CAPÍTULO XXIII

SOR GENOVEVA, monja contemplativa, de las adoratrices -hermana de don Eusebio Ferrándiz, jefe de policía-, estaba enferma. Sentía angustias de muerte, que en cierto modo recordaban las de santa Teresa. Había hecho los tres votos, que pronto debería renovar. Dicha renovación estaba prevista para el 1 de octubre, pero a mediados de septiembre sor Genoveva empeoró. Había momentos en que se quedaba como en éxtasis, pero no ante el Sagrario, sino ante un Cristo expresivo y sangrante que tenían en la capilla. Se abrazaba a él y le acariciaba las cinco llagas. Había leído la vida de la estigmatizada Teresa Neumann, que antaño interesara a Ignacio y a menudo se contemplaba las manos, los pies y el costado por si le brotaba sangre.

Mosén Alberto era el confesor de la comunidad. El convento estaba situado en un callejón estrecho próximo al seminario. En verano sólo se oían los cánticos de las monjas y los de los pájaros del jardín. Sor Genoveva, de cuarenta años de edad, se pasó toda la guerra escondida en casa de su hermano, don Eusebio Ferrán diz, y de la hija de éste, que murió en el accidente del santuario del Collell. Terminada la guerra regresó al convento, que había sufrido pocos daños y ya no se movió. Desde entonces -marzo de 1939-, apenas si había visto otros hombres que mosén Alberto, el obispo, que las visitó un par de veces y un fontanero que les arregló unas averías. También don Eusebio Ferrándiz, a raíz del accidente de su hija pudo visitarla en tal ocasión. Pero fue al otro lado de la reja y ni siquiera pudieron darse la mano.

Sor Genoveva estaba desconectada del mundo -no escuchaba la radio, no leía los periódicos-, y sólo estaba enterada de que una guerra mundial azotaba los cinco continentes. De vez en cuando la madre superiora las reunía para ponerlas al corriente de algo que estimase importante. Por ejemplo, las reunió el día en que se produjo el bombardeo del Vaticano y con ocasión de las rogativas por la paz solicitadas por el Papa. Sor Genoveva sabía de millones de muertos, de heridos y prisioneros, pero no hubiera podido recitar la lista de los principales beligerantes. Y lo que mayormente llamaba la atención de mosén Alberto era que las alusiones a la guerra la dejaban por completo indiferente. Para ella era aquello un mundo abstracto; en cambio, eran concretas las gracias que para tal o cual familia debía de pedir, a cambio de unas pequeñas limosnas o dádivas que recogía la madre superiora: "Para que mi hijo se cure". "Para que mi marido saque las oposiciones". "Para que mi esposa tenga un parto feliz". Un parto feliz! Esto la aturullaba, pues sor Genoveva no se había contemplado jamás desnuda ante el espejo.

Mosén Alberto había ensayado con ella todas las probaturas imaginables. Sor Genoveva era la responsable de que en el convento entero de pronto se notara un aire enrarecido, de escrúpulos y de hondos problemas de conciencia.

Llegó un momento en que el caso de sor Genoveva desbordó a mosén Alberto y éste no tuvo más remedio que redactar un informe para la madre superiora y para el señor obispo, aconsejándoles que permitieran intervenir al doctor Andújar, hombre de fe, psiquiatra, acostumbrado a tratar enfermos del cuerpo y del alma.

El doctor Andújar entró en el convento. Hubiera querido visitar a la monja en su propia celda, pero esto no era siquiera imaginable. La visitó en el llamado recibidor, escueto y frío, con un Sagrado Corazón presidiendo, un retrato del Papa y un ramo de florecillas silvestres.

Con una paciencia infinita el doctor Andújar fue interrogando a sor Genoveva, arrancándole medias verdades. Porque la monja se resistía. Un hombre, un médico! Temblaba ante la idea de que quisiera auscultarla o le ordenara quitarse el hábito. El doctor Andújar la tranquilizó. "De momento, no veo necesidad de nada de eso. No soy cirujano ni médico de cabecera. Mi profesión consiste en descubrir las causas de los sufrimientos del espíritu".

Poco a poco la paciente fue desembuchando pequeños detalles. De pronto, al oír de sus labios que acariciaba diariamente, largo rato, las cinco llagas del Cristo "expresivo y sangrante" -a Cefe le hubiera gustado ser su escultor-, el psiquiatra chascó los dedos, sin darse cuenta.

– Nota usted, sor Genoveva, algún consuelo al acariciar esas llagas?

