CAPÍTULO XIII

EL PRONÓSTICO SE CUMPLIÓ. Núñez Maza, al regresar de la División Azul, escribió efectivamente una carta, muy meditada, al Caudillo, diciéndole que los muertos de la División Azul hubieran podido ser muchos menos si el mando alemán no les hubiera escamoteado la aviación. Al margen de esto, al regresar se había encontrado con una Falange rotundamente desviada de los principios de José Antonio, en los que predominaba sobre cualquier otro capítulo la redención del trabajador. España se había convertido en un país oligárquico, con una minoría que ostentaba el poder y se repartía las prebendas y una mayoría que vivía de nabos y zanahorias y empeñaba el alma en los Montes de Piedad.

Él, como camisa vieja y como ex divisionario, no podía permanecer impasible ante semejante traición. Consideraba un deber exponérselo al Caudillo de España, fuera cual fuera la decisión que éste tuviera a bien tomar. Era posible que España, maltrecha y cansada después de la guerra civil, aclamara a Su Excelencia en los viajes; pero se estaba incubando un profundo descontento, aparte de que la visión global del mundo, del meollo de la sociedad, aconsejaban el pluralismo, en contra del decálogo de las naciones del Pacto Tripartito. Los alemanes perderían la guerra -él lo vio con claridad en Rusia-, y entonces las democracias pasarían factura y lo que pudo haber sido la culminación fáustica de una gesta histórica -la guerra civil-, podría convertirse en un "Sálvese quien pueda", y que de nuevo y para siempre las de perder recaerían posiblemente sobre los menos responsables. "Sin más que añadir le presento. Excelencia, mis respetos. Luché en las filas de la Falange inicial, y volvería a hacerlo; pero yo esperaba que la doctrina de José Antonio no sería enterrada con él". Firmado: Alejandro Núñez Maza.

Según el camarada Salazar, quien había regresado ya de Rusia y que llamó por teléfono a Mateo, Franco dudó entre mandar a Núñez Maza al paredón o desterrarlo. Por fin lo desterró a Ronda, siempre teniendo en cuenta el clima, que podía serle beneficioso para su recuperación. Núñez Maza era un poco una figura mítica dentro del Movimiento y Franco no quiso fabricar otro héroe. Bastante le pesaba José Antonio, puesto que seguía vigente la tesis de que se negó a canjearle durante la guerra civil.

Salazar dio a entender a Mateo que personalmente él no estaba en absoluto de acuerdo con la postura adoptada por Núñez Maza. "Cuando me enseñó la carta discutí violentamente con él. Lo lamenté mucho. Considero que su acto es una rebelión y no comprendo qué mosca le ha picado para venir ahora con el pluralismo y la democracia. España, y él lo sabe, ha hecho ya esta prueba en distintas etapas de su historia y el desenlace ha sido siempre fatal. Cierto que hay muchas cosas que deben mejorarse, pero hay que hacerlo desde dentro, como pretendo hacerlo yo y como supongo piensas hacerlo tú en tu querida Gerona".

Mateo se quedó hondamente preocupado y no era nada extraño que el idilio entre Ignacio y Ana María le dejara indiferente. Escribió a Núñez Maza, en tono un tanto neutro, y aquel ser enfebrecido en el hospital de Riga y que había sido ejemplo para millares de falangistas le contestó largo y tendido, exponiéndole sus razones y diciéndole que de momento se dedicaría en Ronda a escribir sonetos, que es lo que le apetecía.

Mateo trató el tema con el camarada Montaraz, quien estaba tan al corriente como el camarada Salazar, el de la cachimba y la fuerza física. El camarada Montaraz fue tajante. "Yo también considero que la actitud de Núñez Maza es una rebelión y creo que el Caudillo, en su decisión, ha sido benévolo…" Dijo esto y enseñó sus dos dientes de oro.

Mateo se sobresaltó.

– Tú qué hubieras hecho?

– Juicio sumarísimo y al paredón.


