10

– ¿Con quién dice que quiere hablar? ¿Con el oficial el-Assad, ha dicho?

Carl clavó la vista en el auricular. ¡¡¿Oficial?!! ¿Assad? Va listo si después de semejante ascenso se cree que se va a ir de rositas.

Transfirió la llamada y no tardó ni un segundo en oír el timbre del teléfono que había sobre la mesa de su ayudante.

– ¿Sí? -contestó Assad desde su cuarto de las escobas.

Carl enarcó las cejas y sacudió la cabeza. Oficial el-Assad, ¿cómo se atrevía?

– Han llamado de la policía de Holbæk para decir que llevan toda la mañana buscando el expediente del crimen de Rørvig.

Assad se rascó las mejillas. Ya llevaba dos días revisando expedientes, estaba sin afeitar y parecía agotado.

– ¿Y sabes qué ha pasado, entonces? Que no lo tienen. Ha desaparecido sin arrastrar rastro -añadió.

El subcomisario dejó escapar un suspiro.

– Supongamos que alguien se lo llevó. Apuesto lo que quieras a que fue el tal Arne, el que le dio a Martha Jørgensen la carpeta gris con los informes. ¿Has preguntado si recordaban de qué color era? ¿Has preguntado si era gris?

Assad hizo un gesto negativo.

– Bueno, en realidad da lo mismo. Marta dijo que ese hombre había muerto, así que no vamos a poder hablar con él. -Carl entornó los ojos-. Pero hay otra cosa que quiero poner en claro. ¿Querrías explicarme cuándo te han nombrado oficial? Creo que deberías cuidarte mucho de hacerte pasar por policía. Hay un artículo de la ley que no lo ve con muy buenos ojos, el 131, por si te interesa. Te arriesgas a una condena de seis meses de prisión.

Assad echó la cabeza ligeramente hacia atrás.

– ¿Oficial? -repitió conteniendo el aliento un segundo al tiempo que se llevaba la mano al pecho como si pretendiera salvaguardar la inocencia que rezumaba en esos momentos. Carl no había visto semejante arrebato de indignación desde que el primer ministro reaccionara ante las acusaciones de la prensa con respecto a la intervención indirecta de los soldados daneses en varios casos de tortura en Afganistán.

– Jamás se me pasaría por la cabeza -protestó su ayudante-. Al revés, o sea, lo que yo he dicho es que era el ayudante oficial de un oficial. La gente ya no te escucha, Carl.

Se encogió de hombros.

– ¿Tengo yo la culpa?

¡Ayudante oficial de un oficial! Dios nos coja confesados. Muchas más como esa y acabaría con una úlcera.

– Sería más correcto que te presentaras como ayudante de un subcomisario de la Policía Criminal, o mejor aún, ayudante de un subcomisario de policía. Aunque, si insistes en usar el otro título, por mí que no quede. Eso sí, dilo con absoluta claridad, ¿estamos? Y ahora, baja al garaje y prepara nuestro cacharro. Nos vamos a Rørvig.


La cabaña estaba en medio de un conjunto de pinos y con el paso de los años había ido hundiéndose hasta quedar levemente enterrada en la arena. A juzgar por las ventanas, grandes agujeros opacos entre vigas podridas, nadie había vuelto a usarla después del crimen. Un lugar de lo más desangelado.

Observaron las rodadas que dibujaban caminos serpenteantes entre las casas. Con el mes de septiembre tan avanzado, no se veía un alma en varias leguas a la redonda.

Assad colocó las manos a modo de pantalla en un vano intento de ver el interior de la cabaña a través de la ventana más grande.

– Ven -lo llamó Carl-. Creo que la llave está al otro lado.

Levantó la vista hacia el alero de la parte posterior de la casa. La llave llevaba veinte años a la vista de todo el mundo, colgando de un clavo oxidado por encima de la ventana de la cocina, tal como había dicho Yvette, la amiga de Martha Jørgensen. ¿Quién se la iba a llevar? A nadie le apetecía entrar en aquella casa. ¿Y los ladrones que asolaban las zonas de vacaciones todos los años fuera de temporada? Hasta con los ojos cerrados se veía que allí no había nada. Todo en aquella cabaña invitaba a darse la vuelta y largarse.

Se puso de puntillas para alcanzar la llave y abrió la puerta. Resultaba asombrosa la facilidad con que cedió la vieja cerradura y giraron los goznes.

