36

El lunes por la mañana las voces habían enmudecido. Kimmie fue despertando lentamente y paseó la mirada por su antigua habitación con aire aturdido; tenía la mente en blanco. Por un instante creyó que tenía trece años y no había oído el despertador una vez más. ¿Cuántas veces la habían mandado a clase sin más sustento para pasar el día que las pestes que echaban Kassandra y su padre? ¿Cuántas veces había pasado la jornada en su pupitre del colegio de Ordrup soñando con irse mientras le protestaban los intestinos?

Entonces recordó lo que había sucedido un día antes, lo abiertos e inertes que estaban los ojos de Kassandra.

En ese momento empezó a tararear de nuevo su vieja canción.

Una vez vestida, cogió el fardo, bajó a la planta inferior, echó un rápido vistazo al cadáver de Kassandra y se sentó en la cocina a susurrarle los posibles menús a su pequeña.

En esas estaba cuando sonó el teléfono.

Se encogió ligeramente de hombros y levantó vacilante el auricular.

– ¿Sí? -contestó imitando la voz afectada y ronca de su madrastra-. Al habla Kassandra Lassen. ¿Con quién tengo el placer?

Una sola palabra le bastó para reconocer aquella voz. Era Ulrik.

– Disculpe que la llame, soy Ulrik Dybbøl Jensen, no sé si me recuerda -se presentó-. Creemos que es posible que Kimmie se dirija hacia su casa, señora Lassen, y en tal caso le rogamos que tenga usted cuidado y que haga el favor de avisarnos en cuanto entre por la puerta.

Kimmie miró por la ventana de la cocina. Si llegaban por allí, no la verían si se escondía detrás de la puerta. Y los cuchillos de la cocina de Kassandra eran de lo más selecto. Cortaban la carne, por tierna o dura que estuviese, como si fuera mantequilla.

– Si la ve, tenga usted un cuidado extremo, señora Lassen, pero sígale la corriente. Hágala pasar y reténgala. Y llámenos, le prometo que iremos en su auxilio.

Dejó escapar una risita cautelosa para que resultara un poco más plausible, pero no consiguió engañarla. Aún no había nacido el hombre capaz de auxiliar a Kassandra Lassen frente a Kimmie. Estaba demostrado.

Le dio tres números de móvil que ella no conocía, el de Ditlev, el de Torsten y el de Ulrik.

– Muchísimas gracias por avisarme -dijo de corazón mientras anotaba los teléfonos-. ¿Y podríais decirme dónde os encontráis? ¿Llegaríais a Ordrup rápidamente llegado el caso? ¿No sería mejor que llamara a la policía si fuera necesario?

Era como si lo tuviera delante. En aquellos momentos, lo único que podría hacerle parecer más preocupado sería un crack en Wall Street. ¡La policía! Qué palabra tan fea.

– No, creo que no es buena idea -replicó-. ¿No sabe que a veces tardan más de una hora en presentarse? Bueno, y eso si es que reaccionan. Con los tiempos que corren, señora Lassen… Las cosas ya no son como antes.

Soltó un par de bufidos de desdén para persuadirla de la dudosa efectividad de las fuerzas del orden.

– No estamos lejos de su casa, señora Lassen. Hoy hemos venido a trabajar y mañana subiremos a una finca que tiene Torsten Florin en Ejlstrup. Vamos a ir de cacería a una zona de arboleda cerca de Gribskov que pertenece a sus tierras, pero los tres llevaremos los móviles conectados. Puede llamarnos a cualquier hora y nosotros llegaremos diez veces antes que la policía.

Conque en Ejlstrup, en casa de Florin. Conocía el lugar.

Y los tres a la vez. No podía pedir más.

Ya no había prisa alguna.


No la oyó abrir la puerta, pero sí gritar.

– ¡Hola, Kassandra! ¡Soy yo, venga, arriba! -rugió una voz que hizo temblar los cristales y le heló la sangre.

En el vestíbulo se abrían cuatro puertas, una que conducía hacia la zona de la cocina, otra hacia el baño donde se encontraba Kimmie, otra que llevaba a un comedor y de allí a My room, donde yacía el cuerpo rígido de Kassandra, y, por último, otra que bajaba al sótano.

Si aquella mujer estimaba en algo su vida, abriría cualquiera de ellas menos la que daba al comedor y a la sala.

– ¡Hola! -gritó en respuesta al saludo mientras se ponía las bragas.

Los pasos que se oían al otro lado de la puerta se detuvieron en seco, y al abrir Kimmie se topó con dos ojos desconcertados.

No conocía a aquella mujer; a juzgar por la bata y el delantal de color azul que se estaba poniendo, debía de ser una especie de asistenta o empleada del hogar.

