– Estoy prácticamente seguro de que quien entró en mi casa anteayer fue Finn Aalbæk, Marcus -dijo Carl-. ¿Pides tú la orden judicial para ver sus informes o la pido yo?
El jefe de Homicidios no apartaba la vista de las sangrientas fotografías que tenía delante. La mujer agredida en Store Kannikestræde tenía un aspecto horroroso, por decirlo suavemente. Los golpes le surcaban el rostro como senderos azules y tenía el contorno de los ojos terriblemente hinchado.
– ¿Me equivoco al suponer que esto está relacionado con tu investigación del crimen de Rørvig, Carl?
– Solo quiero saber quién ha contratado a Aalbæk, eso es todo.
– Ya no trabajas en ese caso, Carl. Ya lo hemos hablado.
¿Primera persona del plural? ¿Había dicho hemos ese cabezabuque? ¿Acaso no conocía la primera persona del singular? ¿Por qué coño no lo dejaban en paz?
Cogió aire.
– Por eso he venido a hablar contigo. ¿Qué pasa si resulta que alguno de los clientes de Aalbæk es sospechoso del crimen de Rørvig? ¿No te parecería chocante?
Jacobsen dejó las gafas sobre la mesa.
– ¡Carl! Para empezar, vas a hacer lo que ha dicho la directora de la policía. Ese caso se cerró con una condena, tenemos otras prioridades. Y, para continuar, no me vengas aquí haciéndote el tonto. ¿Tú crees que unos tipos como Pram, Florin y el financiero ese son tan idiotas como para contratar a Aalbæk al estilo tradicional? Si, y óyeme bien, si es que lo han contratado. Déjame tranquilo de una vez, tengo una reunión con la directora dentro de un par de horas.
– Creía que eso era ayer.
– Sí, y hoy también, así que vete, Carl.
– ¡Joder, Carl! -gritó Assad desde su oficina-. Ven a ver.
Carl se levantó como pudo. Desde que su ayudante había regresado no había notado nada raro en él, pero no podía olvidar la frialdad con que lo había mirado el hombre de la estación, una frialdad fruto de muchos años de odio. ¿Cómo podía decirle a un policía curtido como él que no tenía importancia? ¿La más mínima importancia?
Sorteó a duras penas las mesas a medio montar de Rose, que seguían desperdigadas por el sótano como ballenas varadas. Tendría que quitarlas, él no quería ninguna responsabilidad en el asunto si los de arriba bajaban y daban un traspié con uno de esos trastos.
Encontró a Assad con una sonrisa radiante.
– Sí, ¿qué pasa? -le preguntó.
– Tenemos una foto, Carl. Tenemos una foto, entonces.
– ¿Una foto? ¿De qué?
Assad pulsó la barra espaciadora del ordenador y en la pantalla apareció una imagen. No era muy nítida, no era de frente, pero era Kimmie Lassen. Carl la reconoció de inmediato gracias a las fotos antiguas. Kimmie tal y como era ahora. Un fugaz destello de medio lado de una mujer de casi cuarenta años en el momento en que se giraba. Un perfil muy característico: la nariz recta con una leve curva respingona; el labio inferior muy carnoso; las mejillas descarnadas y unas pequeñas arrugas visibles a través de la capa de maquillaje. Con un poco de habilidad podrían manipular las fotos antiguas que tenían y añadirles esos cambios fruto de la edad. Seguía siendo atractiva, aunque estaba algo ajada. Si ponían a los informáticos a jugar un poco con sus programas, tendrían un material de lo más efectivo.
Ya solo les faltaba una razón válida para emitir una orden de búsqueda. ¿Podría partir de alguien de su familia? Habría que investigarlo.
– Tengo un móvil nuevo y no sabía si la foto había salido. Ayer, cuando huyó al verme, le di al botón. Reflejos, ya sabes. Anoche intenté verla, pero creo que hice algo mal.
¿De verdad que era capaz de hacer esas cosas?
– ¿Qué dices, Carl? ¿No es estupendo?
– ¡Rose! -gritó su jefe en dirección al pasillo con la cabeza echada hacia atrás.
– No está, ha ido a Vigerslev Allé.
