8

Apenas le había dado tiempo a entrar cuando vio la funda de plástico en medio de la mesa.

Qué cóño…, pensó. Después llamó a Assad a voces.

Cuando su ayudante apareció en el umbral, le señaló la funda.

– ¿De dónde ha salido eso? ¿Tú sabes algo?

Pero Assad hizo un gesto negativo.

– No la vamos a tocar, ¿estamos? Podría tener huellas.

Los dos estudiaron el primer folio. «Ataques de la banda del internado», se leía en impresión láser.

Se trataba de una lista de agresiones con fechas, lugares y nombres de las víctimas, y parecían extenderse bastante en el tiempo. Un joven en una playa de Viborg, unos gemelos en un campo de deportes a plena luz del día, un matrimonio en la isla de Langeland. Al menos veinte.

– Vamos a tener que averiguar quién nos deja aquí estas cosas, Assad. Llama a los de la científica. Si es alguien de la casa, será sencillo dar con sus huellas.

– Las mías no las tienen -dijo Assad en tono casi decepcionado.

Carl meneó la cabeza. ¿Y eso por qué? Cada vez descubría más cosas poco ortodoxas en la contratación de su ayudante.

– Localízame la dirección de la madre de los chicos muertos. Se ha mudado varias veces en los últimos años, pero al parecer ya no reside en el último domicilio que figura en el registro, así que sé un poco creativo, ¿vale? Llama a sus vecinos, ahí tienes los números. Puede que sepan algo.

Señaló hacia un revoltijo de notas que acababa de sacarse del bolsillo después de rebuscar un poco.

A continuación apuntó en una libreta las tareas pendientes. De repente los embargó a ambos la sensación de estar trabajando en un nuevo caso.


– En serio, Carl, no pierdas el tiempo con un caso cerrado con una condena.

Marcus Jacobsen, el jefe de Homicidios, sacudía la cabeza mientras hurgaba entre las notas de su mesa. Cuatro nuevos casos graves en tan solo ocho días, a lo que había que sumar tres solicitudes de permiso y dos bajas por enfermedad, una de ellas seguramente a perpetuidad. Carl sabía lo que estaba pensando su jefe: ¿a quién quitar y de qué caso? Pero, gracias a Dios, ese no era su problema.

– ¿Por qué mejor no te centras en la visita de Noruega, Carl? Allí todo el mundo ha oído hablar del caso Lynggaard y se mueren de ganas de saber cómo estructuras tu trabajo y qué prioridades tienes. Creo que están hasta arriba de casos antiguos a los que les gustaría dar carpetazo. Podrías concentrarte en adecentar tu despacho y, de paso, darles una lección de cómo trabaja la policía danesa, así tendrán algo de que hablar cuando vayan a ver a la ministra.

Carl dejó caer la cabeza. ¿De verdad que sus invitados iban a ir a tomar el té con la inflada ministra de Justicia y a chismorrear como cotorras acerca de su departamento? La cosa no pintaba nada bien.

– Necesito saber quién está echándome casos encima de la mesa, Marcus. Luego ya veremos.

– Muy bien, muy bien; tú decides. Pero si reabres el caso Rørvig, a nosotros haz el favor de dejarnos completamente al margen. Mis hombres no pueden desperdiciar ni un minuto.

– Tú tranquilo -dijo el subcomisario poniéndose en pie. Marcus se acercó al interfono.

– Lis, ¿puedes venir un momento, por favor? No encuentro mi agenda.

Carl bajó la vista al suelo. Allí estaban todos los planes de su jefe, seguramente después de caerse de la mesa.

De un puntapié, los hizo desaparecer bajo la cajonera. Tal vez la reunión con los noruegos siguiera el mismo camino.

Cuando vio llegar a Lis al trote, la obsequió con una cálida mirada. Le gustaba más antes de su metamorfosis, pero, qué carajo, Lis era Lis.