– ¿Qué tal? Soy Kirsten-Marie Lassen, la hija de Kassandra -se presentó tendiéndole la mano-. Lo siento, pero Kassandra se sentía mal y la han ingresado en el hospital, de modo que hoy no la necesitamos.

Estrechó la mano vacilante de la empleada.

No cabía duda, no era la primera vez que oía su nombre. Su apretón fue rápido y superficial y su mirada estaba alerta.

– Soy Charlotte Nielsen -contestó con frialdad mientras echaba un vistazo hacia el salón por encima del hombro de Kimmie.

– Supongo que mi madre volverá el miércoles o el jueves; la llamaré para entonces. Mientras tanto, yo me ocuparé de la casa.

La palabra madre le abrasó los labios; una palabra que jamás había empleado para referirse a Kassandra, aunque ahora lo estimaba necesario.

– Esto está un poco desordenado -dijo la asistenta con la mirada clavada en el abrigo de Kimmie, que estaba tirado en la silla Luis XVI del vestíbulo-. Creo que voy a darle un repasito a la casa. De todas formas, tenía que estar aquí todo el día.

Kimmie se colocó delante de la puerta del comedor.

– Oh, es muy amable por su parte, pero hoy no.

Poniéndole una mano en el hombro, la condujo hacia su abrigo.

La mujer no se despidió al marcharse, pero salió con las cejas visiblemente levantadas.

Será mejor que nos deshagamos de ese saco de huesos, se dijo Kimmie, que se debatía entre una tumba en el jardín y el descuartizamiento. De haber tenido ella o Kassandra un vehículo, sabía de un lago en el norte de Selandia donde aún cabían un muerto o dos más.

De pronto se detuvo a escuchar a las voces y recordó qué día era.

¿Por qué tomarse la molestia?, le preguntaban. Si mañana es el día en que todo va a pasar a formar parte de una unidad superior

Estaba a punto de subir al piso de arriba cuando oyó un ruido de cristales rotos en My room.

En unos segundos llegó al salón y pudo comprobar que si la empleada se salía con la suya no tardaría en hacerle compañía a Kassandra y quedarse con la misma expresión de pasmo eterno.

La barra de hierro que había utilizado para romper el cristal de la puerta le pasó por delante de la cara con un silbido.

– La has matado, loca. ¡La has matado! -gritaba una y otra vez con lágrimas en los ojos.

¿Cómo era posible que de todos los seres repugnantes que poblaban la tierra precisamente Kassandra fuera objeto de semejante devoción? Le parecía totalmente insólito.

Kimmie se retiró hacia la chimenea y los jarrones.

¿Quieres pelea?, pensó. Pues has dado con la persona indicada.

Violencia y voluntad son indisolubles, el tema no tenía secretos para Kimmie. Eran dos elementos de la vida que ella dominaba a la perfección.

Cogió una figurita art déco de latón y la sopesó en la mano. Bien lanzada, podía cortarle las alas a cualquiera con aquel brazo afilado que asomaba de manera tan primorosa.

Apuntó, lanzó y observó sorprendida a la mujer, que repelió el ataque con la barra de hierro.

La figurita se estrelló con fuerza contra el papel pintado y Kimmie retrocedió hacia la puerta con la intención de subir corriendo al piso de arriba. Allí estaba su pistola, preparada y sin seguro. Ese sería, pues, el destino de aquella mema arrogante que la había desafiado.

Sin embargo, la empleada no la siguió. Se oían gemidos y rumor de pasos, eso era todo.

Kimmie regresó a hurtadillas a la puerta de la sala y a través de la rendija vio cómo aquella mujer caía de rodillas junto al cuerpo sin vida de Kassandra.

– ¿Qué ha hecho ese monstruo? -susurró. Tal vez llorase.

Kimmie frunció el ceño. En todo el tiempo que había pasado haciendo daño a los demás con la banda, jamás se había enfrentado con la pena. Había visto el espanto, la impresión, pero ese sentimiento tierno que es la pena solo lo había sufrido en carne propia.

Cuando empujó un poco la puerta para ensanchar la rendija y mejorar su visión, la mujer levantó la cabeza bruscamente al oír el chirrido de los goznes.

Al cabo de un instante se abalanzó sobre ella con la barra en ristre. Kimmie cerró de un portazo y echó a correr escaleras arriba con el cuerpo y la mente llenos de asombro. Tenía que llegar al cuarto donde estaba la pistola. Había que ponerle punto final a aquello. No quería matarla, solo atarla y neutralizarla. No, no quería dispararle. No quería.

Cada vez le quedaban menos peldaños por delante, pero la mujer le seguía los pasos aullando y al fin logró meterle la barra entre las piernas y hacerla caer en el rellano.