– Vigerslev Allé. ¿Y qué coño se le ha perdido allí?
– ¿No le pediste que averiguara si las revistas habían publicado algo sobre Kimmie, entonces?
Carl observó la fotografía enmarcada de las viejas y avinagradas tías de Assad. Él tampoco tardaría en tener el mismo aspecto.
– Cuando vuelva, dale la foto para que la retoque combinándola con las que ya teníamos. Menos mal que la has sacado, Assad. Buen trabajo.
Le dio a su colega una palmadita en el hombro con la esperanza de que a cambio le ofreciera un poco del mejunje de pistacho que estaba masticando.
– Tenemos una cita en la prisión de Vridsløselille dentro de media hora. ¿Vamos para allá?
Carl venía percibiendo el evidente malestar de su compañero desde la avenida de Egon Olsen, como se llamaba ahora el antiguo Camino de la Cárcel. No sudaba ni se mostraba reacio, simplemente guardaba un silencio fuera de lo común y no perdía de vista las torretas que flanqueaban el portón de entrada como si fueran a desplomarse sobre él de un momento a otro.
Carl veía las cosas de otra manera. Para él, Vridsløslille era un cómodo cajón donde ir empaquetando a los mayores gilipollas del país al otro lado de una puerta bien cerrada. Si se sumaran todas las condenas que cumplían sus no más de doscientos cincuenta internos se superaría la cifra de dos mil años. Un desperdicio de vidas y energías, eso era. El último sitio donde uno querría poner un pie, aunque la gran mayoría de los que estaban ahí dentro lo mereciera de sobra. Estaba firmemente convencido.
– Es aquí, a la derecha -dijo Carl una vez concluidas las formalidades.
Assad no había despegado los labios desde que habían entrado por la puerta y además, se había vaciado los bolsillos sin que nadie se lo indicara. Seguía las instrucciones ciegamente. Al parecer conocía los trámites.
Carl señaló hacia el patio de un edificio gris con un letrero blanco, en el que se leía: «Visitas».
Allí los esperaba Bjarne Thøgersen. Seguramente pertrechado con una buena remesa de evasivas. Le quedaban dos o tres años para salir, no quería cuentas pendientes con nadie.
Tenía mejor aspecto del que Carl había esperado. Once años en la cárcel suelen dejar su huella. Cierta expresión de amargura en las comisuras de los labios, la mirada oscura, el absoluto convencimiento de inutilidad que acaba impregnando la actitud de los presos. Lo que encontró fue a un hombre de ojos claros y burlones. Demacrado, sí, y también alerta, pero insólitamente entero.
Se levantó y le tendió la mano. Nada de preguntas ni explicaciones. Era evidente que alguien le había advertido del motivo de la visita. Eso le pareció a Carl.
– Carl Mørck, subcomisario de policía -se presentó de todos modos.
– Me cuestas diez coronas por hora -contestó aquel individuo con una sonrisa irónica-, espero que sea importante.
No saludó a Assad, pero él ya contaba con ello. Se limitó a arrastrar un poco una silla y sentarse algo apartado.
– ¿Trabajas en el taller?
Carl le echó un vistazo al reloj. Las once menos cuarto. Era cierto, estaban en pleno horario de trabajo.
– ¿De qué se trata? -preguntó Thøgersen sentándose en su silla una fracción de segundo más despacio de lo normal. Otra señal de sobra conocida. Conque estaba algo nervioso… Bien.
– No paso demasiado tiempo con los demás internos -continuó sin que nadie le preguntara-, así que no puedo darte información, si es lo que buscas. Aunque me encantaría poder hacer un trato para poder salir de aquí un poco antes.
Dejó escapar una risita en un intento de sondear las suaves maneras de Carl.
– Hace doce años mataste a dos jóvenes, Bjarne. Confesaste, de modo que de esa parte del caso no hay gran cosa que decir, pero a cambio tengo una persona desaparecida de la que me encantaría que me hablases.
Asintió alzando las cejas. Buena voluntad y asombro a partes iguales.
– Me refiero a Kimmie. Me han dicho que erais buenos amigos.
– Correcto; fuimos al mismo internado y también salimos juntos una temporada. -Sonrió-. Una tía estupenda.
