35

Para Carl el lunes comenzó diez minutos después de irse a la cama.

Se había pasado todo el domingo aturullado. Había hecho casi todo el vuelo de regreso dormido y a las enfurruñadas azafatas les había costado Dios y ayuda despertarlo. En realidad se limitaron a sacarlo a rastras del avión, tras lo cual el personal de tierra se presentó con un cochecito eléctrico para llevárselo a la enfermería.

– ¿Y cuántos Frisium dice usted que se ha tomado? -le preguntaron. Pero para entonces, Carl ya se había vuelto a dormir.

En el mismísimo instante en que se acostó en su cama, paradojas de la vida, se despejó.

– ¿Dónde has estado todo el día? -se interesó Morten Holland al verlo bajar a la cocina bamboleándose como un zombi. Antes de que le diera tiempo a decir que no, apareció un Martini sobre la mesa. Fue una noche muy larga.

– Deberías echarte novia -ronroneó su inquilino cuando dieron las cuatro y Jesper llegó a casa con varios consejitos más en materia de amor y mujeres.

Entonces comprendió que el Frisium era mejor en pequeñas dosis. Muy despistado tenía que andar para que sus mejores consejeros en asuntos amorosos fueran un adolescente de dieciséis años con querencia al punk y un marica que no había salido del armario. Ya solo faltaba la madre de Jesper, Vigga. Como si la oyera. «¿Qué te ocurre, Carl? ¿Problemas de metabolismo? Deberías tomar Rhodiola. Va estupendamente para muchas cosas.»


Se encontró con Lars Bjørn en el puesto de control de la entrada. Él tampoco tenía buen aspecto.

– Es por culpa del puto caso del contenedor -le explicó.

Saludaron al agente que había al otro lado del cristal y atravesaron juntos la columnata.

– Supongo que os habréis dado cuenta de lo mucho que se parece el nombre de las dos calles, Store Kannikestræde y Store Søndervoldstræde. ¿Habéis comprobado las demás?

– Sí, tenemos permanentemente vigiladas Store Strandstræde y Store Kirkestræde. Hemos enviado a varias agentes vestidas de paisano, veremos si tientan al agresor. Por cierto, que sepas que no podemos prescindir de nadie para que te ayude con tu caso, aunque imagino que ya estarás informado.

Carl asintió. En aquellos momentos le traía bastante por saco. Si esa sensación de falta de sueño, estupidez e imprecisión tenía algo que ver con el jetlag, entonces ¿por qué coño existía eso que llamaban viajes de aventura? Viajes de pesadilla se ajustaba mucho mejor.


Rose salió a su encuentro por el pasillo del sótano con una sonrisa que no iba a tardar en borrarle de la cara.

– Bueno, ¿y qué tal por Madrid? -fueron sus primeras palabras-. ¿Tuviste tiempo para un poco de flamenco?

Fue incapaz de responder.

– Venga, Carl. ¿Qué viste?

El subcomisario dirigió sus plomizas pupilas hacia ella.

– ¿Que qué vi? Aparte de la torre Eiffel, París y la cara interna de mis párpados, no vi absolutamente nada.

Rose se disponía a protestar. Pero no puede ser, decía su mirada.

– Mira, no voy a andarme con rodeos. Si se te ocurre volver a organizarme una parecida, puedes considerarte exempleada del Departamento Q.

Después la dejó allí plantada y continuó rumbo a su sillón. Lo aguardaba el abismo de su asiento. Un sueñecito de cuatro o cinco horas con las piernas encima de la mesa y estaría como nuevo, seguro.

– ¿Qué está pasando? -oyó que preguntaba la voz de Assad en el mismísimo instante en que él ponía un pie en el país de los sueños.

Se encogió de hombros. Pues nada, que se disponía a disiparse en el éter. ¿Estaba ciego o qué?

– Rose está triste. ¿Le has hablado mal, Carl?

Estaba a punto de volver a cabrearse cuando descubrió los papeles que Assad llevaba bajo el brazo.