Tardó apenas un segundo en recobrarse, pero ya era tarde. Aquella mujer joven y compacta estaba sobre ella y le apretaba la barra contra el cuello.

– Kassandra solía hablarme de ti -le dijo-. Mi pequeño monstruo, te llamaba. ¿Crees que me he alegrado al verte en el vestíbulo? ¿Qué he pensado que tu visita traería algo bueno a esta casa?

Se metió la mano en el bolsillo de la bata y sacó un Nokia arañado.

– Hay un policía que se llama Carl Mørck. Te está buscando, ¿lo sabías? Tengo su número guardado en la agenda, tuvo la amabilidad de darme su tarjeta. ¿No te parece que deberíamos darle la oportunidad de venir a charlar un rato contigo?

Kimmie negó con la cabeza. Trataba de parecer afectada.

– Pero yo no tengo la culpa de la muerte de Kassandra, se ahogó con el oporto mientras hablábamos. Fue una desgracia, una cosa terrible.

– Sí, claro.

Era evidente que la asistenta no la creía. Le hincó brutalmente un pie en el pecho y le clavó con fuerza el extremo de la barra en la garganta mientras buscaba el número de Carl Mørck en la pantalla. Estuvo a punto de atravesarla.

– Y tú no hiciste nada para ayudarla, ¿verdad que no, guarra? -continuó-. Seguro que a la policía le interesa mucho lo que les vas a contar, pero no creas que te va servir de nada. Se ve a la legua lo que has hecho.

Dejó escapar una risita.

– En el hospital, nada menos. Tenías que haberte visto la cara cuando lo has dicho.

Localizó el número, pero Kimmie pataleó a la desesperada y la alcanzó en la entrepierna. Cuando la asistenta, con los ojos y la boca muy abiertos, aflojó la presión sobre la barra y se inclinó hacia adelante como si tuviera la espalda rota, Kimmie le dio otra patada.

No despegó los labios cuando los pitidos del móvil indicaron que estaba marcando el número. Se limitó a clavar el talón en la pantorrilla de su presa, arrancarle a golpes el teléfono, que se estrelló contra la pared, echarse hacia atrás y liberarse de la barra que la joven sostenía ya sin fuerza. Luego se levantó y se la arrebató de las manos.

Le había costado menos de cinco minutos restablecer el equilibrio.

Al ver que la mujer que tenía delante trataba de incorporarse con mirada furiosa, lanzó un resoplido.

– No voy a hacerte nada -le explicó Kimmie-. Solo te voy a atar a una silla, todo va a salir bien.

Pero la joven sacudió la cabeza de un lado a otro y poco a poco fue echando una mano hacia atrás hasta encontrar la barandilla. Al parecer, buscaba un punto de apoyo. Su mirada vagó inquieta. No estaba derrotada, ni mucho menos.

De repente arremetió contra Kimmie con los brazos tendidos hacia su cuello y le clavó las uñas tan profundamente que le desgarró la carne. Kimmie retrocedió hacia la pared y levantó una rodilla para interponerla entre ambas, lo que le permitió empujar a la asistenta hasta dejarla con medio cuerpo asomando por encima de la barandilla a cinco metros del enlosado del vestíbulo.

Le gritó que dejara de resistirse, pero, en vista de que no había nada que hacer, echó la cabeza hacia atrás y le dio un cabezazo en la frente. Todo se volvió negro hasta que en su cerebro se produjo una explosión de destellos.

Después abrió los ojos y se asomó por la barandilla.

La mujer yacía en el suelo de mármol como una crucificada, con los brazos extendidos y las piernas cruzadas. Completamente inmóvil y más muerta que muerta.


Pasó diez minutos sentada en la silla de pasamanería del vestíbulo contemplando aquel cuerpo dislocado y sin vida. Por primera vez veía a una víctima tal como era, una persona que había estado dotada de voluntad propia y del derecho a vivir. Le maravillaba no haber experimentado antes ese sentimiento. No le gustaba. Y las voces le recriminaron aquel modo de pensar.

En ese momento llamaron al timbre. Oyó que alguien hablaba. Dos hombres. Parecían impacientes, golpeando la puerta. Un instante después sonó el teléfono.

Si dan la vuelta a la casa verán el cristal roto. Prepárate para subir corriendo a buscar la pistola, se ordenaba a sí misma. No, ahora.

Subió las escaleras en dos silenciosas zancadas, encontró la pistola y permaneció en el descansillo con el silenciador apuntado hacia la puerta principal. Si esos hombres entraban, desde luego no volverían a salir.

Pero entonces se marcharon. Llegó a entreverlos por la ventana cuando se alejaban hacia el coche.

Un tipo alto que avanzaba dando largas zancadas y un hombrecillo moreno que trotaba a su lado.

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