Despertó con el estómago vacío y sin apetito. Era domingo por la tarde y seguía en el hotel. Una hora de sueños la había dejado con la promesa de que todo acabaría formando parte de una unidad superior. ¿Qué más alimento que ese necesitaba?
Se volvió hacia el bolso con el fardo que tenía en la cama junto a ella.
– Hoy voy a hacerte un regalo, mi Mille, he estado pensándolo. Voy a darte lo mejor que he tenido en toda mi vida, mi osito -dijo-. Mamá lo ha pensado mucho y ha llegado el gran día. ¿Estás contenta?
Sintió que las voces estaban al acecho, aguardando a que se mostrara débil, pero al meter la mano en el bolso y tocar el fardo la embargó una sensación cálida.
– Sí, ahora estoy tranquila, mi vida. Hoy nada puede hacernos daño.
Cuando la ingresaron con una fuerte hemorragia en el abdomen, el personal del hospital de Bispebjerg le preguntó una y otra vez qué le había sucedido. Uno de los médicos sugirió incluso que llamaran a la policía, pero ella los convenció para que no lo hicieran. Los tranquilizó asegurándoles que los golpes que le cubrían todo el cuerpo eran el resultado de una caída desde el peldaño más alto de una larguísima y empinada escalera. Nadie había atentado contra su vida, se lo garantizaba. Vivía sola con su madrastra. Era una mala caída, nada más.
En los días que siguieron, las enfermeras le hicieron recuperar la fe en que el bebé se salvaría, pero cuando le transmitieron los saludos de sus antiguos compañeros de internado supo que tenía que andarse con mucho cuidado.
Al cuarto día recibió la visita de Bjarne. No era casual que lo hubieran escogido como recadero. Por una parte, él no era un personaje conocido como los demás, y por otra, se le daba como a nadie reducir la conversación a lo más básico y dejarse de retóricas y mentiras.
– Me dicen que tienes pruebas contra nosotros, Kimmie, ¿es eso cierto?
Ella no contestó. Se limitó a contemplar los pomposos y destartalados edificios que se veían por la ventana.
– Kristian te pide disculpas por lo que te hizo y pregunta si quieres que te trasladen a una clínica privada. El bebé está bien, ¿no?
Ella se lo quedó mirando hecha una furia y eso bastó para obligarlo a bajar la mirada. Sabía que no tenía ningún derecho a hacerle preguntas.
– Dile a Kristian que ha sido la última vez que me toca o que tiene algo que ver conmigo, ¿entendido?
– Kimmie, ya lo conoces, no es tan fácil librarse de él. Dice que no le has contado nada de nosotros a ningún abogado, y dice también que ha cambiado de opinión y ahora sí se cree que tienes la caja con pruebas en contra nuestra, que eso es muy propio de ti. Sí, me lo dijo muerto de risa.
Bjarne se lanzó a un malogrado intento de imitar la risa de Kristian, pero a ella la dejó fría. Kristian nunca se reía de algo que supusiera una amenaza para él.
– Y se pregunta también con quién se supone que te has confabulado si no tienes abogado. Kimmie, aparte de nosotros no tienes amigos, lo sabemos todos.
Le acarició el brazo, pero ella lo apartó bruscamente.
– Yo creo que deberías decirnos dónde tienes esa caja. ¿Está en la casa?
Kimmie se volvió de golpe hacia él.
– ¿Me tomas por idiota?
Estaba claro que Bjarne había picado.
– Dile a Kristian -continuó- que si me deja tranquila, por mí podéis seguir haciendo lo que os dé la gana. Estoy embarazada, Bjarne, ¿aún no os habéis enterado? Si las cosas que hay en esa caja salieran a la luz, mi bebé y yo también saldríamos malparados, ¿no? La caja solo es para un caso de emergencia.
Era lo último que debería haber dicho.
Un caso de emergencia. Si Kristian podía sentirse amenazado por algo, era por eso.
Tras la visita de Bjarne no volvió a dormir por las noches. Velaba en la oscuridad con una mano en la tripa y la otra muy cerca del llamador.
La noche del 2 de agosto entró vestido con una bata blanca.
Kimmie apenas se había adormilado un segundo cuando sintió su mano en la boca y su rodilla contra el pecho. Se lo dijo sin rodeos.