Habría dicho lo mismo de cualquiera después de doce años sin sexo del bueno. Se lo había dicho el vigilante: Bjarne Thøgersen no recibía visitas. Nunca. La suya era la primera en muchos años.
– Vamos a empezar por el principio. ¿Te parece bien?
Thøgersen se encogió de hombros y bajó la mirada un instante. Claro que no le parecía bien.
– ¿Por qué expulsaron a Kimmie del internado, lo recuerdas?
El preso echó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando el techo.
– Salía con un profesor, o algo parecido. Estaba prohibido.
– ¿Qué fue de ella después?
– Estuvo un año viviendo en un piso de alquiler en Næstved. Trabajaba en un restaurante de comida rápida.
Se echó a reír.
– Sí, por lo visto sus viejos no sabían nada del asunto; creían que seguía yendo al colegio. Pero al final se enteraron.
– ¿Fue a un internado en Suiza?
– Sí, pasó allí cinco o seis años. No solo en el internado, también fue a la universidad. ¿Cómo coño se llamaba? Que le den, el caso es que estudiaba Veterinaria. Ah, sí, era en Berna. La Universidad de Berna.
– Entonces, ¿hablaba perfectamente francés?
– No, alemán. Me contó que las clases eran en alemán.
– ¿Terminó?
– No. No sé por qué, pero tuvo que dejarlo.
Carl miró a Assad, que lo anotaba todo en su libreta.
– ¿Y después? ¿Dónde vivió después?
– Volvió a su casa. Pasó una temporada viviendo en Ordrup, en casa de sus padres; es decir, en casa de su padre y de su madrastra. Después se vino a vivir conmigo.
– Sabemos que durante algún tiempo trabajó en una tienda de animales. ¿No era un trabajo un poco por debajo de sus posibilidades?
– ¿Por qué? Si no acabó Veterinaria.
– Y tú, ¿de qué vivías?
– Trabajaba en el negocio de maderas de mi padre. Está todo en el informe, ya lo sabéis.
– Lo heredaste en 1995 y poco después ardió en un incendio. Y después te quedaste en el paro, ¿verdad?
Por lo visto, también sabía hacerse el ofendido. Como siempre decía su viejo excolega Kurt Jensen, que ahora se dedicaba a holgazanear en el Parlamento, aunque el chorizo se vista de seda…
– Qué estupidez -protestó Thøgersen-. Jamás me acusaron de aquel incendio. ¿Qué sacaba yo con eso? El negocio de mi padre no estaba asegurado.
No, pensó Carl. Debería haberlo investigado antes.
Permaneció unos momentos en silencio con la mirada clavada en la pared. Había estado en aquel cuarto en un sinfín de ocasiones. Aquellas paredes habían oído toneladas de mentiras, montones de embustes y explicaciones en los que nadie creía.
– ¿Qué tal se llevaba Kimmie con sus padres? -preguntó-. ¿Lo sabes?
Bjarne Thøgersen se desperezó. Ya estaba más tranquilo. Entraban en la zona de cháchara intrascendente. El centro de atención ya no era él y eso le gustaba. Se sentía seguro.
– De pena -contestó-. Sus viejos eran unos gilipollas. Creo que el padre nunca estaba en casa y la guarra con la que estaba casado era un asco.
– ¿A qué te refieres exactamente?
– Ya sabes, de esas que solo piensan en el dinero. Una cazadotes.
Paladeó la palabra. No era algo que soliera decirse en su círculo.
– ¿Discutían?
– Sí, Kimmie me contaba que discutían como bestias.
– ¿Y qué estaba haciendo ella mientras tú matabas a los chicos?
Aquel repentino salto atrás en el tiempo hizo que la mirada de Bjarne Thøgersen se congelara en el cuello de la camisa de Carl. De haber llevado electrodos, todos los sensores se habrían disparado.
Por un instante guardó silencio y pareció poco dispuesto a hablar. Después dijo:
– Estaba con los demás en la casa de campo del padre de Torsten. ¿Por qué me lo preguntas?
– ¿No te notaron nada raro cuando volviste? Supongo que tendrías bastante sangre en la ropa.
