31

– Ten, tómate dos de estas -le dijo mientras le embuchaba dos minipastillas y le metía dos más en el bolsillo de la camisa con el osito.

Él lanzó una mirada desesperada por el vestíbulo y los mostradores en busca de un alma autoritaria que tuviera algo que censurarle. Problemas de vestuario, de carisma, lo que fuera con tal de verse libre de la abominable escalera mecánica que estaba a punto de conducirlo a la perdición.

Lo había provisto de una exhaustiva hoja de ruta impresa, la dirección del despacho de Kyle Basset, un pequeño diccionario de conversación y órdenes terminantes de no ingerir las otras dos pastillas hasta que estuviera sano y salvo en el vuelo de vuelta. Eso y un montón de cosas más. En el plazo de cuatro minutos no sería capaz de repetir ni la mitad. Pero ¿qué se podía esperar después de una noche en blanco y con aquella sensación de cagalera inminente con riesgo de explosión que iba en aumento en la región inferior de su cuerpo?

– Tal vez te amodorren un poco -le explicó para finalizar-, pero funcionan, hazme caso. Ahora no te dará miedo nada. Podría estrellarse el avión sin que te inmutaras.

Carl comprendió que lamentaba no haberse tragado ese último comentario y se sintió impelido hacia la escalera mecánica con su pasaporte provisional y su tarjeta de embarque en la mano.


A mitad de camino por la pista de despegue empezó a sudar la gota gorda, su camisa se volvió visiblemente más oscura y los pies le empezaron a resbalar en los zapatos. Aunque ya notaba los efectos de las pastillas, en aquellos momentos el corazón le latía con tal violencia que no le habría sorprendido morirse de un infarto fulminante.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó su compañera de asiento tendiéndole la mano.

Después le pareció que dejaba de respirar durante los primeros diez mil metros de ascensión por el éter. Lo único que notaba eran las sacudidas y unos inexplicables chasquidos y traqueteos en el fuselaje.

Abrió el aireador y volvió a cerrarlo. Echó el respaldo hacia atrás. Palpó bajo el asiento para asegurarse de que su chaleco salvavidas estaba en su sitio y rechazó los diversos ofrecimientos de la azafata cada vez que se acercaba.

Después cayó dormido como un tronco.

– Mire, ahí abajo está París -le dijo su vecina en un momento dado desde algún lugar muy, muy lejano. Nada más abrir los ojos se reencontró con la pesadilla, el cansancio, los espasmos gripales en todos los miembros y, por último, una mano que señalaba hacia la sombra de algo que, en opinión de su propietaria, eran la torre Eiffel y la Place de l’Étoile.

Asintió con la mayor indiferencia. A París podían darle por cierto sitio. Él lo único que quería era apearse.

Al darse cuenta, la mujer de al lado volvió a darle la mano. Cuando se despertó con un respingo al aterrizar en Barajas, Carl seguía estrechándola entre las suyas.

– Se ha quedado usted grogui -comentó mientras le mostraba el cartel del metro.

El subcomisario le dio unas palmaditas al pequeño talismán que llevaba en la pechera, varias más al bolsillo interior donde llevaba la cartera y se preguntó a sí mismo con fatiga si aceptarían la Visa.

– Es muy fácil -le explicó su vecina-. Se compra un billete de metro ahí y luego se baja por esas escaleras. Vaya hasta Nuevos Ministerios, haga transbordo a la línea 6 y vaya hasta Cuatro Caminos, luego tome la línea 2 hasta Ópera y después es solo una estación por la línea 5 hasta Callao. El sitio donde tiene su reunión no está ni a cien metros.

Carl buscó con la mirada un banco donde dar un merecidísimo descanso a su cerebro abotagado y a sus piernas.

– Yo le indico el camino, voy en la misma dirección que usted. Ya he visto lo mal que lo ha pasado en el avión -se ofreció un alma caritativa en un danés de pura cepa.

Al mirar a un lado se encontró con un individuo de indudable procedencia asiática.

– Me llamo Vincent -se presentó; y echó a andar con su equipaje de mano rodando tras de sí.

Esa no era exactamente su idea de un apacible domingo cuando se desplomó en su edredón apenas diez horas antes.


Tras un fugaz traqueteo semiinconsciente en el metro, al emerger de los laberínticos pasillos de la estación de Callao contempló pasmado el iceberg de edificios monumentales de la Gran Vía. Colosos neoimpresionistas, de corte funcionalista y clasicistas, si tocaba describirlos. Jamás había visto nada igual. Ruido, olores, calor y un auténtico hervidero de gente con mucha prisa. Solo encontró una persona con la que solidarizarse, un mendigo desdentado que se había sentado en el suelo con un sinfín de tapaderas de plástico de colores destinadas a diferentes donaciones. Había monedas y billetes en todas ellas. De todas las nacionalidades. No acababa de entender lo que ponía, pero sí la ironía que acechaba en los ojos chispeantes del mendigo. Tú eliges, decía su mirada. ¿Una donación para birra, para vino, para aguardiente o para tabaco? Tú eliges.

