– Me gustaría saber quién ha parado mi investigación, Marcus.
El jefe de Homicidios lo miró por encima de las gafas. No tenía ninguna gana de responder a esa pregunta, evidentemente.
– Siguiendo con lo mismo, creo que deberías saber que he tenido una visita no deseada en casa. Mira.
Sacó la foto donde aparecía con uniforme de gala y señaló hacia las manchas de sangre.
– Normalmente la tengo en mi dormitorio. Anoche la sangre estaba de lo más fresca.
Su jefe se recostó en el sillón y le prestó toda su atención. Lo que estaba viendo no le gustaba nada.
– ¿Y tú a qué lo atribuyes, Carl? -preguntó tras una pausa.
– ¿A qué lo voy a atribuir? Alguien pretende asustarme.
– Todos los policías van haciéndose enemigos poco a poco. ¿Por qué lo relacionas con el caso que llevas ahora? ¿Y qué me dices de tus amigos y tu familia? ¿No tendrás un guasón suelto por ahí?
Carl esbozó una sonrisa irónica. Buen intento.
– Anoche me llamaron por teléfono tres veces. ¿Y a que no te lo imaginas? No dijeron nada.
– ¡Vaya por Dios! ¿Y qué quieres que le haga yo?
– Quiero que me cuentes quién está frenando mi investigación, aunque a lo mejor prefieres que llame directamente a la directora de la policía.
– Va a venir esta tarde, luego veremos.
– ¿Cuento con ello?
– Ya veremos.
Carl cerró la puerta del despacho de su jefe con un poco más de fuerza de lo normal y se topó de bruces con la mustia jeta mañanera de Bak. Se había quitado la chaqueta de cuero negro de la que nunca se despegaba y la llevaba colgada al hombro con indiferencia. Vivir para ver.
– ¿Qué pasa, Bak? He oído que nos dejas. ¿Has heredado o qué?
Bak lo observó en silencio unos instantes como si se preguntara si la suma total de todos sus años de vida laboral en común arrojaba un saldo positivo o negativo. Después volvió la cabeza apenas un milímetro y dijo:
– Ya sabes, o eres un policía cojonudo o eres un padre de familia cojonudo.
El subcomisario consideró la posibilidad de ponerle una mano en el hombro, pero se conformó con tendérsela y estrechar la suya.
– ¡Tu último día! Te deseo buena suerte con la familia. Aunque eres un pedazo de gilipollas, quiero que sepas que si decides volver después de la excedencia no sería el fin del mundo.
Aquel hombre cansado lo miró con aire de sorpresa. O quizá sería más indicado decir que lo miró abrumado. Las microscópicas efusiones sentimentales de Børge Bak eran incomprensibles.
– Nunca has sido un tío majo, Carl -dijo con aire contrariado-, pero no estás mal.
Qué conmovedora orgía de cumplidos.
Carl se volvió a saludar a Lis, que estaba al otro lado de un mostrador con tantos o más papeles de los que había en el suelo del sótano esperando un hueco en una de las mesas que Rose ya había montado.
– Carl -añadió Bak con la mano en el pomo de la puerta del despacho del jefe de Homicidios-. Si crees que Marcus te está frenando, te equivocas; es Lars Bjørn.
Y a continuación le advirtió con el índice levantado:
– Y yo no te he dicho nada.
Carl Mørck miró de reojo hacia el despacho del subinspector. Como siempre, las persianas de las ventanas que daban al pasillo estaban bajadas, pero la puerta permanecía abierta.
– Vuelve a las tres. Tengo entendido que hay reunión con la directora -fueron las últimas palabras de Bak.
Encontró a Rose Knudsen arrodillada en el suelo del pasillo del sótano. Cual oso polar adulto resbalando por el hielo, estaba despatarrada y con los codos apoyados en un cartón desplegado. A su alrededor se veían patas de mesa, piezas de metal, tornillos y herramientas variadas, y a diez centímetros de su nariz había un tropel de instrucciones de montaje.
Había encargado cuatro mesas regulables, de modo que eso era lo que Carl esperaba que saliera de todos sus esfuerzos, cuatro mesas regulables.
– ¿No tenías que ir a Bispebjerg, Rose?
Sin moverse de donde estaba, Rose señaló hacia la puerta del despacho de su jefe.
– Tienes una copia encima de tu mesa -lo informó antes de volver a sumergirse en sus diagramas.
