.
En honor a la verdad, había que reconocer que tenía una memoria de elefante, acorde con la inmensidad de su cuerpo. El sueño de cualquier policía.
Había trabajado como enfermera en la planta de Kimmie y, aunque no estaba de guardia en el momento de su desaparición, las circunstancias del caso habían sido tan trágicas y particulares que no las olvidaría mientras viviera, como ella misma aseguró.
– Esa mujer llegó muy maltrecha, así que supusimos que perdería a la criatura, pero no, lo cierto es que se recuperó bastante bien. Era un bebé muy deseado. Al cabo de una semana de tenerla ingresada con nosotros nos dispusimos a darle el alta.
Frunció los labios.
– Sin embargo, una mañana, cuando estaba a punto de terminar mi guardia, sufrió un aborto fulminante. El médico decía que parecía habérselo provocado ella misma porque tenía el vientre lleno de moratones, pero costaba creerlo después de haberla visto tan ilusionada. Aunque con estas cosas nunca se sabe. Son muchos los sentimientos que se entremezclan cuando una criatura llega por azar.
– ¿Con qué podría haberse hecho los moratones? ¿Lo recuerda?
– Hubo quien dijo que podría haber sido con la silla de la habitación, que la había subido a la cama y la había utilizado para golpearse el vientre. Lo que sí es cierto es que cuando entraron a buscarla y la encontraron inconsciente con el feto entre las piernas en medio de un charco de sangre, la silla estaba tirada en el suelo.
Carl se imaginó la escena. Triste espectáculo.
– ¿Y el feto era lo bastante grande como para que se viera?
– Uf, ya lo creo. A las dieciocho semanas ya parece una personita de verdad de unos catorce o quince centímetros.
– ¿Con brazos y piernas?
– Todo. Los pulmones no están desarrollados por completo y los ojos tampoco, pero, a grandes rasgos, todo.
– ¿Y lo tenía entre las piernas?
– Había expulsado el niño y la placenta sin contratiempos, sí.
– La placenta, dice. ¿Y no le ocurría nada fuera de lo normal?
La enfermera asintió.
– Esa es una de las cosas que todo el mundo recuerda. Eso y que robó el feto. Mis compañeros lo habían cubierto mientras intentaban detener la hemorragia. Después se tomaron un pequeño descanso y cuando regresaron habían desaparecido, la paciente y el feto. La placenta seguía allí. Uno de nuestros médicos comprobó que estaba rota. Partida en dos, por decirlo de algún modo.
– ¿Sucedió durante el aborto?
– Ocurre a veces, pero es muy, muy raro. Quizá fueran los golpes en el vientre. El caso es que si no se hace un legrado puede ser muy grave.
– ¿Se refiere a infecciones?
– Sí, antes sobre todo, eran un problema enorme.
– ¿Y si no hay legrado?
– La paciente puede morir.
– Muy bien. Pero el caso es que no fue así. Sigue viva. No está en su mejor momento, porque ahora vive en la calle; pero vive.
Ella se llevó sus gruesas manos al regazo.
– Lo lamento. Muchas mujeres no llegan a recuperarse jamás de algo así.
– ¿Quiere decir que el trauma de perder un hijo de esa manera podría ser suficiente para llevar a la madre a apartarse de la sociedad?
– Bueno, en una situación como esa puede pasar cualquier cosa, ¿sabe? Lo vemos una y otra vez. Las mujeres quedan afectadas psíquicamente y se hacen reproches que no pueden superar.
– Creo que voy a intentar hacer una breve recapitulación del caso en su totalidad, ¿qué os parece, chicos?
Una sola mirada a Assad y a Rose le bastó para saber que los dos habían hecho averiguaciones que estaban deseando contarle. Tendrían que esperar.
– Tenemos un grupo de críos compuesto por una serie de individuos muy fuertes en el sentido de que siempre llevan a cabo lo que se proponen, cinco chicos de caracteres muy diferentes y una chica que, al parecer, es el eje central de la banda.
»Es audaz y guapa e inicia una relación con un alumno modelo del colegio, Kåre Bruno, que tengo serias sospechas de que pierde la vida con ayuda de la banda. Al menos uno de los efectos ocultos en la cajita de metal de Kimmie Lassen apunta en esa dirección. El móvil pueden ser los celos o una pelea, pero, por supuesto, también podría tratarse de un accidente corriente y moliente y la cinta de goma no ser más que una especie de trofeo. La goma en sí, al menos, no dice nada definitivo en cuestión de culpabilidades, aunque sí levanta sospechas.