– ¿Qué me traes? -preguntó con aire fatigado.

Su ayudante tomó asiento en uno de los engendros metálicos de Rose.

– Aún no han encontrado a Kimmie Lassen. Hay búsquedas en marcha en todas partes, así que solo es cuestión de tiempo, entonces.

– ¿Alguna novedad en el lugar de la explosión? ¿Han localizado algo?

– No, nada. Por lo que sé, ya han terminado.

Sacó sus papeles y les echó un vistazo.

– He hablado con Vallas Løgstrup -prosiguió-. Han sido muy, muy simpáticos. Han tenido que preguntar a toda la empresa hasta que han encontrado a alguien que sabía alguna cosa de la llave, o sea.

– Muy bien -dijo Carl con los ojos cerrados.

– Uno de sus empleados mandó un cerrajero a Inger Slevs Gade para ayudar a una señora del ministerio que había pedido unas llaves extra, entonces.

– ¿Te han dado una descripción de esa mujer? Porque supongo que sería Kimmie Lassen, ¿no?

– No, no han averiguado qué cerrajero había sido entonces, así que no me han dado ninguna descripción. Se lo he explicado todo a los de arriba. A lo mejor les interesa saber quién tenía entrada a la casa que explotó.

– Muy bien, estupendo. Entonces lo damos por zanjado.

– ¿En qué zanja?

– Déjalo, Assad. Lo siguiente que tienes que hacer es preparar un dossier sobre cada uno de los tres miembros de la banda, Ditlev, Ulrik y Torsten. Quiero todo tipo de información. Relaciones con el fisco, estructura de sus empresas, domicilio, estado civil y todo eso. Tómate tu tiempo.

– ¿Por cuál empiezo, entonces? Ya tengo unas cuantas cosas de los tres.

– Estupendo, Assad. ¿Quieres comentarme algo más?

– Homicidios me ha encargado que te diga que el móvil de Aalbæk ha estado en contacto con el de Ditlev Pram muchas veces.

Cómo no.

– Estupendo, Assad. Entonces está relacionado con el caso. Podemos ir a verlos usándolo como pretexto.

– ¿Pretexto? ¿De qué texto?

Al abrir los ojos, Carl se encontró con un par de interrogantes de color castaño. Sinceramente, a veces podía ser un poco complicado. Tal vez unas clases particulares de danés pudieran limar un par de metros de aquella barrera lingüística. Aunque, por otra parte, se arriesgaban a que el tipo de pronto empezara a hablar como cualquier funcionario.

– También he encontrado a Klavs Jeppesen -continuó Assad en vista de que su jefe no reaccionaba a su pregunta.

– Estupendo, Assad.

Trató de recordar cuántas veces había usado ya la palabra «estupendo». Tampoco había que crear inflación.

– ¿Y dónde estaba?

– En el hospital.

Carl se incorporó. ¿Y ahora qué?

– Sí, ya sabes.

Se hizo un corte a la altura de la muñeca.

– Me cago en la leche. Pero ¿por qué? ¿Sobrevivirá?

– Sí. He ido a verlo. Ayer.

– Muy bien, Assad. ¿Y?

– Pues nada. Un tipo sin venas en la sangre, eso es todo.

¿Venas en la sangre? Allá que iba de nuevo.

– Me contó que había estado a punto de hacerlo mil veces durante estos años.

Carl sacudió la cabeza. A él ninguna mujer le había causado tanto impacto. Por desgracia.

– ¿Te dijo algo más?

– No. Me echaron las enfermeras.

El subcomisario esbozó una débil sonrisa. Assad se iba adaptando.

De repente, el rostro de su ayudante se transformó.

– Hoy he visto a uno nuevo en la segunda planta. Iraquí, creo. ¿Sabes a qué ha venido?

Carl asintió.

– Sí, es el sustituto de Bak. Lo han mandado de Rødovre. Lo vi anoche en casa de Aalbæk. A lo mejor lo conoces. Se llama Samir. Del apellido, ahora mismo no me acuerdo.

