11

Suele ocurrir el día que se cumplen los cuarenta. O el día que se gana el primer millón. O al menos cuando amanece el día en que el padre de uno se jubila y ya solo le queda por delante una vida entre crucigramas. Ese día la mayoría de los hombres se sienten al fin liberados de la condescendencia, los comentarios sabihondos y la mirada crítica del patriarca.

Pero ese no fue el caso de Torsten Florin.

Había superado la riqueza de su padre, se había distanciado lo indecible de sus cuatro hermanos menores, que, al contrario que él, no habían destacado en ningún campo, y aparecía en los medios con mucha más frecuencia que Valdemar. Toda Dinamarca lo conocía y admiraba, en especial las mujeres que su padre siempre codiciaba.

Con eso y con todo, al oír la voz de Valdemar Florin al otro lado de la línea siempre lo invadía una sensación de malestar, se sentía un niño difícil, inferior y menospreciado, y se le formaba un nudo en el estómago que no desaparecía hasta que colgaba.

Pero Torsten no colgaba. A su padre, jamás.

Tras esas conversaciones, por breves que fueran, era casi incapaz de contener la rabia y la frustración.

«La suerte del primogénito», lo llamó en una ocasión el único profesor medianamente decente del internado. Torsten lo odió por haber pronunciado aquellas palabras porque, si era cierto, ¿cómo cambiar las cosas? Esa pregunta lo obsesionó día tras día, igual que a Ulrik y a Kristian.

Los unió el odio compartido hacia sus padres, y cuando Torsten golpeaba sin piedad a sus víctimas inocentes, les retorcía el cuello a las palomas mensajeras del profesor simpático, o, más adelante, miraba a los ojos a sus envidiosos competidores cuando estos se daban cuenta de que acababa de crear otra de sus insuperables colecciones, en quien pensaba realmente era en su padre.

– Cabronazo -dijo temblando cuando Valdemar le colgó-. Cabronazo -susurró mientras recorría con la vista los diplomas y los trofeos de caza que cubrían las paredes.

De no haber sido por los diseñadores, por su jefe de ventas y por las cuatro quintas partes de sus mejores clientes y de sus contrincantes, que en esos momentos abarrotaban la sala contigua, habría aullado hasta dar rienda suelta a todo su desprecio, pero tuvo que conformarse con coger la antigua vara de medir que le habían regalado por el quinto aniversario de la empresa y destrozarla contra la cabeza disecada de un antílope que colgaba de la pared.

– ¡Cabrón, cabrón, cabrón! -susurraba a cada golpe.

Al sentir que el sudor se le empezaba a acumular en la nuca, se detuvo y trató de pensar con claridad. La voz de su padre y lo que le había contado le afectaban más de lo aconsejable.

Levantó la mirada. Afuera, en el punto donde el bosque se fundía con el jardín, revoloteaban unas urracas hambrientas. Graznaban alegremente mientras picoteaban los restos de unos pájaros que ya habían probado la ira de Torsten.

Putos pajarracos, pensó. En ese momento comprendió que iba a calmarse. Empuñó el arco de caza que colgaba de un gancho en la pared, sacó unas flechas de la aljaba que guardaba detrás del escritorio, abrió la puerta de la terraza y disparó hacia las aves.

Cuando sus graznidos cesaron, desapareció también la furia que le abrasaba la mente. Siempre funcionaba.

Después atravesó el césped, extrajo las flechas de los cuerpos de las urracas, apartó los cadáveres a patadas hasta llevarlos al bosque, con los demás, regresó a su despacho, escuchó el desenvuelto murmullo de sus invitados, colgó el arco en su sitio y guardó las flechas en la aljaba. Luego marcó el número de Ditlev.

– La policía ha ido a Rørvig a hablar con mi padre -fueron sus primeras palabras.

Por un momento se hizo el silencio al otro lado de la línea.

– Ajá -contestó Ditlev con cierto retintín-. ¿Y qué quería?

Torsten inspiró a fondo.

– Han estado haciéndole preguntas sobre los dos hermanos del lago. Nada concreto. Si ese viejo chiflado lo ha entendido bien, alguien ha acudido a la policía y ha estado sembrando dudas acerca de la culpabilidad de Bjarne.

– ¿Kimmie?

– Ni idea, Ditlev. Por lo que sé, no han dado nombres.

– Tú avisas a Bjarne, ¿estamos? ¡Ahora, hoy! ¿Qué más?

– Papá les sugirió a los policías que hablaran con Krum.

La carcajada de Ditlev era muy propia de él. Totalmente impasible.

– A ese no van a sacarle una palabra -dijo al fin.

– No, pero tienen en marcha algún tipo de investigación y eso sí es un problema.

– ¿Eran de la policía de Holbæk? -se interesó Ditlev.

– Creo que no. El viejo dice que venían de Copenhague, del departamento de Homicidios.

– Joder. ¿Se quedó con sus nombres?

– No, el muy arrogante no prestó atención, como de costumbre. Pero Krum nos los conseguirá.

– Olvídalo. Voy a llamar a Aalbæk. Tiene un par de contactos en Jefatura.


Después de colgar, Torsten permaneció unos instantes con la mirada perdida tratando de calmar la respiración. Tenía el cerebro rebosante de imágenes de gente asustada que suplicaba piedad y pedía ayuda a gritos. Recuerdos de sangre y risas de los demás miembros del grupo. Sus charlas de después. La colección de fotos de Kristian, que veían todas las noches mientras se colocaban fumando o se metían anfetaminas. Lo recordaba todo y disfrutaba con ello, y odiaba que fuera así.

Abrió bien los ojos para volver a descender a la realidad. Por lo general tardaba unos minutos en sacarse de las venas la embriaguez de la locura, pero la excitación siempre duraba algo más.

Se llevó la mano a la entrepierna. Otra vez se le había puesto dura.

¡Mierda! ¿Por qué no era capaz de controlar esos sentimientos? ¿Por qué se repetía aquello una y otra vez?

Se levantó y cerró el pestillo de la puerta que conducía a la sala contigua, donde resonaban las voces de la mitad de los reyes y las reinas de la moda de Dinamarca.

Inspiró aire y se hincó de rodillas lentamente.

Luego unió las palmas de las manos y agachó la cabeza. A veces le hacía falta.

– Dios mío que estás en los cielos -susurró un par de veces-. Perdóname. Porque no puedo evitarlo.

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