El teléfono había sonado tres veces aquella noche, pero cuando Carl lo descolgaba no oía más que silencio.
Durante el desayuno les preguntó a Jesper y a Morten Holland si habían observado algo fuera de lo normal, pero la única respuesta que obtuvo por su parte fueron unas mustias miradas mañaneras.
– ¿No se os olvidaría cerrar alguna puerta o alguna ventana ayer? -insistió.
Tenía que haber alguna fisura que le permitiera acceder a aquellas fábricas de ideas paralizadas por el sueño.
Jesper se encogió de hombros. Sacarle algo a esas horas de la mañana era más complicado que ganar la lotería. Morten al menos gruñó una especie de respuesta.
Carl salió a dar la vuelta a la casa y no vio nada raro. La cerradura de la puerta continuaba intacta. Las ventanas estaban como tenían que estar. Los que habían entrado sabían lo que se hacían.
Tras diez minutos de pesquisas se sentó en el coche, que había dejado aparcado entre varios bloques de viviendas de hormigón, y notó un intenso olor a gasolina.
– ¡Joder! -gritó.
En menos de una décima de segundo abrió de par en par la puerta delantera del Peugeot y se lanzó al suelo de costado. Rodó un par de metros hasta ponerse a reparo detrás de una furgoneta y aguardó a que Magnoliavangen quedara iluminada por un estallido capaz de hacer saltar los cristales por los aires.
– ¿Qué ocurre, Carl? -oyó que le preguntaba una voz serena.
Se volvió hacia su compañero de barbacoas, Kenn, que a pesar de lo fría que era la mañana no llevaba más que una camiseta y parecía la mar de a gusto.
– No te muevas, Kenn -le ordenó mientras lanzaba una mirada escrutadora hacia Rønneholt Parkvej.
El único movimiento que se registraba en toda la calle era el de las cejas de su vecino. Quizá pensaran activar la bomba con un mando a distancia en cuanto se acercara al vehículo. Quizá bastara con la chispa del encendido.
– Alguien ha estado hurgando en mi coche -explicó apartando la vista de los tejados de los edificios y sus cientos de ventanas.
Por un instante valoró la posibilidad de avisar a los peritos de la científica, pero desechó la idea. Los tipos que pretendían asustarlo no iban por ahí dejando huellas dactilares y pistas. Lo mejor era aceptar las cosas como eran y tomar el tren.
¿Cazador o cazado? En esos momentos, poco importaba.
Aún no se había quitado el abrigo cuando Rose se plantó ante la puerta de su despacho con las cejas arqueadas y unas pestañas negras como el carbón.
– Nuestros mecánicos están en Allerød y dicen que a tu coche no le pasa nada especial. ¿O un circuito de alimentación que pierde gasolina te parece interesante?
Carl ignoró su caída de párpados resignada y a cámara lenta. Mejor ganarse una especie de respeto de inmediato.
– Me has asignado un montón de tareas, Carl. ¿Lo hablamos ahora o prefieres que espere a que se hayan disipado los vapores combustibles que te nublan la azotea?
El subcomisario encendió un cigarrillo y se sentó.
– Dispara -dijo con la esperanza de que los mecánicos tuviesen la suficiente presencia de ánimo para llevar el coche a Jefatura.
– Primero el accidente de la piscina de Bellahøj, del que no hay gran cosa que contar. El chico tenía diecinueve años y se llamaba Kåre Bruno.
Lo taladró con la mirada, con los hoyuelos de las mejillas a pleno rendimiento.
– Bruno ¿qué te parece?
Ahogó algo parecido a una risita.
– Era buen nadador; la verdad es que era bueno en todos los deportes. Sus padres residían en Estambul, pero los abuelos vivían en Emdrup, muy cerca de la piscina de Bellahøj. Solía pasar los fines de semana con ellos.
Revisó sus papeles.
– El informe califica su muerte de accidental y añade que el propio Kåre Bruno tuvo la culpa. Por si no lo sabías, un descuido en un trampolín de diez metros de altura es una imprudencia enorme.
Se metió el bolígrafo entre los cabellos. No iba a durar allí mucho tiempo.
– Había llovido esa mañana; todo estaba mojado y seguramente resbaló cuando trataba de lucirse delante de alguien, diría yo. Estaba solo allí arriba y nadie vio lo que ocurrió exactamente. Lo encontraron tirado sobre las baldosas con la cabeza girada ciento ochenta grados.
Carl tenía una pregunta en la punta de la lengua, pero ella le cortó.
– Y sí, Kåre estudiaba en el mismo internado que Kirsten-Marie Lassen y el resto de la banda. Era alumno de tercer curso cuando ellos iban a segundo. Aún no he hablado con nadie del colegio, pero puedo hacerlo si es necesario.
Calló con la brusquedad de una bala al chocar contra un bloque de hormigón. Su jefe tendría que irse acostumbrando a sus maneras.
