CUANDO CONCEBÍ mi trilogía novelística centrada en la guerra civil española, los períodos históricos que los distintos tomos debían abarcar me parecían definidos, perfilados, con matemática precisión. Un primer tomo -Los cipreses creen en Dios-, que arrancara con la llegada de la República (1931) y terminara con el comienzo de la guerra civil (1936). Un segundo tomo -Un millón de muertos-, que describiera los tres años de guerra (1936-1939) en los dos bandos en lucha. Un tercer tomo -Ha estallado la paz-, que explicara al mundo la inmediata posguerra (1939-1941). Así lo hice y en principio di por terminada mi labor.
Pero he aquí que los acontecimientos me excedieron. La posguerra se dilató, casi diría que horizontalmente, hasta la muerte de Franco (1975). Yo no tenía la culpa de que el régimen impuesto por el general vencedor se sucediera a sí mismo. Ello trajo como consecuencia que mi historia novelada quedase inconclusa, que el microcosmos de Gerona y el destino de los personajes que habitaban en dicha ciudad y que mi pluma había puesto en pie, quedaran colgados. Entonces vi claramente que debería dedicar a la posguerra unos cuantos tomos más. Que el final de mi relato no podía ser otro que el traslado del cadáver de Franco al Valle de los Caídos, momento en que se cerraba definitivamente tan largo período de la historia de España.
Y esto es lo que me he propuesto hacer. Convertir mi trilogía en "Episodios Nacionales". Por el momento, lanzo al público el cuarto volumen, titulado Los hombres lloran solos y que discurre entre 1941 y 1945, hasta la terminación de la segunda guerra mundial y el aislamiento de nuestra patria. Confío en que con otros dos volúmenes, un quinto y un sexto, podré alcanzar el término de mi relato, el cierre del ciclo tal y como me había propuesto. El centro de la narración continúa siendo el mismo, Gerona, con la familia Alvear -Ignacio, el protagonista-, y será el la odisea de los exiliados.
Por qué he tardado tanto en escribir el cuarto tomo? Las razones son múltiples. Quería escribirlo con absoluta libertad de espíritu, sin el fantasma de la censura franquista cohibiéndome. Luego además, quería tener acceso a la mayor información posible. Cuando se dieron tan idóneas condiciones -año 1975-, el tema me pillaba lejos. Recorría el mundo y me lancé a unos cuantos libros de viajes, cuya experiencia me enriqueció desde todos los puntos de vista. Hasta que, asentada la democracia en nuestro país, sentí la necesidad de reemprender mi relato, de pagar la deuda contraída con mis lectores. Los hombres lloran solos es la primera respuesta y, si Dios me da fuerza, culminaré los dos volúmenes siguientes, ya esbozados, en un plazo de tiempo razonable, puesto que ya nada se interpone entre mi voluntad y el papel blanco que aguarda encima de mi mesa.
Para elaborar este cuarto tomo he echado mano, como siempre, de una hemeroteca y de una serie de libros escritos por otros autores. He de expresar especialmente mi gratitud a Rafael Abella, Ricardo de la Cierva, Ramón Garriga, Penella de Silva, Fernando Vizcaíno Casas, Daniel Sueiro, Tomás Salvador, Emilio Esteban-Infantes, Fernando Vadillo, Stanley G. Payne, Ramón Serrano Súñer, Francisco Bravo Morata, Max Gallo, Daniel Artigues, Luis Carandell, Garitón J. H. Hayes, Dionisio Ridruejo, Manuel Vázquez Montalbán, Raymond Cartier, Arnold J. Toynbee, Claudio Bertin, Dolores Ibárruri, Jesús Infante, R. Petitfrére, León Poliakov y Josef Wulf, Francisco Aguado, Socios, etcétera. En algunos casos aislados las frases han sido trascritas literalmente, puesto que hay datos históricos, fechas y vivencias personales que no se pueden manipular ni tampoco reelaborar. Confío en la comprensión de los autores consultados, muchos de los cuales me han otorgado generosamente el debido permiso para utilizar sus textos.
Y nada más. Ahí van Los hombres lloran solos. Espero no defraudar a los incontables lectores de los volúmenes precedentes.