»La banda se mantiene unida aun cuando Kimmie se marcha del colegio, y esa unión se concreta en el asesinato de dos jóvenes, quizá elegidos al azar, en Rørvig. Bjarne Thøgersen ha confesado el crimen, pero presumiblemente para cubrir a uno o más miembros de la banda. Todo apunta a que le prometieron una importante suma a cambio. Venía de una familia relativamente mal situada y su relación con Kimmie había terminado, de modo que podría haber sido una salida medianamente aceptable a su particular situación. El caso es que ahora que hemos encontrado objetos con huellas de las víctimas entre las cosas de Kimmie, sabemos que alguien del grupo estuvo involucrado.
»De modo que el Departamento Q toma cartas en el asunto a causa de las sospechas de varios particulares que creen que condenar a Thøgersen fue una equivocación. Lo más importante a este respecto es que Johan Jacobsen nos ha facilitado una lista de agresiones y desapariciones con las que la banda podría estar relacionada. A partir de esa lista, también hemos podido comprobar que durante el período en que Kimmie vivió en Suiza solo se trató de agresiones físicas y no hubo asesinatos ni desapariciones. Puede haber cierta subjetividad en lo que a la lista se refiere, pero la base de la que Johan Jacobsen ha partido para su análisis parece bastante razonable.
»Llega a oídos de la banda que estoy investigando el caso, ignoro cómo, pero seguramente a través de Aalbæk, y se intenta obstaculizar la investigación.
Llegados a ese punto, Assad levantó la mano.
– ¿Obstaculizar? ¿Has dicho eso?
– Sí, se intenta frenar, Assad. Obstaculizar significa frenar. Y eso me demuestra que detrás de este caso hay algo más que la preocupación de unos ricachones por su buena reputación.
Sus dos ayudantes asintieron.
– El resultado ha sido que he recibido amenazas en mi casa, en mi coche y ahora en mi trabajo, y los autores de estas amenazas son, con toda probabilidad, miembros de la banda. Han recurrido a antiguos alumnos del internado como intermediarios para sacarnos del caso y ahora la cadena se ha roto.
– Entonces, más vale que nos andemos con pies de plomo -gruñó Rose.
– Exactamente. Ahora podemos trabajar en paz y es mejor que la banda no lo sepa. Sobre todo porque creemos que en la actual situación de Kimmie podemos interrogarla y gracias a ella esclarecer de una vez lo que hizo el grupo.
– No va a decirnos nada, Carl -objetó Assad-. No sabes cómo me miró en la estación.
El subcomisario adoptó un aire pensativo.
– Bueno, bueno, ya veremos. Me parece que Kimmie Lassen no anda muy bien de la azotea, si no, ¿por qué vagar por las calles por voluntad propia teniendo un palacete en Ordrup? Es evidente que se ha visto presionada por un aborto en extrañas circunstancias que incluyen varias agresiones violentas contra ella.
Consideró la posibilidad de sacar un cigarrillo, pero lo descartó al sentir en las manos todo el peso de la negrísima mirada de rímel de Rose.
– También sabemos que Kristian Wolf, uno de los miembros de la banda, perdió la vida pocos días después de la desaparición de Kimmie Lassen, pero ignoramos si existe alguna relación entre ambos hechos. Hoy, sin embargo, he sabido por su viuda que Wolf tenía inclinaciones sádicas y se me ha insinuado que era posible que mantuviese una relación con Kimmie.
Sus dedos se aferraron a la cajetilla. Hasta ahí, todo bien.
– Pero la pista más importante que tenemos es que ahora sabemos que uno o más miembros de la banda son responsables de varios ataques, aparte de los de Rørvig. Kimmie Lassen ocultaba una serie de objetos que, con toda seguridad, nos indican que hubo tres agresiones que acabaron con la muerte de las víctimas, y hay otras tres fundas de plástico con objetos que hacen sospechar que pudo haber más.
»De manera que ahora vamos a tratar de atrapar a Kimmie, seguir los movimientos de los demás implicados y ponernos con el resto de las tareas pendientes. ¿Tenéis algo que añadir?
