28

Era una apática tarde de sábado y la radio dividía las noticias a partes iguales entre el nacimiento de un tapir en Randers y la amenaza del presidente de la derecha de acabar con el sistema de regiones que él mismo había exigido que se creara.

Carl marcó un número en su móvil y al contemplar el reflejo del sol en la superficie del agua pensó: Gracias a Dios aún queda algo que no pueden andar toqueteando.

Assad contestó al otro lado de la línea.

– ¿Dónde estás, jefe?

– Acabo de cruzar el puente de Selandia y voy de camino al instituto de Rødovre. ¿Hay algo en especial que deba saber sobre Klavs Jeppesen?

Cuando su ayudante pensaba, casi se le oían las ideas.

– Está frus, Carl, es lo único que puedo decir.

– ¿Frus?

– Sí, frustrado. Habla muy despacio, pero deben de ser los sentimientos, que le cortan la libre palabra.

¿La libre palabra? Ya solo le faltaba sacar a colación las sutiles alas del pensamiento.

– ¿Sabe de qué se trata?

– Casi todo sí. Rose y yo nos hemos pasado toda la tarde aquí con la lista, Carl. Le gustaría hablar un momento contigo, entonces.

Se disponía a protestar, pero Assad ya no estaba al otro lado.

Él tampoco estaba del todo presente cuando Rose puso en marcha el soplete que tenía por garganta.

– Pues sí, aquí seguimos -le gritó hasta arrancarlo del curso de sus pensamientos-. Llevamos todo el día con la lista y creo que hemos dado con algo que puede servirnos. ¿Quieres oírlo?

¿Qué coño esperaba?

– Sí, por favor -contestó él a punto de saltarse el desvío a la izquierda que conducía a Folehaven.

– ¿Recuerdas que en la lista de Johan Jacobsen había un caso de un matrimonio que desapareció en Langeland?

¿Creía que tenía demencia senil o qué?

– Sí -respondió.

– Bien. Eran de Kiel y desaparecieron. En Lindelse Nor encontraron varios objetos que podrían haber sido suyos, pero no se llegó a probar nada. Yo he estado enredando un poco y las cosas han cambiado.

– ¿Qué quieres decir?

– He localizado a su hija. Vive en la casa que tenían sus padres en Kiel.

– ¿Y…?

– Tómatelo con calma, Carl, que después de hacer un trabajo que te cagas, una tiene todo el derecho del mundo a hacerse un poco de rogar, ¿no te parece?

Esperó que Rose no oyera su hondísimo suspiro.

– Se llama Gisela Niemüller y lo cierto es que le resulta de lo más chocante cómo se llevó el caso en Dinamarca.

– ¿Eso cómo se come?

– El pendiente; ¿te acuerdas de él?

– Joder, Rose, si hemos estado hablando de él esta misma mañana.

– Hace al menos once o doce años que esta mujer se puso en contacto con la policía de Dinamarca para decirles que ya podía identificar con toda seguridad el pendiente hallado en Lindelse Nor. Era de su madre.

Carl estuvo tentado de torpedear un Peugeot 106 con cuatro escandalosísimos mancebos a bordo.

– ¿Qué? -chilló al tiempo que pisaba el freno hasta el fondo-. Un momento.

Subió el coche a la acera y le preguntó:

– Si no pudo identificarlo en su momento, ¿por qué después sí?

– Durante una reunión familiar en Albersdorff, Schleswig, vio unas fotografías antiguas de sus padres en otra fiesta. ¿Y tú qué crees que llevaba la madre en esas fotos, así, por preguntar?

Se oyeron varios gruñidos alborozados al otro lado de la línea.

– Sí, los pendientes. ¡Es la leche!

Carl cerró los ojos y apretó los puños. Yes!, gritaba por dentro. Algo parecido debió de sentir el piloto de pruebas Chuck Jaeger la primera vez que rompió la barrera del sonido.

– Carajo.

Menuda revelación.

– Me cago en la puta, qué fuerte, Rose, qué fuerte. ¿Te ha dado una copia de la foto de la madre con el pendiente?

– No, pero insiste en que se la envió a la policía de Rudkøbing hacia 1995. He hablado con ellos y dicen que ahora los archivos están en Svendborg.

– No les mandaría la foto original, ¿verdad?

Rezó para que no fuera así.

– Pues sí.

Mierda puta.

– Pero se quedaría una copia, un negativo, o alguien lo tendrá, ¿no?

– Ella cree que no. Por eso estaba tan cabreada. No ha vuelto a tener noticias desde entonces.

– Ya estás llamando a Svendborg, ¿me oyes?

Rose emitió un sonido que sonó a desdén.

– Qué poco me conoce usted, señor subcomisario de policía.

Y le colgó.

No habían pasado ni diez segundos cuando volvió a llamarla.

– Hola, Carl -lo saludó la voz de Assad-. ¿Qué le has dicho? Está muy rara.

– Da igual. Tú dile que estoy orgulloso de ella.

– ¿Ahora?

– Sí, ahora, Assad.