– Sí… A veces… -Vaciló-. A veces todo lo contrario: me siento como si yo fuera también responsable.

– Ese consuelo… es muy profundo? Casi podría compararse a una alegría interior?

– Pues, casi… Y es entonces cuando me miro las manos para ver si me han brotado llagas también a mí.

– Y el rostro de Cristo…?

Sor Genoveva miró al suelo.

– Cuando veo la corona de espinas le amo con toda mi alma. Es algo… hermoso e inexplicable.

– Encuentra usted hermosa la sensación que experimenta, o encuentra hermoso el rostro de Cristo, el Ecce Homo?

Sor Genoveva vaciló de nuevo.

– Las dos cosas a la vez…

Inesperadamente, el doctor Andújar señaló con el índice la imagen del Sagrado Corazón del recibidor.

– Y esta imagen, la conmueve a usted?

– Conmover…? No sabría decirle. Creo que no -sor Genoveva se colocó a la defensiva-. Dios mío, me obliga usted a decir barbaridades!

– Cálmese, por favor. Si me equivoco, dígamelo. Según la madre superiora, ante el Sagrario no llega usted nunca a un estado previo al éxtasis…

Ella asintió con la cabeza, lentamente.

– Es verdad. Esto sólo me ocurre ante el Cristo sangrante que tenemos en el altar.

Una chispa iluminó el cerebro del doctor Andújar. Había visitado otras monjas, aunque no de clausura. Tuvo la sospecha de que sor Genoveva, sin saberlo, estaba enamorada físicamente de Cristo. Le preguntó si en alguna ocasión, mientras rezaba, le había visto alto, esbelto, resplandeciente, con una túnica blanca hasta los pies.

– Sí, sí! Muchas veces! Sobre todo, cuando me despierto durante la noche y cuando, al lavarme la cara, cierro los ojos y me los aprieto con los dedos.

– Ese Cristo alto y con túnica blanca que usted ve, podría compararse a la figura de Pío XII?

– No, no! De ningún modo! -sor Genoveva alzó un poco la voz-. El Papa es el Santo Padre, el Sumo Pontífice, pero es un hombre… A quien yo veo es a Cristo, el hijo de Dios -marcó una pausa, como si reflexionase-. Y es entonces cuando paso del gozo inexplicable a ese tormento que es difícil soportar.

El doctor Andújar tuvo la impresión de que se encontraba ante un ser humano gravemente enfermo, al que no le costaba nada mantener los votos de obediencia y pobreza, pero al que costaba mucho mantener la castidad. Era muy posible que sor Genoveva, al acariciar a Cristo, llegara al orgasmo, palabra que posiblemente la monja no había oído jamás. Durante la primera guerra mundial se habían hecho experimentos al respecto, en conventos de clausura y algunos médicos llegaron a conclusiones similares. La masturbación de los seminaristas era un precedente. El enamoramiento de las monjas por el sacerdote de turno, otro. Estudiando la historia de los papas del Renacimiento se encontraban ejemplos paralelos. Etcétera.

El doctor dio por terminada la primera visita. No quería agotar a su paciente. Habló con la superiora y le dijo: "Dentro de ocho días volveré. De momento, retrase la renovación de los votos".

El doctor Andújar meditó y se fue a ver a mosén Alberto. Éste abrió los ojos como platos. "No se me había ocurrido… Claro, claro que es posible! Dios mío, el alma es insondable -marcó una pausa-. Recuerdo que una vez me dijo que, cuando sudaba, el frescor de la imagen de Cristo secaba sus manos y le proporcionaba alivio… Claro, claro que es posible!".

En las próximas visitas -cinco en total-, el doctor Andújar se cercioró de que su diagnóstico era certero. Ya de niña, sor Genoveva cogía al Niño Jesús en sus brazos y lo acariciaba, cosa corriente, y hacía como si lo amamantase, cosa ya menos corriente. Y si entró en religión de clausura fue porque los hombres le daban asco, pensando en la pureza de los ángeles. De los piropos a Cristo Jesús lo que más le gustaba era que le dijeran que era su Esposa. "Esposa de Cristo, se da usted cuenta? Y Cristo me ama como ama a su Iglesia. Comprende, doctor? Pero si esto es así, si soy su Esposa, por qué tanto sufrimiento?". La conclusión del doctor fue tajante. Sor Genoveva, en aquellos cinco años de reclusión, había perdido el equilibrio y estaba a punto de enloquecer. Era preciso que no renovara los votos y sacarla de aquellas paredes cuanto antes. Tenía a su hermano, don Eusebio Ferrándiz, que era un santo varón, qué más podía pedir? Una temporada de libertad y verían cuál sería su evolución.

