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Seis eran los todoterreno que aguardaban sobre la gravilla de la antigua posada de Tranekær, frente a la fachada pintada de amarillo, cuando Ditlev asomó la cabeza por la ventanilla del suyo y dio la señal de que lo siguieran.

Cuando llegaron al bosque, el sol aún se estremecía tras el arco del horizonte y los ojeadores desaparecieron entre la vegetación. Los ocupantes de los vehículos conocían el procedimiento, de modo que en pocos minutos estuvieron frente a Ditlev con las chaquetas abrochadas y las escopetas abiertas. Algunos habían traído sus perros consigo.

El último en sumarse a ellos fue, como de costumbre, Torsten Florin. Pantalones bombachos de cuadritos y chaqueta de caza entallada hecha a medida, esa era la combinación del día. Podría haber ido a un baile con semejante atuendo.

Ditlev lanzó una mirada de desaprobación hacia un perdiguero que en el último instante salió por la puerta de atrás de uno de los coches; solo después pasó revista a los rostros de los asistentes. A uno de ellos no lo había invitado él.

Se inclinó hacia Bent Krum.

– ¿Quién la ha invitado, Krum? -susurró.

En su calidad de abogado de Ditlev Pram, Torsten Florin y Ulrik Dybbøl Jensen, Bent Krum era el coordinador de las cacerías. Se trataba de un hombre polifacético que llevaba años sacándoles las castañas del fuego y dependía de la suma más que considerable que todos los meses ingresaban en su cuenta.

– Ha sido tu mujer, Ditlev -contestó en el mismo tono de voz-. Dijo que Lissan Hjorth podía acompañar a su marido. Que sepas que es bastante mejor tiradora que él.

¿Mejor tiradora? Eso no tenía que ver una mierda en el asunto. En las cacerías de Ditlev no había mujeres por varias razones, como si Krum no lo supiera. Puta Thelma.

Apoyó una mano en el hombro de Hjorth.

– Lo siento, amigo, pero tu mujer hoy no va a poder acompañarnos- le dijo.

Después le pidió que le diera a ella las llaves del coche, aunque era más que evidente que iba a causarles problemas.

– Así puede bajar a la posada. Los llamaré para que abran. Que se lleve ese perro tan revoltoso que tenéis, esto es una batida especial, Hjorth, ya deberías saberlo.

Algunos invitados trataron de interceder, antiguos ricachones sin una fortuna significativa, como si tuvieran voz o voto. Además, no conocían a ese chucho asqueroso.

Ditlev clavó la punta de la bota en la tierra y lo repitió:

– Nada de mujeres. Vete de una vez, Lissan.

Repartió pañuelos naranjas entre los asistentes y evitó la mirada de Lissan Hjorth cuando la saltó.

– Y acuérdate de llevarte contigo a ese bicho -se limitó a decirle.

No iban a venir ahora a meter las narices en sus normas. Como si fuera una cacería cualquiera.

– Si mi mujer no puede ir, yo tampoco voy, Ditlev -intentó presionarlo Hjorth.

Un tipejo asqueroso embutido en una asquerosa chaqueta Moorland raída. ¿Acaso no se había atravesado ya bastante en el camino de Ditlev Pram? ¿Acaso había beneficiado eso sus negocios? ¿No había estado a punto de ir a la quiebra cuando Ditlev trasladó sus pedidos de granito a China? ¿De veras quería que lo castigase de nuevo? Él no tenía inconveniente alguno.

– Tú decides.

Le dio la espalda a la pareja y se dirigió a los demás.

– Ya conocéis las reglas. Lo que veáis hoy no es asunto de nadie más, ¿de acuerdo?

Asintieron. No esperaba otra reacción.

– Hemos soltado doscientas piezas entre faisanes y perdices, machos y hembras. Hay más que de sobra para todos -rio-. Sí, es un poco pronto para las perdices, pero ¿a quién le importa?

Observó a los del club de caza local. No se irían de la lengua. Todos trabajaban con él o para él de una forma u otra.

– Pero, ¿por qué hablar de aves si esas no se os van a escapar? Es mucho más interesante la otra presa que os he traído hoy, pero no os voy a decir qué es; ya lo averiguaréis.

Varios rostros expectantes siguieron sus movimientos cuando se volvió hacia Ulrik y cogió un manojo de palitos.

– La mayoría ya conoce el procedimiento: dos de vosotros sacaréis un palo más corto que los demás. Los afortunados dejarán sus escopetas y llevarán dos de mis rifles. Se quedarán sin perdices, pero a cambio tendrán la posibilidad de llevarse a casa la pieza especial del día. ¿Estamos listos?

