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En el muro, por encima de los tres amplios ventanales palaciegos, se leía Caracas. Se trataba de una mansión levantada gracias a una fortuna amasada con el negocio del café.

Ditlev Pram había descubierto el potencial del edificio de inmediato. Columnas aquí y allá, muros de cristal de color verde hielo de un par de metros de altura, estanques de líneas rectas llenos de agua susurrante y lisas superficies de césped con esculturas futuristas y vistas al estrecho de Øresund; no necesitó más para convertir todo aquello en la clínica privada más moderna de Rungsted Kyst, especializada en cirugía dental y operaciones de estética. No era un negocio original, pero sí infinitamente lucrativo tanto para él como para los numerosos médicos y dentistas indios y de la Europa del Este a los que había contratado.

Su hermano, sus dos hermanas menores y él habían heredado la escandalosa fortuna que había amasado su padre en los ochenta con sus especulaciones en Bolsa y sus opas hostiles, y Ditlev había sabido administrar bien su patrimonio. Su imperio ya incluía dieciséis clínicas y tenía otras cuatro más en proyecto. Estaba a punto de satisfacer su ambición de ingresar en su cuenta bancaria al menos el quince por ciento de los beneficios de las operaciones de aumento de pecho y estiramiento facial de todo el norte de Europa. No había mujer pudiente al norte de la Selva Negra que no hubiese corregido los pequeños caprichos de la madre naturaleza en una de las mesas de operaciones de Ditlev Pram.

En pocas palabras, las cosas le iban de fábula.

Su única preocupación en medio de todo aquello era Kimmie. Llevaba ya diez años obsesionado con la precaria existencia de aquella mujer y ya era más que suficiente.

Tras colocar su pluma Mont Blanc, que descansaba sobre el escritorio algo ladeada, consultó una vez más su reloj Breitling.

Había tiempo más que de sobra para todo. Aalbæk aún tardaría veinte minutos en llegar, Ulrik lo haría cinco minutos después y quizá fuera también Torsten, Dios diría.

Se levantó y echó a andar por largos corredores revestidos de ébano, dejando atrás la zona de consultas y quirófanos y saludando con un cordial cabeceo a los muchos que sabían que estaban ante la indiscutible flor y nata de la profesión, hasta que empujó la puerta de batientes de la zona de cocinas, situada en la sección inferior y con unas inmejorables vistas del cielo azul y del mar.

Estrechó la mano del cocinero de turno y lo elogió hasta hacerlo sonrojar, dio unas palmaditas en el hombro a sus ayudantes y desapareció en la zona de lavandería.

Tras muchos cálculos, había llegado a la conclusión de que Beredsen Textil Service podía ocuparse de la ropa de cama por bastante menos dinero y en menos tiempo, de modo que las razones que lo impulsaban a disponer de su propio servicio de lavandería eran otras. Así no solo tenía la ropa limpia siempre a mano, sino también a las seis filipinas que había contratado para que se ocuparan de todo. ¿Qué podía importar entonces el dinero?

El estremecimiento que recorrió a las seis jóvenes de piel morena al verlo no solo no le pasó desapercibido, sino que lo divirtió tanto como de costumbre. A continuación agarró a la menor de todas y la arrastró hasta el cuarto donde almacenaban las sábanas. Parecía asustada, pero conocía el camino. Era la que tenía las caderas más estrechas y el pecho más pequeño, aunque también la más experimentada. Los burdeles de Manila habían sido su escuela y no tenían punto de comparación con nada que pudiera hacerle Ditlev.

La filipina le bajó los pantalones y empezó a chupársela sin más dilación. Mientras ella le frotaba el vientre con una mano y lo masturbaba dentro de su boca con la otra, él la golpeaba en los hombros y los antebrazos.

Nunca se corría así con ella, el orgasmo se apoderaba de sus tejidos por otras vías. La máquina de adrenalina bombeaba con mayor potencia a medida que se sucedían los golpes y en pocos minutos tuvo el depósito lleno.

Se apartó de ella, la arrastró asiéndola del pelo y le metió la lengua en la boca a la fuerza al tiempo que le bajaba las bragas y le hundía un par de dedos en la entrepierna. Cuando la devolvió al suelo de un empujón, ambos habían tenido más que suficiente.

Después se recompuso la ropa, le introdujo un billete de mil coronas en la boca y salió de la lavandería despidiéndose de todas con amables gestos. Parecían aliviadas, aunque carecían de motivos para ello. Tenía intención de pasar la siguiente semana en la clínica Caracas. Quería que las chicas sintieran quién era el jefe.


El detective privado estaba hecho unos zorros esa mañana, un contraste de lo más llamativo e inapropiado con el reluciente despacho de Ditlev. Resultaba evidente que aquel tipo larguirucho se había pasado toda la noche deambulando por las calles de Copenhague, pero, ¿qué coño? ¿Acaso no le pagaban para eso?

– ¿Y bien, Aalbæk? -gruñó Ulrik al tiempo que estiraba las piernas por debajo de la mesa de reuniones-. ¿Alguna novedad en el caso de la desaparición de Kirsten-Marie Lassen?