La madre superiora y el doctor se entrevistaron con el señor obispo, que había recibido con antelación el informe escrito del doctor. Monseñor Gregorio Lascasas se llevó las manos a la cabeza. Orgasmo…! Podía tomarse esto en serio? No debería consultar con el cardenal, o con la Santa Sede? Pero el doctor Andújar era un creyente fiel, un fiel servidor de la Iglesia. Y las pruebas estaban ahí. Sor Genoveva, en cuestión de seis meses, había adelgazado tanto que mirarla causaba pena.

La orden del señor obispo fue cortante. Fuera del convento y período de prueba en casa de don Eusebio Ferrándiz. Éste se encontraba tan solo que se alegró lo indecible. Su hermana en casa! Era un obsequio providencial, que le llovía de donde menos podía esperarlo. Era como recibir una herencia de un tío que años atrás se fue a América.

Sor Genoveva, al enterarse de la decisión, estuvo a punto de lanzar un grito. Por respeto al señor obispo se contuvo. Naturalmente, no le dieron a conocer la causa exacta. Le hablaron de claustrofobia y de la inminencia de problemas respiratorios.

– Una temporada con su hermano, y luego veremos si puede usted renovar los votos o no.

Cuando don Eusebio Ferrándiz pasó a recogerla en un taxi al convento ella se sacó el pañuelo e hizo adiós. Le pareció que dejaba atrás lo que más quería: aquel Ecce Homo. Su hermano le dijo:

– No seas absurda. En casa puedes colocarte los Ecce Homo que quieras… Y pasarte rezando todos los ratos que te apetezcan.


* * *

El doctor Andújar aprovechó para visitar profesionalmente al señor obispo. Éste continuaba con sus catarros, probablemente de origen psíquico, con sus miedos, con su sensación de soledad. El psiquiatra descubrió que todos esos síntomas se habían incrementado de un tiempo a esta parte, coincidiendo con la marcha de la guerra. Los miedos del señor obispo se concretaban ahora en uno solo: que los rojos volvieran a apoderarse de España. Qué horror! Él se salvó de milagro la primera vez, durante la guerra civil; ahora no le apetecería salvarse si en España volvían a mandar los anti-Dios, matando sacerdotes y religiosos y quemando iglesias. Pediría el martirio, eso es. Se dijo a sí mismo que algo fallaba en el mundo si las fuerzas del mal prevalecían. Tuvo que acordarse de las predicciones de José Luis Martínez de Soria, quien estaba a punto de casarse con Gracia Andújar. Realmente, el problema del diablo -de Lucifer- era fundamental. La gente lo caricaturizaba, sobre todo por Cuaresma y por Navidad, en la representación de Els Pastareis. Pero que ganaran los rusos no era como para dedicarse a la caricatura.

El doctor Andújar llegó a la conclusión de que el miedo del señor obispo era ahora físico. Hablaba de martirio, de holocausto, pero a lo que le temía era a la agresión personal. A tener que abandonar el palacio y ocultarse en alguna alcantarilla. Lo demostraba el hecho de que pidió a los fieles preces por la paz a partir del momento en que los alemanes empezaron a perder, y no antes. Lo mismo que Pío XII.

El obispo, además, tenía la sospecha de que no había acertado del todo con los medios de apostolado que fueron depositados en sus manos. Mosén Alberto se lo había sugerido en más de una ocasión, pero fue el único. Los demás, botafumeiro. Con el padre Forteza apenas si había entrado en relación, porque le consideraba un peligroso heterodoxo, aunque resultaba imposible justificar tamaña acusación.