El hospital de Bispebjerg le había enviado por fax tres páginas que, efectivamente, estaban sobre la mesa del subcomisario. Selladas y fechadas, justo lo que necesitaba. Kirsten-Marie Lassen. Ingresada 24/7-2/8 1996. La mitad de los términos estaban en latín, pero su significado era más o menos comprensible.
– ¡Ven un momento, Rose! -gritó.
Tras toda una retahíla de blasfemias y juramentos, ella fue.
– ¿Sí? -preguntó con el rostro masacrado por el rímel y perlado de sudor.
– ¡Han encontrado el historial!
Ella asintió.
– ¿Lo has leído?
Volvió a asentir.
– Kimmie estaba embarazada y la ingresaron con una hemorragia tras una grave caída por unas escaleras -dijo Carl-. Recibió un buen tratamiento y se recuperó, pero aun así perdió el bebé. Presentaba indicios de nuevas lesiones, ¿también has leído eso?
– Sí.
– No pone nada del padre ni de ningún familiar.
– En Bispebjerg dicen que eso es todo lo que tienen.
– Muy bien.
Volvió a consultar el historial.
– O sea, que la ingresaron cuando estaba de cuatro meses, a los pocos días pensaron que el riesgo había pasado, pero al noveno día sufrió un aborto y cuando volvieron a explorarla le descubrieron nuevas señales de golpes en el vientre que ella explicó diciendo que se había caído de la cama en el hospital.
Buscó un cigarrillo a tientas.
– Cuesta bastante creérselo.
Rose retrocedió unos pasos con los ojos entornados al tiempo que agitaba frenéticamente una mano. Así que no le gustaba el humo. Genial. Ya tenía algo con que mantenerla a raya.
– No hubo denuncia -dijo ella-, nos habríamos enterado.
– No pone si le hicieron un legrado o algo así. Pero esto…, ¿qué pone aquí?
Señaló un par de líneas más abajo.
– Pone «placenta», ¿verdad?
– Los he llamado. Al parecer no expulsó toda la placenta durante el aborto.
– ¿Qué tamaño puede tener una placenta en el cuarto mes?
Rose se encogió de hombros. Estaba claro que no formaba parte de su plan de estudios.
– ¿Y no llegaron a hacerle un legrado?
– No.
– Por lo que tengo entendido, las consecuencias pueden ser fatales. Las infecciones en el útero no son ninguna broma. Además, estaba herida a consecuencia de los golpes. Muy malherida, supongo.
– Por eso se resistían a darle el alta. ¿Has visto esa nota?
Se trataba de una notita amarilla que estaba pegada al tablero de la mesa. ¿Cómo diantres quería que se fijara en algo tan pequeño? Al lado de eso, lo de la aguja en el pajar era de chiste.
«Llama a Assad», ponía.
– Ha llamado hace media hora diciendo que probablemente ha visto a Kimmie.
A Carl le dio un vuelco el corazón.
– ¿Dónde?
– En la estación. Quiere que lo llames.
El subcomisario arrancó el abrigo del perchero.
– Solo está a cuatrocientos metros. Ya me he marchado.
La gente iba por la calle en mangas de camisa. Las sombras se habían vuelto repentinamente alargadas y puntiagudas y todo el mundo iba sonriendo. Estaban a finales de septiembre y había algo más de veinte grados. ¿Qué coño les hacía tanta gracia? Lo que tenían que hacer era levantar la vista del suelo, mirar hacia la capa de ozono y espeluznarse. Se quitó el abrigo y se lo echó al hombro. Lo siguiente sería ir en enero con sandalias. Larga vida al efecto invernadero.
Sacó el móvil, marcó el número de Assad y descubrió que se había quedado sin batería. Era la segunda vez en pocos días. Mierda de batería.
Entró en el vestíbulo de la estación y buscó a Assad entre el gentío. Parecía inútil. Después pasó a hacer una infructuosa ronda entre aquel océano de maletas.
Me cago en todo, pensó mientras atajaba hacia la comisaría que había junto a la escalinata de salida a Reventlowsgade.
No le quedaba más remedio que llamar a Rose para pedirle el teléfono de Assad; ya estaba oyendo sus gruñidos burlones.
Los agentes que había al otro lado del mostrador no lo conocían, de modo que sacó la placa.
– Carl Mørck, hola. Tengo el móvil fuera de combate, ¿podría usar vuestro teléfono?