Estoy deseando empezar a trabajar ahí abajo con vosotros, decían desde el otro lado del mostrador los hoyuelos -de una profundidad similar a la de la fosa de las Marianas- que flanqueaban la sonrisa de Rose Knudsen.

Sus hoyuelos no se vieron correspondidos, pero también es verdad que Carl carecía de ellos.


En el sótano, después de la oración vespertina, Assad ya estaba listo, enfundado en un descomunal chubasquero y con una carterita de piel bajo el brazo.

– La madre de los hermanos que asesinaron vive en la casa de una vieja amiga suya, en Roskilde -explicó; y añadió que, si pisaban un poco el acelerador, podrían estar allí en menos de media hora-. Pero también han llamado de Hornbæk. Malas noticias, Carl.

Carl podía ver a Hardy como si lo tuviese delante. Doscientos siete centímetros de carne paralizada con el rostro vuelto hacia el estrecho con su sinfín de barquitos de recreo que ya le decían adiós a la temporada.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó. De repente se sentía fatal. Llevaba más de un mes sin ir a ver a su compañero.

– Dicen que llora todo el día. Aunque lo atiborran de pastillas y esas cosas, o sea, no para de llorar.


Era una casa con jardín como cualquier otra y estaba situada al final de Fasanvej. «Jens Arnold e Yvette Larsen», se leía en la placa de latón, y debajo había un letrerito de cartón donde ponía en mayúsculas: «MARTHA JØRGENSEN».

Salió a recibirlos a la puerta una mujer frágil como polvo de ángel que había rebasado hacía ya tiempo la edad de jubilación, una anciana tan hermosa que le arrancó a Carl una tierna sonrisa.

– Sí, Martha vive conmigo. Está aquí desde que murió mi marido. Pero hoy no se encuentra demasiado bien -susurró una vez en el pasillo-. El médico dice que está avanzando muy deprisa.

Oyeron una tos antes de pasar a una galería acristalada. Allí estaba, escrutándolos con sus ojos hundidos desde detrás de varias hileras de frascos de pastillas.

– ¿Quiénes son? -preguntó mientras desprendía la ceniza de un purito con mano temblorosa.

Assad se acomodó en una silla cubierta de descoloridas mantitas de lana y hojas marchitas procedentes de las macetas de la ventana y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, le tomó una mano a Martha Jørgensen y la atrajo hacia sí.

– Puedo decirte una cosa, Martha. Mi madre también pasó por lo que estás pasando tú ahora y yo lo vi, entonces. Y no me hizo gracia.

La madre de Carl habría retirado la mano, pero ella no lo hizo. ¿Cómo hace Assad para saber estas cosas?, se preguntó el subcomisario mientras trataba de encontrar un papel con el que poder encajar en medio de aquella escena.

– Nos da tiempo a tomar un té antes de que llegue la enfermera -anunció Yvette con una sonrisita insistente.

Martha derramó algunas lágrimas cuando Assad le contó qué los llevaba por allí.

Tomaron té y pasteles mientras la anciana conseguía hacer acopio de fuerzas para hablar.

– Mi marido era policía -dijo al fin.

– Sí, lo sabemos, señora Jørgensen -fueron las primeras palabras de Carl.

– Uno de sus antiguos compañeros me dio una copia del expediente.

– Ajá. ¿Fue Klaes Thomasen?

– No, él no.

Tosió y sofocó un acceso de tos con una buena calada al purito.

– Me lo dio otro; Arne, se llamaba, pero ya murió. Reunió todo lo que tenía que ver con el caso y lo guardó en una carpeta.

– ¿Podemos verla, por favor, señora Jørgensen?

Con los labios trémulos, se llevó a la frente una mano casi transparente.

– No, no es posible. Ya no la tengo.

Permaneció unos instantes con los párpados apretados. Por lo visto tenía jaqueca.

– No sé quién fue el último al que se la presté; la han estado mirando varias personas.

– ¿Es esta?

Carl le tendió la carpeta verde.

Ella hizo un gesto negativo.

– No, era más grande. Gris y mucho más grande. No podía levantarla con una sola mano.