El doctor Andújar no se anduvo con tapujos. Le dijo: "A mi entender, la Iglesia española, y usted con ella, han perdido la ocasión de ganarse al pueblo. Al terminar la guerra civil todo el terreno era abonable: equivocaron la dirección. En vez de aliarse con los vencedores, debieron de aliarse con los vencidos. En vez de levantar el brazo junto al general Sánchez Bravo, abrir la mano a quienes purgaban sus culpas y a los huérfanos y a los hambrientos. A quién se le ocurre dar tanto poder a mosén Falcó? Es un nazi con sotana española. Y tanta censura! Y tanto sexto mandamiento! Son peores la avaricia y la hipocresía que la lujuria. Prohibir tantas cosas es un error. La Iglesia triunfante debería ser superada y dar paso a la Iglesia-hermandad. No conozco a nadie en Gerona que considere que usted es su hermano. Debería empezar por prescindir de tanto ornamento pomposo y pensar en los pescadores de Galilea… Al cónsul alemán le llamó la atención que usted, por Semana Santa, lavara los pies a doce ancianos del asilo. Más les llamó la atención a los doce asilados, que saben que para que usted los recibiera deberían someterse previamente a un interrogatorio de mosén Iguacen. La gente sufre un empacho de religión. Ayer mismo, el Caudillo fue nombrado "Hermano Mayor de la Congregación de Indignos esclavos del Oratorio del Caballero de Gracia". Todo esto sobra. Son oropeles de fiesta mayor. Tiene usted la Acción Católica, las Congregaciones Marianas, el Opus Dei… El pueblo se arma un lío y no sabe a qué carta quedarse. Las procesiones, los Te Deum en la catedral, las iglesias atestadas en domingo son puros formulismos. Permita que le diga, señor obispo, que de ahí provienen sus catarros".

En aquel momento, el obispo se sacó el pañuelo y se sonó con cierto estrépito. El psiquiatra no le había convencido ni tanto así. La naturaleza le tenía horror al vacío y si ellos no lo colmaban vendrían de fuera otras doctrinas y llenarían el hueco. Ahí estaba Lenin esperando. Y ese Sartre. Y ese Blasco Ibáñez, con su obsesión anticlerical… La gente olvidaría los grandes sacrificios de la Santa Madre Iglesia a lo largo de la historia y volvería a dibujar obispos con la tripa llena. Él era austero por temperamento. Tal vez por ser aragonés. De todos modos, una frase había hecho diana: "No conozco a ningún gerundense que considere que usted es su hermano".


* * *

Solita, la enfermera -la confidente- del doctor Andújar estaba encantada con su "jefe". No sólo trabajaba a su lado en la consulta, donde aprendía tanto o más que en el hospital de Riga, sino que había conectado con toda la familia en un plano de igualdad. Doña Elisa, la señora de Andújar, quería a Solita como, si fuera hija suya. Y los pequeños le dedicaban sonatas a cambio de caramelos y chucherías. No se celebraba en la casa aniversario alguno en el que Solita no estuviera invitada, ocupando en la mesa un puesto de honor. Su padre, don Óscar Pinel, estaba un poquitín celoso. "Vas a quererlos a ellos más que a mí". Don Óscar Pinel sabía que ello no era cierto, pero un fiscal de tasas, con gorro de astrakán, no podía permitirse muy a menudo el lujo de ser coqueto.

Solita, como es natural, había tenido acceso a los expedientes de sor Genoveva y del señor obispo. El caso de sor Genoveva le había interesado profundamente y se prometió a sí misma -puesto que conocía a don Eusebio Ferrándiz- visitarla de vez en cuando para acompañarla en la prueba que había de sufrir. Tocante al señor obispo, Solita fue mucho más tajante que el doctor Andújar. La Iglesia, en efecto, había abusado del poder. Varios culpables, pero uno más culpable que los demás: el general Francisco Franco Bahamonde. Éste, desde el primer momento, e inconsecuente con su pasado en África, se había apoyado en la Iglesia como en el claustro materno para seguir al mando del timón. Empacho? Mucho más que eso. Un castillo de naipes que se derrumbaría con los primeros vientos que llegaran del Norte. Franco había jugado la carta del providencialismo, del enviado de Dios. Palabras suyas eran: "Y es en nuestra misma Cruzada donde tienen lugar una sucesión de hechos portentosos, que coinciden en su gran mayoría con las fiestas señaladas por la Iglesia, una nueva muestra de aquella protección. El paso del estrecho de Gibral tar tiene lugar el día de la Virgen de África, bajo la vista de su santuario de Ceuta. La batalla de Brúñete tiene su crisis victoriosa el día de nuestro santo patrón, Santiago de los Caballeros. La ofensiva de nuestros enemigos sobre Cáceres se detiene ante los muros del monasterio de Guadalupe, que cobijan a la Virgen Señora de los descubrimientos. La de Aragón se deshace en la orilla de nuestro río, al pie mismo del santuario de Nuestra Señora del Pilar. En Oviedo alcanza por segunda vez la horda roja los contrafuertes de su catedral, que, batidos por el fuego enemigo, resisten milagrosamente las embestidas rojas".