– ¿Quién sabe dónde te meterás cuando te den el alta? Te tenemos vigilada, pero vete tú a saber. Dime dónde está esa caja y te dejo en paz.
Ella no contestó.
La golpeó con fuerza en el vientre y, en vista de que seguía muda, siguió pegándole una y otra vez hasta que comenzaron las contracciones y empezó a patalear dando fuertes sacudidas a la cama.
La habría matado si la silla que estaba junto a la cama no se hubiera caído al suelo resonando en la silenciosa habitación con un gran estruendo, si las luces de una ambulancia que entraba en el hospital no hubiesen iluminado el cuarto dejándolo desnudo en su miserable ferocidad, si ella no hubiera echado la cabeza hacia atrás y hubiese entrado en estado de shock.
Si no hubiera estado firmemente convencido de que se estaba muriendo.
No pagó la cuenta del hotel. Dejó allí la maleta y solo se llevó el bolso con el pequeño fardo y un par de cosas más y recorrió los pocos pasos que la separaban de la estación central. Eran casi las dos de la tarde. Iría a buscar el osito para Mille, tal como le había prometido, y después acabaría el trabajo que había comenzado.
Era una luminosa tarde de otoño y el cercanías iba atestado de niños joviales acompañados de sus cuidadores. Tal vez volvieran de visitar algún museo, tal vez se dispusieran a pasar unas horas en el bosque. Quizá regresaran por la noche junto a sus padres con las mejillas encendidas y el recuerdo de las hojas multicolores y los rebaños de ciervos de Eremitagesletten grabado en la memoria.
Cuando Mille y ella se reunieran para siempre sería aún más hermoso. En la infinita belleza del Reino de los Cielos. Al volver a encontrarse romperían a reír.
Por toda la eternidad, así sería.
Asintió con la mirada extraviada por encima del cuartel de Svanemølle en dirección al hospital de Bispebjerg.
Doce años atrás se había levantado de su cama y había tomado entre sus brazos a la pequeña que yacía bajo una tela sobre una mesa de metal a los pies de la cama. La habían dejado sola por un instante. La paciente de la habitación de al lado se había puesto de parto y surgieron complicaciones.
Se levantó, se vistió y envolvió a su bebé en la tela. Una hora después de que su padre la humillara en el Hotel D’Angleterre hizo el mismo recorrido hasta Ordrup que estaba recorriendo ahora.
En aquella ocasión sabía que no podría quedarse allí. Sabía que la banda del internado iría tras ella y que la próxima vez las cosas acabarían muy mal.
Pero también sabía que necesitaba ayuda desesperadamente porque seguía perdiendo sangre y los dolores que sentía en el vientre le parecían irreales y terroríficos.
Por eso tenía que pedirle más dinero a Kassandra, tenía que conseguir que le diera lo que necesitaba.
Dos mil míseras coronas le puso su madrastra en la mano con gesto furioso. Sus dos mil más las diez mil de su padre, eso era todo lo que Kassandra y Willy K. Lassen, su supuesto padre, pudieron proporcionarle. Y no era ni mucho menos suficiente.
Cuando su madrastra le dijo que desapareciera y se encontró en la calle estrechando el fardo entre sus brazos y con la venda que llevaba entre las piernas empapada en sangre, supo que llegaría el día en que todos cuantos habían abusado de ella y la habían hundido pagarían por lo que habían hecho.
Primero Kristian y después Bjarne. Luego, Torsten, Ditlev, Ulrik, Kassandra y su padre.
Por primera vez en muchos años estaba ante la casa de Kirkevej. Todo seguía como siempre. Las campanas de la iglesia de lo alto de la colina continuaban convocando a los ilustres ciudadanos de la clase media a su cita dominical y las casas seguían pavoneándose con insolencia. La cerradura era igual de difícil de forzar.
Cuando Kassandra salió a abrirle, reconoció de inmediato su rostro en conserva, pero no solo eso, sino también la actitud que siempre despertaba en ella la presencia de Kimmie.
Ignoraba en qué momento había nacido su enemistad. Seguramente desde el instante mismo en que su madrastra, con su mal entendida visión de lo que era educar a una criatura, empezó a encerrarla en armarios oscuros y a recriminarla con duras palabras de las que Kimmie no llegaba a entender ni la mitad. Que Kassandra también sufriera en aquel hogar sin sentimientos era otra cuestión. Podía llegar a suscitar cierta comprensión, pero perdonarla, eso nunca. Kassandra era un demonio.