Al asomar la cabeza reconoció el aroma de los malos tiempos. La humedad, el enmohecimiento, el abandono. El olor que envuelve las alcobas de los viejos.

Buscó el interruptor del pequeño pasillo y comprobó que habían cortado el suministro eléctrico.

– ¡Toma! -exclamó Assad al tiempo que le metía por los ojos una bombilla halógena.

– Aparta esa linterna, Assad, no la necesitamos.

Pero su ayudante ya había puesto un pie en el pasado haciendo ondear su estandarte de luz por entre bancos pintados en tonos pastel y cacharros de cocina de esmalte azul.

La oscuridad no era total. La luz del sol se filtraba, débil y gris, a través de los cristales polvorientos y el salón parecía una secuencia nocturna de una vieja película en blanco y negro. Una enorme chimenea de piedras grandes, la tarima de listones anchos, alfombrillas suecas desperdigadas aquí y allá y un tablero de Trivial Pursuit que continuaba en el suelo.

– Como decía el informe -observó Assad dándole un empujoncito a la caja del juego. En tiempos había sido de color azul marino, ahora era negra. El tablero estaba algo menos sucio, al igual que las dos fichas que se veían sobre él. En el calor de la lucha se habían alejado de sus casillas, pero seguramente no demasiado. La ficha rosa contenía cuatro quesitos; la marrón, ninguno. Carl supuso que la rosa con los quesitos de las cuatro respuestas acertadas sería la de la chica. Al parecer, aquel día tenía la mente más despejada que su hermano. Quizá él se hubiera pasado con el coñac. Al menos eso indicaba el informe de la autopsia.

– Lleva aquí desde 1987, entonces. ¿Tan viejo es este juego, Carl? No lo entiendo.

– A lo mejor, a Siria tardó un poco más en llegar, Assad. Pero ¿lo venden allí?

Tomó nota del silencio de su ayudante y después bajó la vista hacia las dos cajas que contenían las tarjetas de las preguntas. Delante de cada caja había una tarjeta. Las últimas preguntas a las que se enfrentaron los hermanos en su vida. Pensándolo bien, era desolador.

Paseó la mirada por el suelo.

Aún quedaban claras huellas del crimen. En el punto donde encontraron a la chica había manchas oscuras. Sangre, evidentemente, al igual que las salpicaduras del tablero. En algunos sitios se veía el rastro de los círculos con los que los de la científica habían rodeado las huellas, aunque los números se habían borrado. El polvo de los expertos en huellas dactilares ya casi ni se veía, pero podía adivinarse su contorno.

– No encontraron nada -dijo Carl; pensaba en voz alta.

– ¿Qué?

– No encontraron ninguna huella que no fuera de los dos hermanos, de su padre o de su madre.

Volvió a observar el tablero.

– Es extraño que el juego siga ahí. Pensaba que se lo habrían llevado para analizarlo.

– Sí -asintió Assad rascándose la cabeza-. Bien dicho, Carl. Ahora me acuerdo. Fue una de las pruebas que presentaron en el caso contra Bjarne Thøgersen, o sea, que en realidad sí que se lo llevaron, entonces.

Los dos clavaron los ojos en el juego.

No debería estar ahí.

Carl enarcó las cejas. Después sacó el móvil y llamó a Jefatura.

Lis no parecía precisamente entusiasmada.

– Hemos recibido instrucciones claras de no volver a ponernos a tu disposición, Carl. ¿Tienes idea de cómo estamos de trabajo? ¿Has oído hablar de la reforma de la policía o necesitas que te refresque la memoria? Y ahora, encima, nos robas a Rose.

Pues que se la quedaran si eso los consolaba, joder.

– Eh, eh, echa el freno. ¡Que soy yo! ¡Carl! Tranquila, ¿vale?

– Ya tienes tu propia criada, así son las cosas. Habla con ella. ¡Un momento!

Se quedó mirando el teléfono con aire confuso y volvió a llevárselo al oído al percibir el sonido de una voz altamente reconocible.

– Sí, jefe. ¿Qué puedo hacer por ti?

Frunció el ceño.

– Yo… ¿con quién hablo? ¿Rose Knudsen?

Aquella risa ronca no presagiaba nada bueno para el futuro.

Le pidió que averiguara si aún había un Trivial Pursuit edición Genus entre los efectos del crimen de Rørvig. No, no tenía ni idea de por dónde podía empezar a buscar. Sí, había muchas posibilidades. ¿Que dónde preguntaba primero? Eso tendría que averiguarlo ella solita. Pero era para hoy.

