Eran casi las diez de la mañana del domingo cuando despertó en su habitación del Hotel Ansgar. El televisor seguía encendido a los pies de la cama, esta vez con la repetición de los acontecimientos de la noche en las noticias de la segunda cadena. Aunque no habían escatimado esfuerzos, aún no había grandes progresos en el esclarecimiento de la explosión de la estación de Dybbølsbro, de modo que la noticia había pasado a un segundo plano. Ahora la actualidad se centraba en el bombardeo americano contra los rebeldes de Bagdad y la candidatura a la presidencia de Kasparov, pero sobre todo en el cadáver hallado a los pies de un destartalado edificio de ladrillo rojo de Rødovre.
Al parecer, según el portavoz de la policía, varios factores apuntaban a que se trataba de un asesinato, en particular el hecho de que la víctima se hubiera colgado de la barandilla y sus dedos mostraran señales de haber sido golpeados con un objeto contundente, probablemente la pistola con la que esa misma noche habían abierto fuego contra una estatua de madera que se encontraba en la vivienda. La policía no había facilitado demasiada información y aún no había sospechosos.
O eso decían.
Estrujó el pequeño fardo entre sus brazos.
– Ya lo saben, Mille. Los chicos ya saben que voy a por ellos.
Intentó sonreír.
– ¿Tú crees que estarán juntos? ¿Tú crees que Torsten, Ulrik y Ditlev estarán decidiendo qué hacer cuando llegue mamá? ¿Estarán asustados?
Acunó el fardo.
– A mí me parece que deberían estarlo, después de lo que nos hicieron a las dos, ¿no crees? ¿Y sabes una cosa, Mille? No les faltan motivos.
En la pantalla, el cámara trataba de hacer un zoom para mostrar un primer plano del personal de la ambulancia retirando el cadáver con dificultad, pero estaba demasiado oscuro.
– ¿Sabes una cosa, Mille? No debería haberles contado lo de la caja de metal, no estuvo bien.
Se secó los ojos. Las lágrimas empezaron a brotar de manera repentina.
– No debería habérselo contado. ¿Por qué lo hice?
Cuando se fue a vivir con Bjarne Thøgersen fue un sacrilegio. Si quería echar un polvo tenía que hacerlo a escondidas o con la banda al completo, no había vuelta de hoja, así que aquello fue una fatídica violación de todas las reglas. No solo había preferido a un miembro de la banda por encima de los demás, sino que, para colmo, había ido a escoger al que ocupaba el escalón más bajo en la jerarquía.
No podía ser.
– ¿Bjarne? -había bramado Kristian Wolf-. ¿Qué cojones pretendes hacer con ese gusano?
Él quería que todo siguiera como de costumbre, que continuaran con sus expediciones de castigo y ella siempre estuviese disponible para ellos y solo para ellos.
A pesar de las amenazas de Kristian y de su presión, Kimmie se mantuvo firme. Había elegido a Bjarne, y los demás deberían resignarse a vivir de los recuerdos.
Durante algún tiempo siguieron adelante con sus sesiones. Cada cuatro domingos más o menos se reunían para esnifar cocaína y ver películas violentas y luego salían en uno de los enormes 4x4 de Torsten o de Kristian a la caza de alguien a quien acosar y apalear. Unas veces llegaban a un acuerdo con sus víctimas y pagaban su dolor y su humillación con dinero manchado de sangre, otras las asaltaban por la espalda y las dejaban inconscientes antes de que los descubrieran. En contadas ocasiones, como aquella en que localizaron a un anciano pescando solo en el lago de Esrum, sabían que su víctima no saldría de allí con vida.
Este último tipo de agresión era el que más les gustaba. Cuando se daban las circunstancias propicias y podían llegar hasta el final. Cuando todos representaban su papel hasta sus últimas consecuencias.
Pero en el lago de Esrum las cosas se torcieron.
Kimmie se había dado cuenta de que Kristian estaba cada vez más excitado. Bien es verdad que siempre le ocurría lo mismo, pero en esa ocasión tenía un semblante especialmente sombrío y concentrado. Nada de labios entreabiertos y ojos entornados. Se encerró en su frustración y permaneció inmóvil y pasivo observando los movimientos de los demás al arrastrar al anciano hacia el agua y la ropa de Kimmie, que se le pegaba al cuerpo.
– Vamos, Ulrik; tíratela -gritó de pronto al verla sentada en cuclillas con las rodillas separadas y el vestido veraniego goteando sobre los juncos, observando cómo el cadáver se iba alejando hasta hundirse.