Por supuesto, textos de este tipo no hubieran sido posibles sin el beneplácito y la bendición de las jerarquías eclesiásticas españolas. Pero esos golpes bajos se pagarían con creces en un futuro más o menos inmediato. La gente volvería a desertar de las iglesias y, posiblemente, a perseguir a los curas. Al doctor Gregorio Lascasas le obligarían a bailar la jota aragonesa en lo alto de un árbol. A mosén Falcó y al padre Jaraíz les arrancarían la camisa azul, los condenarían a muerte y un miliciano maquis les susurraría al oído en el momento supremo: "Blasfema contra Dios si quieres alcanzar la vida eterna". La venganza sería terrible como la que en Francia estaban sufriendo los colaboracionistas de Pétain.

– Doctor Andújar… Ve usted alguna solución?

– No lo sé, hija, no lo sé… -El doctor mantuvo un silencio-. Pídeme un pronóstico sobre un individuo, pero no sobre una colectividad. Soy un psiquiatra modesto. No alcanzo a prever, como las preveía Freud, las reacciones de las masas… Éstas se parecen a un tornado y no se sabe qué dirección van a tomar.

Solita sabía que, esta vez, el doctor no era sincero. Padre de familia numerosa, con el primogénito "atrapado" por el Opus Dei, no podía caer en el catastrofismo. Además, el doctor era también providencialista, aunque no en provecho propio. Lo era en sentido amplio y no necesitaba esforzarse para repetir aquello de "No os abandonaré". Estaba acostumbrado a bruscos cambios históricos. Imposible predecir cómo se produciría el reparto del pastel. La historia era coherente a largo plazo, no a plazo medio o en la inmediatez. Con los hombres ocurría a veces lo mismo. Un acto de apariencia insignificante realizado en la niñez al cabo de años podía producir ansiedad -temor a algo ilocalizable-, angustia -temor a algo concreto-, o depresión -pérdida de la afectividad y de cualquier deseo-. Así que lo sembrado por Franco se vería mucho más adelante y acaso la situación geográfica le fuera favorable. "Una de las claves del éxito en la vida -dijo el doctor- es la de creer que uno ha elegido el camino correcto y transitar por él con convicción. Franco cree haberlo elegido y ahí puede radicar la razón de su éxito".

– Hitler y Mussolini también creían estar en lo cierto y ya ve usted… -objetó Solita.

El doctor Andújar sonrió.

– Ellos no llevaban consigo, en la maleta, el brazo incorrupto de santa Teresa de Jesús…


* * *

La aventura de los maquis debía de tomarse en serio. El camarada Montaraz llegó a esta conclusión. Envió a Francia, pasando por la montaña, al comisario Diéguez y a su brigadilla y éstos regresaron con datos concretos. Se calculaba que unos quince mil guerrilleros españoles habían actuado magníficamente contra los alemanes en la retaguardia, ya antes del desembarco de Normandía. Estos hombres, ocupado París, volvieron sus ojos hacia España. Querían su "liberación". Les faltaban medios, pero se los procurarían. Se creó en Toulouse un llamado "Grupo de servicios especiales", que se encargaron de realizar asaltos y atracos con que obtener recursos económicos. De hecho, los comunistas españoles se habían adueñado del sur de Francia, logrando proveer abundantemente las arcas del Partido. Conseguían muchos millones de francos, aparte de que los ingleses arrojaban mucha cantidad de dinero desde aviones. Los maquis, atentos por las noches al ruido de los motores aliados, dispersaban sus hombres buscando los fardos que caían del cielo y ocultándolos en lugares seguros.

– De un momento a otro van a empezar a entrar. Deberíamos reforzar la vigilancia en los Pirineos.

– Decir los Pirineos es no decir nada. En qué puntos concretos?

– Eso, señor gobernador, no hemos podido averiguarlo, como es de suponer…

– Y los anarquistas?

– Ahí está el punto flaco desde mi punto de vista. Andan divididos como siempre: comunistas, republicanos, socialistas, libertarios… Claro que, para algunas de las acciones que tengan previstas, llegarán a un arreglo y se unirán.

El camarada Montaraz habló con el general Sánchez Bravo y éste con el general Moscardó, que ostentaba la capitanía general de Cataluña. Pero apenas si tuvieron tiempo de trazar un plan. Los teléfonos sonaron con estrépito alertando que "grupos enemigos" se habían infiltrado en Navarra, por Roncesvalles y el Roncal. Poco después, la calma. La acción de estos grupos -capitaneados por un tal "Mariano"- había sido tan disparatada que las fuerzas normales de vigilancia del Ejército y de la guardia civil se habían bastado para causarles numerosas bajas y obligar al resto a desistir. Los supervivientes regresaron a Francia y en Francia los socialistas -Antonio Casal no estaba con ellos, y tampoco David y Olga- les acusaron de bisoñez e improvisación. Naturalmente, la guardia civil tuvo también algunos muertos, que recibieron sepultura en medio del más completo anonimato. Y no se descartaba la hipótesis de que algunos de los infiltrados se hubieran dirigido hacia el interior, tal vez hacia la región de Teruel.