En ese momento encendió el cigarro.
– Veo que sigues llevando el osito en el bolsillo de la camisa -observó Rose con los ojos clavados en el pitillo.
– Sí. ¿Algo más?
Los dos hicieron sendos gestos de negación.
– De acuerdo;Rose, ¿qué me dices? ¿Qué has averiguado?
Ella siguió con la mirada el serpenteo del humo que se le aproximaba. En un segundo empezaría a agitar la mano para apartarlo.
– No gran cosa y bastante al mismo tiempo.
– Suena algo críptico, a ver qué tienes.
– Aparte de Klaes Thomasen, solo he encontrado un policía que interviniera en la investigación, un tal Hans Bergstrøm que por aquel entonces formaba parte de la Brigada Móvil. Hoy en día está metido en otras cosas y es completamente imposible hablar con él.
Apartó el humo.
– No es imposible hablar con nadie -la interrumpió Assad-, lo que pasa es que está enfadado contigo porque lo has llamado tonto del culo.
Esbozó una amplia sonrisa ante las protestas de su compañera.
– Sí, Rose, te he oído.
– He tapado el auricular con la mano, no lo ha oído. Yo no tengo la culpa de que no haya querido hablar. Se ha forrado con las patentes y además, he descubierto otra cosa sobre él.
Otra vez los pestañeos y los manotazos.
– ¿Y es…?
– Que él también estudió en el internado. No le vamos a sacar ni una palabra.
Carl cerró los ojos y arrugó la nariz. Una cosa era cerrar filas, pero aquel hermetismo empezaba a ser un asco. Un auténtico asco.
– Lo mismo pasa con los antiguos compañeros de los miembros de la banda, ninguno quiere hablar con nosotros.
– ¿A cuántos has localizado? Tienen que estar muy desperdigados por el mundo. Y las chicas habrán cambiado de apellido.
Esta vez los manotazos fueron tan elocuentes que hasta Assad se apartó un poco. Parecían peligrosos.
– Aparte de los que viven en la otra punta del planeta y ahora mismo están roncando sus ocho horitas para estar guapos mañana, he hablado con casi todos. Creo que ya podemos dejarlo, no van a decirnos nada. Solo uno me ha dejado entrever un poco qué clase de gente eran.
Esta vez fue el propio Carl el que le apartó el humo de un resoplido.
– Vaya. ¿Y qué ha dicho el tipo en cuestión?
– Solo ha dicho que eran unos despendolados que se dedicaban a torear al colegio. Fumaban hachís en el bosque y en las instalaciones del internado. A él le parecía muy bien. Oye, Carl, ¿no podrías prescindir de ese destilador de nicotina mientras estamos reunidos?
Dio diez caladas más. Tendría que resignarse.
– Ojalá pudiésemos hablar directamente con alguno de la banda, Carl -dijo de pronto Assad-. Pero supongo que no puede ser.
– Me temo que si nos ponemos en contacto con alguien del grupo, nos quedaremos sin nada.
Apagó el cigarro en la taza para indignación de Rose.
– No, para eso habrá que esperar. Pero ¿tú qué nos traes, Assad? Tengo entendido que has estado revisando la lista de Johan Jacobsen. ¿Has llegado a alguna conclusión?
El ayudante arqueó sus cejas oscuras. Había dado con algo, se veía a la legua. Y se había permitido el inmenso placer de guardárselo hasta el final.
– Suéltalo de una vez, bizcochito moreno -lo invitó Rose con un par de guiños de sus negrísimas pestañas.
Assad consultó sus notas con sonrisa soñadora.
– Sí, entonces he encontrado a la mujer agredida en Nyborg el 19 de septiembre de 1987. Tiene cincuenta y nueve años y se llama Grete Sonne. Tiene una tienda de ropa en Vestergade, Mrs. Kingsize. No he hablado con ella porque he pensado entonces que sería mejor que fuéramos a verla en persona. Tengo aquí el informe y no dice demasiado que no sepamos ya.
Pero bastante, a juzgar por su expresión.