Se arrepintió de lo que acababa de decir, no tenía intención de mostrarse tan concreto. Ahora el interrogatorio entraría en una fase de punto muerto. Thøgersen contestaría que les había contado que había intentado salvar a un perro atropellado. Lo ponía en el informe, mierda.
– ¿Y a Kimmie toda aquella sangre le pareció genial, entonces? -soltó de repente Assad desde su rincón antes de que el tipo llegara a responder a la pregunta de su jefe.
Thøgersen se volvió confuso hacia el hombrecillo. Era de esperar que hubiese algo de desprecio en su mirada, pero no aquella actitud desnuda que revelaba que Assad había dado en el blanco. No necesitaban más. Independientemente de que su historia fuera verdad o no, ahora sabían que a Kimmie toda aquella sangre le había parecido genial, algo de lo más inapropiado para alguien que después decidió consagrar su vida a salvar animalitos.
Carl le hizo un breve gesto a Assad, en parte también para que Thøgersen supiera que su reacción no les había pasado inadvertida, que había sido excesiva, un error.
– ¿Genial? -trató de arreglarlo-. No creo.
– De modo que se fue a vivir contigo -prosiguió el subcomisario-. Fue en 1995, ¿no, Assad?
Su ayudante asintió desde su rincón.
– Sí, el 29 de septiembre de 1995. Llevábamos algún tiempo saliendo juntos. Una tía estupenda.
Eso ya lo había dicho antes.
– ¿Por qué recuerdas la fecha con tanta exactitud? Han pasado muchos años.
Thøgersen hizo un gesto de resignación.
– Sí; ¿y qué ha ocurrido en mi vida desde entonces? Para mí sigue siendo una de las últimas cosas que pasaron antes de que me encerrasen aquí dentro.
– Claro.
Carl trató de mostrarse cordial. Después cambió de expresión.
– ¿Eras el padre de su hijo?
Thøgersen consultó el reloj. Su piel pálida enrojeció ligeramente. Era evidente que, de pronto, una hora se le hacía interminable.
– No lo sé.
Carl consideró la posibilidad de saltar, pero se contuvo. No era el momento ni el lugar.
– No lo sabes. ¿Qué quieres decir, Bjarne? ¿Es que estaba con otros cuando vivía contigo?
Él ladeó la cabeza.
– Por supuesto que no.
– Entonces fuiste tú el que la dejó embarazada.
– Se largó de casa, ¿no? ¿Cómo coño quieres que sepa con quién se acostaba?
– Según los datos de los que disponemos, abortó un feto de unas dieciocho semanas, de modo que cuando se quedó embarazada aún vivíais juntos.
Llegados a ese punto, el recluso se levantó dando un respingo e hizo girar su silla ciento ochenta grados. Esa era la actitud astuta que se aprendía en la cárcel. Los andares despreocupados por el edificio principal; el movimiento relajado de los miembros para expresar indiferencia; el cigarrillo colgando mientras estaba en el campo de fútbol; y ese giro de la silla para escuchar las siguientes preguntas con los brazos en el respaldo y las piernas separadas. Pregúntame lo que quieras, que me la suda, decía con su actitud. No me vas a sacar una palabra, poli de mierda.
– ¿Qué coño importa quién fuera el padre? -preguntó-. Total, el crío está muerto.
Diez contra uno a que sabía que no era suyo.
– Además, luego ella desapareció.
– Sí, se largó del hospital. Menuda gilipollez.
– ¿Era propio de ella?
Thøgersen se encogió de hombros.
– ¿Y yo cómo coño voy a saberlo? Era su primer aborto, que yo sepa.
– ¿La buscaste? -preguntó Assad desde su rincón.
Bjarne Thøgersen lo miró como si no fuese asunto suyo.
– ¿Lo hiciste? -preguntó Carl.
– Hacía ya algún tiempo que no estábamos juntos. No, no la busqué.
– ¿Por qué ya no estabais juntos?
– Porque no. No funcionó.
– ¿Te engañó?
El interno volvió a consultar el reloj. Había transcurrido menos de un minuto desde la última vez.
– ¿Por qué piensas que fue ella y no yo? -preguntó mientras hacía un par de estiramientos con el cuello.