– No vas a entrar -le bufó mientras ella intentaba abrir la puerta de un empujón.
Exactamente igual que el día del aborto, cuando Kimmie, maltrecha, desesperada y en la miseria, se quedó allí plantada con su bulto en el regazo.
La mandaron al infierno y un auténtico infierno era lo que le aguardaba. A pesar de que el maltrato de Kristian y el aborto la habían dejado en un estado deplorable, tuvo que pasar varios días vagando por las calles encogida sin que nadie moviera un dedo para auxiliarla, por no hablar de acercarse a ella.
La gente solo se fijaba en sus labios agrietados y en su pelo sucio y retrocedía ante aquel fardo repugnante que llevaba entre las manos manchadas de sangre seca, igual que las mangas de la ropa. No veían a un semejante necesitado y ardiendo de fiebre. No veían a una persona que se iba a pique.
Pensó que ese era su castigo, el purgatorio personal que debía atravesar como compensación a sus malas acciones.
La salvó una drogadicta de Vesterbro. La huesuda Tine fue la única que ignoró la fetidez que despedía el fardo y la saliva reseca que le cubría las comisuras de los labios. Ella, que había visto cosas peores, llevó a Kimmie a un cuchitril de una callejuela del sur del puerto donde vivía otro drogadicto que en la mañana de los tiempos había sido médico.
Sus pastillas y su legrado acabaron con las infecciones y detuvieron la hemorragia. A cambio de ello, no volvió a menstruar.
Una semana después, más o menos cuando el fardo dejó de apestar, Kimmie estaba preparada para su nueva vida en las calles.
El resto ya era historia.
Volver a entrar en aquellos salones viciados por el denso perfume de Kassandra y con las paredes pobladas de fantasmas que se reían de Kimmie, como siempre habían hecho, era como estar atrapada en una pesadilla.
Kassandra se llevó el cigarrillo a unos labios cuyo carmín habían borrado docenas de cigarrillos. Agitó levemente la mano, pero sin dejar de seguir atentamente con la mirada a través del humo los movimientos de Kimmie al dejar el bolso en el suelo. Era evidente que la presencia de su hijastra la incomodaba. Que su mirada no tardaría en empezar a vacilar. Que aquella era una escena con la que no había contado.
– ¿A qué has venido? -le preguntó. Exactamente las mismas palabras que doce años antes. Después de la violación y el aborto.
– ¿Te gustaría seguir viviendo en esta casa, Kassandra? -contraatacó Kimmie.
Su madrastra echó la cabeza hacia atrás. Permaneció un instante reflexionando en silencio, la muñeca relajada y el humo azul bailando alrededor de los cabellos canos.
– ¿A eso vienes, a echarme? ¿Es eso?
Era reconfortante ver cómo luchaba por mantener la calma. Aquel ser que había tenido la oportunidad de coger de la mano a una niña y liberarla de la sombra de una madre fría. Aquella mujer miserable, egocéntrica y llena de un odio enfermizo hacia sí misma que había irrumpido en la vida de Kimmie con sus abusos sentimentales y sus engaños diarios. Aquella mujer que había dado forma a todo cuanto la había conducido donde estaba: la desconfianza, el odio, la frialdad y la falta de empatía.
– Tengo dos preguntas que hacerte, y harías bien en contestar lo más brevemente posible, Kassandra.
– ¿Y luego te irás?
Se sirvió otra copa de oporto de la botella que, con toda seguridad, había estado tratando de vaciar antes de la llegada de su hijastra y bebió un sorbo con un gesto enormemente controlado.
– No te prometo nada -contestó Kimmie.
– ¿Y qué preguntas son esas?
Aspiró con tal fuerza el humo del cigarrillo que cuando volvió a expulsarlo no salió casi nada.
– ¿Dónde está mi madre?
Kassandra dejó caer la cabeza hacia atrás con los labios entreabiertos.
– ¡Oooh, cielo santo! ¿Esa era la pregunta?
Se volvió bruscamente hacia ella.
– Pero si está muerta, Kimmie. Lleva muerta treinta años, la pobrecilla. ¿No te lo habíamos dicho?