– Muy bien, enseguida recapitulamos. ¿Qué me dices de Kimmie?
– La consideras muy importante para el grupo, ¿verdad? -preguntó ella-. ¿Por qué?
¿Cuento hasta diez?, pensó Carl.
– ¿Cuántas chicas había en la banda del internado? -preguntó al fin-. ¿Y cuántas de esas chicas desaparecieron después? Solo una, ¿verdad? Y, además, una chica que es más que probable que tenga ciertas ganas de cambiar su situación actual. Por eso me interesa especialmente. Si Kimmie sigue con vida, podría ser la clave de muchas preguntas. ¿No te parece que es algo a tener en cuenta?
– ¿Y quién dice que quiera salir de su situación actual? Para que te enteres: a muchos sin techo es imposible volver a meterlos entre cuatro paredes.
Si siempre le daba al pico así, acabaría por volverlo majara.
– Te lo vuelvo a preguntar, Rose. ¿Qué has averiguado de Kimmie?
– ¿Sabes lo que te digo, Carl? Que antes de pasar a ese punto quiero comunicarte que vas a tener que comprar una silla para que Assad y yo nos sentemos cuando vengamos a presentarte nuestros informes. Acaba una con dolor de espalda si hay que desmenuzarte hasta los más ínfimos detalles aquí, colgando de la puerta.
Pues vete a colgarte a otro lado, pensó el subcomisario mientras le daba una intensa calada al cigarrillo. Pero lo que dijo fue:
– Y supongo que ya habrás localizado la silla perfecta en algún catálogo.
Rose no se dignó contestar. Carl supuso que al día siguiente aparecería con la silla.
– No hay gran cosa acerca de Kirsten-Marie Lassen en los registros públicos. Desde luego, subsidios sociales no ha cobrado nunca. La expulsaron del internado en tercero y continuó sus estudios en Suiza, pero no tengo nada más al respecto. El último domicilio que se le conoce es el de Bjarne Thøgersen, Arnevangen, en Brønshøj. No sé en qué momento lo abandonó físicamente, pero debió de ser hace mucho, antes de que Thøgersen se entregara, creo. Entre mayo y julio de 1996. Antes de eso, de 1992 a 1995, la dirección que figura es la de su madrastra, que vive en la calle Kirkevej de Ordrup.
– Me darás el nombre completo y la dirección de esa señora, ¿verdad?
Antes de que llegara a acabar la frase ella ya le había endosado un papelito amarillo.
Kassandra, se llamaba. Kassandra Lassen. Había oído hablar de El puente de Casandra, pero no sabía que hubiese gente con ese nombrecito.
– ¿Y el padre de Kimmie? ¿Aún vive?
– Sí. Willy K. Lassen, pionero del software. Vive en Montecarlo con su nueva mujer y un par de hijos seguramente igual de nuevos; lo tengo por mi mesa, en algún sitio. Nació alrededor de 1930, así que o bien andaba con la recámara bien provista de balas o la nueva mujer le ha salido algo guarrilla.
Le regaló una sonrisa que le cubría cuatro quintas partes de la cara y la acompañó de aquella carcajada gruñona que tarde o temprano llevaría a Carl a perder todo contacto con el dominio de sí mismo.
Dejó de reírse.
– No veo que Kirsten-Marie Lassen haya pasado la noche en ninguno de los albergues donde solemos preguntar, pero podría haber alquilado una habitación en algún sitio que no lo declare. Qué demonios, así es como sobrevive mi hermana, tiene cuatro inquilinos en su casa. No es tan fácil mantener a tres críos y cuatro gatos cuando el cabrón de tu marido te deja en la estacada, ¿no?
– Creo que no deberías darme muchos detalles, Rose. Al fin y al cabo, soy un guardián de la ley y el orden, por si se te había olvidado.
Lo fulminó con una mirada que decía a las claras que si quería ponerse fino, por ella no había ningún problema.
– Pero tengo información sobre un ingreso de Kirsten-Marie Lassen en Bispebjerg en el verano de 1996. No he conseguido su historial porque en ese hospital los archivos son un caos en cuanto buscas algo de hace más de dos días. Lo único que tengo es la fecha de ingreso y la de su desaparición.
– ¿Desapareció del hospital? ¿Mientras estaba en tratamiento?
– Eso último no lo sé, pero hay una anotación que dice que se marchó en contra del consejo de los médicos.
– ¿Cuánto tiempo estuvo ingresada?
– Nueve o diez días.
Rebuscó entre sus notas amarillas.
– Aquí está. Del 24 de julio al 2 de agosto de 1996.
– ¿El 2 de agosto?
– Sí, ¿qué tiene de particular?
– Es el mismo día en que se cometió el crimen de Rørvig, pero nueve años después.