– ¿Quién era? -preguntó Assad.

– Tu competidora. Ten cuidado, igual de un empujón te manda de vuelta con tus guantes de goma verdes y tu cubo de fregar.

Pero Assad no lo oyó. Ya estaba en cuclillas junto al tablero estudiando las salpicaduras de sangre.

– ¿No es raro que no haya más sangre en el juego, Carl? La mataron justo ahí -dijo señalando la mancha de la alfombra.

El subcomisario recordó las fotografías del lugar de los hechos y los cadáveres.

– Pues sí -asintió-. Sí, tienes razón.

Con todos los golpes que le habían dado y la cantidad de sangre que había perdido, era extraño que el tablero estuviese tan limpio. Mierda, no habían llevado el expediente para compararlo con las fotos.

– Yo recuerdo que el tablero estaba lleno de sangre, entonces -observó Assad con un dedo en la casilla dorada del centro.

Carl se agachó junto a él, introdujo un dedo por debajo del cartón con mucho cuidado y lo levantó. Era cierto, lo habían movido un poco. Varias manchas de sangre se habían colado por debajo, totalmente antinatural.

– No es el mismo tablero, Assad.

– No, no es el mismo, entonces.

Volvió a dejarlo caer con delicadeza y después le echó un vistazo a la caja y a su aparentemente leve rastro de polvo dactilar. Una caja intacta después de veinte años. Mirándolo bien, ese polvo podía ser cualquier cosa. Fécula de patata, blanco de plomo. Cualquier cosa.

– ¿Quién habrá puesto aquí el juego? -se preguntó Assad-. ¿Lo habías visto antes?

El subcomisario no contestó.

Contemplaba el estante que daba la vuelta a la habitación casi a la altura del techo. Acababa de aparecer ante sus ojos una época en que las torres Eiffel de níquel y las jarras de cerveza con tapadera de hojalata de Baviera eran trofeos de viaje habituales. Los más de cien souvenirs que abarrotaban el estante hablaban de una familia con caravana que conocía sobradamente el paso del Brennero y los bosques de la Selva Negra. Carl vio a su padre. La nostalgia estuvo a punto de provocarle un cortocircuito.

– ¿Qué estás mirando?

– No lo sé -sacudió la cabeza-, pero algo me dice que tenemos que andarnos con cien ojos. ¿Puedes abrir las ventanas, por favor? Necesitamos más luz.

El subcomisario se levantó y volvió a recorrer el suelo con la mirada mientras sacaba su cajetilla del bolsillo de la camisa y Assad luchaba con el marco de la ventana.

Aparte de la ausencia de los cadáveres y del engaño del juego, todo parecía estar tal como lo encontraron aquel día.

Estaba encendiendo un cigarrillo cuando sonó su teléfono móvil. Era Rose.

El Trivial continuaba en los archivos de Holbæk. El expediente había desaparecido, pero seguían teniendo el juego.

Qué sorpresa, por lo visto no era del todo inútil.

– Vuelve a llamarlos -le ordenó conteniendo una buena bocanada de humo en los pulmones-. Pregúntales por las fichas y los quesitos.

– ¿Quesitos?

– Sí, así es como llaman a esos chismes que te dan cuando aciertas una respuesta. Se meten en las fichas. Tú pregúntales qué cuñas hay en cada ficha. Y anótalas, ficha por ficha.

– ¡Cuñas!

– Sí, joder. También se llaman así. Quesitos, cuñas, lo mismo da. Una especie de triangulitos. ¿Es que nunca has visto un Trivial?

Rose volvió a dejar escapar aquella risa siniestra.

– ¿Trivial? ¡Ahora se llama Bezzerwizzer, abuelo!

Y cortó la comunicación.

Lo suyo nunca sería una historia de amor.

Dio otra calada para bajar las pulsaciones. Quizá le dejaran cambiar a la tal Rose por Lis. Seguro que le apetecía un ritmo de trabajo algo más calmado. Desde luego, alegraría lo suyo el sótano al lado de las fotos de las tías de Assad, con peinado de punki o sin él.

En ese preciso instante se oyó una desagradable mezcolanza de madera chascada y cristales rotos seguida de algunos exóticos vocablos surgidos de los labios de Assad que no tenían nada que ver con su oración de la tarde, eso seguro. Los efectos de la ventana pulverizada fueron abrumadores, porque la luz irrumpió en todos los rincones sin dejar lugar a dudas: las arañas habían vivido tiempos felices en aquella casa. Sus telas pendían del techo como guirnaldas y la capa de polvo que recubría el largo estante de souvenirs era tan espesa que todos los colores se fundían en uno.