Volvió a echar la cabeza hacia atrás y emitió un par de sonidos que pretendían ser de asombro. Después miró a Kimmie, esta vez con dureza. Despiadadamente.
– Tu padre le dio dinero, y ella bebía. ¿Es necesario que siga? Es increíble que nunca te lo hayamos contado. Pero, ahora que lo sabes, ¿estás contenta?
La palabra «contenta» se incrustó en cada una de sus células. ¿¡Contenta!?
– ¿Y papá? ¿Sabes algo de él? ¿Dónde está?
Kassandra sabía perfectamente que tarde o temprano saldría a colación y sintió asco. Oírla decir papá fue más que suficiente. Si alguien odiaba a Willy K. Lassen era ella.
– No entiendo por qué quieres saberlo. Yo creía que por ti podía pudrirse en el infierno. ¿O es que quieres asegurarte de que está en ello? Porque, en ese caso, puedo darte una alegría, niña boba. En estos instantes tu padre está pasando un infierno.
– ¿Está enfermo? -preguntó. Tal vez lo que le había dicho a Tine el policía fuera cierto.
– ¿Enfermo?
Kassandra apagó el cigarrillo y estiró los brazos con los dedos extendidos y las uñas astilladas.
– Está pasando un infierno, con los huesos carcomidos por el cáncer. No he hablado con él, pero me han contado que tiene unos dolores terribles.
Frunció los labios y resopló como si el diablo acabara de salirle por la boca.
– Tiene unos dolores terribles y no llegará a Navidad, y a mí me parece estupendo. ¿Me sigues?
Se estiró el vestido y arrastró la botella de oporto por la mesa para acercarla.
De modo que ya solo quedaban Kimmie, la pequeña y Kassandra. Dos kas malditas y aquel ángel de la guarda.
Kimmie tomó el bolso del suelo y lo colocó sobre la mesa junto a la botella de oporto.
– ¿Fuiste tú quien le abrió la puerta de mi cuarto a Kristian cuando esperaba a esta pequeña? Dime.
Kassandra siguió la mirada de su hijastra hacia el bolso mientras esta lo entreabría.
– ¡Dios Santo! No me digas que llevas a esa criatura repugnante en el bolso.
Leyó en la expresión de Kimmie que, en efecto, así era.
– Estás mal de la cabeza. Llévatela de aquí.
– ¿Por qué dejaste entrar a Kristian? ¿Por qué le dejaste meterse en mi habitación? Sabías que estaba embarazada. Te había dicho que quería tranquilidad.
– ¿Que por qué? A mí, tú y esa bastarda tuya me traíais sin cuidado. ¿Qué te habías creído?
– Y estabas aquí sentada mientras él me mataba a golpes. Tuviste que oírlo. Tuviste que enterarte de cuántas veces me dio. ¿Por qué no llamaste a la policía?
– Porque sabía que te lo merecías; ¿o no?
Sabía que te lo merecías, decía. Las voces empezaron a alborotar en la cabeza de Kimmie.
Golpes, cuartos oscuros, desprecio, acusaciones. Todo eso se agitaba en su cerebro y había que detenerlo.
Se abalanzó sobre Kassandra, la agarró por el moño y la obligó a reclinarse para hacerle beber el resto del oporto mientras la mujer miraba hacia el techo, confundida y asombrada, y aquella sustancia se abría paso por sus vías respiratorias y la hacía toser.
Después le cerró la boca y le inmovilizó la cabeza mientras la tos arreciaba y las arcadas se volvían más intensas.
Kassandra la asió del brazo para apartarla, pero la vida en la calle proporciona una fuerza en los músculos muy superior a la que tiene una mujer mayor acostumbrada a mangonear a cuantos la rodean. Sus ojos se llenaron de desesperación y su estómago se contrajo, lanzando una oleada de bilis hacia la catástrofe que se estaba fraguando entre la tráquea y el esófago.
Un par de inspiraciones en vano aumentaron más si cabe el pánico que atenazaba el cuerpo de Kassandra, que luchaba por liberarse con uñas y dientes. Kimmie la sujetaba con firmeza y cerraba todas las vías de acceso de oxígeno; su madrastra se sacudía en violentas convulsiones, su pecho se agitaba febrilmente, sus gemidos se ahogaban.