Uno de ellos señaló hacia un chisme deslucido sin dejar de consolar a una niña ya mayorcita que se había perdido y no encontraba a su hermana mayor. Habían pasado siglos desde sus días de consolar criaturas patrullando a pie de calle, daba pena solo de pensarlo.
Estaba marcando el número cuando vio a Assad al otro lado de las persianas de lamas que había junto a las escaleras de los baños. Quedaba semioculto tras un grupo de adolescentes exaltados con mochilas y allí plantado, envuelto en su mísero abrigo y lanzando miradas en todas direcciones, no tenía muy buen aspecto.
– Gracias -dijo Carl al tiempo que colgaba el auricular.
Salió de la comisaría dispuesto a llamar a voces a su ayudante, apenas los separaban cinco o seis metros, pero en ese preciso instante un hombre salió de detrás de Assad y le puso una mano en el hombro. Era un tipo de tez morena de unos treinta años o poco más y no parecía muy amable. Con un empujón obligó a su compañero a darse la vuelta y empezó a gritarle barbaridades en plena cara. Carl no entendía lo que decía, pero el semblante de Assad no dejaba lugar a dudas. Amigos no eran.
Varias chicas del grupo de adolescentes los miraron indignadas. ¡La plebe! ¡Menudos idiotas!, decían sus muecas de arrogancia.
El tipo pegó a Assad y este le devolvió el golpe con tal precisión que lo dejó paralizado en el acto. Se tambaleó unos segundos mientras los profesores de los adolescentes aprovechaban para discutir si debían intervenir o no.
Pero a Assad le traía sin cuidado. Asió al hombre con rudeza y lo sujetó con fuerza hasta que empezó a gritar de nuevo.
Cuando el grupo se apartó, se percató de la presencia de su jefe y su reacción no se hizo esperar. Un empujón para apartar al tipo y un gesto con la mano para indicarle que más valía que se esfumase. Carl vio un instante la cara del hombre antes de que desapareciese por las escaleras que bajaban al andén. Patillas bien perfiladas y cabellos relucientes. Un hombre atractivo con una mirada llena de odio. Alguien con quien era mejor no tropezar por segunda vez.
– ¿Qué pasaba? -preguntó el subcomisario.
Assad se encogió de hombros.
– Lo siento, Carl. No era más que un idiota.
– ¿Qué le has hecho?
– Olvídalo, es un idiota.
Assad tenía cien ojos y miraba a todas partes. A la comisaría que había detrás de Carl, a los adolescentes, a Carl y a sus espaldas. No era el mismo Assad que hervía té con menta en el sótano, sino un hombre con algo turbio entre manos.
– Cuando estés listo me cuentas de qué iba todo eso, ¿de acuerdo?
– No era nada, solo un tío que vive cerca de mi casa.
Después sonrió. No era una sonrisa convincente, pero casi.
– ¿Te han dado mi recado, entonces? Sabes que tu móvil está kaputt, ¿verdad?
Carl asintió.
– ¿Cómo sabes que la mujer que has visto era Kimmie?
– Una prostituta yonqui la llamaba gritando.
– ¿Y ahora dónde está?
– No lo sé. Ha subido a un taxi y la he perdido.
– Joder, Assad. La habrás seguido, ¿no?
– Sí. Mi taxi iba justo detrás del suyo, pero al llegar a Gasværksvej ha doblado la esquina y ha parado en la acera, y cuando he llegado ella ya no estaba, entonces. He llegado un segundo tarde y ya no estaba.
Un éxito y al mismo tiempo un fracaso.
– Su taxista me ha dicho que le ha dado quinientas coronas. Que se ha subido al coche y ha gritado: «¡A Gasværkvej, volando! El dinero es tuyo.»
Quinientas coronas por quinientos metros. Había que estar muy desesperado.
– La he buscado, claro. He entrado en las tiendas a preguntar si habían visto alguna cosa. He llamado a la puerta en varias casas.
– ¿Tienes el número del taxista?
– Sí.
– Que lo interroguen. Algo me huele mal.
Assad hizo un gesto afirmativo.
– Sé quién es la yonqui, tengo su dirección.
Le tendió un papel.
– Me lo han dado en la comisaría hace diez minutos. Se llama Tine Karlsen y vive en una habitación alquilada aquí cerca, en Gammel Kongevej.
– Muy bien, Assad. Pero ¿cómo has conseguido que los agentes te dieran esa información? ¿Quién les has dicho que eras?
– Les he enseñado mi identificación de Jefatura.
