23

Cuando regresó al sótano, Carl solo encontró una mesa montada tambaleándose sobre sus patas. Al lado estaba Rose de rodillas echando pestes de un destornillador de estrella. Un trasero estupendo, pensó mientras pasaba por encima de ella sin mediar palabra.

Lanzó una mirada de reojo a la mesa y observó con recelo los cerca de veinte papelitos amarillos repletos de las características mayúsculas de Assad. Cinco de ellos correspondían a llamadas de Marcus Jacobsen. Los despegó de inmediato y los convirtió en una bolita. Los demás, los amalgamó en una masa pegajosa y se los guardó en el bolsillo de atrás.

Echó un vistazo en la incubadora que su ayudante tenía por oficina, pero todo lo que encontró fue la alfombrilla de oración en el suelo y una silla vacía.

– ¿Dónde está? -le preguntó a Rose.

No se dignó responderle. Se limitó a señalar hacia un punto por detrás de él.

El subcomisario miró en su propio despacho y vio a Assad con los pies plantados en la maraña de papeles que cubría la mesa, entregado a la lectura y ajeno por completo a la realidad. Su cabeza se movía al compás de una música zumbona de origen incierto que salía por sus auriculares. Encima del montón de casos que Carl denominaba de categoría 1, es decir, sin culpable, había un humeante vaso de té. Una agradable atmósfera de trabajo.

– ¿Pero qué coño estás haciendo, Assad? -le preguntó con tal brusquedad que el desdichado pataleó como un títere al tiempo que lanzaba por los aires las hojas del expediente y desparramaba por toda la mesa el contenido del vaso de té, con el consiguiente efecto dilatador para el papel.

Desconcertado, se abalanzó sobre la mesa y empezó a usar las mangas de su jersey a modo de bayeta. Cuando Carl le puso una mano en el hombro para tranquilizarlo, su expresión de sorpresa dejó paso a su habitual sonrisa pícara, con la que daba a entender que lo sentía, que no había sido culpa suya y que, además, tenía estupendas novedades que contarle. Solo en ese momento se quitó los auriculares.

– Perdona que me haya metido aquí, Carl, pero es que dentro en mi oficina la oía siempre.

Señaló con el pulgar hacia el pasillo, donde las maldiciones y los juramentos de Rose fluían en una corriente tan continua como las variadas y agradables sustancias que bullían en las toneladas de tuberías de saneamiento que pasaban por el techo del sótano.

– ¿No deberías estar ayudándola a montar esas mesas, Assad?

Su ayudante se llevó un dedo silenciador a sus carnosos labios.

– Quiere hacerlo ella; lo he intentado.

– Ven un momento, Rose -gritó el subcomisario mientras lanzaba al suelo el montón de papeles más empapado en té del mundo.

Rose se quedó frente a ellos con una mirada maligna y aferrando el destornillador de estrella con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

– Tienes dos minutos para hacer un hueco para tus dos sillas -le comunicó Carl-. Assad, ayúdala a desembalarlas.


Se sentaron frente a él como dos escolares expectantes. Las sillas no estaban mal, aunque él no habría escogido esas patas de acero verdes. Otra cosa más a la que tendría que empezar a acostumbrarse.

Les habló de su hallazgo en la casa de Ordrup y después colocó sobre la mesa la caja de metal abierta.

Rose ni se inmutó, pero los ojos de Assad parecían a punto de salirse de sus órbitas.

– Algo me dice que si encontramos huellas dactilares de alguna de las víctimas de Rørvig en esas tarjetas, los demás objetos también tendrán huellas de otras personas que vivieron experiencias terribles -dijo Carl.

Después aguardó a que dieran alguna señal de haber entendido sus palabras.

Alineó el osito y las seis fundas de plástico frente a ellos. El pañuelo, el reloj, el pendiente, la goma y las dos tarjetas del Trivial.

Huy, qué monada, decía la mirada de Rose clavada en el osito. Era de esperar.

– ¿Qué es lo más llamativo de estas fundas? -preguntó su jefe.

– Las dos tarjetas del Trivial -contestó ella sin vacilar.

De modo que seguía con ellos. No se habría atrevido a jurarlo.

– Exactamente, Rose. ¿Y eso qué significa?