El aviso no cayó en saco roto. Se reforzó la guardia en numerosos puntos, en algunos casos con el asesoramiento de los contrabandistas, que se conocían el terreno al dedillo. Y el 19 de octubre saltó la sorpresa. Esta vez la embestida fue muy superior.

Por lo menos ocho brigadas de trescientos hombres cada una penetraron en el valle de Aran, sigilosamente y por sorpresa, ocupando una serie de pueblos -Les, Bossost, Les Bordes, Vilca, etc.- y acercándose peligrosamente a Viella, la capital.

Era la más importante de toda la historia de las operaciones de los maquis en España y el hecho militar más destacado desde la guerra civil. De nuevo cayeron soldados y guardias civiles. Era evidente que los maquis pretendían ocupar la totalidad del valle de Aran, convirtiéndolo en un "enclave liberado" en el que pudiera sentar sus reales un gobierno republicano presidido por Negrín, quien pediría ayuda a las fuerzas aliadas para derribar el franquismo. José Alvear, metido entre los comunistas, decía que aquello era la "rehostia". Ya se veía en Gerona tocándole el pompis a la Andaluza y, sobre todo, al señor obispo. Los compañeros le pedían calma, pero él de vez en cuando lanzaba un grito a lo Tarzán. Había dejado a Nati en Perpiñán, en el hotel Catalogne, prometiéndole que volvería a recogerla y le daría un hijo.

El general Sánchez Bravo y el general Moscardó se personaron en Viella. El general Moscardó, al tiempo que ordenaba reforzar la población, dijo: "Voy a convertir esto en un nuevo Alcázar de Toledo". Estuvo a punto de ser capturado, hasta que en la mañana del 20 de octubre llegaron en calidad de refuerzos los batallones de cazadores de montaña Alba de Tormes y Barcelona.

Dura lucha, de la que los vencedores de la guerra civil se habían despedido el año 1939. Cada guerrillero iba soberbiamente equipado y con una fe en el combate que hubiera sido ridículo negar. Por supuesto, contaban con que les iba a ayudar la población civil, con que el ochenta por ciento de los paisanos se les unirían a la rebelión y que el abanico se ensancharía por tierras catalanas y aragonesas. Su asombro no tuvo límites al advertir que nadie movía un dedo. Todo el mundo permanecía en sus hogares, demudado el semblante. En algunos casos se advertía la animadversión y entonces los "culpables" eran fusilados sobre el terreno. Simultáneamente habían penetrado maquis en la zona norte de Pallars Sobirá. La lucha duró diez días. Más de cien soldados y guardia civiles fueron hechos prisioneros. El interrogante era automático. "Creéis que el pueblo se alzará contra Franco? Y vosotros, los de uniforme? Acudiréis en defensa de la libertad?". Los soldados y guardia civiles no sabían qué responder. Con sus familias y sus novias tranquilamente en la "retaguardia" no estaban en absoluto preparados para semejante situación. De pronto, algún maquis de sangre caliente vaciaba su cargador y caían al suelo unos cuantos prisioneros; otros eran guardados como reliquias con la pretensión de obligarles a "cantar".

A los diez días los maquis eran menos y las fuerzas que defendían Viella muchas más. Entonces llegó de Yugoslavia, del cuartel general de Tito, Santiago Carrillo y a la vista de los acontecimientos ordenó a "Mariano" y sus hombres que abandonaran la lucha y regresaran a Francia.

Costó mucho obedecer. Tierra española! Cinco largos años esperando la ocasión. Sin embargo, Santiago Carrillo tenía razón. Superado el factor sorpresa, y comprobada la inmovilidad del vecindario, aquello terminaría en hecatombe. Todavía estaban a tiempo de salvar el pellejo. Porque pronto llegarían los morteros, la artillería y quién sabe si la aviación. José Alvear subió al campanario de Bossost, meó desde allá arriba y se despidió hasta nuevo aviso de su gran aventura, ampliación de la anterior en el pueblo de Agullana. Quería llevarse en recuerdo la pila bautismal. O la custodia. O el incensario. Finalmente entró en la sacristía, se vistió con una casulla y emprendió montaña a través el camino que le conduciría junto al lecho de su amada Nati.