* * *

El año 1943 se presentó cargado de noticias. El doctor Chaos y Moncho se entusiasmaron porque el doctor Waksman, norteamericano de origen ruso, consiguió aislar la neomicina y la estreptomicina. También se estrenó el NO-DO, noticiario. "El mundo entero al alcance de los españoles", en sustitución de los noticiarios alemanes UFA y de los italianos LUCE. En un principio, se daban sobre todo imágenes victoriosas de la campaña del Este, y cuando aparecía el Caudillo mucha gente, sobre todo en los pueblos, se ponía en pie y levantaba el brazo. El doctor Andújar dijo por radio, en su emisión "Pildoras para pensar", que se daban un cien por cien más de criminales entre los solteros que entre los casados, lo que movió a reflexión a Ángel, el hijo del gobernador. Por su parte la Voz de Alerta, en su columna "Ventana al mundo" que publicaba en Amanecer, escribió que España fue el primer país que conoció el platino, y de ahí el diminutivo de plata. Plinio hacía mención del "pomo blanco" que se recogía y fundía en las minas y lavadores de España y Lusitania.

Al compás de estas noticias, llegó a Gerona el hermano de Alfonso Estrada, Sebastián, quien, en efecto, había decidido dejar de navegar y quedarse en tierra. Su último viaje había sido con el buque Montserrat, cruzando el Atlántico ida y vuelta, pero había conocido mucho mundo y estaba muy al día en cuestión de las toneladas que habían hundido los submarinos del Eje y los de los aliados. Dejó los barcos porque se había cansado de dar vueltas y porque quería desarrollarse intelectualmente. También porque uno de los capitanes que tuvo le dio a leer un librito pequeño, titulado Camino, de monseñor Escrivá de Balaguer, en el que leyó una serie de máximas que le causaron gran impresión. Dicho capitán, que era de tierra adentro, de Barbastro, lo mismo que el autor del libro, se reía de éste y de sus elucubraciones. Pero Sebastián Estrada, que, al igual que su hermano, era hombre de fe, encontró en Camino, pese a sus evidentes contradicciones y lugares comunes, algo que le sedujo: la virilidad.

Era un libro viril, y a Sebastián ello le iba como anillo al dedo. Jamás encajó el muchacho en las Congregaciones Marianas. De estatura mediana, fornido, musculado, se había tatuado en un brazo una pequeña sirena. Había pecado mucho contra el sexto mandamiento y ahora esta flaqueza le causaba estorbo, sobre todo porque había contraído varias enfermedades venéreas. Tenía la vista sanísima, gracias a sus estancias en el mar. Caminaba balanceándose un poco, como algunos marinos. Poco hablador, contestaba casi con monosílabos. Tocaba la guitarra. Cejas pobladas y mentón prominente, que le conferían un aire autoritario que respondía a la verdad. La palabra América tenía sentido para él -al igual que para Julio y para David y Olga-, por los muchos viajes que había hecho con la Compañía Trasatlántica. Le asustaba pensar que en Gerona encontraría en este sentido una población aldeana, que no vería más allá de sus narices. El telegrama que le envió su hermano, Alfonso, acabó de decidirle y el 6 de enero, coincidiendo con la festividad de los Reyes Magos, llamó a la puerta de su casa dándole a Alfonso un abrazo interminable.

– No te asustes de mi gorra de marino… He jurado llevarla toda la vida.

– No me asusta la gorra. Lo que me ha asustado es la fuerza de tus brazos…

– Pues en uno de ellos llevo tatuada una sirena!

– No me sorprende. Todos tenemos nuestra sirena, en la tierra o en el mar…

– La tuya cómo se llama?

– Asunción, y es maestra.

Tres personas se alegraron especialmente de la llegada de Sebastián. En primer lugar, Alfonso, quien le anunció que iba a casarse muy pronto. En segundo lugar, Manolo, quien en cuestión de quince días, con la ayuda del notario Noguer, puso de acuerdo a los dos hermanos para el reparto en dos mitades de la herencia que les había legado su padre. En tercer lugar, Agustín Lago.