– Bueno, lógicamente quiere decir que cada bolsita representa una persona y no un hecho -dijo Assad-. Si no las dos tarjetas, entonces, habrían estado metidas en el mismo chisme de plástico, ¿no? En el crimen de Rørvig hubo dos víctimas, o sea, dos bolsitas de plástico.

Extendió los brazos en un gesto tan amplio y panorámico como su sonrisa.

– O sea, una bolsita de plástico para cada persona, entonces.

– Exactamente -afirmó Carl. Con Assad se podía contar.

Una vez en ese punto, Rose unió las palmas de las manos y se las llevó lentamente hacia la boca. Comprensión, impresión o ambas cosas a la vez, ella sabría.

– ¿Me estáis diciendo que podríamos estar ante seis asesinatos? -preguntó.

Carl dio un golpe en la mesa.

– Seis asesinatos. ¡Eso es! -exclamó.

Los tres estaban pensando lo mismo.

Rose volvió a contemplar el simpático osito. No lograba que encajara con lo demás, y es que no era tarea fácil.

– Sí -corroboró el subcomisario-, es evidente que este amiguito va por otros derroteros, porque no está empaquetado como todo lo demás.

Lo observaron en silencio unos momentos.

– No sabemos si todos los efectos guardan relación con un asesinato, claro, pero es una posibilidad.

Alargó la mano por encima de la mesa.

– Assad, pásame la lista de Johan Jacobsen. La tienes ahí detrás, en la pizarra.

La dejó sobre la mesa para que pudiesen verla los dos y luego señaló hacia los veinte hechos que Jacobsen había anotado.

– No tenemos ninguna seguridad de que estos casos guarden relación alguna con el caso de Rørvig y es posible que tampoco tengan nada que ver entre ellos, pero si los revisamos uno por uno quizá encontremos algo que podamos relacionar con alguno de estos objetos, y eso sería bastante. Buscamos otro delito en el que pueda estar involucrada la banda del internado. Si damos con él, es que estamos en la buena pista. ¿Qué me dices, Rose? ¿Te encargas tú?

Ella bajó las manos y dejó al descubierto una expresión que no era precisamente de entusiasmo.

– Tus señales me confunden, Carl. Primero no podemos hablar contigo y un momento después estamos a toda máquina. Me dices que tengo que montar las mesas y ahora que no. ¿Qué hago? ¿Qué me vas a decir dentro de diez minutos?

– Eh, alto ahí. No me estás entendiendo, Rose. Las mesas las tienes que montar, tú las has encargado.

– No es muy bonito que dos hombres me dejen hacerlo sola.

En ese punto intervino Assad:

– Bueno, yo sí quería, ¿no te lo dije? -intentó.

Pero Rose seguía en sus trece.

– Carl, ¿tu sabes el daño que hacen todos esos palos de hierro? Siempre me estoy pillando con algo.

– Las has pedido tú y las quiero a primera hora en el pasillo. ¡Montadas todas! Mañana vienen los noruegos. ¿Se te había olvidado?

Ella echó la cabeza hacia atrás como si a Carl le oliera el aliento.

– Ya estamos otra vez. ¿Los noruegos? ¿Qué es eso de los noruegos? Esto está que parece un trastero, y como entren en la oficina de Assad les da un jamacuco.

– Pues haz algo al respecto, Rose.

– Toma ya, ¿también? Ya son unas cuantas cosas. También querrás que pase aquí la noche, ¿no?

Su jefe la observó con aire de estar considerándolo. Siempre era una posibilidad.

– No, pero siempre podemos venir a las cinco de la madrugada -replicó al fin.

– ¡A las cinco!

Casi se cae de espaldas.

– ¡Por favor! ¡Lo tuyo es muy grave, tío! -le gritó mientras Carl trataba de recordar a quién podía dirigirse en la comisaría del centro para averiguar cómo habían podido soportar a ese espantajo más de una semana.

– Pero Rose -trató de mediar Assad-, es solo porque entonces el caso va hacia delante, o sea.

Eso la hizo saltar como un resorte.

– Assad, haz el favor de no meterte a arruinar una buena discusión. Y deja ya de soltar todos esos entonces y esos o sea. Quítate esa costumbre de una vez, hombre, que tú puedes. Te he oído hablar por teléfono y ahí no se te escapa uno.

Después se volvió hacia Carl.

– Las mesas -prosiguió señalando a Assad-, que las monte ese. Del resto me ocupo yo. Y mañana no pienso venir hasta las cinco y media, porque antes no hay autobuses.