– ¿Y no existe más material, algo que pueda dejarnos?

La anciana miró a su amiga.

– ¿Se lo decimos, Yvette?

– No sé, Martha. ¿Te parece buena idea?

La enferma volvió sus hundidos ojos azules hacia un doble retrato que había en el alféizar de la ventana, entre una regadera oxidada y una figurita de piedra de san Francisco de Asís.

– Míralos, Yvette. ¿Qué habían hecho ellos?

Se le humedecieron los ojos.

– Mis niños. ¿No podríamos hacerlo aunque solo sea por ellos?

Yvette dejó una cajita de After Eight sobre la mesa.

– Claro que sí -suspiró. Después se dirigió hacia un rincón donde un montón de papeles navideños doblados y envoltorios reutilizables componían un mausoleo en honor a la vejez y al recuerdo de unos días en que «escasez» era una palabra cotidiana.

– Aquí está -dijo sacando de su escondrijo una caja de Peter Hahn repleta hasta los topes.

– Martha y yo hemos pasado estos últimos diez años completando un poco el expediente con recortes de periódico. Cuando murió mi marido ya solo nos teníamos la una a la otra.

Assad tomó la caja y la abrió.

– Son noticias sobre agresiones que quedaron sin esclarecer -prosiguió Yvette-. Y luego están los recortes de los asesinos de faisanes.

– ¿Los asesinos de faisanes? -se sorprendió Carl.

– Sí, ¿cómo llamarlos si no?

La anciana revolvió un poco en la caja y extrajo un ejemplo de lo más ilustrativo.

Sí, el nombre más acertado era el de asesinos de faisanes. Allí estaban, todos juntos, en una enorme fotografía sacada de un semanario. Un par de miembros de la realeza, algo de chusma burguesa y también Ulrik Dybbøl Jensen, Ditlev Pram y Torsten Florin, todos ellos con su escopeta de caza bajo el brazo y un pie triunfante bien asentado en tierra, frente a varias hileras de perdices y faisanes derribados.

– Uf -exclamó Assad. No había mucho más que añadir.

Advirtieron la agitación que empezaba a apoderarse de Martha Jørgensen, pero no adónde conduciría.

– No pienso tolerarlo -gritó de pronto-. Quiero que desaparezcan. Mataron a mis hijos y a mi marido. ¡Quiero que se pudran en el infierno!

Intentó ponerse en pie, pero su propio peso hizo que se venciera hacia delante y se golpeara la frente contra el borde de la mesa. No pareció sentirlo.

– Ellos también tienen que morir -bufó con la mejilla contra el mantel mientras tiraba las tazas al tratar de extender los brazos.

– Cálmate, Martha -la tranquilizó Yvette, que devolvió a la anciana jadeante a su torre de cojines.

Una vez comprobaron que había recuperado el ritmo normal de respiración y volvió a mostrarse pasiva y a dar chupadas a su purito, Yvette los condujo al comedor. Les pidió disculpas por la reacción de su amiga y la achacó a que el tumor del cerebro ya era tan grande que resultaba imposible predecir cómo y ante qué reaccionaba. No siempre había sido así.

Como si necesitara una disculpa.

– Una vez vino un hombre y le dijo que había conocido a Lisbet. -Levantó imperceptiblemente sus casi inexistentes cejas-. Lisbet era la hija de Martha y el chico se llamaba Søren, pero ya lo sabían, ¿verdad?

Assad y Carl asintieron.

– Es posible que el amigo de Lisbet se llevara la carpeta, no lo sé -continuó al tiempo que echaba un vistazo hacia la galería-. Le prometió expresamente a Martha que se la devolvería algún día.

Su mirada era tan triste que sintieron el impulso de abrazarla.

– Me temo que ya no va a llegar a tiempo.

– Yvette, ¿te acuerdas del nombre del hombre que se llevó la carpeta? -quiso saber Assad.

– No, lo siento. Yo no estaba presente y ella ya no recuerda gran cosa. -Se tocó la sien-. El tumor, ya saben.

