Ditlev Pram era un hombre atractivo y lo sabía. Cuando volaba en business siempre había un amplio surtido de féminas que no protestaban si les hablaba de su Lamborghini y de lo rápido que lo conducía hasta su humilde morada de Rungsted.
En esta ocasión, el objeto de sus deseos era una mujer con una melena de suaves cabellos y unas gafas de montura negra y poderosa que la hacían parecer inaccesible. Le excitaba.
La había abordado sin éxito, le había ofrecido The Economist con una central nuclear a contraluz en la portada sin obtener otra cosa que un gesto de rechazo con la mano y había hecho que le sirvieran una copa que ella no se bebió. Para cuando el vuelo de Stettin aterrizó en el aeropuerto de Kastrup a la hora prevista, había desperdiciado noventa preciosos minutos.
Ese era el tipo de cosas que lo volvían agresivo.
Echó a andar por los pasillos acristalados de la terminal 3 y, al llegar a la banda transportadora, divisó a su víctima. Era un hombre con dificultades para caminar que se dirigía hacia la cinta mecánica.
Ditlev apretó el paso y lo alcanzó en el preciso instante en que el desconocido ponía un pie en la banda. Lo veía como si ya hubiese sucedido: una zancadilla disimulada y aquel saco de huesos se estrellaría contra la pared de plexiglás; su rostro resbalaría por ella con las gafas retorcidas mientras el viejo intentaba frenéticamente ponerse en pie.
Estaba deseando hacer realidad sus fantasías, así era él. Eso era lo que habían mamado él y el resto de la banda. No era nada especialmente meritorio ni tampoco algo de lo que avergonzarse. Si se decidiera a hacerlo, en cierta forma la culpa sería de esa guarra. Podía haberlo acompañado a casa y no habrían tardado ni una hora en estar metidos en la cama.
Ella lo había querido.
Nada más dejar atrás la antigua posada en el retrovisor y antes de que el mar volviese a aparecer y lo cegara, sonó su móvil.
– ¿Sí? -contestó mirando la pantalla.
Era Ulrik.
– Alguien que conozco la vio hace unos días -dijo-. En el paso de cebra de Bernstorffsgade, frente a la estación.
Ditlev apagó el mp3.
– Bien. ¿Cuándo exactamente?
– El lunes. El 10 de septiembre. Hacia las nueve de la noche.
– ¿Y qué has hecho al respecto?
– Fui a dar una vuelta por allí con Torsten, pero no la encontramos.
– ¿Con Torsten?
– Sí. Ya lo conoces, no me ayudó gran cosa.
– ¿Quién se está ocupando del tema?
– Aalbæk.
– Vale. ¿Qué aspecto tenía?
– Me dijeron que iba muy bien vestida y que está más delgada. Pero apestaba.
– ¿Qué?
– Sí, a sudor y a meados.
Eso era lo malo de Kimmie. No solo era capaz de desaparecer del mapa durante meses, incluso años; también resultaba imposible identificarla. Invisible y de pronto inquietantemente visible. Ella era lo más peligroso, lo único que podía suponer una auténtica amenaza para ellos.
– Esta vez tenemos que atraparla, Ulrik. ¿Estamos?
– ¿Para qué coño crees que te he llamado?