Luego cogió el osito y se lo metió a su jefe en el bolsillo de la camisa.

– Y a este, el dueño se lo buscas tú, ¿entendido?

Cuando salió por la puerta como un torbellino, Assad y Carl se quedaron cabizbajos. Menudo carácter.

– ¿Entonces…?

Assad hizo una breve pausa para reflexionar acerca de la pertinencia de su entonces.

– Entonces, ¿volvemos a ocuparnos del caso oficialmente, Carl?

– No, todavía no. Mañana se verá.

Levantó el puñado de notitas amarillas.

– Veo que has estado atareado, Assad. Has encontrado a alguien del internado con quien podemos hablar. ¿De quién se trata?

– En eso estaba entonces cuando has llegado, Carl.

Se estiró un poco para alcanzar unas fotocopias de la revista de la asociación de antiguos alumnos.

– He llamado al colegio, pero no les ha hecho gracia que quisiera hablar de Kimmie y los otros. Creo que no les gustó mucho lo de los crímenes. También creo que cuando empezó la investigación pensaron echar a Pram, a Dybbøl Jensen, a Florin y a Wolf. No he conseguido sacarles mucho del tema, o sea. Pero después he tenido la idea de que podía buscar a alguien de la clase de aquel chico que se cayó en la piscina y se murió. Además creo que he encontrado a un profesor que trabajó en el internado cuando estudiaban allí Kimmie y los demás. A lo mejor no le importa hablar con nosotros ahora que lo dejó hace tanto tiempo.


Eran casi las ocho de la tarde cuando Carl se presentó en la clínica y, al encontrarse con la cama de Hardy vacía, detuvo a la primera persona de blanco que pasó por allí.

– ¿Dónde está? -preguntó con un mal presentimiento.

– ¿Es usted familiar?

– Sí -mintió como buen gato escaldado.

– A Hardy Henningsen le ha entrado líquido en los pulmones y lo hemos trasladado para poder atenderlo mejor.

Señaló hacia una puerta coronada por un letrero que decía «Terapia intensiva».

– Sea breve -le rogó-. Está agotado.

Una vez dentro, no le cupo la menor duda: Hardy había empeorado. El respirador funcionaba a plena potencia y su amigo estaba ligeramente incorporado en la cama con el torso desnudo, los brazos por encima de la manta, una máscara que le cubría todo el rostro, la nariz llena de tubos, un gotero y aparatos conectados por todas partes.

Tenía los ojos abiertos, pero cuando vio a Carl estaba demasiado cansado para sonreír.

– Hola, viejo -lo saludó el subcomisario.

Le apoyó una mano en el brazo con delicadeza. Hardy no sentía nada, pero qué importaba.

– ¿Qué ha pasado? Dicen que te ha entrado líquido en los pulmones.

El enfermo contestó algo, pero su voz quedó ahogada por la máscara y el zumbido constante de los aparatos. Carl acercó un poco más el oído.

– Dilo otra vez -pidió.

– Se me ha metido un poco de jugo gástrico en los pulmones -repitió Hardy con voz cavernosa.

Puf, qué asco, pensó Carl al tiempo que estrechaba aquel brazo paralizado.

– Tienes que recuperarte, Hardy. ¿Estamos?

– Ese punto del antebrazo ahora es más grande -susurró-. A veces me quema como el fuego, pero no le he comentado nada a nadie.

El subcomisario sabía por qué y no le hacía ni pizca de gracia. Hardy esperaba poder recuperar el movimiento del brazo lo suficiente para levantarlo, empuñar las tijeras de cortar gasa y clavárselas en la aorta. La cuestión era si compartir con él esa esperanza o no.

– Tengo un problema, Hardy, y necesito tu ayuda -dijo Carl mientras acercaba una silla-. Tú conoces a Lars Bjørn mucho mejor que yo, de la época de Roskilde. Quizá tú puedas contarme qué está pasando con mi departamento.

Le explicó a grandes rasgos cómo habían detenido su investigación, que Bak pensaba que Lars Bjørn estaba metido en el ajo y que contaban con el respaldo de la directora de la policía.

– Ahora me han quitado la placa -concluyó.

Hardy tenía la vista clavada en el techo. Si hubiera sido el de antaño, habría sacado un cigarro.