Al final, calló.
Kimmie la abandonó en el ring donde habían librado su combate y dejó que la copa de vino rota, la mesita descolocada y el hilo de líquido que brotaba de entre sus labios hablaran por sí solos.
Kassandra Lassen había sabido aprovechar las ventajas de la vida con la misma habilidad con la que ahora había dejado que se la arrebataran.
Un accidente, dirían algunos. Previsible, añadirían otros.
Esas fueron las palabras exactas de uno de los antiguos compañeros de cacería de Kristian Wolf cuando lo encontraron en su finca de Lolland con la arteria perforada. Un accidente, sí, pero previsible. Kristian era muy imprudente con su escopeta. Algún día tenía que ocurrir, comentó el tipo en cuestión.
Pero no se trató de ningún accidente.
Kristian había manejado a Kimmie a su antojo desde el día que le puso la vista encima. La presionó, a ella y a los demás, para que tomara parte en sus juegos y utilizó su cuerpo. La empujó a mantener relaciones de las que luego la apartaba. La obligó a engañar a Kåre Bruno con la promesa de una reconciliación para que fuese a la piscina de Bellahøj. La incitó a gritar para que él lo empujara. La violó y la vapuleó, primero una vez y luego otras más, hasta acabar con su bebé. Le cambió la vida muchas veces, siempre a peor.
Cuando ya llevaba en la calle seis semanas, lo vio en la primera página de un periódico. Sonriente después de hacer unos negocios fantásticos y a punto de disfrutar de unas semanas de descanso en su finca de Lolland. «No hay presa en mis tierras que pueda sentirse a salvo de mi buena puntería», aseguraba.
Robó su primera maleta, se vistió de punta en blanco y tomó el tren hasta Søllested, donde se apeó y recorrió a pie, a la luz del atardecer, los últimos cinco kilómetros que la separaban de la finca.
Pasó la noche entre la maleza mientras oía los gritos de Kristian en la casa y su joven esposa desaparecía en el piso de arriba. Él durmió en la sala de estar y pocas horas después ya estaba preparado para descargar sus carencias personales y todas sus frustraciones sobre un montón de indefensos faisanes y de todo bicho viviente que se le pusiera a tiro.
La noche había sido gélida, pero Kimmie no había pasado frío. La perspectiva de que Kristian pagara sus pecados con su sangre era como el fuego del verano. Vivificante, sublime.
Desde los tiempos del internado sabía que el devastado interior de Kristian lo sacaba del sueño antes que a los demás. Un par de horas antes de que llegara el resto del grupo, solía salir a reconocer el terreno para que ojeadores y cazadores obtuvieran el máximo provecho de su colaboración. Varios años después de asesinarlo aún recordaba perfectamente lo que sintió al ver a Kristian Wolf atravesar el arco de entrada de su finca en dirección a los campos. Completamente equipado como las clases altas creen que se debe ir a matar. Limpio y aseado, hecho un pincel y con unas relucientes botas de cordones. Pero ¿qué sabrían las clases altas de asesinos de verdad?
Lo siguió a cierta distancia por entre los setos con paso rápido y a veces inquieto a causa del ruido de las ramas y de los palitos al quebrarse. Si la descubría, no dudaría en disparar. Una bala perdida, diría. Un malentendido. La falsa hipótesis de que era una pieza que se acercaba.
Pero Kristian no la oyó. No, hasta que la tuvo encima clavándole el cuchillo en sus órganos sexuales.
Se desplomó hacia delante y se retorció por el suelo con los ojos desmesuradamente abiertos y la certeza de que el rostro que había sobre él sería el último que viera.
Ella le arrebató la escopeta y lo dejó desangrarse. No tardó mucho.
Después le dio la vuelta, se metió las manos en las axilas y limpió el arma, la puso entre las manos del cadáver, apuntó el cañón contra su vientre y disparó.
Concluyeron que había sido un accidente de caza y que la causa de la muerte era el desangramiento provocado por la rotura de las arterias. El accidente más comentado del año.
Sí, un accidente, pero no para Kimmie, que sintió que una calma desconocida inundaba su interior.
Para el resto de la banda fue peor. Kimmie había desaparecido de la faz de la tierra y todos sabían que Kristian jamás habría acabado de esa manera sus días de manera natural.