Assad levantó ligeramente la cabeza. Sus labios carnosos se entreabrieron y un sinfín de pequeñas arrugas le rodearon los ojos. No eran desde luego las marcas de una sonrisa. Por un instante pareció ausente.

– Vale -dijo pensativo mientras asentía despacio un par de veces-. El sustituto de Bak. ¿Entonces va a quedarse, o sea?

– Sí, imagino que sí. ¿Pasa algo?

De repente Assad se transformó. Su rostro se relajó y miró a Carl a los ojos con su habitual expresión despreocupada.

– Tienes que hacerte amigo de Rose, Carl. Es una chica muy trabajadora y muy… muy maja. ¿Sabes lo que me ha llamado esta mañana?

No, pero seguro que se lo iba a contar.

– Su beduino favorito. ¿No es mona, entonces?

Mostró los dientes de arriba y sacudió la cabeza con entusiasmo.

Al parecer, la ironía no era precisamente su punto fuerte.


Carl puso su móvil a cargar y contempló la pizarra. El siguiente paso tendría que ser contactar directamente con uno o varios miembros de la banda. Llevaría consigo a Assad para contar con testigos en caso de que se fueran de la lengua.

Además, todavía tenía en la reserva al abogado.

Se acarició el mentón y se mordió la mejilla. Mierda, ¿quién coño le mandaría a él montarle aquel numerito a la mujer de Bent Krum, el abogado? ¡Le había dicho que Krum tenía un lío con su mujer! ¿Cómo se podía ser tan subnormal? Desde luego, concertar una cita con él no iba a mejorar las cosas.

Levantó la vista hacia la pizarra, donde estaba el teléfono del abogado, y lo marcó.

– Agnete Krum -contestó una voz.

Tras aclararse la garganta, el subcomisario pisó el acelerador y arrancó a hablar varios tonos por encima del habitual. No le molestaba que su fama lo precediera, pero no si era mala.

– No -le explicó la mujer-, ya no vive aquí. Si quiere algo de él, haga el favor de llamarlo al móvil.

Le dio el número con voz tristona.

Carl marcó de inmediato y escuchó un mensaje que decía que Bent Krum había ido a poner a punto su barco, pero que al día siguiente estaría localizable en ese mismo número entre las nueve y las diez.

Y una leche, pensó mientras volvía a llamar a la mujer. Le informó de que el barco estaba anclado en el puerto de Rungsted.

No se podía decir que le pillara de sorpresa.


– Vamos a salir, Assad, prepárate -le gritó por el pasillo-. Hago una llamada más y listo, ¿vale?

Marcó el número de Brandur Isaksen, un antiguo compañero y rival de la comisaría del centro que era mitad de las islas Feroe mitad de Groenlandia y con un espíritu casi igual de noratlántico. El carámbano de Halmtorvet, lo llamaban.

– ¿Qué quieres? -preguntó.

– Me gustaría que me contaras algo sobre una tal Rose Knudsen que he heredado de vosotros. He oído que os dio algunos quebraderos de cabeza por ahí. ¿Podrías decirme qué hizo exactamente?

Carl no había contado con la carcajada que siguió.

– ¿Te la han colocado a ti? -le preguntó Isaksen en medio de unas risotadas de muy mal agüero, un acontecimiento tan insólito como oírle decir algo agradable-. Te lo cuento así, a grandes rasgos. Primero empotró su Daihatsu contra los vehículos privados de tres compañeros al dar marcha atrás; después dejó una cafetera de Bodum que se salía encima de unas notas manuscritas con las que el jefe pensaba elaborar los informes semanales; mangoneaba a todas las administrativas, mangoneaba a todos los investigadores, metía las narices en su trabajo y, para concluir, y por lo que me han contado, se tiró a dos compañeros en una cena de Navidad.

En aquellos momentos parecía a punto de caerse de culo de la silla, tanta gracia le hacía.

– ¿Te la han colocado a ti, Carl? Pues será mejor que no le des nada de beber.