– Lars Bjørn siempre lleva una corbata azul marino, ¿verdad? -dijo al cabo de un instante y no sin grandes dificultades.

Carl cerró los ojos. Efectivamente, la corbata era una parte indispensable del propio Lars Bjørn; y, efectivamente, era azul.

Hardy intentó toser, pero solo pudo emitir un sonido que recordaba a una tetera a punto de quedarse sin agua.

– Es un antiguo alumno del internado, Carl -se oyó débilmente-. Lleva cuatro pequeñas conchas en la corbata. Es la del internado.

Carl se quedó sin habla. Años atrás, una violación en el colegio había estado a punto de acabar con el renombre del centro. ¿Qué consecuencias traería un caso como el suyo?

Mierda. Lars Bjørn era un antiguo alumno del internado. Si estaba interviniendo activamente en todo aquello, ¿lo hacía como defensor y paladín del colegio o en calidad de qué? Interno una vez, interno siempre, decían.

Asintió lentamente. Por supuesto. Así de sencillo.

– Muy bien, Hardy -dijo dando unos golpecitos en la sábana-. Eres genial, ¿quién podría ponerlo en duda?

Le pasó una mano por el pelo a su antiguo compañero. Tenía un tacto húmedo y sin vida.

– ¿No estás cabreado conmigo, Carl? -salió de pronto de detrás de la máscara.

– ¿Por qué me lo preguntas?

– Ya lo sabes. El caso de la pistola de clavos. Lo que le dije a la psicóloga.

– Hardy, joder. Cuando estés mejor resolveremos juntos ese caso, ¿vale? Comprendo perfectamente que estando tumbado aquí se te ocurran ideas raras. Lo entiendo, Hardy.

– No son raras, Carl. Algo ocurría, y ese algo tiene que ver con Anker. Cada vez estoy más seguro.

– Ya lo resolveremos juntos cuando llegue el momento, ¿de acuerdo?

Hardy permaneció un rato en silencio dejando que el respirador realizara su trabajo mientras Carl no podía hacer otra cosa que observar cómo subía y bajaba el pecho de su amigo.

– ¿Querrías hacerme un favor?

La pregunta interrumpió de repente el movimiento monótono del cuerpo del paciente.

El subcomisario retrocedió un poco en el asiento. Ese era el momento que más temía de aquellas visitas a Hardy, su eterno deseo de que lo ayudara a morir. La eutanasia, por usar una bonita palabra; un homicidio por compasión, dicho de otra manera. Terribles ambas.

Lo que le asustaba no era el castigo ni las consideraciones éticas. Simplemente, no podía.

– No, Hardy. No me pidas eso nunca más. No creas que no lo he pensado, pero no. Lo siento muchísimo, chico, pero no puedo.

– No es eso, Carl.

Se humedeció los labios resecos como si con eso fuese a costarle menos transmitir el mensaje.

– Quería preguntarte si no podría vivir en tu casa en lugar de estar aquí.

El silencio que siguió fue desgarrador. Carl se sentía paralizado. Todas las palabras se le agolpaban en la garganta.

– He estado pensando una cosa -prosiguió Hardy lentamente-. Ese tipo que vive en tu casa, ¿no podría ocuparse de mí?

Su desesperación era como una sucesión de puñaladas.

Carl sacudió la cabeza de manera imperceptible. ¿Morten Holland de enfermero? ¿En su casa? Era para echarse a llorar.

– Esas cosas están subvencionadas, Carl, me he informado. Te mandan una enfermera varias veces al día, eso no es problema. No tienes que preocuparte.

El subcomisario bajó la vista.

– Hardy, en casa no tenemos las condiciones necesarias para algo así, es un sitio pequeño. Y tengo a Morten viviendo en el sótano, que está prohibido.

– Podría instalarme en el salón.

Su voz se había vuelto ronca, como si luchara desesperadamente por no llorar, aunque quizá fuese su estado normal.

– El salón es grande, ¿verdad? En una esquinita. Nadie tiene por qué enterarse de lo de Morten en el sótano. ¿No hay tres habitaciones arriba? Podéis poner una cama en una y que él siga viviendo en el sótano, ¿no?

Aquel hombretón le estaba suplicando. ¿Cómo podía ser tan grande y tan pequeño al mismo tiempo?