El Partido Comunista, aprendida por dos veces la lección, desistió de la "guerra abierta". Esperaría a que la contienda mundial terminase y actuarían entonces como mejor les conviniera. Claro, que era preciso no entregar la primacía a los republicanos ortodoxos, que a lo máximo impondrían en España una República burguesa. De ahí que Santiago Carrillo y su comité asesor decidieran enviar combatientes uno por uno, o por parejas, hacia el interior de España, con consignas concretas para reconocerse entre sí e instrucciones para el sabotaje y la hostigación del Régimen: asalto a trenes, a centrales eléctricas. Al propio tiempo, se instalaría un Comité Central en Madrid, que actuaría de enlace y cuyo mando directo asumiría el general Líster, quien había hecho los correspondientes estudios militares en la Academia Frounze, de Moscú.

Todo fue impresionante para el camarada Montaraz. La valentía del adversario, su fanatismo, la perfecta reacción del Ejército y de la guardia civil. También le impresionó en grado sumo el silencio que planeó sobre tales acontecimientos. Recibieron de Madrid orden tajante de no publicar nada en Amanecer, de no dar la menor noticia por la radio. Y en toda España sería así. En Gerona, apenas si unos cuantos se enteraron de lo que había sucedido y de su posible trascendencia. Mateo utilizó, como en las grandes ocasiones, su mechero de yesca. Pilar no se enteró. Tampoco Carmen Elgazu. Sí se enteró Matías, gracias a Ignacio. El señor obispo se arrodilló en su habitación y rogó largamente "por las víctimas de ambos bandos". Cacerola, contra su costumbre, se indignó. Debían de haberlos avisado a ellos, a los ex divisionarios, para ir en socorro del valle de Aran. Claro que, dejar a Lourdes -tal vez embarazada- hubiera sido el mayor sacrificio de su vida de falangista.

De nuevo las dos Españas, aunque no frente a frente. Una, todopoderosa, disponiendo de un ejército en constante renovación; otra, dispersa por los caminos y por los cerros, especialmente por Extremadura, Asturias, León, Cuenca, etc. También había otra España disfrazada, maquillada como el presidente Roosevelt, en las grandes capitales. En un momento en que se había aprobado la Ley contra el Bandidaje y Terrorismo, que en el pueblo cordobés de Espiel quince atracadores habían sido fusilados en la plaza mayor y que en el campo de la Bota eran fusilados también seis "individuos" por haber asaltado la fábrica de cervezas Moritz.


* * *

José Alvear no pudo llegar a Perpiñán, al lecho en el que Nati le estaba esperando. En el último kilómetro antes de alcanzar la frontera les salió al encuentro -iban él y cinco compañeros más- una patrulla de la guardia civil y les obligó a rendirse. José Alvear repitió aquello de la "rehostia", pero el tono de voz había cambiado. También se había despojado de la casulla, impedimento para caminar. Debidamente esposados, fueron objeto de un minucioso chequeo ellos y sus mochilas. En la de José Alvear encontraron un paquete de consignas del Comité de Unión Nacional que empezaba diciendo: "Departamento de los Pirineos orientales. Manifiesto. A todos los españoles! Compatriotas! La hora ha llegado!". Etcétera. El resto del grupo no llevaba nada y ello les llamó la atención. Posiblemente José Alvear fuera un pez gordo. Él negó con la cabeza, pero su físico era la viva estampa del guerrillero acostumbrado a luchar. José Alvear tuvo una idea luminosa, que acaso le salvara la vida: decirles que tenía familia en Gerona, con ex combatientes y demás, y que vivían en la Rambla, 28. Su primo, Ignacio, vivía gracias a él. Él le había acompañado al frente de Madrid, el año 1938 y lo había depositado en manos de los "nacionales", de los moros. Pedía ser llevado a Gerona para confirmar la autenticidad de su declaración.

El sargento de la guardia civil se acarició el bigote. Sí, era posible. El prisionero dio todos los datos que le pidieron acerca de sus familiares gerundenses. Lo mejor sería no fusilarlo allí mismo; tal vez aquel "pájaro" fuera un mandamás y pudiera aportar informes de valor.