Carl y Assad repasaron los hechos que habían leído en los informes.

A primera hora de la tarde alguien había entrado en la cabaña por la puerta de la cocina, que estaba abierta, y había matado al chico de un golpe con un martillo que después apareció a varios cientos de metros. Al parecer el muchacho no se enteró de nada, según los informes del levantamiento del cadáver y la autopsia; murió en el acto, como demostraba su manera compulsiva de aferrarse a la botella de coñac.

La chica seguramente trató de levantarse, pero los agresores se abalanzaron sobre ella. Luego la golpearon hasta matarla, allí mismo, en el punto donde se veía una mancha oscura en la alfombra y donde se hallaron restos de masa cerebral, saliva, orina y sangre de la víctima.

Después suponían que los asesinos le habían quitado los pantalones al joven para vejarlo. Jamás dieron con ellos, pero nadie parecía dispuesto a considerar la posibilidad de que los dos hermanos estuvieran jugando al Trivial, ella en biquini y él desnudo. Una relación incestuosa era impensable. Los dos tenían pareja y llevaban una vida muy normal.

Esas mismas parejas habían pasado la noche con ellos en la cabaña, pero por la mañana habían regresado a Holbæk, donde estudiaban. Jamás se sospechó de ellos. Los dos tenían coartada y, además, el crimen los dejó completamente deshechos.

El móvil volvió a sonar. Al ver el número en la pantalla, Carl dio otra calada relajante a modo de prevención.

– ¿Sí, Rose? -contestó.

– Todo eso de las cuñas y los quesitos les ha parecido una pregunta muy extraña.

– ¿Y?

– Bueno, pues han ido a mirarlo, claro.

– ¿Y?

– La ficha rosa tenía cuatro quesitos, uno amarillo, uno rosa, uno verde y uno azul.

El subcomisario bajó la vista hacia la ficha que tenía delante. Coincidía, él tenía lo mismo.

– La ficha azul, la amarilla, la verde y la naranja estaban sin usar. Se habían quedado en la caja con los demás quesitos y estaban vacías.

– Vale; ¿y la marrón?

– La ficha marrón tenía un quesito marrón y otro rosa dentro, ¿me sigues?

Carl no contestó, se limitó a observar la ficha marrón vacía que había sobre el tablero. Muy, muy extraño.

– Gracias, Rose -dijo-. Estupendo.

– ¿Qué, Carl? -lo interrogó su ayudante-. ¿Qué ha dicho?

– Debería haber un chisme marrón y otro rosa en la ficha marrón, Assad. Pero esa de ahí está vacía.

Ambos la observaron.

– ¿Será que tenemos que encontrar los dos chismes que faltan, entonces? -preguntó Assad. Y dicho y hecho, se tiró al suelo y empezó a buscar debajo de un aparador de roble que había contra la pared.

Carl volvió a llevarse el cigarrillo a los labios. ¿Por qué habrían dejado allí aquel Trivial para reemplazar el original? Saltaba a la vista que algo iba mal. ¿Y por qué había sido tan fácil abrir la cerradura de la cocina? ¿Por qué les habían dejado aquel caso encima de la mesa? ¿Quién estaba detrás de todo aquello?

– Pasaban aquí las navidades, tenía que hacer frío, entonces -comentó Assad al encontrar un adorno en forma de corazón en las profundidades del aparador.

Carl asintió. Era imposible que aquella casa hubiera sido más fría que en ese momento, todo en ella rezumaba pasado y desgracia. ¿Quién había vuelto por allí? ¿Una anciana que no tardaría en morir de un tumor cerebral, eso era todo?

Observó las tres puertas de paneles que conducían a los dormitorios. Pim, pam, pum; papá, mamá y los niños. Revisó las habitaciones una por una. Las consabidas camas de madera de pino con sus pequeñas mesillas cubiertas con lo que parecían reminiscencias de unos tapetes de cuadros. La habitación de la niña decorada con fotos de Duran Duran y Wham, la del chico con Suzy Quatro enfundada en ajustado cuero negro. Entre aquellas sábanas el futuro había sido luminoso e infinito, pero en la sala, detrás de Carl, se lo habían arrancado brutalmente de entre las manos. Eso colocaba el eje de la vida en el punto exacto donde se encontraba él. En el umbral que separaba lo que uno esperaba de lo que conseguía.