Jamás éste pudo imaginar que el primer fichaje para el Opus Dei que conseguiría en Gerona le llegaría del Caribe. Y fue así. Sebastián habló con su hermano, con el padre Forteza y mosén Alberto, y todos le explicaron someramente en qué consistía la Obra y que en Gerona ésta tenía un representante: el inspector de enseñanza primaria, mutilado de guerra, llamado Agustín Lago.

Sebastián, después de cumplimentar a las amistades de rigor, entre las que figuraban Mateo e Ignacio, visitó, en la fonda Imperio, a Agustín Lago. Se presentó como un neófito, con Camino en la mano. Agustín Lago sonrió. Vio en ello la mano de la providencia. Cómo era posible que un capitán de barco nacido en Barbastro ejerciera de intermediario? Claro que Camino decía: "No seas pesimista. No sabes que todo cuanto sucede o puede suceder es por tu bien? Tu optimismo será la necesaria consecuencia de tu fe".

Agustín Lago le preguntó a Sebastián Estrada si creía en Dios.

– Sí, creo.

Si creía que Jesucristo era hijo de Dios.

– Sí, creo.

Si creía que la madre de Jesús era inmaculada.

– Sí, creo.

Si creía en la resurrección de la carne.

– Sí, creo. Y también creo en un premio y en un castigo eternos.

A partir de ahí, Agustín Lago se comportó con la máxima cautela. Le dijo que ingresar en la Obra no era tarea fácil, que se necesitaba el placel de monseñor Escrivá y estar dispuesto a hipotecar en pro del Opus Dei gran parte de la vida personal. Todo ello dentro de una absoluta libertad en el aspecto profesional.

– El Opus Dei -declaró Agustín Lago-, que hace dos años el doctor Eijo Caray, obispo de Madrid y Alcalá, reconoció como Pía Unión, tiene por objeto el apostolado en medio del mundo y abrir las puertas incluso a fieles de otras religiones. Para darte un ejemplo, te diré que acaban de ingresar en la Obra, en calidad de cooperadores, algunos croatas refugiados en España, huyendo de la guerra mundial.

El diálogo entre los dos hombres se prolongó por espacio de tres horas, mientras en el comedor de la fonda Imperio Cacerola y los otros tres ex divisionarios cantaban La Parrala. A la salida, Sebastián Estrada había aprendido muchas cosas. Que el padre Escrivá vivía en Madrid, en la calle Jenner, 6, donde había montado una academia de derecho y arquitectura que se llamaba Dya, siglas que significaban derecho y arquitectura, pero que para los iniciados significaban Dios y Audacia. Estaban con él su madre, Dolores, su hermano, Santiago, y su hermana, Carmen, además de una serie de estudiantes que formaban lo que se denominaba " la Gran Familia ".

Aprendió también que existían tres categorías entre los miembros de la Obra: la sacerdotal, los miembros laicos que hicieran votos monásticos y los laicos que se casaran y formaran familia. Que había una serie de oraciones prescritas a lo largo de cada día, pero que se podían rezar mientras se jugaba al tenis… Que según las Constituciones, que muy pocos conocían, la acción de apostolado y proselitismo debía centrarse de manera específica en el mundo intelectual y en la clase dirigente. Al llegar aquí, Agustín Lago preguntó:

– Qué estudios tienes tú, Sebastián?

– Soy radiotelegrafista. Pero me gustaría estudiar magisterio…

– Piénsalo… Y esto lo mismo si ingresas en la Obra como si decides que no te conviene.