– Ay, Hardy…

A Carl le costaba decirlo. La idea de meter aquel armatoste de cama y todos esos aparatos en su salón le parecía terrorífica. Los problemas acabarían destrozando su hogar. Lo poco que quedaba de él. Morten se iría. Jesper se pasaría el día despotricando de todo y de todos. Era completamente imposible por más que él quisiera… en teoría.

– Hardy, estás demasiado enfermo. Si no estuvieras tan mal…

Hizo una larga pausa con la esperanza de que su amigo lo dispensara de aquel tormento, pero este no dijo nada.

– Tú primero recupera un poco más de sensibilidad, vamos a darle tiempo al tiempo.

Miró a Hardy a los ojos y vio cómo se cerraban lentamente. Las esperanzas rotas habían apagado el brillo de su mirada.

Darle tiempo al tiempo, había dicho.

Como si Hardy tuviera otra cosa que hacer.


Desde sus primeros días en el departamento de Homicidios, Carl no había vuelto a levantarse tan temprano como lo hizo a la mañana siguiente. Aunque era viernes, la autopista de Hillerød era una larga cinta sin coches. Los del garaje cerraban las puertas de los vehículos con movimientos pausados. El puesto de guardia olía a café. Había tiempo de sobra.

En el sótano lo esperaba lo más parecido a una sorpresa: una rectísima hilera de mesas convenientemente elevadas hasta la altura del codo le dio la bienvenida a los dominios del Departamento Q; los océanos de papel estaban alineados en pequeños montones, al parecer clasificados de acuerdo con un sistema que sin duda iba a ser fuente de un sinfín de quebraderos de cabeza; tres tablones de anuncios pegados a la pared mostraban diversos recortes relativos al caso; y, al final de la fila, en la última mesa y sobre una diminuta y muy ornamentada alfombra de oración, ronroneaba Assad en posición fetal entregado al más profundo de los sueños.

De la oficina de Rose salía algo que, en el mejor de los casos, se podía descifrar como la Suite n. º 3 de Bach en un arreglo para silbido desenfrenado. Vamos, un concierto de órgano para nivel avanzado.

Diez minutos después los tenía a ambos sentados frente a sendas tazas humeantes en el mismo despacho al que la víspera se había referido como suyo y que ahora le costaba reconocer.

Rose observó cómo se quitaba la chaqueta y la colgaba del respaldo de su silla.

– Bonita camisa, Carl -dijo-. Ya veo que no te has olvidado del osito. ¡Muy bien!

Señaló hacia el bulto que se le marcaba en la pechera.

Él asintió. Era para acordarse de trasladar a Rose a algún departamento nuevo e indefenso en cuanto se presentara la ocasión.

– ¿Qué te parece entonces, jefe? -preguntó Assad recorriendo con un amplio movimiento de la mano todo el local, en el que nada perturbaba la visión. Una auténtica delicia para los del feng shui. Limpieza de líneas y también de suelos.

– Johan ha bajado a echarnos una mano, volvió al trabajo ayer -le explicó Rose-. Al fin y al cabo, el que empezó todo esto fue él.

Carl intentó poner algo de chispa en su helada sonrisa. Estaba contento, pero un poco abrumado.


Cuatro horas más tarde los tres ocupaban sus asientos a la espera de la llegada de la delegación noruega. Cada uno tenía un papel que desempeñar. Habían comentado la lista de agresiones y verificado que las huellas halladas en las tarjetas del Trivial coincidían con dos huellas fácilmente identificables de una de las víctimas, Søren Jørgensen, y otra peor conservada de su hermana. Ahora la cuestión era quién se había llevado esas tarjetas del lugar de los hechos. Si había sido Bjarne Thøgersen, ¿por qué se encontraban entonces en la caja de Kimmie en su casa de Ordrup? La presencia de alguien más que Thøgersen en la cabaña habría supuesto un cambio radical para la interpretación del tribunal en el momento de dictar sentencia.

La euforia se había apoderado de la oficina de Rose Knudsen. Superado el atentado a Bach, ahora se la oía hacer los más furiosos intentos de desenterrar el material relativo a la muerte de Kristian Wolf mientras Assad trataba de averiguar dónde trabajaba y vivía el tal K. Jeppesen, que en tiempos dio clases de lengua a Kimmie y compañía.

Tenían mucho que hacer antes de que llegaran los noruegos.

Al dar las diez y veinte, Carl supo que algo iba mal.