Inexplicable, así describió la gente la muerte de Kristian.
Pero los chicos del internado no se lo tragaban.
Por aquel entonces, Bjarne confesó.
Tal vez supiera que sería el siguiente. Tal vez hubiera alcanzado algún acuerdo con los demás. Qué más daba.
Kimmie lo leyó en los periódicos. Bjarne se declaraba culpable del crimen de Rørvig, con lo que ella podía vivir en paz con el pasado.
Llamó a Ditlev Pram para decirle que si ellos también querían vivir en paz tendrían que pagarle cierta suma de dinero.
Acordaron el procedimiento, y la banda mantuvo su palabra.
Bien hecho por su parte. Así, al menos, el destino tardaría algunos años en darles caza.
Observó por un instante el cadáver de Kassandra, sorprendida al no sentir mayor satisfacción.
Es porque no has terminado, dijo una de las voces. Nadie puede sentir dicha a medio camino del paraíso, dijo otra.
La tercera guardó silencio.
Kimmie asintió, sacó el fardo del bolso y empezó a subir por las escaleras lenta y fatigosamente mientras le explicaba a la pequeña que ella había jugado por aquellos peldaños y se había lanzado barandilla abajo cuando nadie la veía. Que siempre tarareaba la misma canción una y otra vez cuando Kassandra y su padre no la oían.
Breves destellos de la vida de una criatura.
– Tú quédate aquí mientras mamá va a buscarte el osito, mi vida -dijo colocando el fardo con mucho cuidado sobre la almohada.
Su habitación estaba exactamente igual que antes. Allí había pasado varios meses mientras le crecía la tripa. Esa sería su última visita.
Abrió la puerta del balcón y buscó a tientas la teja suelta a la luz del atardecer. Sí, allí seguía, tal y como recordaba. Y cedió con una facilidad sorprendente, cosa que no esperaba. Era como abrir una puerta recién engrasada. Un mal presentimiento le heló la piel, y el frío se transformó en oleadas de calor cuando introdujo la mano en el agujero y lo halló vacío.
Sus ojos rebuscaron febrilmente entre las tejas de alrededor, aunque estaba convencida de que era en vano.
Porque aquella era la teja, era el agujero. Y la caja no estaba.
Todas las abominables kas de su vida empezaron a desfilar frente a ella mientras las voces aullaban en su interior, reían histéricas y la reprendían. Kyle, Willy K., Kassandra, Kåre, Kristian, Klavs y todos los demás que se habían cruzado en su camino. ¿Quién se había atravesado esta vez llevándose su caja? ¿Serían los mismos a los que pretendía restregarles las pruebas por la cara? ¿Serían los supervivientes? ¿Ditlev, Ulrik y Torsten? ¿Sería posible que hubiesen dado con la caja?
Temblorosa, sintió que las voces se fundían en una y hacían que le palpitaran las venas del dorso de la mano.
Hacía años que no ocurría. Las voces estaban de acuerdo.
Esos tres hombres tenían que morir. Por una vez, las voces estaban completamente de acuerdo.
Exhausta, se echó en la cama junto al pequeño fardo, poseída por un pasado de sumisión y humillaciones. Los primeros y duros golpes de su padre. El aliento a alcohol que se escondía tras los labios de fuego de su madre. Sus uñas mordidas. Sus pellizcos. Los tirones al pelo fino de Kimmie.
Cuando le pegaban mucho, después se sentaba en un rincón con las manos temblorosas aferradas a su osito. Le hablaba y él la consolaba. Por muy pequeño que fuera, sus palabras siempre eran grandes.
Tranquila, Kimmie. Son malos, eso es todo. Algún día desaparecerán. De repente, ya no estarán.
Cuando creció, aquel tono cambió. A veces el osito le decía que no tenía que consentir que le pegaran nunca más, que si alguien daba golpes tenía que ser ella. Ya no debía consentir nada más.
El osito ya no estaba. Lo único en esta vida que le traía el destello de algún recuerdo feliz de su niñez.
Se volvió hacia el fardo, lo acarició con dulzura y, sintiéndose culpable por no haber sido capaz de cumplir su promesa, le dijo:
– No vas a tener tu osito, brujita mía. Lo siento, lo siento muchísimo.