Sebastián Estrada quedó un tanto desconcertado. Mientras Agustín Lago hablaba, le pareció que se llevaba la mano al bolsillo con demasiada frecuencia. Finalmente le preguntó: "Puedo saber qué llevas ahí?". Y Agustín Lago le enseñó un crucifijo. "Lo llevamos siempre. Y lo apretamos con la mano cuando nos asalta alguna tentación y también cuando nos proponemos hacer el bien… Porque, nosotros, por nuestra cuenta, somos incapaces de lograr nada. Todo depende de la acción mediadora de Cristo".

También le desconcertó que, con el tiempo que Agustín Lago llevaba en Gerona no hubiera "fichado" a nadie más. Agustín Lago le repitió que ello no era fácil y que la Obra no tenía prisa. En Barcelona se había abierto brecha entre algunas familias pudientes y entre el minoritario mundo intelectual. Él mismo había recibido varias visitas de un arquitecto llamado Carlos Godo, que había hecho los votos monásticos. También había entrado en la Obra el filósofo hispano hindú Raimundo Paniker. Tocante a Madrid, feudo del fundador, estaban trabajando en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en el Ministerio de Educación, etc., y un tal Alvarez del Portillo se perfilaba como futuro secretario general.

Sebastián intuyó que "aquello" le convendría -lo mismo que estudiar magisterio-, pero necesitaba conocer muchos más detalles, dado que aquella Pía Unión guardaba grandes semejanzas con cualquier otra fundación religiosa. El padre Forteza le había dicho: "Diríase que quieren suplantarnos, partiendo de la base de que los jesuítas hemos perdido el norte… Se van a dar con un canto en los dientes". Por su parte, mosén Alberto le informó de que las obligaciones cotidianas de cualquier miembro de la Obra eran durísimas, hasta el extremo de que él suponía que el Papa pondría coto a su expansión. Él mismo había tenido un incidente desagradable con un tal Carlos Godo, a quien dijo que la Obra, por sus secretos y sus ritos de iniciación, se parecía un poco a una francmasonería blanca. Carlos Godo se puso en guardia y espetó: "Eso es tanto como si me dijera que mi madre es una puta renombrada!".

Sebastián Estrada era introvertido. No le gustaba la improvisación. Posiblemente ello lo había aprendido en el mar. Por de pronto, nadie discutía ni tanto así la ejemplar personalidad de Agustín Lago y su eficacia al frente de la Primera Enseñanza. "Por sus obras les conoceréis". Sebastián intuía que el Opus Dei se presentaba como una revolución en el seno de la propia Iglesia y las opiniones de sus adversarios podían muy bien ser fruto de los cejos o del temor.

La propia postura de su hermano, Alfonso, lo alertó. Al contagie su entrevista con Agustín Lago, Alfonso, que tocaba el piano y era rumboso de carácter, se sentó en el taburete y atacó la Marcha fúnebre. "Hay congregantes e incluso jesuítas, muertos de miedo, es verdad. Yo, por supuesto, soy partidario de las fórmulas clásicas y tengo un librito mucho más práctico que Camino: los Evangelios. Allí no se habla ni de la "santa desvergüenza", ni de la "santa coacción", ni se dice: Tu obediencia debe ser muda. Esa lengua! Yo quiero obedecer en voz alta, como hace el padre Forteza".

Sebastián tuvo un momento de decaimiento. Hacía poco que había dejado la mar, y se enfrentaba con unas complejidades que no tenían nada que ver ni con el contrabando ni con los navy-certs. No sabía si aborrecer o venerar ese librito, Camino, que le dio el capitán. No sabía si Agustín Lago, al darle largas, en el fondo no se había sentido superior. Por qué no le invitó, de buenas a primeras, a ir a Madrid a conocer a monseñor Escrivá? Habló de éste mucho más que de Cristo. Lo tenía en un pedestal. Le enseñó una fotografía suya -la llevaba junto a una estampa de la Virgen- y la mano le temblaba. En dicha fotografía, eso sí, se veía a un sacerdote de cara recia, de mirada inquisidora, que arrastraría sin duda a los débiles y acaso también a los fuertes. Su hermano le había dicho: "El día que vea que monseñor Escrivá no menosprecia a las mujeres y que uno de sus sacerdotes se hace sacerdote-obrero, aquel día cambiaré de opinión". "Por descontado -añadió-, prepárate a dormir sobre tablas y a entregarle a la Obra la totalidad de la herencia que has recibido".