– Eso no te da derecho a que te faciliten esos datos, Assad, eres personal civil.
– Ya, pues me los han dado. Pero sería bueno, entonces, que me dieran una placa ahora que me mandas salir tanto, Carl.
– Lo lamento, pero es imposible. Has dicho que conocían a la mujer de la estación. ¿Es que ha estado detenida?
– Huy, sí, montones de veces. Ya están hartos de ella. Suele ponerse a pedir junto a la entrada principal.
Carl contempló el edificio amarillo que se alzaba junto al pasaje del teatro. Un sinfín de habitaciones alineadas en los cuatro pisos de abajo y buhardillas en lo alto. No costaba adivinar dónde se hospedaba Tine.
La puerta del quinto se abrió dejando paso a un hombre de aspecto rudo vestido con una raída bata azul.
– ¿Tine Karlsen, dice? Pues va a tener que buscarla usted.
Lo condujo por la escalera hasta un corredor con cuatro o cinco puertas y señaló hacia una de ellas con la mano enterrada en una barba gris.
– No nos hace mucha gracia tener a la policía merodeando por aquí -dijo-. ¿Qué ha hecho?
Carl entornó los ojos y le regaló una sonrisa avinagrada. El tipo les sacaba un buen pellizco a sus míseros cuartuchos, así que más le valía tratar a sus inquilinos con respeto.
– Es una testigo importante en un caso célebre y le ruego que le preste todo el apoyo que necesite. ¿De acuerdo?
El hombre se dejó tranquila la barba. ¿Que si estaba de acuerdo? No tenía la menor idea de qué le estaba contando. Qué más daba. Mientras funcionara…
Tine abrió cuando ya llevaban una eternidad aporreando la puerta. Un rostro estragado como pocos.
Nada más entrar en la habitación salió a su encuentro ese olor acre que desprenden las jaulas de las mascotas cuando no se limpian con frecuencia. Carl recordaba demasiado bien esa fase de la vida de su hijastro en que los hámsteres se apareaban día y noche en su escritorio. En un abrir y cerrar de ojos se multiplicaron por cuatro, una tendencia que habría continuado si Jesper no hubiera perdido el interés y las bestias no hubiesen empezado a devorarse unas a otras. Durante los meses que pasaron hasta que los regalaron, aquella peste se convirtió en parte integrante de la atmósfera de la casa.
– Veo que tienes una rata -dijo inclinándose hacia el monstruo.
– Se llama Lasso y está domesticada. ¿Quieres que la saque para que puedas cogerla?
Carl trató de sonreír. ¿Cogerla? ¿A un minicochinillo con el rabo escamoso? Antes se comería su pienso.
Llegados a ese punto, optó por mostrarle su placa.
Ella la miró con escaso interés y se tambaleó hacia la mesa para, con la destreza que dan los años, esconder más o menos discretamente una jeringuilla y un trozo de papel de plata debajo de un periódico. En su opinión, heroína.
– Me han dicho que conoces a Kimmie.
Si la hubieran pillado con la aguja clavada en una vena, robando en una tienda o cascándosela a un cliente en plena calle habría salido del paso sin mover una ceja, pero ante esa pregunta dio un respingo.
Carl se acercó a la ventana de la buhardilla y contempló los árboles, ya casi deshojados, que rodeaban el lago de Sankt Jørgen. Caray con las vistas de la yonqui.
– ¿Es una de tus mejores amigas, Tine? Me han dicho que lo pasáis muy bien juntas.
Se asomó a la ventana y observó los dos paseos que flanqueaban el agua. De haber sido una chica normal, seguramente habría salido a correr alrededor del lago un par de veces a la semana, como la gente que estaba por allí abajo en ese momento.
Su mirada se desvió hacia la parada de autobús de Gammel Kongevej, desde donde un hombre con un abrigo de color claro observaba la fachada del edificio. En sus muchos años de servicio Carl había coincidido con aquel individuo en varias ocasiones. Se llamaba Finn Aalbæk, un espectro que en tiempos tenía la mala costumbre de andar siempre importunando a los agentes de la comisaría de Antonigade intentando sonsacarles información para su minúscula agencia de detectives. Ya habían pasado al menos cinco años de su último encuentro y seguía siendo igual de feo.
– ¿Conoces a ese tipo del abrigo claro? -preguntó-. ¿Lo habías visto antes?
Tine se acercó a la ventana, dejó escapar un hondo suspiro y trató de enfocar al hombre con los ojos.