– Aún hay bebidas en los armarios de la cocina -gritó Assad.

Ladrones, al menos, no habían entrado.


Estaban contemplando la cabaña desde fuera cuando Carl se sintió invadido por una extraña inquietud. Trabajar en ese caso era como tratar de recoger mercurio con las manos: venenoso al contacto e imposible de retener; volátil y concreto a un tiempo. Los años que habían transcurrido. El hombre que había confesado. La banda del internado que aún seguía pisando fuerte entre lo más granado de la sociedad.

¿Qué tenían que buscar? ¿Por qué seguir adelante? Esas eran las preguntas que se hacía cuando se volvió hacia su compañero.

– Creo que deberíamos dejar este caso, Assad -le dijo-. Venga, vámonos a casa.

Le dio un puntapié a una mata de hierba que crecía entre la arena y sacó las llaves del coche. El caso estaba cerrado, quería decir con eso. Pero, en lugar de seguirlo, su ayudante se quedó contemplando la ventana rota del salón como si acabase de abrir la entrada de un santuario.

– No sé, Carl -objetó-. Ahora somos los únicos, o sea, que podemos hacer alguna cosa por esos chicos, ¿te has dado cuenta?

«Hacer alguna cosa», decía, como si aquella pequeña criatura de Oriente Medio llevase atada a la cintura una cuerda de salvamento conectada con el pasado.

Carl asintió.

– No creo que esto nos lleve a ningún sitio, pero vamos a subir un poco por la carretera -dijo encendiendo otro cigarrillo. El aire puro filtrado a través de un buen pitillo era lo mejor del mundo.

Avanzaron unos minutos contra una suave brisa que arrastraba el aroma de los últimos coletazos del verano hasta llegar a una casa donde el ruido indicaba claramente que el último jubilado aún no se había retirado a hibernar.

– Sí, no hay demasiada gente por aquí ahora mismo, pero porque es viernes -le informó un vecino rubicundo con el cinto a la altura del pecho que encontraron al otro lado de la casa-. Vengan a echar un vistazo mañana. Los sábados y los domingos esto se pone hasta arriba, y todavía queda un mes por lo menos.

Al ver la placa de Carl se le disparó la lengua. Pretendía contárselo todo en una sola frase, lo de los robos, lo de los alemanes borrachos, lo de los locos del volante que había en Vig.

Ni que acabara de salir de una incomunicación de varios años a lo Robinson Crusoe, pensó Carl.

Llegados a ese punto, Assad aferró a aquel hombre por el brazo.

– ¿O sea que fue usted quien mató a los dos críos en esa calle que se llama Ved Hegnet?

Era un anciano. Su mundo se detuvo en plena respiración. Dejó de parpadear y sus ojos perdieron el brillo, como los de un muerto; sus labios se entreabrieron y se volvieron azules, y ni siquiera llegó a llevarse las manos al pecho, se limitó a recular tambaleándose, con lo que Carl se vio obligado a hacerse a un lado.

– La madre que… ¡Assad! ¿Qué cojones haces? -fueron las últimas palabras del subcomisario antes de abalanzarse sobre aquel hombre para desabrocharle el cinturón y el cuello de la camisa.

El viejo tardó diez minutos en volver en sí y en todo ese tiempo su mujer, que había salido de la casa a toda velocidad, no dijo ni una palabra. Fueron diez larguísimos minutos.

– Le ruego que disculpe a mi colega, por favor -le suplicó Carl al aturdido anciano-. Forma parte de un programa dano-iraquí de intercambios policiales y no acaba de entender todos los matices de nuestro idioma. A veces sus métodos y los míos carambolean un poco.

Assad no decía nada. Quizá fuera la palabra carambolear la que lo tenía un poco fuera de juego.

– Recuerdo aquel caso -dijo al fin el vecino tras un par de abrazos de su mujer y tres minutos de inspiraciones y espiraciones-. Algo terrible. Pero si tienen preguntas, hablen con Valdemar Florin. Vive aquí, en Flyndersøvej; subiendo a la derecha, a cincuenta metros. El cartel no tiene pérdida.


– ¿Por qué has dicho eso de la policía iraquí, Carl? -le preguntó Assad mientras tiraba una piedra al mar.

Carl prefirió no hacerle caso y se concentró en observar la residencia de Valdemar Florin, que se alzaba en lo alto de la colina. Había sido un bungaló muy célebre en las revistas de los años ochenta. La jet solía ir allí a divertirse a lo grande en fiestas legendarias carentes de moderación alguna. Corría el rumor de que Florin nunca perdonaría a quien intentara igualar sus fiestas.