– Pero, qué estás diciendo?

– Lo que oyes…-Alfonso volvió a tocar al piano la Marcha fúnebre-. Intelectuales, dirigentes y banqueros, te das cuenta?

Sebastián se acordó de que él tenía una guitarra… Pero el tono de voz de su hermano no acabó de gustarle y se olvidó de ella y se encerró en su cuarto. Si por lo menos llevara en el bolsillo un crucifijo para poderlo apretar!


* * *

La vida continuaba en la ciudad. Llovía a mares y todo el mundo temía una de las clásicas inundaciones con que de tarde en tarde el cielo obsequiaba a los gerundenses. El camarada Montaraz, que no estaba acostumbrado a ello, alertó a los bomberos, que tenían su hangar junto al matadero municipal. Los dueños de los establecimientos se prepararon para tapiar en lo posible, utilizando ladrillos, la puerta de entrada. Lo que sorprendió al gobernador fue que la parte de mayor peligro de la ciudad, el barrio de Pedret y la calle de la Barca, fuese aquella cuyas gentes eran las que con mayor estoicismo contemplaban el agua que iba cayendo. Sólo el patrón del Cocodrilo tomó sus medidas, como de costumbre. Le robaban en el bar, pero él no se inmutaba. "Pobrecitos. No tienen donde caerse muertos. Lo que me roban van a empeñarlo al Monte de Piedad". El gobernador prometió hacer un viaje a Madrid para evitar aquel periódico riesgo. "Si de algo puede envanecerse Franco es de su política de embalses, aunque en Madrid, y ello me parece bien, a causa de esto le llaman el hombre rana. Voy a ver si nos construye un embalse como Dios manda". Y ordenó a su hijo, Ángel, que sacara el mayor número posible de fotografías de la inminente inundación.

Por suerte, la cosa no pasó a mayores, como en 1933. Dejó de llover en el momento oportuno y el Ter pudo absorber perfectamente el temible caudal del Oñar. Sólo la Dehesa quedó convertida en lago. Desde el ventanal de los Alvear, el agua que bajaba con ímpetu arrastrando toda clase de utensilios, troncos de árbol, muñecas y chatarra, ofrecía un aspecto impresionante. "Ahí va!", gritó Eloy, con la nariz pegada a los cristales. "Nos hemos salvado de milagro -comentó Matías-. Y agua no va a faltar… Además, habremos dicho al frío adiós muy buenas, hasta nuevo aviso".

Rogelio, en la cafetería España, en la Rambla, respiró. Cuando advirtió el pánico de sus vecinos no sabía qué hacer. Miguel Rosselló le ayudó personalmente a tapiar la puerta; pasado el susto, Rogelio derribó los ladrillos con unos cuantos martillazos y colgó en el cristal un letrero que decía: "Se sirve café pasado por agua".

La cafetería España era un éxito. La gente entraba y salía sin cesar. Rogelio escuchaba. "Menudo palco de observación!", había comentado el comisario Diéguez. A Rogelio le gustaba el chismorreo y algunos de sus clientes habían empezado a hablar sin temor. Muchos aludían a la BBC, emisora que, a pesar de las "programadas" interferencias, a menudo podía oírse con claridad. Por ella se enteraron de que la marcha de la guerra daba, en efecto, la impresión de ser desfavorable al Eje, y Rogelio se indignaba ante la sonrisita que muchos le dedicaban, sin duda por saberle ex divisionario. Uno de los clientes más asiduos era el librero Jaime, quien no sólo se tomaba muchos cafés-malta al cabo del día, sino que, según Rogelio, vendía por dos pesetas las copias de los partes de la BBC que publicaba la embajada británica y que Facundo, dos veces por semana, iba a recoger al hotel del Centro, donde se hospedaba mister Collins.