A Ulrik le brillaban los ojos de excitación al pensar en la posibilidad, y al mismo tiempo de miedo ante la idea de no ser capaz. En tiempos, antes de que Kimmie se fuera a Suiza, había tenido que renunciar a penetrarla en muchas ocasiones y ceder su turno a los demás. Era como si aquel cóctel de violencia y sexo no encajara tan bien con él como con ellos, como si necesitara bajar las pulsaciones para que volviera a levantársele.
– ¡Venga, Ulrik! -le gritaron los demás.
Bjarne, mientras tanto, les chillaba que parasen. En ese momento lo sujetaron entre Ditlev y Kristian.
Kimmie vio que Ulrik se bajaba los pantalones y, por una vez en su vida, parecía muy dispuesto. Lo que no vio fue que Torsten se abalanzaba sobre ella por la espalda y la derribaba.
De no haber sido porque las maldiciones de Bjarne y sus esfuerzos por liberarse hicieron que a Ulrik se le marchitara la hombría, aquel día la habrían violado delante del bosque de espadaña.
Sin embargo, Kristian no tardó en empezar a acosarla. Le daba lo mismo Bjarne, le daban lo mismo los demás. Mientras pudiera hacerla suya, estaría satisfecho.
Bjarne cambió. Cuando hablaba con Kimmie parecía distraído. Ya no correspondía a sus caricias como antes y cuando ella salía del trabajo casi nunca lo encontraba en casa. Gastaba un dinero que no debería haber tenido. Hablaba por teléfono cuando la creía dormida.
Kristian intentaba ganarse sus favores en cualquier sitio. En la tienda de animales Nautilus, de camino al trabajo o en casa de Bjarne cuando los demás lo mandaban a hacer algún recadito de los suyos.
Y Kimmie se burlaba de él. Se burlaba de Kristian Wolf por su dependencia y su falta de sentido de la realidad.
Enseguida pudo comprobar que la ira empezaba a dominarlo y su mirada de acero se hacía más afilada y la taladraba.
Pero ella no le tenía miedo. ¿Qué podía hacerle que no le hubieran hecho ya mil veces?
Finalmente ocurrió un día de marzo en que el cometa Hyakutake surcó el firmamento danés. Bjarne llevaba un telescopio que le había prestado Torsten, y Ditlev había puesto su velero a su disposición. La idea era que embarcara con unas cuantas cervezas y una sensación de grandeza mientras Kristian, Ditlev, Torsten y Ulrik se colaban en su casa.
Kimmie jamás averiguó cómo se habían hecho con la llave de la puerta, pero de repente se los encontró allí, con las pupilas contraídas y la nariz irritada por la cocaína. No dijeron nada, se limitaron a arremeter contra ella, empujarla contra la pared y arrancarle la ropa necesaria para que fuera accesible.
No lograron sacarle ni una palabra. Sabía que eso solo los enloquecería aún más. Lo había visto demasiadas veces cuando maltrataban a alguien entre todos.
Los chicos de la banda odiaban los lloriqueos. Tanto como ella.
La echaron sobre la mesita del sofá sin despejarla primero y la violación comenzó con Ulrik sentado a horcajadas sobre su estómago obligándola a abrir las piernas con las manazas en sus rodillas. Al principio ella intentó darle en la espalda, pero la capa de grasa que la recubría y la cocaína amortiguaban los golpes. Además, era inútil. Sabía perfectamente que a Ulrik le encantaba. Los golpes, las humillaciones, la fuerza. Cualquier cosa que fuese un reto contra la moral dominante. Para él nada era tabú. No había juguete sexual con el que no hubiese experimentado. Ninguno. Y aun así no lograba que se le levantara sin más como a los otros.
Kristian se colocó en posición entre sus piernas y se abrió camino a golpes hasta que se le quedaron los ojos en blanco y la satisfacción le crispó los labios. Ditlev fue el número dos y acabó en un santiamén, con sus extraños espasmos de siempre; después le tocó a Torsten.
Aquel poca cosa la estaba penetrando como una apisonadora cuando Bjarne apareció de pronto en la puerta. Al mirarlo a la cara Kimmie vio que reconocía su sentimiento de inferioridad y que el espíritu de grupo le provocaba sentimientos enfrentados para acabar ganando la partida. Le gritó que se marchara, pero Bjarne no se fue.
Cuando Torsten se apartó, los jadeos de la banda se convirtieron en gritos de júbilo al ver que Bjarne se unía a ellos.
Kimmie escrutó sus facciones retraídas y enrojecidas y comprendió al fin adónde la había conducido su vida.
Luego se resignó, cerró los ojos y fue alejándose de allí muy lentamente.