– Aquel día de otoño tenía treinta y dos años y había ido a la playa de Nyborg a pasear a su perro. El animal se soltó y salió disparado hacia una clínica para niños diabéticos, un sitio que se llama Skærven, así que ella echó a correr detrás de él. Me parece que he entendido que era un perro que mordía. Entonces unos chicos lo atraparon y se acercaron a devolvérselo. Eran cinco o seis en total. Más no recordaba.
– ¡Joder, qué asquerosidad! -exclamó Rose-. La tuvieron que maltratar de forma terrible.
Sí. O quizá la mujer hubiera perdido la memoria por otros motivos, pensó Carl.
– Sí, fue terrible. El informe dice que la desnudaron, la azotaron y le rompieron varios dedos y que el perro apareció muerto a su lado. Había montones de pisadas, pero en general las pistas no conducían a ningún sitio. Se habló de un coche mediano de color rojo aparcado junto a una casa marrón que había a la orilla del mar.
Consultó sus notas.
– Era el número 50. Estuvo allí varias horas, y también hubo algunos conductores que declararon haber visto a unos jóvenes corriendo por la carretera en el momento de la agresión, entonces.
»Después también comprobaron los trayectos de los ferries y la venta de pasajes, claro, pero eso tampoco llevó a nada.
Se encogió de hombros con aire apesadumbrado, como si el responsable de las pesquisas hubiera sido él.
– Luego, tras cuatro largos meses internada en el departamento de psiquiatría del hospital universitario de Odense, Grete Sonne recibió el alta y el caso quedó archivado sin resolver. ¡Eso es todo!
Lució su más hermosa sonrisa.
Carl descansó la cabeza entre las manos.
– Bien hecho, Assad, pero sinceramente, ¿qué es lo que te parece tan estupendo?
Vuelta a encogerse de hombros.
– Que la he encontrado. Y que podemos estar allí dentro de veinte minutos. Las tiendas aún no han cerrado.
Mrs. Kingsize estaba a unos sesenta metros de Strøget; era una boutique con muchas aspiraciones dedicada a la creación de vestidos de fiesta reafirmantes, en seda, tafetán y otros tejidos igualmente costosos, aptos hasta para el más informe de los seres.
Grete Sonne era la única persona de la tienda con una hechura normal. Pelirroja natural, en medio de aquel grandioso decorado resultaba ágil y elegante y resplandecía más si cabe.
La discreta entrada de Carl y Assad en la boutique no la dejó indiferente. Saltaba a la vista que había tenido que tratar con muchas dragqueens y con travestis sofisticados y que aquel sujeto tan normal y su pequeño y redondito, pero sin llegar a gordo, acompañante, no pertenecían a esa categoría.
– Bueno -dijo consultando su reloj-, estamos a punto de cerrar, pero si puedo hacer algo por ustedes, podemos retrasarlo un poco.
Carl se situó entre dos hileras de suntuosidades que colgaban de sus perchas.
– Esperaremos a que cierre, si no tiene inconveniente. Nos gustaría hacerle unas preguntas.
Ella observó la placa que le mostraba y adoptó un aire grave, como si los recuerdos estuviesen listos en la recámara de su pensamiento.
– En ese caso cerraré de inmediato -replicó. Y con un par de directrices para el lunes y un «buen fin de semana» despachó a sus dos rellenitas dependientas.
– Es que el lunes voy a ir de compras a Flensborg, así que…
Intentaba sonreírles temiéndose lo peor.
– Disculpe que no hayamos anunciado nuestra visita, pero teníamos mucha prisa y además, solo se trata de unas preguntas.
– Si es por los robos que ha habido en el barrio es mejor que vayan a hablar con los comerciantes de Lars Bjoernsstræde, ellos están más al tanto -aclaró a sabiendas de que se trataba de otro asunto.
– Mire, sé que le cuesta hablar de la agresión que sufrió hace veinte años y que seguramente no tendrá nada que añadir a lo que ya declaró en su momento, por eso solo quiero que conteste sí o no a nuestras preguntas, ¿le parece bien?
Palideció, pero se mantuvo erguida.
– Si lo prefiere, puede limitarse a responder moviendo la cabeza -prosiguió en vista de que ella no hablaba. Miró a Assad. Ya había sacado la libreta y el dictáfono.
– Después de la agresión no recordaba usted nada. ¿Sigue siendo así?
Tras una pausa breve, pero no por ello menos interminable, asintió. Assad refirió su movimiento en el dictáfono con un susurro.