Algunos tiraron sus cigarrillos y los aplastaron en el suelo. Cada uno tenía su manera de prepararse mentalmente para la caza.

Ditlev sonrió. Así eran los hombres con poder en su mejor momento, despiadados, casi ellos mismos, de manual.

– Bueno, normalmente los dos tiradores que llevan los rifles se reparten la presa -aclaró-, pero quien tiene la última palabra al respecto es el que cobra la pieza. Ya sabemos todos lo que pasa cuando es Ulrik el que se lleva el trofeo.

Todos se echaron a reír, todos menos Ulrik. Daba igual que se tratara de acciones, mujeres o jabalíes;Ulrik no compartía nada con nadie. Lo conocían de sobra.

Ditlev se agachó a recoger dos estuches de rifle.

– Mirad -dijo sacando las armas a la luz de la mañana-. He regalado nuestros viejos Sauer Classic a Hunters House para que podamos probar estos dos prodigios.

Levantó uno de los rifles Sauer Elegance por encima de su cabeza.

– Ya están disparados y da un gusto de la leche tenerlos entre las manos. ¡A ver a quién le toca!

Haciendo caso omiso de la agria discusión que estaba teniendo lugar entre los Hjorth, alargó el manojo de palos hacia los cazadores y después del sorteo hizo entrega de los rifles a los dos afortunados.

Torsten era uno de ellos. Parecía agitado, pero no a causa de la cacería. Ya hablarían más tarde.

– Torsten ya sabe lo que es esto, pero para Saxenholdt va a ser una experiencia nueva, así que buena suerte.

Saludó al joven con una inclinación de cabeza y levantó hacia él su petaca como los demás. Pañuelo al cuello y pelo engominado, sería un auténtico niño de internado hasta el fin de sus días.

– Vosotros sois los únicos que podéis dispararle a la pieza especial del día, así que es responsabilidad vuestra que se haga en condiciones. Recordad que hay que seguir disparando hasta que deje de moverse. Y recordad también que quien abate la pieza tiene premio.

Retrocedió un paso y se sacó un sobre del bolsillo interior.

– El título de propiedad de un estupendo pisito de dos dormitorios en Berlín con vistas a las pistas de aterrizaje del aeropuerto de Tegel. Pero tranquilos, que el aeropuerto no tardará en desaparecer y entonces tendréis el embarcadero justo al pie de la ventana.

Cuando todos rompieron a aplaudir, sonrió. Qué coño, su mujer le había estado dando la paliza más de medio año para que le comprara el puto piso y luego no se había dignado ir ni una sola vez. Ni siquiera con el cabrón de su amante. Así que a la mierda con él.

– Mi mujer se retira, Ditlev, pero el perro se queda conmigo -dijo una voz por detrás.

Al volverse, se encontró con el rostro porfiado de Hjorth. Estaba claro que intentaba negociar para no quedar en ridículo.

A Ditlev le bastó una fracción de segundo para captar la mirada de Torsten por encima del hombro. Nadie le daba órdenes a Ditlev Pram. Si él decía que un perro no podía ir, allá el que no obedeciera.

– Insistes en traer al perro, Hjorth. De acuerdo entonces -aceptó evitando los ojos de la mujer.

No le apetecía discutir con aquella bruja, eso era un asunto entre Thelma y él.


El olor a tierra se hizo más intenso cuando coronaron la colina y salieron al claro del bosque. Cincuenta metros más abajo se veía la pequeña arboleda envuelta en neblina, y por detrás de ella se extendía la maleza hasta transformarse en un bosque tupido que se extendía como un mar a sus pies. Era un espectáculo grandioso.

– Dispersaos un poco -ordenó.

Cuando separaron a unos de otros siete u ocho metros asintió satisfecho.

El ruido de los ojeadores por detrás de la arboleda aún no era lo bastante fuerte. Eran pocos los faisanes que alzaban el vuelo un instante para volver a posarse en la pequeña mancha de espesura. Los pasos ahogados de los cazadores que rodeaban a Ditlev empezaron a resonar llenos de ansia. Algunos de ellos estaban totalmente enganchados al subidón que iban a experimentar entre la niebla. Apretar el gatillo podía dejarlos satisfechos durante días. Ganaban millones, pero matar era lo que les hacía sentirse vivos.