Rose hizo un gesto de contrariedad. Era más que evidente que le sabía a cuerno quemado que se le hubiera pasado por alto ese detalle.
– ¿En qué planta estaba? ¿Psiquiatría?
– No, ginecología.
Carl tamborileó contra el borde de la mesa.
– Muy bien, intenta conseguir ese historial. Ve allí y ofréceles tu ayuda si es necesario.
Ella contestó con un rápido cabeceo de asentimiento.
– ¿Y los archivos de los periódicos, Rose? ¿Has buscado ahí?
– Sí, y no hay nada. Las vistas de 1987 fueron a puerta cerrada y cuando detuvieron a Bjarne Thøgersen no mencionaron a Kimmie.
Carl cogió aire. Acababa de darse cuenta de que jamás se había hecho público el nombre de ninguno de los miembros de la banda. Habían salido de rositas y continuado su escalada hacia lo más alto de la sociedad sin que nadie tuviera ocasión de pestañear siquiera. Claro que querían que las cosas siguieran como estaban, no te fastidia.
Pero entonces, ¿por qué demonios habían intentado asustarlo de aquel modo tan absurdo más propio de aficionados? ¿Por qué no habían acudido a él directamente y se habían explicado si sabían que estaba al frente de la investigación? Así, lo único que encontrarían era suspicacia y resistencia.
– Desapareció en 1996 -dijo-. ¿No enviaron la orden de búsqueda con su descripción a los medios?
– Nadie la buscó, ni siquiera la policía. Desapareció y ya está. Su familia no hizo nada.
Carl movió la cabeza. Qué familia tan encantadora.
– O sea, que en los periódicos no hay nada sobre Kimmie. ¿Y recepciones y cosas por el estilo? ¿No iba a esos sitios? La gente de su clase suele hacerlo.
– Ni idea.
– Pues compruébalo, por favor. Pregunta en las revistas. Habla con los de Gossip, tienen a todo el mundo en los archivos. Habrá algún pie de foto o algo, carajo.
Rose lo miró con cara de estar a punto de dejarlo por imposible.
– Me va a llevar lo suyo dar con el historial. ¿Por dónde quieres que empiece?
– Por el hospital de Bispebjerg. Pero que no se te olvide lo de las revistas. La gente de su círculo es carnaza para esos buitres. ¿Tienes sus datos personales?
Le tendió un papel que no aportaba nada nuevo. Nacida en Uganda. Hija única. Una infancia con un nuevo domicilio cada dos años; en Inglaterra, Estados Unidos y Dinamarca. Tras su séptimo cumpleaños, sus padres se divorciaron y, por raro que parezca, fue él quien obtuvo la custodia. Cumplía años el día de Nochebuena.
– Se te ha olvidado preguntarme dos cosas, Carl, debería darte vergüenza.
Levantó la mirada hacia ella. Vista desde abajo parecía una versión achaparrada de Cruella de Vil justo antes de pescar a los 101 dálmatas. Quizá no fuera tan mala idea eso de poner una silla al otro lado de la mesa para variar un poco la perspectiva.
– ¿Vergüenza por qué? -preguntó sin ninguna gana de oír la respuesta.
– No me has preguntado por las mesas, las del pasillo. Ya han llegado, pero están metidas en cajas de cartón y hay que montarlas. Quiero que Assad me ayude.
– Por mí estupendo, si es capaz. Pero, como puedes ver, no está. Ha ido al campo a cazar un ratón.
– Ah. ¿Y tú?
Carl movió la cabeza de un lado a otro muy lentamente. ¿Montar mesas con ella? Debía de faltarle un tornillo.
– ¿Y qué es lo otro que no te he preguntado, si puede saberse?
No parecía demasiado dispuesta a responder.
– Muy bien, pues si no montamos las mesas no te fotocopio lo que queda de la mierda esa que me has mandado. El que algo quiere…
El subcomisario tragó saliva. Una semana y no tendría que aguantarla más. Primero la pondría a hacerle de canguro a esa panda de zampabacalaos que llegaba el viernes y luego una buena patada en el culo.
– Bueno, la otra cosa es que también he hablado con los de Hacienda y me han contado que Kirsten-Marie Lassen estuvo trabajando entre 1993 y 1996.
Carl interrumpió la calada que estaba dando al cigarrillo.
– ¿En serio? ¿Dónde?
– Dos de los sitios ya no existen, pero el último, sí. Además, es donde se quedó más tiempo. Una tienda de animales.
– ¿Qué? ¿Trabajaba de dependienta en una tienda de animales?
– No lo sé, eso pregúntaselo a los de la tienda. Siguen en la misma dirección, Ørbækgade 62, en el barrio de Amager. Se llama Nautilus Trading.
Carl lo anotó. Tendría que esperar un poco.
Rose se inclinó hacia él con las cejas levantadas.
– Sí, Carl, eso era todo. De nada.