– Creo que sabemos quiénes fueron. Se trataba de seis alumnos de un internado de Selandia. ¿Puede confirmarme que eran seis, Grete?
No reaccionó.
– Cinco muchachos y una chica, de entre dieciocho y veinte años. Bien vestidos, creo. Voy a enseñarle una foto de la chica.
Le tendió una copia de la fotografía del Gossip en la que se veía a Kimmie Lassen frente a un café con otros dos miembros de la banda.
– Es de unos años más tarde y la moda era algo distinta, pero…
Comprendió que Grete Sonne no lo estaba escuchando. Con los ojos clavados en la imagen paseaba la mirada de uno a otro de aquellos jóvenes de la jet que hacían el tour de Copenhague la nuit.
– No recuerdo nada y no quiero darle más vueltas a aquel asunto -replicó haciendo un esfuerzo por controlarse-. Les agradecería mucho que me dejaran en paz.
De pronto Assad avanzó hacia ella.
– He visto en unas declaraciones antiguas que consiguió dinero muy de repente entonces, en 1987. Había estado trabajando en la central lechera de… -consultó su libreta-…de Hesselager y de repente apareció un dinero, setenta y cinco mil coronas, ¿no es así? Entonces abrió la tienda, primero en Odense y después aquí, en Copenhague.
Carl notó cómo una de las cejas se le subía sola de asombro. ¿De dónde coño había sacado aquella información? Y encima, en sábado. ¿Y por qué no le había comentado nada por el camino? Habían tenido tiempo de sobra.
– ¿Podría decirnos cómo consiguió ese dinero, Grethe Sonne? -preguntó reorientando la ceja hacia ella.
– Yo…
Trató de recordar su vieja explicación, pero las fotos de la revista habían provocado un cortocircuito en lo más hondo de su ser.
– ¿Cómo demonios sabías lo del dinero, Assad? -le preguntó mientras bajaban al trote por Vester Voldgade-. Hoy no has estado repasando ninguna declaración antigua, ¿verdad?
– No. Me he acordado de un refrán que mi padre se inventó un día. Decía: si quieres saber qué robó el camello ayer de la cocina no lo abras en canal, mírale por el ojo del culo. Sonrió de oreja a oreja.
El subcomisario lo rumió un rato.
– ¿Y qué significa? -preguntó al fin.
– Que por qué hay que hacer las cosas más difíciles de lo que son, entonces. He buscado en Google si en Nyborg había alguien que se llamaba Sonne.
– ¿Y luego has llamado para preguntarles si les apetecía desembuchar lo que supieran de la situación económica de Grete?
– No, Carl. No entiendes el refrán. Hay que darle la vuelta a la historia, ¿no?
Seguía sin entenderlo.
– ¡Pues eso! Primero he llamado al que vivía al lado de la persona que se llamaba Sonne. ¿Qué era lo peor que podía pasar? ¿Que no fuera la Sonne que buscábamos? ¿Que el vecino fuera nuevo en el barrio?
Se encogió de hombros.
– Sinceramente, Carl…
– ¿Y has encontrado al antiguo vecino que buscábamos de la Sonne que buscábamos?
– ¡Sí! Sí, bueno, enseguida no, pero viven en un bloque y había otros cinco teléfonos.
– ¿Y?
– Entonces he hablado con una señora Balder que vivía en el segundo y me ha dicho que llevaba cuarenta años en la casa y que conocía a Grete desde que iba con falda de tabas.
– De tablas, Assad, de tablas. ¿Y luego qué?
– Pues luego la señora me lo ha contado todo. Que Grete tuvo la suerte de recibir un dinero de un hombre rico anónimo que vivía en Fionia y que se compadeció de ella. Setenta y cinco mil coronas, suficiente para abrir el negocio que quería. Entonces la señora Balder estaba muy contenta, como todos los del edificio. Lo de la agresión había sido una desgracia.
– Buen trabajo, Assad.
El caso acababa de dar un giro importante, estaba claro.
Cuando la banda maltrataba a sus víctimas, había dos posibilidades: si las víctimas eran accesibles -seguramente las que se quedaban aterradas de por vida como Grete Sonne- compraban su silencio, y si no lo eran, se quedaban sin nada.
Desaparecían sin más.