Lo último que oyó antes de sumirse completamente en las brumas protectoras de la inconsciencia fueron las risas del grupo cuando la nueva intentona de Ulrik acabó en retirada forzosa.
Fue la última vez que los vio a todos juntos.
– Ya verás lo que te ha traído mamá, mi vida.
Sacó a la diminuta personita de entre las telas y se quedó contemplándola con la mayor de las ternuras. Era un milagro de Dios, con sus deditos en las manos y en los pies, con sus uñitas.
Luego abrió un paquete y sostuvo el contenido por encima del cuerpo disecado.
– Fíjate, Mille. ¿Has visto alguna vez algo parecido? Es justo lo que nos hace falta un día como hoy.
Le rozó una manita con el dedo.
– ¿Qué? ¿Está calentita mamá? -preguntó-. Sí, mamá está calentita.
Rompió a reír.
– Siempre le pasa cuando está tensa, ya lo sabes.
Miró por la ventana. Era el último día de septiembre, igual que cuando se fue a vivir con Bjarne doce años atrás. Solo que aquel día no llovía.
Hasta donde ella recordaba.
Después de violarla la dejaron tirada en la mesita del sofá y se sentaron en corro en el suelo a esnifar cocaína hasta que perdieron el norte. En medio de las risas locas del resto del grupo, Kristian le propinó un par de fuertes azotes en los muslos desnudos. Presumiblemente a modo de reconciliación.
– Venga, Kimmie -le gritó Bjarne-. No te hagas la remilgada, que somos nosotros.
– Esto se acabó -contestó ella entre dientes-. Se acabó.
Se daba cuenta de que no la creían, de que dependía demasiado de ellos, de que no tardaría en volver a las andadas. Pero no quería. Jamás. En Suiza se las había arreglado sin ellos y volvería a hacerlo.
Le costó un poco levantarse. Le ardía la entrepierna. Tenía distendidas las articulaciones de la cadera, le dolía la nuca y le pesaba la humillación.
La sensación se repitió con creces cuando Kassandra la recibió en la casa de Ordrup con un tono de desprecio y las siguientes palabras:
– ¿Pero es que no puedes hacer nada bien en este mundo, Kimmie?
Al día siguiente descubrió que Torsten Florin había adquirido su lugar de trabajo, Nautilus Trading A/S, y la había dejado en la calle. Uno de los empleados, que antes era amigo suyo, le entregó un cheque y le comunicó que, sintiéndolo mucho, tenía que marcharse. El propio Torsten Florin se había ocupado de la reestructuración del personal, de modo que si tenía alguna queja tendría que presentársela directamente a él.
Cuando fue al banco a ingresar el cheque se enteró de que Bjarne había vaciado la cuenta y la había cancelado.
Jamás se liberaría de sus tentáculos. Ese era el plan.
Pasó los siguientes meses encerrada en su habitación de la casa de Ordrup. Bajaba a la cocina por las noches a buscar comida y dormía durante el día, acurrucada y con su osito de peluche bien estrujado en la mano. Kassandra solía ir a su puerta a chillarle con su voz estridente, pero Kimmie se había vuelto sorda para el mundo.
Porque Kimmie no le debía nada a nadie y, además, Kimmie estaba embarazada.
– No sabes lo contenta que me puse cuando descubrí que iba a tenerte -le dijo al fardo con una sonrisa-. Enseguida supe que ibas a ser una niña y cómo ibas a llamarte. Mille, ese era tu nombre. ¿No es extraño y gracioso?
La movió un poco y volvió a envolver el cuerpo en la tela.
– Me moría de ganas de que nacieras y viviéramos como el resto del mundo las dos juntas. Tu madre conseguiría un trabajo en cuanto nacieras y al salir iría a recogerte a la guardería y estaría siempre contigo.
Sacó un bolso grande, lo dejó sobre la cama y metió una de las almohadas del hotel. Parecía un lugar de lo más calentito y seguro.
– Sí, tú y yo íbamos a vivir solas en casa y Kassandra tendría que marcharse.
Kristian Wolf empezó a llamarla pocas semanas antes de casarse. La idea de atarse lo desesperaba tanto como sus repetidas negativas.
Era un verano gris, pero lleno de alegría, y Kimmie empezaba a retomar las riendas de su vida. Dejó atrás las cosas tan terribles que había hecho. Ahora era responsable de un nuevo ser.
El pasado estaba muerto.
Solo cuando un buen día se encontró a Ditlev Pram y a Torstein Florin esperándola en la sala de estar de Kassandra se dio cuenta de que era completamente imposible. Nada más ver sus miradas expectantes recordó lo peligrosos que podían llegar a ser.