Dedicaron cinco minutos a darle vueltas y más vueltas al tema de su relación sin resultado alguno. El tipo era escurridizo como una anguila.
Mientras tanto, Assad había ido acercando su silla muy lentamente. Cada vez que formulaba una pregunta, un pasito más. Al final se encontraba prácticamente junto a la mesa. No cabía la menor duda de que a Thøgersen le molestaba.
– Has tenido bastante suerte en la Bolsa, por lo que se ve -dijo Carl-. Según tu declaración, te has convertido en un hombre acomodado, ¿no es así?
El interrogado curvó las comisuras de los labios. Satisfecho de sí mismo. Al fin un tema que le apetecía tocar.
– No me quejo -contestó.
– ¿Quién te facilitó el capital de inversión?
– Lo tienes todo en las declaraciones.
– Como comprenderás, no llevo tus doce últimas declaraciones metidas en el bolsillo del pantalón, así que va a ser mejor que me lo digas tú, Bjarne.
– Pedí un préstamo.
– Bien hecho. Sobre todo teniendo en cuenta que estabas en el trullo. Unos prestamistas amantes del riesgo, desde luego. ¿Algún narco de por aquí, quizá?
– Me lo prestó Torsten Florin.
¡Bingo!, pensó Carl. Le habría encantado ver la cara de Assad en esos momentos, pero a quien miró fue a Thøgersen.
– ¿Ah, sí? ¿O sea que seguíais siendo amigos a pesar de que le habías ocultado tu secreto y no le habías contado que habías matado a esos niños? Un crimen repugnante del que Torsten, entre otros, fue sospechoso. A eso lo llamo yo ser un amigo, sí señor. ¿Y no sería que Florin te debía algún favor?
Bjarne Thøgersen descubrió adónde quería ir a parar y enmudeció.
– ¿Se te dan bien las acciones, entonces?
Assad ya había pegado su silla a la mesa. Había ido tomando posiciones con la cautela de un reptil.
Thøgersen se encogió de hombros.
– Mejor que a muchos, sí.
– Ya vas por quince millones de coronas -dijo Assad con expresión soñadora-. Y siguen creciendo. A lo mejor podrías hacernos alguna sugerencia. ¿Haces sugerencias?
– ¿Cómo te mantienes al tanto de lo que pasa en el mercado, Bjarne? -añadió el subcomisario-. Tus posibilidades de acceso al mundo exterior y viceversa son bastante limitadas.
– Leo el periódico y envío y recibo cartas.
– Entonces conocerás la estrategia de comprar y mantener, ¿no? O la TA-7, ¿es algo así? -preguntó Assad con parsimonia.
Carl se volvió hacia él muy despacio. ¿Estaba diciendo disparates o qué?
Thøgersen esbozó una leve sonrisa.
– Me atengo a mi buen olfato y al índice KFX, así no hay peligro de que las cosas salgan demasiado mal.
Volvió a sonreír.
– Ha sido una buena época.
– ¿Sabes lo que te digo, entonces? -preguntó Assad-. Que deberías tener una charla con mi primo. Empezó con cincuenta mil coronas y tres años después sigue teniendo cincuenta mil coronas. Creo que le gustarías.
– Tu primo no debería perder el tiempo con las acciones, me parece a mí -contestó molesto; luego se volvió hacia Carl-. Oye, ¿no íbamos a hablar de Kimmie? ¿Qué tienen que ver mis acciones en todo esto?
– Es verdad; permíteme una última pregunta para mi primo -insistió Assad-. ¿Grundfos es una opción interesante dentro del KFX?
– Sí, no está nada mal.
– Muy bien, gracias entonces. Yo creía que Grundfos no cotizaba en Bolsa, pero tú estarás mejor informado, claro.
Touché, pensó Carl mientras Assad le hacía un guiño abiertamente. No era muy difícil adivinar lo que le estaba pasando por la cabeza a Bjarne Thøgersen en esos instantes. Así que Ulrik Dybbøl Jensen invertía por él. No cabía duda, Thøgersen no sabía una palabra de acciones, pero no le faltaría el sustento cuando saliera de allí. Favor por favor.
Eso era todo cuanto necesitaban saber.