Los viandantes sonreían al pasar y uno sacó una cámara y le preguntó si podía hacerle una foto. El mendigo soltó una carcajada desdentada y le mostró un letrero.

«Fotos, 280 euros», se leía.

Funcionó. No solo con los circunstantes, también con los petrificados músculos de la risa de Carl. Su risotada fue una agradable sorpresa cuya nota predominante era la ironía. El mendigo le puso en la mano nada menos que una tarjeta de visita; tenía hasta página web, www. lazybeggars. com. Meneando la cabeza entre risas, el policía se la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta a pesar de que la gente que pedía en la calle no solía despertar sus simpatías.

En ese instante regresó a la realidad, ardiendo en deseos de machacar a cierta empleada del Departamento Q.

Allí estaba, a tomar viento en un país desconocido, atiborrado de pastillas que le dejaban el cerebro en punto muerto, con todos los miembros doloridos por la reacción de su sistema inmune y el bolsillo más vacío que vacío. Se había pasado la vida oyendo historias de turistas descuidados con la sonrisa en los labios y ahora le ocurría a él, un subcomisario de policía que veía peligros e individuos de dudosa catadura por todas partes. ¿Cómo podía ser tan imbécil? Y encima, en domingo.

Statu quo: adiós cartera. Ni siquiera pelusillas. Veinte minutos como sardinas en lata en un vagón de metro atestado tenían su precio. Adiós tarjeta de crédito, adiós pasaporte provisional, adiós carné de conducir, adiós relucientes billetes de cincuenta, adiós billetes de metro, adiós lista de teléfonos, adiós seguro de viaje, adiós pasaje de avión.

No se podía caer más bajo.


Le sirvieron un café en un despachito de KB Construcciones, S. A. y lo dejaron amodorrado frente a un montón de ventanas polvorientas. Quince minutos antes lo había detenido en el vestíbulo el portero de Gran Vía 31, que, en vista de que no podía presentar identificación alguna, se negó a verificar su cita durante un buen rato. Hablaba como una metralleta y no paraba de soltar palabras incomprensibles. Al final Carl optó por escupirle a la cara unas diez veces su mejor trabalenguas en danés.

Funcionó.

– Kyle Basset -oyó que decía una voz a varios kilómetros de allí sacándolo de su modorra.

Le dolían tanto el cuerpo y la cabeza que abrió los ojos con cautela, temiendo haber ido a parar al purgatorio.

Una vez ante los blancos y gigantescos ventanales del despacho de Basset le sirvieron otro café y, con la mente más o menos despejada, observó un rostro de treinta y tantos años que sabía perfectamente lo que representaba. Riqueza, poder y un ego desmesurado.

– Su empleada me ha puesto al corriente de la situación -dijo Basset-. Están investigando una serie de asesinatos que podrían estar relacionados con las personas que me agredieron en el internado en su momento. ¿Me equivoco?

Hablaba danés con acento. Carl echó un vistazo a su alrededor. Era un despacho inmenso. Abajo, en la Gran Vía, la gente salía en tropel de tiendas como Sfera y Lefties. En medio de aquel entorno era casi un milagro que Basset aún entendiera una sola palabra en su idioma.

– Podría tratarse de una serie de asesinatos, todavía no lo sabemos.

Carl se bebió el café de un trago. Muy cargado; no era precisamente lo mejor para sus intestinos en ebullición.

– Me dice sin más rodeos que lo agredieron. Entonces, ¿por qué no dio señales de vida cuando se abrió el proceso contra ellos?

Su anfitrión se echó a reír.

– Ya me quejé en su momento ante la autoridad competente.

– ¿Que era…?

– Mi padre. Compañero de internado del padre de Kimmie.

– Ya veo. ¿Y consiguió algo?

Se encogió de hombros y abrió una pitillera labrada en plata. De modo que seguían existiendo objetos así. Le ofreció un cigarrillo a Carl.

– ¿Cuánto tiempo tiene?

– Mi vuelo sale a las 16:20.

Consultó el reloj.

– Vaya, no es mucho. Imagino que cogerá un taxi.

El policía aspiró el humo y lo retuvo. Mucho mejor, joder.

– Tengo un pequeño problema -admitió sin orgullo.

Puso a Basset al tanto de su situación. Un carterista en el metro. Sin dinero, sin pasaporte y sin billete de vuelta.