– Han venido a verte tus viejos amigos -gorjeó su madrastra enfundada en un vestido de verano casi transparente.
Cuando la expulsaron de sus dominios, My room, protestó un poco, pero lo que estaba a punto de ocurrir no era apto para sus oídos.
– Ignoro a qué habéis venido, pero quiero que os marchéis -empezó Kimmie, a sabiendas de que sus palabras no eran más que los prolegómenos de una negociación para determinar quién seguiría en pie y quién no al término de la reunión.
– Estás demasiado metida en todo esto, Kimmie -arguyó Torsten-, no podemos permitir que te retires. Quién sabe lo que se te podría ocurrir.
Ella sacudió la cabeza de un lado a otro.
– ¿A qué os referís? ¿Pensáis que voy a suicidarme dejando un montón de cartas horribles?
Ditlev asintió.
– Por ejemplo. Y se nos ocurren varias posibilidades más.
– ¿Como qué?
– ¿Qué mas da? -replicó Torsten Florin mientras se acercaba.
Si volvían a tocarla, les rompería la cabeza con uno de los jarrones chinos que había en cada esquina; pesaban lo suyo.
– La cuestión es que cuando estás con nosotros sabemos dónde te tenemos. Reconócelo, Kimmie, tú tampoco puedes evitarlo -prosiguió.
Ella esbozó una sonrisa irónica.
– A lo mejor es tuyo, Torsten. O tuyo, Ditlev.
No debería haberlo dicho, pero solo por ver sus rostros petrificados había valido la pena.
– ¿Por qué iba a irme con vosotros?
Se puso una mano en la tripa.
– ¿Creéis que sería bueno para el bebé? Yo creo que no.
Sabía lo que tenían en mente cuando se miraron. Los dos tenían hijos y los dos tenían varios divorcios y escándalos a sus espaldas. Uno más o menos no iba a ser el fin del mundo. Lo que les molestaba era su rebeldía.
– Tienes que deshacerte de ese crío -dijo Ditlev con una dureza inesperada.
Deshacerse de él, decía. Esas pocas palabras bastaron para hacerle comprender que su bebé estaba en peligro.
Extendió una mano hacia ellos para marcar las distancias.
– Si queréis que no os pase nada, dejadme en paz, ¿entendido? Completamente en paz.
Vio con satisfacción que su cambio de humor les hacía entornar los ojos.
– De lo contrario os diré que existe una caja que puede destrozaros la vida. Esa caja es mi seguro de vida. Que no os quepa la menor duda de que si me ocurre algo saldrá a la luz.
No era cierto. En efecto, tenía la caja escondida, pero no entraba en sus planes enseñársela a nadie. No eran más que sus trofeos, un pequeño recuerdo de cada una de las vidas que habían segado. Como las cabelleras de los indios. Como las orejas de los toreros. Como los corazones de las víctimas de los incas.
– ¿Qué caja es esa? -la interrogó Torsten al tiempo que su cara de zorro se llenaba de arrugas.
– He ido recogiendo cosas de cada escena del crimen. El contenido de esa caja permitiría descubrir todo lo que hemos hecho, y si nos tocáis a mí o a mi bebé moriréis entre rejas, os lo juro.
Era evidente, Ditlev había mordido el anzuelo. Torsten, en cambio, parecía más escéptico.
– A ver, di una cosa -dijo.
– Uno de los pendientes de la mujer de Langeland. La goma de Kåre Bruno. ¿Os acordáis de que Kristian lo agarró y lo tiró? Pues entonces a lo mejor recordáis también que después estuvo riéndose a la puerta de la piscina con la goma en la mano. No creo que se ría tanto cuando se entere de que tengo esa misma goma y dos tarjetas del Trivial de Rørvig, ¿no os parece?
Torsten Florin apartó la mirada como si quisiera asegurarse de que no había nadie escuchando al otro lado de la puerta.
– No, Kimmie, tienes razón. Yo tampoco creo que se ría.
Kristian fue a su casa una noche que Kassandra había bebido mucho y se había caído redonda hacía ya rato.
De pie junto a la cama de Kimmie, se dirigió a ella tan despacio y subrayando tanto cada palabra que se le quedaron grabadas para siempre.
– Dime dónde está la caja o te mato aquí mismo.
Le dio una paliza tan brutal que al final casi no podía mover los brazos. La golpeó en el vientre y en el pecho hasta que le crujieron los huesos, pero ella no reveló el paradero de la caja.
Finalmente se marchó extenuado por completo y convencido de que su misión había terminado y aquella caja no era más que una invención.
Cuando Kimmie recuperó el sentido llamó ella misma a la ambulancia.