El subcomisario respiró hondo.

– ¿Algo más? -preguntó.

– Sí, tiene una hermana gemela. Bueno, no son univitelinas, pero casi igual de raras.

– Ajá, ¿y qué más?

– Pues verás, cuando empiece a llamar a su hermanita desde el trabajo te vas a enterar de lo que son dos tías cotorreando. En pocas palabras, es torpe, indomable y a veces, enormemente recalcitrante.

Vamos, nada que no supiera ya, aparte de lo de las copas.

Tras colgar el aparato aguzó el oído en un intento de descifrar qué ocurría en el despachito de Rose.

Luego se levantó y se escabulló por el pasillo. Efectivamente, estaba hablando por teléfono.

Se acercó a la puerta y apuntó con la oreja hacia el vano.

– Sí -decía ella en voz baja-, qué remedio. Ya te digo. ¿Tú crees…? Pues muy bien.

Y muchas más cosas por el estilo.

Carl apareció en el hueco de la puerta y la miró con dureza. Tal vez produjera algún efecto.

Al cabo de dos minutos, Rose colgó. Lo del efecto había salido así así.

– ¿Qué, de charleta con los amigos? -preguntó su jefe con sarcasmo. Al parecer, a la señorita le resbalaba.

– Los amigos -repitió ella cogiendo aire-. Sí, supongo que se podría decir así. Era un jefe de sección del Ministerio de Justicia. Solo llamaba para decirnos que la Kripo esa de Oslo les ha enviado un mensaje poniéndonos por las nubes y diciendo que este departamento es lo más interesante que ha ocurrido en la historia de la policía criminal del norte de Europa en los últimos veinticinco años. Y ahora los del ministerio querían preguntarme si yo sabía por qué no te han propuesto para un ascenso a comisario.

Carl tragó saliva. ¿Otra vez iban a empezar con esa cantinela? Y un huevo, al colegio él no volvía. Eso ya lo tenía más que hablado con Marcussen.

– ¿Y tú qué le has dicho?

– ¿Yo? Bueno, he cambiado de tema. ¿Qué querías que le dijera?

Buena chica, pensó.

– Oye, Rose -arrancó haciendo un esfuerzo extraordinario. Para un tipo de Brøndslev no era fácil pedir perdón-. Antes he estado un poco desagradable. Olvídalo. El viaje a Madrid fue muy bien. Desde el punto de vista del ocio, bastante por encima de la media, ahora que lo pienso. Vi a un mendigo desdentado, me robaron todas las tarjetas y el dinero y recorrí por lo menos dos mil kilómetros con una desconocida cogiéndome de la mano. Pero, para otra vez, avísame primero, ¿quieres?

Rose sonrió.

– Y, antes de que se me olvide, una cosa más. ¿Fuiste tú la que habló con la asistenta que llamó desde casa de Kassandra Lassen? Se me había olvidado la placa, te acuerdas, y llamó para verificar mi identidad.

– Sí, fui yo.

– Cuando te pidió una descripción de mi aspecto, ¿qué le dijiste? ¿Podrías contármelo?

En sus mejillas se abrieron dos hoyuelos traicioneros.

– Ah, pues le dije que si era un tipo con un cinturón de cuero marrón, los quesos metidos en unos zapatones negros del cuarenta y cinco y pinta de no ser ni fu ni fa, había bastantes probabilidades de que fueses tú. Y si, además, te veía una calva con forma de culo en la coronilla, entonces bingo.

Joder, no tiene ni un átomo de piedad, se dijo mientras se echaba el pelo un poco hacia atrás.


Encontraron a Bent Krum en el muelle 11, sentado en un sillón acolchado que había en la cubierta de popa de un yate que, con toda seguridad, valía mucho más que un tipo como él.

– Es un V42 -comentaba un chiquillo delante del restaurante tailandés del paseo marítimo. Eso es lo que se llama una buena educación, sí señor.