– He visto a alguien con el mismo abrigo en la estación, pero está demasiado lejos, no lo veo bien.
Carl observó sus enormes pupilas. No reconocería a ese sujeto ni aunque lo tuviera pisándole los dedos de los pies.
– Y ese que has visto en la estación, ¿quién es?
Ella se apartó de la ventana y tropezó con la mesita junto al sofá. El subcomisario tuvo que acudir en su auxilio.
– No sé si quiero hablar contigo -replicó Tine con voz gangosa-. ¿Qué ha hecho Kimmie?
La llevó hasta el diván y la dejó caer.
Se impone un cambio de estrategia, pensó Carl mirando a su alrededor. La habitación medía diez metros cuadrados y no podía estar más desprovista de personalidad. Aparte de la jaula de la rata y de la ropa que se veía amontonada por los rincones, había muy pocas cosas. Un par de revistas pringosas sobre la mesa. Montañas de bolsas del súper que apestaban a cerveza. Una cama cubierta con una tosca manta de lana. Un fregadero y una nevera vieja que tenía encima una jabonera sucia, un frasco de champú volcado y un montoncito de pasadores de pelo. Nada en las paredes ni en el alféizar de la ventana.
La observó.
– Te gustaría dejarte el pelo largo, ¿verdad? Yo creo que te quedaría estupendamente.
Tine se llevó las manos a la nuca de forma instintiva. De modo que había acertado, por eso estaban ahí los pasadores.
– También estás guapa así, con melena corta, pero creo que largo te sentaría mucho mejor. Tienes un pelo muy bonito, Tine.
Ella no sonrió, pero sus ojos brillaron de alegría. Fue solo un instante.
– Me encantaría coger a tu rata, pero me he vuelto alérgico a los roedores y animales de ese tipo. La verdad es que lo siento un montón. Ya ni siquiera puedo tocar a nuestro gatito.
Ya era suya.
– Adoro a esa rata. Se llama Lasso.
Sonrió con lo que antaño fuera una hilera de dientes blancos.
– A veces la llamo Kimmie, pero eso a ella no se lo he dicho. El nombre de Tine la Rata me lo pusieron por Lasso. ¿No es simpático?
Carl intentó coincidir con ella.
– Kimmie no ha hecho nada, Tine -dijo-. Solamente la estamos buscando porque alguien la echa de menos.
La prostituta se mordió el interior de la mejilla.
– Mira, yo no sé dónde vive, pero dime cómo te llamas por si la veo y se lo puedo decir.
El subcomisario asintió. Años de bregar con las autoridades le habían enseñado a aquella mujer el arte de la cautela. Totalmente colocada, pero en guardia. Resultaba tan impresionante como molesto. No beneficiaría al caso que se fuera de la lengua con Kimmie, se arriesgaban a que esta desapareciera del todo. Diez años y la persecución de Assad daban fe de que era capaz de hacerlo.
– Vale, voy a ser sincero contigo, Tine. El padre de Kimmie está gravemente enfermo y si ella se entera de que la busca la policía, su padre no volverá a verla, y sería una lástima. ¿No podrías decirle solamente que llame a este número? No le cuentes lo de la enfermedad y la policía, pídele solo que llame.
Anotó el número de su móvil en la libreta y le dio la hoja. Más le valía ir pensando en recargarlo.
– ¿Y si me pregunta quién eres?
– Dile que no lo sabes, pero que dije que se trataba de algo que iba a darle una alegría.
Los párpados de Tine se fueron cerrando despacio. Sus manos descansaban plácidamente sobre sus tenues rodillas.
– ¿Me has oído, Tine?
Ella asintió con los ojos cerrados.
– No te preocupes, lo haré.
– Eso está bien, me alegro mucho. Enseguida me marcho. Sé que un tipo ha estado preguntando por Kimmie en la estación, ¿sabes quién es?
Lo miró sin levantar la cabeza.
– Nadie, un tío que me preguntó si la conocía. Supongo que él también querrá que se ponga en contacto con su padre, ¿no?
Al bajar a Gammel Kongevej sorprendió a Aalbæk por la espalda.
– ¡Un viejo conocido por aquí, tomando el solecito! -exclamó al tiempo que le clavaba un puño en el hombro con contundencia-. ¿Cómo tú por aquí, chavalote? Cuánto tiempo, ¿no?
Los ojos de Aalbæk resplandecieron con un brillo que no era precisamente el de la alegría del reencuentro.