– Nos gustaría que vieras una fotografía -dijo Carl dejando una copia impresa de la foto que Assad había sacado el día anterior. La habían retocado un poco y la imagen era nítida como el cristal.
Ambos aguardaron la reacción de Thøgersen. Esperaban que mostrara cierta curiosidad, siempre es especial ver en qué se ha convertido un viejo amor con el paso de los años, pero no contaban con la magnitud de su respuesta. Aquel tipo llevaba años viviendo entre los mayores criminales de Dinamarca, diez años de degradación entre lo peor de lo peor. Jerarquías, homosexualidad, agresiones, amenazas, chantajes, embrutecimiento. El mismo individuo que había sobrevivido a todo aquello con un aspecto cinco años más juvenil que otros hombres de su edad se puso gris. Su mirada se apartaba de Kimmie una y otra vez para volver a mirarla, como el asistente a una ejecución que no quiere verla, pero tampoco puede evitarlo. Era presa de una terrible emoción que Carl habría dado cualquier cosa por comprender.
– ¿No te alegras de verla? Si está estupenda -dijo el subcomisario-. ¿No te parece?
Bjarne asintió lentamente mientras el movimiento de su nuez revelaba el ímpetu de la actividad en su garganta.
– Es que es raro -dijo.
Intentó sonreír como si lo dominara la melancolía, pero no era eso.
– ¿Cómo es posible que tengáis esa foto si no sabéis dónde está?
Era una pregunta bastante razonable, pero le temblaban las manos, la voz le sonaba a hueco y los ojos le bailaban.
Tenía miedo, así de sencillo.
Dicho en pocas palabras, Kimmie lo aterrorizaba.
– Tienes que subir al despacho del jefe de Homicidios -le informaron cuando pasó con Assad junto a la garita del vigilante que había a la entrada de la Jefatura.
– También está la directora de la policía.
Carl subió los escalones al ritmo que ordenaba sus argumentos. No pensaba quedarse de brazos cruzados. Todos conocían a la directora y sabían perfectamente que no era más que una abogada del montón que se había pegado el batacazo en el camino hacia la judicatura.
– ¡Oh, oh! -lo alentó la señora Sørensen desde el otro lado del mostrador. Ya le daría él oh-ohs la próxima vez.
– Menos mal que ya estás aquí, Carl. Estábamos hablando de lo tuyo -dijo el jefe de Homicidios al verlo entrar en su despacho.
Le indicó una silla libre antes de continuar:
– La cosa no pinta nada bien.
El subcomisario frunció el ceño. ¿No se estaba pasando un poquito de la raya? Saludó con un gesto a la directora, que ocupaba su asiento vestida con el uniforme al completo y compartía tetera con Lars Bjørn. Té, vaya por Dios.
– Bueno, supongo que ya sabes de qué se trata -prosiguió Marcus Jacobsen-, lo que me sorprende es que no me lo mencionaras esta mañana.
– ¿De qué estás hablando? ¿De que sigo con la investigación del crimen de Rørvig? Creía que estaba para eso, para escoger mis casos yo solo. ¿Qué tal si me dejaran tomar mis propias decisiones?
– Carl, joder… Pórtate como un hombre y déjate de rodeos de una vez.
Lars Bjørn acomodó su delgado cuerpo en el asiento para no desmerecer al lado del imponente corpachón de la directora.
– Estamos hablando de Finn Aalbæk, el propietario de Detecto al que ayer agrediste en Gammel Kongevej. Aquí está la versión de los hechos de su abogado, así podrás enterarte de lo que pasa.
¿Hechos? ¿De qué estaban hablando? Carl le arrancó el papel de las manos y le echó un vistazo. ¿Qué coño pretendía Aalbæk? Carl lo había agredido, lo ponía bien clarito. ¿De verdad se habían tragado esa patraña?
Sjölund &Virksund, aparecía en el membrete. Una auténtica panda de bandidos de la alta sociedad para sacarle un poco de lustre a los embustes de ese lacayo.
La hora, eso sí, estaba bien: el momento exacto en que había sorprendido al detective en la parada del autobús. El diálogo coincidía más o menos, pero el empujón en la espalda se había convertido en una serie de fuertes puñetazos en la cara y la ropa desgarrada. Había fotografías de las lesiones y Aalbæk no tenía precisamente buen aspecto.