El entusiasmo del abogado Krum al ver subir a bordo de su paraíso a uno de los guardianes de la ley, seguido de un individuo moreno, de pelo ralo, exponente de la Dinamarca alternativa, era más bien escaso, pero no tuvo la menor oportunidad de decir ni pío.

– He estado hablando con Valdemar Florin -lo informó Carl- y él me ha remitido a usted. Lo considera adecuado para hablar en nombre de la familia. ¿Dispone de cinco minutos?

Bent Krum se puso las gafas de sol a modo de diadema. También podría haberlas llevado allí desde el principio, porque no había ni un rayo de sol.

– Cinco minutos y ni uno más. Mi mujer me espera en casa.

El subcomisario sonrió de oreja a oreja. Sí, seguro, decía su sonrisa. Bent Krum tomó buena nota de ello como el perro viejo que era. Tal vez tuviera más cuidado con las mentiras en adelante.

– Valdemar Florin y usted estaban presentes cuando condujeron a aquellos jóvenes a la comisaría de Holbæk en 1986 como sospechosos de haber cometido el crimen de Rørvig. El señor Florin ha insinuado que algunos de los chicos destacaban del resto del grupo y que usted podría darme más detalles al respecto. ¿Sabe a qué se refería?

Allí, bajo el sol, era un hombre muy pálido. No era una cuestión de falta de pigmentos, sino de anemia. De desgaste a causa de todas las bajezas que había tenido que urdir a lo largo de los años. Carl estaba harto de verlo. Nadie más pálido que los policías con asuntos por resolver y que los abogados con demasiados asuntos resueltos.

– ¿Que destacaban, dice? Supongo que todos ellos destacaban. Unos jóvenes estupendos, en mi opinión. Y han tenido ocasión de demostrarlo desde entonces, ¿no le parece?

– Sí, bueno -contestó Carl-. Yo no sé mucho de esas cosas, pero con uno que se pega un tiro en sus partes bajas, otro que vive de inflar mujeres a base de bótox y silicona, un tercero que obliga a un puñado de crías desnutridas a tambalearse de un lado a otro mientras la gente las mira, un cuarto que está en la cárcel condenado a cadena perpetua, un quinto que se ha especializado en hacer que los millonarios se lucren a costa de la ignorancia de los pequeños ahorradores y, para terminar, otra más que lleva doce años viviendo en la calle, la verdad, no sé que decirle.

– No creo que sea buena idea hacer semejantes declaraciones en un espacio público -replicó Krum más que dispuesto a ponerle una demanda.

– ¿Público? -repitió Carl echando un vistazo al escenario de madera de teca, fibra de vidrio reluciente y cromo que los rodeaba-. Pero ¿existe algún sitio menos público que este?

Extendió los brazos con una sonrisa. Muchos lo habrían calificado de cumplido.

– ¿Y Kimmie Lassen? -continuó-. ¿Ella no destacaba? ¿No es cierto que su papel dentro del grupo era fundamental? ¿No es cierto que Florin, Dybbøl Jensen y Pram podrían tener cierto interés en que desapareciera de la faz de la tierra sin armar mucho jaleo?

La sonrisa de Krum le surcó el rostro de arrugas. No era una visión agradable.

– Le recuerdo que ya ha desaparecido. ¡Y por voluntad propia, que conste!

El subcomisario se volvió hacia Assad.

– ¿Lo tienes, Assad?

Su ayudante le hizo una señal afirmativa con el lápiz.

– Gracias -concluyó Carl-. Eso era todo.

Se levantaron.

– ¿Disculpe? -saltó Krum-. ¿Que si tiene qué? ¿Qué es lo que acaba de pasar?

– Bueno, acaba usted de decir que el grupo estaba interesado en que Kimmie Lassen desapareciera.

– No, de ninguna manera.

– ¿A que sí, Assad?

El hombrecillo asintió con vehemencia. Desde luego, era leal.