En fila india fueron conducidos a Viella. Allí el general Sánchez Bravo separó del resto a José Alvear. El resto, pese a las súplicas, fueron ejecutados en el pequeño cementerio del pueblo, con la asistencia del párroco, cuya ayuda rechazaron; y el "posible mandamás" fue conducido en coche a Gerona, donde ingresó en la cárcel.

José Alvear se mordía los puños. Si Ignacio quisiera! Pero tal vez el pobre no podría hacer nada. Los reclusos le asediaban a preguntas, convencidos de que la infiltración procedente de Francia era masiva. Él les contó la verdad -el golpe había fracasado- y rogó que le dejaran solo. Y se puso a meditar, recordando su llegada a Gerona la primera vez, cuando encontró a Ignacio en las nubes, como un monaguillo y cuando él se subió al tablado de las sardanas y destrozó el trombón. Cuántas cosas habían pasado! Y Canela… Tío Matías podría hacer algo? Tal vez… Llevaba sombrero y tenía autoridad moral. Seguro que Ignacio, por su parte, era amigo del gobernador. Y tía Carmen, amiga del obispo. Dios, quién lo metió en aquel lío! Con lo bien que lo pasaba escribiéndoles cartas. Y ahora que el Eje estaba a punto de pringarla. Era preciso esperar. Era de suponer que todo iría muy de prisa, que no le tendrían con la incertidumbre durante días y días, como pasaba con otros camaradas. "Lo mío es otra cosa. Lo mío, según las leyes fascistas, se merece el juicio sumarísimo y el paredón".

Fuera, las cosas discurrieron por cauces normales, es decir, con una angustia asfixiante por parte de Ignacio y de Matías. Éstos hicieron cuanto estuvo en su mano para que la pena de muerte decretada contra José le fuera conmutada. Intervino el gobernador. "Lo lamento, Ignacio. Pídeme cualquier cosa menos esto. Tenías que ver a nuestros muertos en el valle de Aran". Intervino el capitán Sánchez Bravo, a quien visitaron Matías e Ignacio. "Yo no puedo hacer nada. Mi padre es general, yo soy un simple capitán…" Intervino José Luis Martínez de Soria, teniente jurídico. Tal vez éste, por su cargo, pudiera inclinar la balanza. "Lo lamento, Ignacio. El delito es de muerte. Te das cuenta? Comité de Unión Nacional. Compatriotas? Ha llegado la hora! Me temo que haya llegado la hora para tu primo. La ayuda que te prestó a ti no compensa. Aunque intentara hablar con el coronel que ha de juzgarle no conseguiría nada; pero es que tampoco, y lo siento, estoy dispuesto a intervenir".

Paz Alvear se enteró y se subía por las paredes. Volvió a ser la muchacha de Burgos que vendía tabaco a los militares. "Esos canallas! Morirán matando… Dispararán hasta el último momento, hasta que cinco mil aviones aliados cubran el suelo español". La Torre de Babel intentó apaciguarla. "Tu primo es un insensato. Guerrilleros en España! Nadie le obligó. Me escuchas, Paz? Él mismo lo ha dicho. Pensaban que la gente se uniría a su proeza; y la gente no está para volver a las andadas. Ni siquiera tú… Los únicos tiros que gustan a la gente son los de las ferias, los tiros al plato y los tiros de pichón".

Pleito resuelto. José Alvear no era siquiera un "mandamás", como en un principio se creyó. Era un loco, un libertario. Dios sabe cuántos crímenes tendría sobre su conciencia; mucho más serio que asaltar las cervecerías Moritz. Pena de muerte. Ejecución inmediata, en el cementerio de Gerona, al amanecer. Mosén Falcó fue a visitarle y comunicarle la noticia de que no había conmutación de última hora. José Alvear le llamó "cabrón" y se volvió de cara a la pared.

Al alba, como siempre, en aquel cementerio de Gerona donde los Alvear empezaban a tener tantos seres queridos. José Alvear fue fusilado. No quiso que le vendaran los ojos, tampoco que le fusilaran por la espalda. Murió con el uniforme del maquis, moteado de verde para confundirse con la vegetación. Gritó "Viva la libertad!", y cayó desplomado. Y el sustituto de Ricardo Montero se le acercó y le disparó el tiro de gracia. Fue enterrado en la fosa común, donde se amontonaban carne putrefacta y esqueletos. No tuvo derecho a lápida, como Matías hubiera querido. Tampoco a corona de flores. Mateo deseaba presenciar la ejecución, pero Pilar le rogó que se quedara en casa acunando al pequeño César, que ya sabía indicar con los dedos que estaba a punto de cumplir los dos años de edad.

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