Junto a Ditlev iba el joven Saxenholdt, pálido de emoción, igualito que su padre cuando era un miembro fijo de sus cacerías. Avanzaba con cautela, con los ojos clavados a veces en el bosquecillo y a veces en la maleza que se extendía por detrás de él hasta la linde del bosque, varios cientos de metros más allá. Era plenamente consciente de que un buen disparo podía valerle un nidito de amor fuera del control de sus padres.

Ditlev alzó una mano y todos quedaron inmóviles. El perdiguero de Hjorth gañía y daba vueltas sobre sí mismo de pura excitación mientras el subnormal de su amo intentaba tranquilizarlo. Justo lo que esperaba.

De pronto, las primeras aves salieron del bosquecillo revoloteando. Se oyeron varios tiros rápidos seguidos de los golpes secos de unos cuerpos muertos al caer a tierra. Hjorth no fue capaz de controlar por más tiempo a su perro, que al oír el «¡busca!» del cazador de al lado escapó corriendo con la lengua fuera. En ese instante alzaron el vuelo centenares de aves al unísono y los cazadores enloquecieron. El ruido de los disparos y su eco entre la espesura resultaban ensordecedores.

Ese era el momento que más disfrutaba Ditlev. Disparos sin cesar. Muerte sin cesar. Manchas aleteantes en el cielo, transformado en una orgía de color. El tesón de los hombres al cargar sus escopetas. Sentía la frustración de Saxenholdt al no poder abrir fuego como ellos. La mirada del joven iba de la arboleda al bosque pasando por el terreno llano cubierto de maleza. ¿Por dónde llegaría su pieza? No lo sabía. Cuanto más se embriagaban de sangre los demás, más fuerte se aferraba él al rifle.

El perro de Hjorth se abalanzó sobre la garganta de otro perro, que soltó su presa y huyó entre gañidos. Todo el grupo se percató de ello menos Hjorth, que cargaba y disparaba, cargaba y disparaba, y aún tenía pendiente hacer algún blanco.

Cuando el perdiguero regresaba con su tercera presa después de atacar a los demás perros, Ditlev le hizo una señal con la cabeza a Torsten, que no perdía de vista al animal. Era puro músculo, instinto y falta de adiestramiento todo en uno. Malas cualidades para un perro de caza.

Las cosas ocurrieron tal como Ditlev había previsto. Los demás perros ya tenían calado al perdiguero y no le dejaban acercarse a las piezas que caían en el claro, de modo que el perro de Hjorth se adentró en el bosque para seguir husmeando.

– Mucho ojo ahora -les advirtió Ditlev a los de los rifles-. Recordad que os estáis jugando un piso en Berlín completamente equipado.

Entre risas, vació los dos cañones de su escopeta contra una nueva bandada que salió de entre los árboles formando un remolino.

– Todo para el mejor.

En ese momento el perro de Hjorth trataba de salir de entre la maleza con otra presa. De repente se oyó un disparo del rifle de Torsten. Había dado en el blanco, porque el perdiguero no llegó a salir a campo abierto. Aparte de Ditlev y Torsten, nadie más debió de percatarse de lo ocurrido, porque las únicas reacciones ante el disparo fueron los jadeos de Saxenholdt y las carcajadas del resto del grupo con Hjorth a la cabeza. Creyeron que había errado el tiro.

En unos minutos, cuando encontrara a su perro con el cráneo perforado, dejaría de reírse. Ojalá aprendiera la lección. Si Ditlev Pram lo decía, nada de perros mal adiestrados en sus cacerías.

En el mismo instante en que empezaron a oír algo entre la maleza, Ditlev alcanzó a ver el leve cabeceo de Krum. De modo que su abogado también lo había visto.

– No disparéis hasta que estéis completamente seguros, ¿de acuerdo? -les dijo en voz baja a los hombres que tenía al lado-. Los ojeadores cubren toda la zona que hay por detrás de la arboleda, así que yo creo que el animal va a salir de entre esos matorrales.

Señaló en dirección a unos enebros.

– Apuntad más o menos a un metro de altura, en el centro de la pieza. Así, si falláis, daréis en el suelo.

– ¿Qué es eso? -susurró Saxenholdt señalando hacia un conjunto de árboles silvestres que empezaron a moverse.

Se oyó un ruido de ramas aplastadas, primero débil, después más fuerte, y los gritos de los ojeadores que seguían al animal empezaron a hacerse más estridentes.

De pronto saltó.

Saxenholdt y Torsten descargaron sus rifles a la par y la oscura silueta se escoró ligeramente y dio un desmañado brinco hacia delante. Solo entonces, una vez en campo abierto, comprendieron lo que era. Los cazadores prorrumpieron en exclamaciones de entusiasmo mientras Saxenholdt y Torsten apuntaban por segunda vez.