– Tenemos todo tipo de indicios que apuntan al grupo como responsable de la muerte de los hermanos de Rørvig -dijo Carl-, y no me refiero solo a Bjarne Thøgersen, de modo que volveremos a vernos, señor Krum. Conocerá además a una serie de personas de las que quizá haya oído hablar, o quizá no, todas ellas muy interesantes y con muy buena memoria. Por ejemplo, Mannfred Sloth, el amigo de Kåre Bruno.

El abogado no reaccionó.

– Y un profesor del internado, Klavs Jeppesen. Por no hablar de Kyle Basset, al que ayer interrogué en Madrid.

Esta vez la reacción de Krum no se hizo esperar.

– Un momento -lo interrumpió tomándolo del brazo.

Carl lanzó una mirada de desprecio hacia su mano y el abogado la retiró a la velocidad del rayo.

– Sí, sí, señor Krum -dijo-. Ya sabemos que siente usted el mayor interés por el bienestar del grupo. Es usted, por ejemplo, presidente del consejo de administración de la clínica Caracas. Puede que esa sea la principal razón que le permite frecuentar un entorno tan privilegiado.

Señaló hacia los restaurantes del muelle y el estrecho.

No cabía la menor duda de que Bent Krum estaba a punto de salir corriendo como alma que lleva el diablo a hacer una ronda de llamadas a los miembros de la banda.

Así estarían en su punto cuando él fuera a buscarlos. Tal vez hasta tiernecitos.


Assad y Carl hicieron su entrada en Caracas como un par de caballeros amantes de la belleza y deseosos de conocer el entorno antes de decidirse a dejarse aspirar un poquito de grasa de aquí y de allá. La recepcionista trató de detenerlos, pero el subcomisario echó a andar hacia lo que parecía la zona administrativa con paso decidido.

– ¿Dónde está Ditlev Pram? -le preguntó a una secretaria cuando al fin se topó con la placa donde ponía «Ditlev Pram, director ejecutivo».

La secretaria ya había echado mano al teléfono dispuesta a llamar a seguridad cuando él le mostró la placa y la deslumbró con una sonrisa que hasta la realista madre de Carl habría encontrado irresistible.

– Disculpe que irrumpamos de esta manera, pero tenemos que hablar con Ditlev Pram. ¿Cree que podría conseguir traerlo hasta aquí? Él se alegraría tanto como nosotros.

No cayó en la trampa.

– Lo lamento, pero hoy no vendrá -contestó con tono autoritario-. Si quieren puedo darles una cita. ¿Qué les parece el 22 de octubre a las 14:15?

Pues no iban a hablar con Pram. Mierda.

– Gracias, ya llamaremos -contestó Carl mientras tiraba de Assad.

Iba a avisar a Pram, sin duda. Ya se había dado la vuelta y se dirigía a la terraza con el móvil en la mano. Una secretaria muy competente.

– Nos han mandado ahí abajo -dijo Carl señalando hacia las habitaciones al volver a pasar frente a la recepción.

Por el camino fueron objeto de miradas muy atentas a las que ellos correspondieron con corteses inclinaciones de cabeza.

Cuando dejaron atrás la zona de los quirófanos se detuvieron un instante para cerciorarse de que Pram no aparecía. Luego pasaron por una serie de habitaciones individuales de las que salían acordes de música clásica y fueron a parar a la zona de servicio, frecuentada por personas con peor aspecto que iban vestidas con uniformes de menos calidad.

Saludaron a los cocineros y llegaron a la lavandería, donde una hilera de mujeres con un aspecto muy asiático los observaron extraordinariamente asustadas.

Carl estaba dispuesto a apostar cualquier cosa a que si Pram se enteraba de que habían estado allí abajo, se desharía de todas aquellas mujeres en menos de una hora.


En el viaje de regreso, Assad se mostró taciturno. Al llegar a la altura de Klampenborg se volvió hacia su jefe y le preguntó:

– ¿Adónde irías si fueras Kimmie Lassen?

Carl se encogió de hombros. ¿Quién podía saberlo? Aquella mujer era impredecible. Al parecer tenía la capacidad de improvisar en la vida como nadie. Podía estar en cualquier parte.