– ¿Sabes si era policía? -añadió Carl.

– No creo, pero no lo descarto. No lo sé.

– ¿Y por qué no le disteis todo esto, entonces? -preguntó Assad refiriéndose a la carpeta que sostenía bajo el brazo.

– Ah, ¿eso? Eso fue idea de Martha. Ya hay un hombre que ha confesado los crímenes, ¿no? Yo la ayudaba a recopilar los recortes porque la hacía sentir mejor. Supongo que el hombre que se llevó el resto no lo encontró relevante. E imagino que tenía razón.

Le preguntaron por la llave de la cabaña de Martha y después por los días anteriores y posteriores al crimen, pero, como dijo la propia Yvette, ya hacía veinte años de todo aquello y, además, eran recuerdos desagradables.

Cuando llegó la enfermera se despidieron.


Sobre la mesilla de Hardy había una fotografía de su hijo, lo único que revelaba que aquella figura inmóvil con tubos que le salían de la uretra y el pelo aplastado y grasiento había tenido una vida más allá de la que podían ofrecerle un respirador, un televisor encendido a perpetuidad y un montón de enfermeros atareados.

– Pues sí que has tardado en decidirte a mover el culo y venir por aquí -lo saludó con la mirada clavada en un punto imaginario a mil metros de altitud sobre la Clínica de Lesiones Medulares de Hornbæk, un lugar desde el que contemplar el horizonte que permitía caer desde tal altura que uno ya no se volvía a despertar.

Carl se estrujó el cerebro en busca de una buena disculpa, pero al final lo dejó por imposible. Tomó la foto enmarcada y comentó:

– Me he enterado de que Mads ha empezado la universidad.

– ¿Y cómo? ¿Te tiras a mi mujer? -preguntó su amigo sin siquiera pestañear.

– No, Hardy, ¿cómo cojones se te ocurre? Me he enterado porque… no sé quién coño lo dijo el otro día en Jefatura.

– ¿Qué ha sido de tu sirio? ¿Lo han devuelto a las dunas?

El subcomisario conocía a Hardy, eso no era lo que le preocupaba.

– Dime lo que sea, Hardy. Total, ya estoy aquí.

Inspiró aire antes de añadir:

– Te prometo que a partir de ahora voy a venir a verte más a menudo, chavalote. He estado de vacaciones, ya sabes.

– ¿Ves esas tijeras que hay encima de la mesa?

– Sí, claro.

– Siempre están ahí; las usan para cortar las gasas y el esparadrapo que me sujeta las sondas y las agujas. Están bastante afiladas, ¿verdad?

Carl las miró.

– Sí, Hardy.

– ¿Te importaría clavármelas en la aorta? Eso me haría muy feliz -dijo riendo-. Carl, siento un temblor en el antebrazo, creo que justo debajo del deltoides.

Carl Mørck frunció el ceño. De modo que Hardy sentía temblores. Pobre hombre. Ojalá pintaran tan bien las cosas.

– ¿Quieres que te rasque?

Apartó un poco la manta sin saber si bajarle un poco la ropa o rascarle por encima.

– Escúchame, gilipollas. Tiembla. ¿Es que no lo ves?

Carl apartó la camisa del pijama. Hardy solía llevar muy a gala su atractivo; se cuidaba y siempre estaba bronceado. Ahora tenía la piel blanca como la de un gusano y surcada de finas venillas azules.

Apoyó una mano en el brazo de su amigo. No quedaba un solo músculo. Era como tocar un pedazo de carne puesta a macerar. No percibió ningún temblor.

– Te siento muy débilmente en un puntito de piel, Carl. Agarra las tijeras y dame unos cuantos pinchazos. No lo hagas muy rápido, yo te aviso cuando lo note.

Pobrecillo, paralizado de cuello para abajo. Algo de sensibilidad en un hombro, eso era todo. Cualquier otra cosa no era más que la vana esperanza de un hombre desesperado.