– ¡Alto! -gritó Ditlev al ver que el avestruz se detenía un instante y miraba a su alrededor desorientada.

Estaba a cien metros.

– Esta vez dadle en la cabeza -volvió a gritar-. Disparad de uno en uno. Tú primero, Saxenholdt.

Todos guardaron silencio cuando el joven levantó el rifle y apretó el gatillo conteniendo la respiración. La bala, demasiado baja, arrancó el cuello del animal. La cabeza cayó por detrás. Pero el grupo aulló de entusiasmo. Hasta Torsten. Al fin y al cabo, ¿para qué quería él un piso en Berlín?

Ditlev sonreía. Esperaba que el avestruz se desplomara, pero su cuerpo descabezado correteó de un lado a otro unos segundos antes de que las irregularidades del terreno lo derribaran. Lo agitaron varias convulsiones hasta que finalmente las patas descendieron lentamente al suelo. Era un espectáculo sin parangón.

– ¡Toma ya! -jadeó el muchacho mientras los demás descargaban un par de disparos sobre las últimas perdices-. Era un avestruz. Es la hostia, me he cargado un puto avestruz. Joder, la de chochos que se van a pegar por mí esta tarde en el Victor. Y pienso en más de uno.


Se reunieron los tres en la posada delante de un chupito que había encargado Ditlev. Saltaba a la vista que Torsten lo necesitaba.

– ¿Qué te pasa, Torsten? Estás hecho unos zorros -dijo Ulrik justo antes de apurar su vaso de licor Jägermeister de un trago-. ¿Estás cabreado porque se te ha escapado? Joder, si ya has cazado avestruces otras veces.

Torsten jugueteó con su vaso.

– Es Kimmie. Esta vez va en serio.

Luego bebió.

Ulrik sirvió otra ronda y alzó su vaso hacia los demás.

– Aalbæk está en ello. Enseguida la trincaremos, no te preocupes, Torsten.

Torsten Florin se sacó una caja de cerillas del bolsillo y encendió la vela que había sobre la mesa. Nada más triste que una vela sin llama, solía decir.

– Espero que no estés tomando a Kimmie por una inofensiva palomita que da vueltas por ahí vestida con ropa vieja y cochambrosa y va a dejar que el tonto del culo de vuestro detective la encuentre así, sin más, porque no es así, Ulrik. Joder, estamos hablando de Kimmie. La conocéis tan bien como yo. No la va a encontrar y este problema nos va a costar caro.

Ditlev dejó el vaso y levantó la vista hacia las vigas del techo.

– ¿Qué quieres decir?

Odiaba a Torsten cuando se ponía así.

– Ayer atacó a una de nuestras modelos delante de mi empresa. Llevaba horas plantada a la salida del edificio, esperando. Había dieciocho colillas en el suelo. ¿Y a quién creéis que estaba esperando?

– ¿Qué quieres decir con que la atacó?

Ulrik parecía preocupado.

Torsten sacudió la cabeza de un lado a otro.

– Tranquilo, Ulrik. Nada grave, fue solo un golpe, no llamamos a la policía. A la chica le he dado una semana de vacaciones y dos billetes para Cracovia.

– ¿Estás seguro de que era ella?

– Sí. Le enseñé a la modelo una foto antigua de Kimmie.

– ¿No hay ninguna duda?

– No.

Torsten parecía molesto.

– No podemos dejar que la detengan -continuó Ulrik.

– No, joder, claro que no. Pero tampoco podemos dejar que se acerque a ninguno de nosotros, ¿no? Es capaz de cualquier cosa, estoy seguro.

– ¿Creéis que aún le queda dinero? -preguntó Ulrik en el mismo instante en que un camarero con cara de recién levantado se acercaba para saber si se les ofrecía algo más.

Ditlev negó con la cabeza.

– Estamos servidos, gracias -dijo.

Permanecieron en silencio hasta que el hombre abandonó el local con una pequeña reverencia.

– Ulrik, joder. ¿Cuánto nos sacó aquella vez? Casi dos millones. ¿Y cuánto crees que gasta viviendo en la calle? -intervino Torsten-. Nada, lo que quiere decir que puede permitirse comprar lo que le dé la gana. Armas incluidas. No tiene más que patear un poco el adoquinado de Copenhague para encontrar una amplia oferta, me consta.

Ulrik movió su enorme corpachón.

– Quizá no fuera mala idea conseguirle refuerzos a Aalbæk otra vez.

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