– Pero estamos de acuerdo en que su interés en que Aalbæk dejara de buscarla era grande. Quiero decir que ella y el resto del grupo no eran precisamente carne y uña.

– Uña y carne, Assad; uña y carne.

– Los de Homicidios me han dicho que el sábado por la noche, Aalbæk estuvo en algo que se llama Damhuskroen. ¿Te lo había contado?

– No, pero ya lo había oído.

– Y fue con una mujer, ¿no?

– Eso, en cambio, no lo sabía.

– Carl, si ha matado a Aalbæk no creo que los demás de la banda estén contentos.

Eso por decirlo suavemente.

– Entonces hay guerra entre ellos.

Carl asintió, cansado. Los últimos días no solo le estaban pasando factura a su cerebro, sino también a su sistema motor. De repente le costaba una barbaridad pisar el acelerador.

– ¿No crees que en ese caso volvería a la casa donde encontraste la caja para recuperar las pruebas que tiene contra los demás, entonces?

Carl asintió despacio. Era una posibilidad a tener muy en cuenta. Otra era hacerse a un lado y echar una cabezadita.

– ¿Vamos para allá? -concluyó Assad.


Encontraron la casa cerrada y con las luces apagadas. Llamaron un par de veces al timbre. Buscaron el número de teléfono y marcaron. Lo oyeron sonar en alguna de las salas, pero nadie contestó. Parecía inútil. Al menos, Carl no se sentía capaz de hacer mucho más. Las mujeres de cierta edad también tenían derecho a salir de entre las cuatro paredes de su casa de vez en cuando, qué carajo.

– Venga, vámonos -dijo-. Conduce tú, así me echo un sueñecito mientras tanto.


Cuando llegaron a Jefatura, Rose estaba recogiendo. Se iba a su casa y ya no la verían en el plazo de dos días. Estaba cansada, había trabajado duro el viernes por la tarde, el sábado y parte del domingo. Ya no daba más de sí.

Carl se sentía exactamente igual.

– Por cierto -dijo Rose-, he conseguido hablar con una persona que ha localizado el expediente de Kirsten-Marie Lassen en la Universidad de Berna.

Conque le había dado tiempo a terminar la lista, pensó su jefe.

– Fue muy buena estudiante mientras estuvo allí, nada de patinazos, me ha dicho. Por lo que cuenta su ficha, de no haber sido porque perdió a su novio en un accidente de esquí, se podría calificar su estancia allí de agradable.

– ¿Un accidente de esquí?

– Sí; por lo que me ha dicho la secretaria, fue un poco raro. En realidad, a veces todavía lo comentan. Su novio era muy buen esquiador, no era propio de él salir de la pista para adentrarse en una zona tan rocosa.

Carl asintió. Un deporte peligroso.


Se encontró a Mona Ibsen frente a Jefatura con un bolsón enorme echado al hombro y una mirada que le dijo que no antes de que él llegara a abrir la boca.

– Estoy considerando seriamente la posibilidad de llevarme a Hardy a casa -le dijo en voz baja-, pero creo que no dispongo de suficiente información sobre cómo podría afectarnos tanto a nosotros como a él desde el punto de vista psicológico.

La miró con ojos cansados. Por lo visto había dado en la diana, porque cuando le preguntó si quería ir a cenar con él para hablar de las consecuencias que una decisión de ese calibre podía tener en cada una de las partes implicadas, la respuesta de la psicóloga fue afirmativa.

– Sí, no estaría mal -contestó regalándole una de esas sonrisas que lo noqueaban como un derechazo en el estómago-. Al fin y al cabo, tengo hambre.

Carl se quedó sin habla. No sabía qué decir. La miró a los ojos con la esperanza de que bastara con su encanto natural.

Después de una hora delante de la comida y cuando Mona Ibsen empezaba a estar a punto de caramelo, se sintió embargado por una sensación de alivio y de entrega tan beatífica que se desplomó dormido sobre el plato.

Primorosamente dispuesto entre el filete de solomillo y el brécol.

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