Pero lo pinchó como él quería, subiendo por el centro del antebrazo, primero por una cara y luego por la otra. Al llegar casi a la altura de la axila por la parte posterior, Hardy se quedó sin respiración.

– Ahí, Carl. Coge el bolígrafo y haz una marca.

Obedeció. Para eso estaban los amigos.

– Hazlo otra vez. Intenta engañarme y yo te diré cuándo pasas por la marca. Cierro los ojos.

Se echó a reír, o quizá fuera un sollozo, cuando Carl volvió a rozar la marca.

– ¡Ahí! -gritó.

Joder, era increíble. Daba escalofríos.

– No se lo cuentes a la enfermera, Carl.

El subcomisario frunció el entrecejo.

– Pero ¿por qué no, Hardy? Si es maravilloso. Puede que después de todo aún haya una esperanza, por mínima que sea. Así tendrán un punto de partida.

– Quiero esforzarme para que sea una zona más grande. Quiero recuperar un brazo entero, ¿de acuerdo?

Hardy miró por primera vez a su viejo amigo.

– Y lo que haga después con ese brazo no es asunto de nadie, ¿entendido?

Carl asintió. Por él, lo que fuera con tal de levantarle los ánimos a su compañero. Al parecer, el sueño de coger las tijeras de la mesa y clavárselas en el cuello era lo único que lo mantenía con vida.

No podía dejar de preguntarse si ese puntito de sensibilidad en el brazo no habría estado ahí desde el principio, pero mejor dejar las cosas como estaban. Al fin y al cabo, en el caso de Hardy no había nada que perder.

Volvió a colocarle bien la ropa y lo arropó con la manta hasta la barbilla.

– ¿Sigues viendo a la psicóloga, Hardy?

Carl imaginó el estupendo cuerpo de Mona Ibsen, una visión de lo más reconfortante.

– Sí.

– Ah, ¿y de qué habláis? -preguntó con la esperanza de que su nombre saliera a colación de un modo u otro.

– Sigue dándole vueltas a lo del tiroteo de Amager. No sé si servirá de algo, pero cada vez que viene se pasa el rato hablando de esa puta pistola de clavos.

– Sí, ya me imagino.

– ¿Sabes una cosa, Carl?

– No.

– Me ha obligado a pensar en todo aquello, aunque yo no quería. De qué coño va a servir, digo yo, pero luego resulta que está esa pregunta.

– ¿Qué pregunta?

Hardy le clavó la misma mirada que empleaban para interrogar a los sospechosos. Ni acusadora ni lo contrario, solo inquietante.

– Anker, tú y yo fuimos a la cabaña entre ocho y diez días después de que mataran a ese tipo, ¿verdad?

– Así es.

– Los asesinos habían tenido toneladas de tiempo para borrar sus huellas. Toneladas. Entonces ¿por qué no lo habían hecho? ¿Por qué esperaron? Podrían haberle pegado fuego a todo. Podrían haberse llevado de allí el cadáver y haberlo quemado todo.

– Sí, sorprende un poco. Yo tampoco lo entiendo.

– Entonces, ¿por qué volvieron precisamente cuando estábamos nosotros?

– Sí, eso también es sorprendente.

– ¿Sorprendente? ¿Sabes una cosa, Carl? A mí no me sorprende tanto. Ya no.

Intentó aclararse la voz, pero no lo logró.

– A lo mejor si Anker estuviera con nosotros podría decir algo más -añadió de pronto.

– ¿Qué quieres decir?

Carl llevaba semanas sin pensar en Anker. Apenas nueve meses después de que a su fiel compañero le metieran una bala entre ceja y ceja en aquella maldita casa, él ya lo había borrado de su mente. Quién sabe cuánto tiempo lo recordarían si le sucediera a él.

– Carl, había alguien esperándonos en aquella casa, si no no tiene sentido. Quiero decir que no era una investigación corriente. Uno de nosotros estaba involucrado y no era yo. ¿No serías tú?

Загрузка...