Kyle Basset pulsó el botón del interfono. Sus órdenes no sonaron muy amables, parecían más bien de las que se dan a la gente que se desprecia.

– Le haré un resumen -dijo.

Contempló el edificio blanco que había enfrente. Tal vez hubiera reminiscencias de dolor en su mirada, era difícil saberlo en medio de su dureza.

– Mi padre y el de Kimmie decidieron darle su merecido a su debido tiempo. Podía esperar. A mí no me pareció mal. Conocía a su padre, Willy K. Lassen; bueno, lo sigo conociendo. Tiene un piso en Mónaco a dos minutos del mío y es un hombre que no hace concesiones. Alguien a quien no conviene desafiar, me atrevería a decir. Al menos antes. Ahora está muy enfermo, le queda demasiado.

Sonrió al decirlo. Extraña reacción.

Carl apretó los labios. De modo que el padre de Kimmie estaba enfermo de veras, tal como le había dicho a Tine. Los años le habían enseñado que la realidad y la ficción tenían la costumbre de enredarse.

– ¿Por qué Kimmie? -preguntó-. Habla solo de ella. ¿No intervinieron también los demás? ¿Ulrik Dybbøl Jensen, Bjarne Thøgersen, Kristian Wolf, Ditlev Pram y Torsten Florin? ¿No estaban todos juntos?

Basset entrelazó las manos con el cigarro humeante colgándole de los labios.

– No creerá que me escogieron conscientemente.

– No lo sé. No conozco el episodio con gran detalle.

– Pues entonces se lo digo yo. Estoy convencido de que me dieron aquella paliza por casualidad, igual de casualidad que lo que pasó después.

Se llevó una mano al pecho y se echó un poco hacia delante.

– Tres costillas rotas. El resto se había desprendido de la clavícula. Estuve varios días meando sangre. Podían haberme matado. Eso también fue casualidad, se lo aseguro.

– Ajá; lo que no entiendo es adónde quiere ir a parar. Eso no explica por qué solo quiso vengarse de Kimmie Lassen.

– ¿Sabe una cosa, Mørck? El día que esos cabrones me atacaron aprendí algo. En realidad, les estoy muy agradecido.

La siguiente frase la acompañó de un golpe en la mesa a cada palabra.

– Aprendí que cuando se presenta la ocasión hay que aprovecharla. Tanto si es casual como si no. Sin importar si es justo o si los demás son culpables o inocentes. Es el abecé del mundo de los negocios, ¿sabe? Afila tus armas y no dejes de usarlas. Aprovecha. Mi arma en este caso fue que teníamos influencia sobre el padre de Kimmie.

Carl inspiró a fondo. A sus oídos de chico de campo no les sonaba demasiado bien. Entornó los ojos.

– Creo que sigo sin entenderlo del todo.

Basset sacudió la cabeza. Tampoco lo esperaba. Venían de planetas distintos.

– Lo que estoy diciendo es que, como podía atacar a Kimmie sin problema, mi venganza tenía que recaer sobre ella.

– ¿Y los demás le traían sin cuidado?

Se encogió de hombros.

– Ya iría a por ellos en otro momento si se presentaba la ocasión. Lo que pasa es que no he podido. Se podría decir que nos movemos en cotos de caza diferentes.

– De manera que Kimmie no era especialmente más activa que los demás, ¿no? ¿Quién diría entonces que era el motor de esa gentuza?

– Kristian Wolf, por supuesto. Pero si soltaran a todos esos hijos de puta al mismo tiempo, creo que de quien me mantendría más alejado sería de ella.

– ¿A qué se refiere?

– Al principio se mostraba muy neutral, fueron sobre todo Florin, Pram y Kristian Wolf. Pero cuando ellos pasaron un poco a un segundo plano porque me sangraba el oído y se asustaron, apareció ella.

Se le dilataron las aletas de la nariz como si aún sintiese su proximidad.

– La azuzaron, ¿entiende? Sobre todo Kristian Wolf. Él y Pram la pincharon y me la echaron encima -recordó con los puños levemente apretados-. Al principio solo fueron unos golpecitos, pero luego fue aumentando más y más. Cuando descubrió el daño que me hacía, abrió mucho los ojos y empezó a dar más y más fuerte con una respiración cada vez más acelerada. Fue ella la que me pateó el estómago. Con la punta del pie, hasta el fondo.

Apagó el cigarrillo en un cenicero igualito a la escultura de bronce que remataba el tejado de enfrente. Su rostro estaba arrugado; Carl lo observó a la intensa luz del sol que le daba de perfil. Demasiadas arrugas para ser tan joven.

– Si no hubiera intervenido Wolf, habría continuado hasta matarme. Estoy seguro.

– ¿Y los demás?