– Estoy esperando el autobús -contestó volviendo el rostro hacia otro lado.
– Muy bien.
Carl lo observó en silencio unos instantes. Curiosa reacción. ¿Por qué mentiría? ¿Por qué no limitarse a decir: «Estoy trabajando. Vigilo a alguien»? Porque en eso consistía su trabajo, ambos lo sabían. No lo estaba acusando de nada, ni siquiera tenía que decirle para quién era el trabajo.
Pero él mismo se había delatado. No había duda, era evidente que le estaba siguiendo la pista.
Esperando el autobús, decía. Valiente idiota.
– Te mueves mucho con tu trabajo, ¿verdad? Así, por casualidad, ayer no subirías a dar un paseo por Allerød y me mancharías una foto, ¿no? ¿Qué me dices, Aalbæk? ¿Fuiste tú?
El detective se volvió con calma y lo miró. Era el tipo de hombre capaz de encajar patadas y puñetazos sin reaccionar. Carl conocía a un individuo que había nacido con los lóbulos frontales poco desarrollados y era incapaz de cabrearse. Si las emociones y el estrés también residían en algún punto particular del cerebro, en el caso de Aalbæk ese punto debía de estar completamente hueco.
Lo intentó de nuevo. No tenía nada que perder.
– ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Vas a contármelo, Aalbæk? ¿No deberías estar en mi casa haciendo cruces gamadas en la cabecera de mi cama? Porque existe algún tipo de relación entre nuestros dos casos, ¿verdad, Aalbæk?
El detective no era precisamente el vivo retrato de la amabilidad.
– Sigues siendo un mierda y un amargado, ¿eh, Mørck? La verdad es que no tengo la menor idea de qué me hablas.
– Entonces, ¿qué haces aquí plantado mirando al quinto piso con la boca abierta? No será que esperas que Kimmie Lassen se pase por aquí a hacerle una visita a Tine Karlsen, ¿verdad? Porque eres tú el que va por la estación haciéndole preguntas a todo el mundo, ¿no?
Se acercó más a Aalbæk.
– Hoy has relacionado a la tal Tine Karlsen que vive en el quinto con Kimmie, ¿me equivoco?
Al tipo se le marcaron los músculos de la mandíbula por debajo de la piel.
– No sé quién es esa gente de la que me estás hablando, Mørck. Estoy aquí porque un padre y una madre quieren saber qué hace su hijo en el piso de la Iglesia de la Unificación, que está en el primero.
Carl asintió. Recordaba perfectamente que Aalbæk era un tipo escurridizo, capaz de inventar una tapadera para cada ocasión.
– Me encantará revisar tus últimos informes. ¿A que resulta que uno de tus clientes está muy interesado en dar con la tal Kimmie? Me parece a mí que sí. Lo que no acabo de saber es por qué. ¿Me lo vas a contar por las buenas o prefieres que requise esos informes?
– Puedes requisar lo que te salga de los cojones, pero acuérdate de traer una orden judicial.
– Aalbæk, chavalote…
Le dio una palmada en la espalda con tal fuerza que hizo que le entrechocaran los omóplatos.
– ¿Querrás decirles a tus clientes que cuanto más se metan en mi vida privada menos pienso dejarlos en paz? ¿Me has entendido?
Aalbæk trataba de no jadear, pero no había duda de que lo haría en cuanto Carl se alejara.
– Lo que he entendido me basta para saber que se te ha ido la olla, Mørck. Déjame en paz.
Carl asintió. Ese era el inconveniente de estar al frente del grupo de investigación más diminuto de todo el país. De haber contado con más efectivos, le habría puesto un buen par de imanes a Finn Aalbæk. Todo parecía indicar que valía la pena vigilar a aquel espectro, pero ¿quién iba a hacerlo? ¿Rose?
– Tendrás noticias nuestras -le advirtió antes de desaparecer Vodroffsvej abajo.
Cuando se cercioró de que el detective ya no lo veía, Carl echó a correr lo más rápido que pudo, dobló por una bocacalle, salió a la parte trasera del edificio Codan y fue a parar de nuevo a Gammel Kongevej, frente a Værnedamsvej. Varias zancadas entre jadeos le permitieron llegar al otro lado de la calle justo a tiempo para ver a Aalbæk hablando por teléfono junto al lago.
Quizá fuese difícil sacarlo de sus casillas, pero desde luego, contento no estaba.