Si, y solo si, la fotografía de la mujer del pendiente aparecía en los depósitos de la policía de Svendborg, y si, y solo si, un experto era capaz de determinar con seguridad que el pendiente hallado en la playa de Lindelse Nor era la pareja del que habían encontrado en la caja que había escondido Kimmie y que, además, era el mismo de la foto, podrían reabrir oficialmente el caso. Tendrían base para iniciar un nuevo proceso. Joder, iban por el buen camino. Habían tardado veinte años, pero en fin… Los Florin, Dybbøl Jensen y Pram recorrerían la larga, dura y embarrada senda de la maquinaria judicial. Solo tenían que encontrar a Kimmie, porque, al fin y al cabo, la caja de metal la habían hallado en su casa. No era tan fácil como parecía, y menos aún después de la muerte de la drogadicta, pero tenían que encontrarla.

– Sí -se oyó de pronto a Assad al otro lado del teléfono-, se ha puesto muy contenta. Me ha llamado gusanito de arena.

Una carcajada estalló en el auricular.

¿Quién sino Assad podía tomarse a bien una ofensa tan manifiesta?

– Pero, Carl, yo no tengo tan buenas noticias como Rose -lo informó cuando acabó de reírse-. O sea, no cuentes con que Bjarne Thøgersen quiera volver a hablar con nosotros. Así que, ¿qué, entonces?

– ¿Me estás diciendo que se ha negado a recibirnos?

– Y su forma es imposible de no entender, entonces.

– Da lo mismo. Dile a Rose que tiene que dar con esa foto. Mañana libramos, esta vez va en serio.


Carl consultó el reloj mientras giraba por Hendriksholms Boulevard. Llegaba pronto, pero quizá mejor así. El tal Klavs Jeppesen parecía de ese tipo de personas que prefieren llegar demasiado pronto antes que demasiado tarde.

El instituto de Rødovre era un conjunto de cajones aplanados que surgían del asfalto, un caos de edificios empotrados unos en otros a consecuencia de las sucesivas ampliaciones de los años en que las gorras de bachiller empezaron a echar raíces entre la clase trabajadora. Un pasillo por aquí, un gimnasio por allá, caserones amarillos nuevos y viejos llamados a modernizar a los chavales de la zona oeste proporcionándoles privilegios que los de la costa norte se habían adjudicado mucho tiempo antes.

Siguiendo las flechas en dirección a la fiesta de antiguos alumnos, la Ulsasep, se encontró a Klavs Jeppesen a la puerta del aula con el regazo lleno de paquetes de servilletas de papel y en plena conversación con dos estudiantes mayores del sexo opuesto que parecían muy simpáticas. Un tipo atractivo, pero con un aburrido look profesional, con su chaqueta de pana y su barba. Era Profesor de Instituto, con mayúsculas.

Tras liberar a sus oyentes con un «Nos vemos luego» dicho en un tono que lo identificaba claramente como miembro del grupo de los solteros disponibles, acompañó a Carl por el pasillo de los profesores, donde varios exalumnos pasaban el rato entregados a la nostalgia.

– ¿Sabe por qué estoy aquí? -preguntó el subcomisario, a lo que Jeppesen contestó que su colega lo había puesto al tanto con algún que otro chapurreo.

– ¿Qué quiere saber? -se interesó mientras lo invitaba a tomar asiento en una de las añosas sillas de diseño de la sala de profesores.

– Quiero saberlo todo de Kimmie y de cuantos la rodeaban.

– Su colega ha dejado entrever que habían reabierto el caso de Rørvig. ¿Es eso cierto?

Carl asintió.

– Y tenemos motivos fundados para creer que uno o varios miembros del grupo también son culpables de otras agresiones.

A Jeppesen se le dilataron las fosas nasales como si le faltara oxígeno.

– ¡¿Agresiones?!

Se quedó con la mirada extraviada y fue incapaz de reaccionar cuando entró una de sus compañeras.

– ¿Te ocupas tú de la música, Klavs? -preguntó.

Él levantó la mirada como si estuviera en trance y asintió sin verla.

– Yo estaba locamente enamorado de Kimmie -confesó cuando volvieron a quedarse a solas-. La deseaba como jamás he deseado a nadie. Era la perfecta combinación de ángel y demonio. Guapa, joven, cariñosa y totalmente dominante.

– Ella tenía diecisiete o dieciocho años cuando iniciaron su relación. ¡Y era alumna del colegio! No es muy ortodoxo que digamos.

El profesor observó a Carl sin levantar la cabeza.

– No estoy orgulloso de ello -aclaró-. Sencillamente, no pude evitarlo. Aún siento su piel, ¿lo entiende? Y ya hace veinte años.

– Sí, y también hace veinte años que ella y unos cuantos más estuvieron bajo sospecha de asesinato. ¿Usted qué cree? ¿Podrían haberlo hecho todos juntos?

Klavs Jeppesen contrajo la mitad del rostro en una mueca.

– Pudo hacerlo cualquiera. ¿Es que usted no podría matar a alguien? Quizá ya lo haya hecho.

Apartó la mirada y bajó la voz.