– Ese descerebrado está a sueldo de Pram, Dybbøl Jensen y Florin -se defendió-. Le han pedido que se dejara dar una paliza para apartarme del caso, palabra.
– Es muy posible que hable usted en serio, Mørck, pero aun así tenemos que tomar medidas. Ya conoce el procedimiento cuando se recibe una denuncia por abuso policial.
La directora lo miró con esa mirada suya que la había llevado a lo más alto.
– No queremos suspenderlo, Carl -prosiguió-. No había maltratado a nadie antes, ¿verdad? Pero la primavera pasada vivió una experiencia triste y traumática. Es posible que le afecte más de lo que cree y no quiero que piense que no cuenta con nuestra comprensión.
Carl le dedicó una sonrisa algo mohína. Que no había maltratado a nadie antes, decía. Menos mal que estaba convencida.
El jefe de Homicidios lo miró con aire pensativo.
– Abrirán una investigación, claro. Y mientras esté abierta vamos a aprovechar la ocasión para que te sometas a un tratamiento intensivo y puedas llegar hasta el fondo del asunto y saber qué te ha ocurrido este último medio año. Mientras tanto, solo podrás realizar tareas administrativas. Puedes ir y venir como de costumbre, pero, como es natural, y no sabes cuánto lo lamento, voy a tener que pedirte que devuelvas tu placa y tu pistola temporalmente.
Extendió la mano. Era una suspensión en toda regla.
– La pistola la encontrarás arriba, en la armería -dijo el subcomisario mientras le entregaba la placa.
Como si no llevarla encima fuese a impedirle algo. Deberían saberlo. Pero quizá eso fuera lo que buscaban, que metiera la pata, pillarlo saltándose las normas. ¿Sería eso? ¿Querrían deshacerse de él?
– El abogado Tim Virkslund y yo nos conocemos, de modo que le explicaré que ya no sigue en el caso, Mørck. Supongo que eso le bastará. Conoce perfectamente las maneras de su cliente y sabe cuánto le gustan las provocaciones. A nadie le beneficiaría que este asunto acabara en los tribunales -dijo la directora-. Esto resuelve también su problema para seguir directrices, ¿verdad?
Extendió un dedo hacia él.
– Por esta vez tendrá que hacerlo. Y sepa además que en el futuro no aceptaré interferencias en las órdenes dadas, Mørck. Espero que lo entienda. Ese caso se cerró con una condena y ya le comunicamos que deseábamos que se ocupara de otros asuntos. ¿Cuántas veces vamos a tener que decírselo?
Carl miró hacia la calle. Odiaba esas cosas. Por él podían levantarse todos y tirarse por la ventana.
– ¿Sería muy insensato por mi parte preguntar por qué hay que dejar el caso en realidad? -preguntó-. ¿Quién ha dado la orden? ¿Los políticos? ¿Y en qué se basan? Hasta donde yo sé, en este país todos somos iguales ante la ley, y supongo que eso también incluye a nuestros sospechosos, ¿me equivoco o es que lo he entendido mal?
Todas las miradas se clavaron en él como si se encontrara frente al tribunal de la Inquisición.
Lo siguiente sería que lo echaran al mar para ver si caminaba sobre las aguas y era el anticristo.
– ¿A que no sabes lo que te traigo, Carl? -preguntó Rose entusiasmada.
Él echó un vistazo por el pasillo. Desde luego no era la buena noticia de que las mesas ya estaban montadas.
– Tu renuncia, espero -contestó secamente. Luego se sentó en su despacho.
Aquel comentario hizo que el rímel de las pestañas de la secretaria pareciera aún más espeso.
– No; dos sillas para tu despacho.
El subcomisario echó una ojeada al otro lado de su mesa sin poder dejar de preguntarse cómo demonios los diez centímetros cuadrados libres que quedaban iban a ser capaces de acoger dos sillas en lugar de una.
– Eso vamos a dejarlo para luego -dijo-. ¿Qué más?
– También tengo dos fotos, del Gossip y del Ella y su vida respectivamente -contestó sin variar el tono, pero tirándole las copias de los recortes con una agresividad fuera de lo normal.