Siempre comenzaba así las conversaciones con Aalbæk, pensó Ditlev contemplando con irritación las olas oscuras que se extendían al otro lado de los ventanales.

Joder, cómo le gustaría que todo terminara de una vez, que Kimmie dejase de hurgar en sus recuerdos constantemente. Cuando dieran con ella tendrían que hacerla desaparecer para siempre, ya se le ocurriría cómo.

El detective estiró el cuello y reprimió un bostezo.

– La ha visto varias veces el tipo de la zapatería de la estación. Va por ahí arrastrando una maleta y la última vez llevaba puesta una falda escocesa. Es decir, la misma ropa que cuando la vio aquella mujer en el Tívoli. Pero, hasta donde sé, no se deja ver por la estación central con demasiada regularidad. Vamos, que no hace nada con regularidad. Le he preguntado a todo el mundo: a los de la DSB, a la policía, a los vagabundos, a los de las tiendas. Algunos saben de su existencia, pero no tienen ni idea de dónde vive ni de quién es.

– Tienes que dejar un equipo de vigilancia en la estación día y noche hasta que vuelva a aparecer.

Ulrik se puso en pie. Era un hombre alto, pero cuando hablaban de Kimmie parecía encogerse. Tal vez fuera el único de todos ellos que había estado enamorado de ella de verdad. Quién sabe si aún lo atormentaba ser también el único que no la había tenido, se dijo Ditlev por enésima vez riendo para sus adentros.

– ¿Vigilancia veinticuatro horas? Va a salir por un dineral -dijo Aalbæk. A punto estuvo de sacar una calculadora del ridículo bolsito que llevaba al hombro, pero no llegó tan lejos.

– Deja eso -le gritó Ditlev, que estaba considerando la posibilidad de tirarle algo a la cabeza.

Se recostó en su sillón antes de continuar:

– No hables del dinero como si supieras qué es, ¿estamos? ¿Cuánto puede ser, Aalbæk? ¿Dos, tres mil? ¿Algo por el estilo? ¿Cuánto crees que hemos ganado Ulrik, Torsten y yo mientras estamos aquí sentados hablando de tus ridículos honorarios?

Al final tomó la pluma y se la arrojó. Apuntaba al ojo, pero falló.

Después, cuando el corpúsculo del detective cerró la puerta al salir, Ulrik recogió la Mont Blanc y se la guardó en el bolsillo.

– Lo que se da no se quita -explicó entre risas.

Ditlev no hizo comentario alguno. Ya se lo cobraría algún día.

– ¿Has sabido algo de Torsten hoy? -preguntó.

Al oírlo, el rostro de Ulrik perdió el brío.

– Sí, se ha ido a su casa de campo esta mañana, a Gribskov.

– ¿Pero a ese tío le trae al pairo lo que está pasando o qué?

Ulrik, más orondo que nunca, se encogió de hombros. Esos kilos eran el precio que tenía que pagar por haber dejado su cocina en manos de un chef especializado en foie.

– No está pasando su mejor momento, Ditlev.

– Bueno, pues entonces vamos a tener que ocuparnos tú y yo del tema.

Apretó los dientes. Cualquier día Torsten les iba a dar un susto, no podían descartarlo; y si se venía abajo, sería una amenaza tan grande como Kimmie.

Ulrik lo escudriñaba y él se percató de ello.

– No irás a hacerle nada a Torsten, ¿verdad, Ditlev?

– Claro que no, hombre; estamos hablando de nuestro Torsten.

Se observaron unos instantes como alimañas que miden la intensidad de sus miradas con las cabezas gachas. Ditlev sabía que a terquedad jamás ganaría a Ulrik Dybbøl Jensen. Su padre había fundado la empresa de análisis financiero, pero el hijo había sido el responsable de que gozase de una influencia ilimitada. Cuando se empeñaba en algo, las cosas se hacían según sus deseos y no escatimaba medios para conseguirlo.

– Bueno -rompió el silencio Ditlev-, vamos a dejar que Aalbæk haga su trabajo y luego ya se verá.

A Ulrik le cambió la cara.

– ¿Está todo preparado para la cacería de faisanes? -preguntó ansioso como un chiquillo.

– Sí, Bent Krum ha citado a todo el mundo. El jueves a las seis en la posada de Tranekær. No va a haber más remedio que invitar a los gilipollas de la zona, pero espero que sea la última vez.

Su amigo se echó a reír.

– Supongo que tendréis algún plan para la cacería, ¿no?

Ditlev asintió.

– Sí, la sorpresa está en casa.

Los músculos de la mandícula de Ulrik estaban en tensión. Lo excitaba la idea, resultaba obvio. Excitado e impaciente, así era el verdadero Ulrik.

– ¿Qué? -añadió su anfitrión-. ¿Me acompañas a ver qué tal llevan la lavandería las niñas filipinas?

Ulrik levantó la cabeza con los ojos entornados. A veces eso era un sí, a veces un no; con él nunca se sabía. Tenía demasiadas inclinaciones contradictorias.

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