– Antes y después de mi relación con Kimmie hubo un par de episodios que me resultaron chocantes. Recuerdo sobre todo a un chico del colegio, un pequeñajo completamente idiota y engreído, quizá solo le dieran lo que se merecía. Pero todo ocurrió en circunstancias muy extrañas. De repente, un buen día dijo que quería marcharse. Contó que se había caído en el bosque, pero sé reconocer las marcas que dejan los golpes.

– ¿Qué tiene eso que ver con el grupo?

– Yo no sé qué tiene que ver con el grupo, lo que sí sé es que cuando se fue, no pasó un día sin que Kristian Wolf preguntara por él. Que dónde estaba, que si teníamos noticias suyas, que si iba a volver.

– Es posible que se tratase de un interés real, ¿no cree?

Se volvió de nuevo hacia Carl. Lo que tenía delante era un profesor de instituto a cuyas manos expertas las personas honradas confiaban el desarrollo de sus hijos, una persona que pasaba años y años con sus alumnos. ¿Era posible que el semblante que le estaba mostrando en esos momentos fuera el mismo que veían esos padres cuando iban a hablar con él? En tal caso, tendrían buen cuidado de sacar a sus hijos de ese centro a toda prisa. No, gracias a Dios no era frecuente toparse con un rostro tan amargado por la sed de venganza, el odio y el asco a la humanidad como el suyo.

– Kristian Wolf no mostraba interés real por nadie más que por sí mismo -replicó henchido de desprecio-. Era capaz de todo, créame. Pero tengo la sensación de que le aterrorizaba enfrentarse a sus propios actos. Por eso quería asegurarse de que aquel niño se había ido para siempre.

– ¿Puede darme algún ejemplo?

– Él formó el grupo, créame. Le apasionaba el mal y no tardó en esparcir su veneno. Él fue quien nos delató a Kimmie y a mí, el culpable de que tuviera que irme del internado y de que ella se marchara, el que la empujaba hacia los chicos a los que quería pegar. Una vez que los atrapaba en sus redes, la obligaba a retirarse. Ella era su araña hembra y él manejaba los hilos.

– Murió, imagino que ya lo sabe. En un accidente de caza.

Asintió.

– Quizá piense que me alegro. Ni mucho menos. Salió muy bien parado de todo.

Se oyeron unas risas en el pasillo que parecieron sacarlo del trance por un momento. Después la rabia volvió a descomponerle el rostro y a arrastrarlo.

– Atacaron a aquel chiquillo en el bosque y tuvo que irse, pregúnteselo a él si quiere. Puede que lo conozca, se llama Kyle Basset. Ahora vive en España. No le costará encontrarlo porque es dueño de una de las mayores empresas del país, KB Construcciones S. A.

Carl anotó el nombre.

– Y mataron a Kåre Bruno. Créame -añadió.

– Ya se nos había ocurrido, pero ¿qué le lleva a usted a pensar eso?

– Bruno fue a buscarme cuando me despidieron. Habíamos sido rivales, pero de pronto éramos aliados. Él y yo contra Kristian y el resto del grupo. Me confesó que tenía miedo de Wolf, que se conocían de antes. Vivía cerca de la casa de sus abuelos y nunca dejaba pasar la oportunidad de amenazarlo. No sé gran cosa, pero con eso me basta. Wolf amenazó a Kåre Bruno, así estaban las cosas. Y luego, Bruno murió.

– Al oírlo hablar, parece que conoce los hechos con certeza, pero en realidad usted ya no estaba con Kimmie ni cuando murió Bruno ni cuando ocurrió el crimen de Rørvig.

– No, pero antes de todo eso ya veía cómo los demás alumnos se apartaban al paso del grupo, veía lo que le hacían a la gente. A los de su clase no, que en ese colegio lo primero que se aprende es la unión del equipo, pero sí a todos los demás. Y atacaron a ese niño, lo sé.

– ¿Cómo lo sabe?

– Kimmie pasó la noche conmigo varios fines de semana. Dormía mal, como si ocultara algo que no la dejaba tranquila. Decía su nombre en sueños.

– ¿Qué nombre?

– ¡El del chico! ¡El de Kyle!

– ¿Parecía asustada o atormentada?

Se echó a reír. Una risa que le salía de lo más hondo, de donde salen las carcajadas que son una defensa y no una mano tendida.

– No, no parecía atormentada. En absoluto. Kimmie no era así.

El policía iba a mostrarle el osito cuando el silbido de las cafeteras que se alineaban en la barra distrajo su atención. Si pensaban dejarlas ahí hasta que acabara la cena, no encontrarían más que brea.

– ¿Podemos tomar una taza? -preguntó sin aguardar la respuesta. Tal vez un buen café compensara las cien horas que llevaba sin comer como Dios manda.

Jeppesen le indicó por señas que él no quería.

– ¿Kimmie era mala? -preguntó Carl mientras se llenaba la taza aspirando el aroma del café.

A su espalda no se oyó respuesta alguna.

Cuando se volvió con la taza en los labios y las aletas de la nariz estimuladas por el aroma del sol que en su día brillara sobre los cafetales de algún campesino colombiano, la silla de Klavs Jeppesen estaba vacía.

La audiencia había concluido.

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