Valdemar Florin siempre había sido un hombre poco amigo de hacer concesiones. A menudo bordeaba los márgenes de la ley, pero, por algún impenetrable motivo, jamás lo sorprendían infringiéndola. Un par de indemnizaciones por asuntos de derechos laborales y acoso sexual a sus empleadas, por supuesto, pero eso era todo. Florin era un todoterreno de los negocios. Construcción, armas, gigantescas partidas de alimentos de emergencia, rápidas inversiones en el mercado libre de petróleo de Rotterdam; nada se le resistía.

Ahora todo eso era cosa del pasado. Florin perdió su influencia sobre la gente guapa y rica cuando su mujer, Beate, se quitó la vida. Poco a poco, sus casas de Rørvig y Vedbæk se fueron transformando en fortalezas que nadie deseaba visitar. Era vox populi que su afición por las jovencitas había empujado a su mujer al suicidio, y esas cosas no se perdonaban ni siquiera en aquellos círculos.

– ¿Por qué, Carl? -repitió Assad-. ¿Por qué has dicho lo de la policía iraquí?

Observó a su menudo compañero. Por debajo de la piel tostada le ardían las mejillas. Si era de indignación o a causa de la fresca brisa de Skansehage quedaría para siempre en el terreno de lo desconocido.

– Assad, no puedes ir por ahí amenazando a la gente con ese tipo de preguntas. ¿Cómo has sido capaz de acusar a ese anciano de algo que evidentemente no había hecho? ¿Para qué?

– Tú también lo haces.

– Vale, vamos a dejarlo ahí.

– Y lo de la policía iraquí, ¿qué?

– Olvídalo, Assad. Era pura fantasía -contestó.

Pero mientras los conducían a la sala de estar de Valdemar Florin sentía los ojos de su ayudante clavados en la nuca y tomó buena nota de ello.


Valdemar Florin estaba sentado frente a un ventanal desde el que se divisaba la calle por la que habían llegado hasta allí y un panorama casi infinito de la bahía, Hesselø Bugt. A su espalda se abrían cuatro cristaleras dobles que conducían a una terraza de arenisca con piscina que ocupaba el centro del jardín como un depósito reseco en un desierto. Hubo un tiempo en que todo aquello rebosaba de vida. Entre sus invitados habían figurado hasta miembros de la realeza.

Florin estaba leyendo un libro tranquilamente, las piernas sobre un escaño, la chimenea encendida, un whisky con soda encima de la mesa de mármol; un conjunto muy armonioso en el que la única nota discordante era el sinfín de páginas arrancadas que había desperdigadas por la alfombra de lana.

Carl carraspeó un par de veces, pero el viejo hombre de negocios no apartó la vista de su libro hasta que terminó de leer la página, la arrancó y la tiró al suelo con las demás.

– Así sabe uno por dónde va -explicó-. ¿Con quién tengo el honor?

Assad miró a Carl con las cejas enarcadas. Aún había expresiones que no alcanzaba a digerir así, sin más ni más.

La sonrisa de Florin se desvaneció cuando el subcomisario le mostró su placa, y cuando lo informó de que eran de la policía de Copenhague y le puso al tanto de su misión, les pidió que se fueran.

Rondaba los setenta y cinco años. Seguía siendo un hurón arrogante que lanzaba dentelladas a diestro y siniestro y en sus ojos se escondía el brillo de una ira muy fácil de despertar que ardía en deseos de salir a la luz. Bastaría con azuzarlo un poco y le daría rienda suelta.

– Sí, señor Florin, nos hemos presentado aquí sin avisar y si quiere usted que nos vayamos, lo haremos. Siento un enorme respeto y admiración por usted y haré, naturalmente, lo que desee. También puedo volver mañana por la mañana, si le parece mejor.

Esta reacción hizo que asomara un destello de vanidad en alguna parte detrás de su coraza. Carl acababa de proporcionarle el sueño de cualquiera. ¿Para qué andarse con carantoñas, zalamerías y regalos si lo único que quería la gente era respeto? Como decía su profesor de la Academia, dales un poco de respeto a tus congéneres y bailarán al son que tú les toques. Y vaya si tenía razón.

– Bonitas palabras, pero no me engañan -dijo el anciano. Aunque no era cierto.