– Sí, los demás -asintió ensimismado-. Yo diría que no veían el momento de repetirlo. Eran como los espectadores de una corrida de toros. Y créame, sé de qué estoy hablando.

La secretaria que había servido el café entró en el despacho con paso ágil y muy bien vestida. Morena, como su pelo y sus cejas. Traía en una mano un sobrecito que le tendió a Carl.

Now you have some euros and a boarding pass for the trip home -le explicó con una cordial sonrisa.

Después se volvió hacia su jefe y le entregó un papel que él leyó por encima en un segundo. La ira que desencadenó le recordó a Carl la imagen de la Kimmie de ojos muy abiertos que Basset acababa de pintarle.

El tipo rompió el papel sin vacilar y cubrió a su secretaria de improperios. Tenía una expresión terrible. Las arrugas de la cara se le veían sin dificultad. Una reacción que obligó a la mujer a bajar la vista avergonzada y echarse a temblar. No era un espectáculo agradable.

Una vez que la secretaria salió y cerró la puerta, Basset se volvió impertérrito hacia Carl con una sonrisa en los labios.

– No es más que una chupatintas boba y sin importancia, no se preocupe por ella. ¿Podrá volver ahora a casa sin problemas?

Asintió en silencio tratando de mostrar algún tipo de gratitud, pero le costaba. Kyle Basset era igualito que los tipos que lo habían atacado. Carecía de empatía. Acababa de demostrarlo delante de sus narices. A la mierda él y todos los de su calaña, cacho cabrón.

– ¿Y el castigo? -preguntó al fin-. ¿El castigo de Kimmie? ¿Cuál fue?

Basset se echó a reír.

– Bueno, eso sí que fue una casualidad. Acababa de sufrir un aborto y estaba bastante maltrecha y muy enferma y fue a pedirle ayuda a su padre.

– Y él no se la dio, supongo.

La estaba viendo; una joven rechazada por su padre en el momento de mayor necesidad. ¿Sería esa carencia de amor la que había marcado su rostro ya de niña en aquella foto del Gossip donde aparecía entre su padre y su madrastra?

– Uf, me han dicho que fue muy desagradable. Su padre vivía en el Hotel D’Angleterre por aquel entonces, siempre se aloja allí cuando va a Dinamarca, y ella se presentó en recepción. ¿Qué coño esperaba?

– ¿Hizo que la echaran?

– De cabeza, se lo aseguro -rio-. Pero primero la hizo arrodillarse por la alfombra a recoger unos billetes de mil coronas que le tiró, así que con las manos vacías no se fue. Pero después goodbye and farewell for good.

– Pero es dueña de la casa de Ordrup. ¿Por qué no fue allí? ¿Lo sabe?

– Lo hizo, y recibió el mismo trato.

A Basset no podía traerle más al fresco.

– Bueno, Carl Mørck, si quiere saber más cosas tendrá que tomar un avión que salga más tarde. Aquí hay que facturar con tiempo, así que si quiere salir a las 16:20 va a tener que irse ya.

Carl respiró hondo. Ya empezaba a notar el efecto de las sacudidas del avión al propagarse por la amígdala. De pronto, al recordar las pastillas que llevaba en el bolsillo sacó el osito, las cogió, dejó el osito al borde de la mesa y le dio un sorbo al café para hacer que pasaran los tranquilizantes.

Por encima de la taza y al otro lado del infierno de papeles, calculadora, pluma y cenicero medio lleno del escritorio, distinguió los puños apretados de Kyle Basset con los nudillos completamente blancos. Solo entonces levantó la mirada hacia su rostro y se encontró con un hombre que por primera vez en siglos tenía que enfrentarse al recuerdo del terrible dolor que los seres humanos son únicos para hacerse entre ellos y a sí mismos.

Basset tenía los ojos clavados en aquel inocente, diminuto y regordete animalito de peluche. Era como si en ese mismo instante acabara de traspasarlo un rayo de sentimientos reprimidos.

Después se desplomó en su sillón.

– ¿Conoce este osito? -le preguntó Carl con las pastillas atravesadas en algún punto entre la faringe y las cuerdas vocales.

El empresario asintió y trató de concentrarse en la rabia que acudió en su auxilio.

– Sí, Kimmie siempre lo llevaba colgando de la muñeca cuando iba al internado, no sé por qué. Sujeto con una cinta roja que le había atado al cuello.

El subcomisario pensó por un instante que aquel hombre iba a venirse abajo y romper a llorar, pero el rostro de Basset se endureció y regresó el jefe capaz de aplastar a una chupatintas como si tal cosa.

– Sí, lo recuerdo perfectamente. Lo llevaba colgando de la muñeca el día que me pegó. ¿De dónde coño lo ha sacado?

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