Carl las observó con escaso interés. ¿Qué le iban a contar a él ahora que lo habían apartado del caso? En realidad, debería pedirle que empaquetara todos sus bártulos y buscara un alma cándida que la ayudara a montar sus putas mesas y le diese unas palmaditas en la espalda.
Finalmente cogió las copias.
Uno de los recortes era sobre la niñez de Kimmie. Ella y su vida había publicado un reportaje sobre la vida en casa de los Lassen titulado «El éxito no es posible sin la seguridad del hogar», un tributo -decía- a la bellísima esposa de Willy K. Lassen, Kassandra Lassen, aunque lo que se veía en la foto era algo bien distinto. El padre con un traje gris de perneras estrechas y la madrastra con los colores chillones y el espeso maquillaje de finales de los setenta, dos personas bien cuidadas de entre treinta y cuarenta años. Con el rostro duro y orgulloso. La presencia de la pequeña Kirsten-Marie entre ambos no parecía afectarles lo más mínimo, pero sí afectaba a Kimmie, era evidente. Unos ojos enormes y asustados. Una niña que simplemente estaba ahí.
En la foto del Gossip, diecisiete años más tarde, su look era muy distinto.
«Enero de 1996», ponía. Es decir, el año de su desaparición. La habían sacado una noche que hacían la ruta de los bares o algo por el estilo. Probablemente a las puertas del Det Elektriske Hjørne, aunque también podía tratarse del Sommersko o el Café Victor, tal vez. Una Kimmie de un humor inmejorable. Vaqueros ajustados, boa alrededor del cuello y una tajada de campeonato. A pesar de que la acera estaba cubierta de nieve, ella iba muy escotada. Su rostro había quedado congelado en medio de un alarido de entusiasmo rodeado de otros rostros conocidos, entre ellos los de Kristian Wolf y Ditlev Pram, vestidos con amplios abrigos. El pie de foto era bastante suave: «La jet set le pisa a fondo. Una reina para la noche de Reyes. ¿Habrá encontrado a sus 29 años Kristian Wolf, el soltero más codiciado de Dinamarca, a la mujer de su vida?»
– Han sido simpatiquísimos, los del Gossip -explicó Rose-. A lo mejor nos encuentran más artículos.
Carl asintió brevemente. Si esos buitres del Gossip eran simpáticos, ella, en cambio, era una ingenua.
– Quiero que esas mesas estén montadas en los próximos días, ¿de acuerdo, Rose? Lo que encuentres de este caso me lo dejas encima de una de esas mesas y yo saldré a buscarlo cuando lo necesite, ¿entendido?
A juzgar por su cara, no.
– ¿Qué ha pasado en el despacho de Jacobsen, jefe? -preguntó una voz desde la puerta.
– ¿Que qué ha pasado? Pues que estoy suspendido, pero aun así pretenden que me quede aquí, de manera que si queréis algo de mí que tenga que ver con este caso, apuntadlo en un papel y dejadlo en la mesa que hay al lado de mi puerta. Si me habláis del tema me mandan para casa. Assad, ayuda a Rose a montar esas condenadas mesas -dijo señalando hacia el pasillo-. Y desplegad bien las antenas: si quiero deciros algo del caso o daros instrucciones, os las pasaré en uno de estos papeles.
Les mostró sus hojas de contabilidad.
– Mientras esté aquí, solo podré ocuparme de tareas administrativas, ya lo sabéis.
– Mierda de normas -protestó Assad. Estaba claro que no podía decirse con un lenguaje más florido.
– Además tendré que ir a terapia, así que es posible que no siempre esté en el despacho. A saber a qué imbécil me colocan esta vez.
– Sí, a saber -se oyó inesperadamente en el pasillo.
Miró hacia la puerta con los más negros presentimientos.
Efectivamente, era Mona Ibsen, que nunca fallaba cuando sonaban las sirenas antiniebla y siempre lo pillaba a uno en el preciso instante en que tenía los pantalones más abajo.
– Esta vez va a ser un proceso más largo, Carl -anunció apartando a Assad de un empujón.
Le tendió una mano cálida y difícil de soltar.
Suave y sin alianza.