– ¿Podemos sentarnos, señor Florin? Serán solo cinco minutos.

– ¿De qué se trata?

– ¿Cree usted que Bjarne Thøgersen fue el único responsable de la muerte de aquellos dos hermanos en 1987? He de decirle que hay quien sostiene lo contrario. Su hijo no está bajo sospecha, pero algunos de sus compañeros sí podrían ser sospechosos.

Florin arrugó la nariz como si fuera a dejar escapar un juramento, pero se contuvo y lanzó los restos del libro sobre la mesa.

– ¡Helen! -gritó-. Tráeme otro whisky.

Encendió un cigarrillo egipcio sin ofrecerles.

– ¿Quién? ¿Quién sostiene qué? -preguntó en un singular tono de alerta.

– Lo siento mucho, pero eso no podemos decírselo. El caso es que parece más o menos claro que Bjarne Thøgersen no fue el único culpable.

– Ah, ese inútil.

Su tono era de desdén, pero no pasó de ahí.

Entró una joven de unos veinte años vestida con un delantal blanco y un traje negro. Sirvió whisky y un poco de agua como quien presta un servicio regular. No se dignó mirarlos.

Al pasar junto a su jefe, acarició sus ralos cabellos. Estaba bien adiestrada.

– Francamente -comenzó Florin, bebiendo un sorbo-, me gustaría colaborar con ustedes, pero hace ya muchos años de todo eso y creo que es mejor dejar las cosas como están.

Carl no parecía de acuerdo.

– ¿Conocía a los compañeros de su hijo, señor Florin?

Sonrisa torcida.

– Es usted muy joven, pero le diré, por si no lo sabe, que en aquella época yo era un hombre muy ocupado. Así que no, no los conocía. No eran más que unos chicos que Torsten conocía del internado.

– ¿Y no le sorprendió que las sospechas recayeran sobre el grupo? Quiero decir, teniendo en cuenta que eran unos jóvenes muy simpáticos, todos de buena familia, ¿no?

– No sé si me sorprendió o me dejó de sorprender.

Lo miró por encima del vaso con los ojos entornados. Cuánto habían visto aquellos ojos. Retos mucho mayores que Carl Mørck.

Luego dejó el vaso.

– Pero en las investigaciones que hicieron en 1987 se vio que algunos no eran como los demás -añadió.

– ¿Qué quiere usted decir?

– Bueno, mi abogado y yo insistimos en estar presentes cuando interrogaron a los chicos en la comisaría de Holbæk, naturalmente. Mi abogado los asesoró a los seis durante todo el proceso.

– Bent Krum, ¿verdad?

La pregunta la había formulado Assad, pero Valdemar Florin hizo caso omiso.

Carl asintió. Por lo visto, aquel nombre hacía mella.

– Decía usted que no eran como los demás. ¿Quién cree que no fue como los demás durante los interrogatorios? -prosiguió.

– Quizá debería llamar a Bent Krum y preguntárselo a él, ya que lo conoce. Me han informado de que sigue teniendo una memoria excelente.

– Ajá. ¿Y quién se lo ha dicho?

– Aún es el abogado de mi hijo. Sí, y también el de Ditlev Pram y Ulrik.

– Me había parecido entender que no conocía usted a esos chicos, señor Florin, pero oyéndolo hablar así de Ditlev Pram y de Ulrik Dybbøl Jensen, cualquiera pensaría lo contrario.

Dio una leve cabezada.

– Conocía a sus padres, eso es todo.

– Y a los padres de Kristian Wolf y de Kirsten-Marie Lassen ¿también los conocía?

– Lejanamente.

– ¿Y al padre de Bjarne Thøgersen?

– Un don nadie. No lo conocía.

– Tenía un negocio de maderas en el norte de la isla -intervino Assad.

El subcomisario asintió; él también lo recordaba.

– Mire -dijo Valdemar Florin levantando la vista hacia el cielo despejado que se veía a través de las cristaleras del techo-, Kristian Wolf está muerto, ¿vale? Kimmie desapareció hace ya muchos años. Mi hijo dice que vagabundea por las calles de Copenhague con una maleta a cuestas. Bjarne Thøgersen está entre rejas. ¿De qué demonios estamos hablando?

– ¿Kimmie? ¿Se refiere a Kirsten-Marie Lassen? ¿Así la llaman?

No contestó. Se limitó a beber otro sorbo y coger su libro. La audiencia había concluido.