– No van a bajar si no subo a buscarlos -dijo cogiendo su carpeta.

Hizo a la carrera el largo recorrido de subida por las redondas escaleras de piedra hasta el segundo piso.

– ¿Están ahí dentro? -les gritó a un par de compañeros exhaustos que estaban enfrascados en la tarea de deshacer nudos gordianos. Asintieron.

En el comedor había al menos quince personas. Además del jefe de Homicidios, estaban Lars Bjørn -el subjefe-, Lis con una libreta, un par de tipos jóvenes y resueltos vestidos con aburridos trajes, que supuso que serían del Ministerio de Justicia, y cinco individuos de atuendos coloridos que, al contrario que el resto de los presentes, acogieron su llegada mostrando unas dentaduras de lo más sonrientes. Al menos un punto a favor para los invitados de Oslostán.

– Pero a quién tenemos aquí, si es Carl Mørck. ¡Qué sorpresa tan agradable! -exclamó su jefe, que opinaba exactamente lo contrario.

El subcomisario les estrechó la mano a todos, incluida Lis, y se presentó con extremada claridad a los noruegos, a los que no entendía ni media palabra.

– Enseguida continuaremos la visita por las salas inferiores -dijo ignorando la torva mirada de Bjørn-, pero antes me gustaría exponer brevemente mis principios como jefe del Departamento Q, nuestra brigada de más reciente creación.

Se colocó delante del panel que estaban viendo antes de su intromisión y preguntó:

– ¿Me entendéis todos, chicos?

Tomó buena nota de sus entusiastas cabeceos y de las cuatro conchas de la corbata azul marino de Lars Bjørn.

Dedicó los siguientes veinte minutos a exponer a grandes rasgos el esclarecimiento del caso de Merete Lynggaard, que a juzgar por su expresión los noruegos conocían bien, y concluyó con una breve exposición del caso que los ocupaba en aquellos momentos.

Era evidente que los del Ministerio de Justicia estaban desorientados. Supuso que era la primera noticia que tenían del caso.

Luego se volvió hacia Marcus Jacobsen.

– En el curso de nuestras investigaciones acaban de llegar a nuestras manos pruebas inequívocas de que al menos uno de los integrantes del grupo, Kimmie Lassen, está directa o indirectamente vinculada al caso.

Explicó las circunstancias del hallazgo y les aseguró a todos que había un testigo fidedigno presente en el momento de la retirada de la caja, sin perder de vista en ningún momento a Lars Bjørn, cuyo rostro se iba ensombreciendo por momentos.

– ¡Esa caja de metal podría habérsela dado Bjarne Thøgersen, con quien convivía en esa época! -observó con acierto el jefe de Homicidios.

Ya habían estudiado esa posibilidad en el sótano.

– Sí, pero no lo creo. Mira la fecha del periódico. Es del día que, según Bjarne Thøgersen, Kimmie se instaló en su casa. Yo diría que lo empaquetó todo y lo guardó porque no quería que él lo viese. Pero puede haber otras explicaciones. Esperemos que podamos localizar a Kimmie Lassen e interrogarla. A ese respecto me gustaría solicitar una orden de búsqueda, así como un par de hombres de refuerzo para vigilar la zona de la estación central y para seguir a Tine, la toxicómana, y sobre todo a los señores Pram, Dybbøl Jensen y Florin.

Al llegar a este punto le lanzó una mirada envenenada a Lars Bjørn para volverse a continuación hacia los noruegos.

– Tres de los alumnos del internado, hombres muy conocidos en Dinamarca que hoy son respetables ciudadanos y ocupan lo más alto de la escala social; en su día fueron sospechosos de estar detrás del doble asesinato de Rørvig -les aclaró.

La frente del jefe de Homicidios empezó a poblarse de arrugas.

– Veréis -continuó Carl dirigiéndose directamente a los noruegos, que bebían café como si acabaran de sobrevivir a un vuelo de sesenta horas sin comer ni beber o vinieran de un país cuyas reservas de moca llevaran agotadas desde la invasión de los alemanes-, como sabéis gracias a la fabulosa labor que vosotros y vuestra Kripos lleváis a cabo en Oslo, estos golpes de suerte suelen poner al descubierto otros delitos que en su momento o bien no se resolvieron, o bien no llegaron a clasificarse como tales.