Al abandonar la casa, a través de las ventanas del porche lo vieron estrellar el maltrecho libro contra la mesa y abalanzarse sobre el teléfono. Parecía furioso. Quizá estuviera previniendo al abogado de su posible visita. Tal vez llamara a los de Securitas para informarse de si existía algún sistema de alarma que impidiera que ese tipo de visitas pasara de la verja.

– Conocía todas las cosas, Carl -comentó Assad.

– Sí, puede. Nunca se sabe con tipos así. Han tenido toda una vida para aprender a no irse de la lengua. ¿Tú sabías que Kimmie estaba en la calle?

– No, eso no lo pone en ningún sitio.

– Hay que encontrarla.

– ¿Y no podríamos hablar primero con los demás?

– A lo mejor, sí.

Carl contempló el agua. Tendrían que hablar con todos, por supuesto.

– Pero cuando una mujer como Kimmie Lassen le da la espalda a su mundo y acaba en la calle, tiene que haber un buen motivo. Las personas como ella pueden tener heridas muy profundas en las que conviene hurgar, Assad. Por eso hay que encontrarla.

Al llegar al coche, que habían dejado junto a la cabaña, Assad se detuvo un momento a recapitular.

– No entiendo la cosa del Trivial, Carl.

Ni que tuviéramos telepatía, pensó su jefe. Luego dijo:

– Vamos a revisar la cabaña una vez más, estaba a punto de decir lo mismo. Tenemos que llevarnos el juego para que analicen las huellas.


Esta vez lo revisaron todo de arriba abajo: las casetas exteriores, el césped de la parte trasera, que ya medía casi un metro, y el armario con barrotes donde almacenaban el gas.

Cuando le tocó el turno al salón, seguían en el mismo punto que al principio.

Mientras Assad se arrodillaba en el suelo a buscar los dos quesitos que faltaban en la ficha marrón, la mirada de Carl recorrió en una lenta panorámica el estante de recuerdos y los muebles.

Al final volvió a encontrarse con las fichas y el tablero del Trivial.

Todo invitaba a fijarse en aquellas fichas colocadas en la casilla dorada del centro. Pequeños destellos en medio de un todo. Una ficha contenía los quesitos correctos y a la otra le faltaban dos. Uno rosa y otro azul.

De pronto se le ocurrió.

– Aquí hay otro corazón -murmuró Assad, desprendiéndolo de una esquina de la alfombra.

Carl no dijo nada. Se agachó muy despacio a coger las tarjetas que había delante de las cajas con las preguntas. Dos tarjetas con seis preguntas cada una, cada pregunta de un color que correspondía a los colores de los quesitos.

En aquel momento solo le interesaban las preguntas marrones y rosas.

Dio la vuelta a las tarjetas y leyó las respuestas.

La sensación de haber dado un paso de gigante le hizo lanzar un suspiro.

– ¡Assad! ¡He encontrado algo! -exclamó con toda la calma y el autocontrol de que fue capaz-. Ven a ver esto.

Assad se levantó con el corazón en un puño y observó las tarjetas por encima del hombro del subcomisario.

– ¿El qué?

– Faltaban un quesito rosa y otro marrón en una de las fichas, ¿no?

Le tendió primero una tarjeta y luego la otra.

– Lee la respuesta rosa de esta tarjeta y luego la marrón de esta otra. ¿Qué pone?

– En una, «Arne Jacobsen»;y en la otra, «Johan Jacobsen».

Intercambiaron una breve mirada.

– ¿Arne? Así se llamaba el policía que se llevó el expediente de Holbæk y se lo entregó a Martha Jørgensen, ¿verdad? ¿Cuál era su apellido, te acuerdas?

Assad levantó las cejas. Luego sacó la libreta del bolsillo de su camisa y empezó a pasar páginas hacia atrás hasta llegar al interrogatorio de la anciana.

Susurró un par de vocablos incomprensibles y lo miró.

– Tienes razón, se llamaba Arne, lo pone aquí. Pero Martha Jørgensen no dijo ningún apellido.

Volvió a susurrar en árabe y bajó la vista hacia el Trivial.

– Si Arne Jacobsen es el policía, ¿quién es el otro, entonces?

Carl sacó el móvil y marcó el número de la policía de Holbæk.

– ¿Arne Jacobsen? -preguntó el oficial de guardia. No, tendría que hablar con alguno de los compañeros que llevaba más tiempo en el Cuerpo. Si esperaba un momento, le pondría con alguno.

Pasaron tres minutos.

Luego Carl colgó el teléfono.

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