De pronto uno de los noruegos levantó la mano y le disparó una cantarina pregunta que Carl le hizo repetir un par de veces hasta que uno de los funcionarios acudió en su ayuda.

– Lo que el comisario Trønnes desea saber es si han elaborado una lista de posibles delitos que puedan estar relacionados con el crimen de Rørvig -tradujo.

Carl asintió cortésmente. ¿Cómo demonios era capaz de extraer una frase tan coherente de semejantes gorjeos?

Sacó de la carpeta la lista de Johan Jacobsen y la fijó a la pizarra.

– El jefe de Homicidios ha colaborado en esta parte de la investigación.

Le dedicó una mirada de gratitud a Marcus, que sonrió amablemente a los demás con cara de no estar entendiendo una palabra.

– Ha puesto a disposición del Departamento Q las pesquisas que había hecho por cuenta propia un miembro del personal civil. Sin compañeros como él y su gente, y sin una cooperación interdepartamental como la nuestra, no habría sido posible llegar a estos resultados en tan poco tiempo. No olvidemos que este caso, que tiene más de veinte años de antigüedad, solo hace catorce días que es objeto de nuestro interés. De modo que gracias, Marcus.

Alzó hacia él una copa imaginaria a sabiendas de que aquello, tarde o temprano, volvería como un bumerán.


A pesar de los desesperados intentos -sobre todo por parte de Lars Bjørn- de cambiar la agenda de Carl, resultó enormemente sencillo bajar a los noruegos al sótano.

El funcionario intentaba hacer partícipe al subcomisario de los comentarios de los visitantes de la nación hermana. Estaban admirados de la sobriedad danesa y de que los resultados siempre fueran muy por delante de sus recursos y beneficios personales, le explicó. Esa interpretación no iba a ser muy bien recibida arriba cuando se extendiera el rumor.

– Me persigue un tipo que no para de hacerme preguntas y no le entiendo ni pío. ¿Sabes noruego? -le susurró a Rose mientras Assad se deshacía en elogios y no dejaba de poner medallas a la policía danesa por su política de integración. Al mismo tiempo les ofrecía una asombrosa visión de conjunto de por qué en esos momentos estaban trabajando como esclavos.

– Aquí tenemos la clave de nuestro departamento -dijo Rose.

Después empezó a repasar una montaña de casos que había ordenado por la noche. Hablaba en el noruego más comprensible y cercano a la belleza que Carl había oído en su vida.

Por mucho que le costara admitirlo, no estaba nada, pero que nada mal.

Una vez en su despacho, se encontraron con que en la pantalla grande los esperaba una soleada visita guiada a Holmenkollen. Había sido idea de Assad poner un DVD acerca de las maravillas de Oslo que había conseguido en la librería de Politiken tan solo diez minutos antes y no quedó un ojo seco. Al cabo de una hora, cuando se fueran a comer, la ministra de Justicia lanzaría destellos de entusiasmo.

Un noruego que farfulló su nombre y parecía el jefe invitó a Carl a Oslo con unas cordiales palabras sobre la hermandad de los pueblos. Y si no podía, al menos tenía que acompañarlos en el almuerzo, y si para eso tampoco disponía de tiempo, por lo menos podría darle un buen apretón de manos, porque se lo había ganado.


Cuando se marcharon, Carl contempló a sus dos ayudantes con algo que por un momento se podría haber interpretado como cariño y gratitud. No porque los noruegos hubieran pasado con éxito por el sistema, sino porque era muy probable que no tardaran en convocarlo a una reunión en el segundo piso para devolverle su placa. Y si se la devolvían, la suspensión sería cosa del pasado casi antes de entrar en vigor. Y si era cosa del pasado, ya no tendría que ir a terapia con Mona Ibsen. Y si no tenía que ir, entonces saldrían a cenar. Y si salían a cenar, quién sabe.

Se disponía a decirles unas bonitas palabras -tampoco a ponerlos por las nubes, pero sí, quizá, a hacerles la promesa de que, con motivo de lo especial del día, podrían irse a casa una hora antes- cuando una llamada telefónica lo cambió todo.

Un catedrático, un tal Klavs Jeppesen, llamaba en respuesta al mensaje que le había dejado Assad en el instituto de Rødovre.

Sí, claro, podía reunirse con Carl, y sí, había trabajado en el internado a mediados de los ochenta. Recordaba perfectamente aquella época.

No había sido nada buena.

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