Otro de los clientes era el padre Forteza, quien siempre entraba allí con dos o tres jóvenes catecúmenos. El obispo le había llamado la atención, pero él había contestado: "En el Nuevo Testamento no hay una sola palabra en contra de las cafeterías situadas en lugar céntrico. En cambio, sí hay una alusión al ojo de la cerradura por la que deberán pasar los ricos para entrar en el cielo".

Clientes de postín para Rogelio eran los hermanos Costa, quienes continuaban repartiendo "pedrea" por la ciudad. No sólo le daban a Rogelio propinas regias, sino que financiaban el club gerundense de hockey sobre ruedas, que aquel año había quedado campeón de España. "Sabe usted bailar el swing?". Ritmo nuevo. Los Costa organizaron un concurso en la pista anexa al estadio de Vista Alegre, con un premio de mil quinientas pesetas. Lo ganó Rogelio junto con una extraña jovencita, que nadie sabía quién era, muy bella, que llevaba cola de caballo anudada con un lacito azul. Rogelio, pese a sus ideas, estaba encantado con los hermanos Costa, entre otras razones porque jamás se metían en política. Iban a lo suyo, coñac de marca -Rogelio sabía dónde encontrarlo- y que Dios repartiera suerte.

Otros clientes, éstos de fácil comprensión, eran los ex divisionarios como Rogelio, empezando por Cacerola. Por causas diversas, cada uno de ellos era un reclamo para la cafetería España. León Izquierdo, quien a la sazón, y de hecho, por enfermedad de Ricardo Montero, ejercía de "jefe" en la Biblioteca Municipal, se había ya proclamado campeón de billar en la confrontación que se celebró en el casino de los señores. La expectación fue enorme. Lo organizó la Falange, es decir, Mateo. La final la jugaron León Izquierdo y el capitán Sánchez Bravo. Éste fue buen perdedor, deportivo; León Izquierdo, mal hablado, hacía que las bolas le obedecieran a base de llamarlas cabronas, hijas de la gran perra y lindezas por el estilo.

Pedro Ibáñez tampoco había perdido el tiempo. Bien alimentado, por estar en Abastos, con una gran cantidad de palillos que adquirió, y muchas horas de paciencia, reprodujo la catedral y la iglesia de San Félix con asombrosa precisión. Sobre todo los campanarios, eran un modelo de bien hacer. Las dos joyas fueron expuestas en el Museo Diocesano, pues mosén Alberto no dejó escapar tamaña oportunidad. Pedro Ibáñez, leporino, muy alto y delgado como un alfil, estaba absolutamente satisfecho, pues por fin había conseguido, a través de la embajada y del Responsable, conocer el paradero de sus padres en Venezuela. Su padre le escribió de puño y letra diciéndole que continuaban luchando por la causa – la América Hispana era campo propicio- y que se ganaba muy bien la vida vendiendo juguetes para los niños. "Seguro que aquí hay más juguetes que en Madrid -le decía-. Deberías venirte y echarme una mano". Pedro Ibáñez le contestó que él era falangista y que por eso el anarquismo le sonaba a falsa moneda que de mano en mano va.

Evaristo Rojas, sevillano, continuaba de empleado administrativo en la Delegación de Obras Públicas, donde el porvenir de España, gracias a la reconstrucción, se veía con mayor optimismo. Llegó a conocer uno por uno a todos los torreros de la costa, puesto que él, en Pagaduría, era quien mensualmente cuidaba de hacerles efectivos los sueldos. "Resistís la soledad?". "Perfectamente…" "Y en días de temporal, cuando las olas embisten, cuando la mar se pone brava?". "No hay ópera que se le pueda comparar". Evaristo coleccionaba relojes de bolsillo antiguos, con tapa móvil. Se trajo de Rusia media docena y consiguió que Rogelio en la cafetería España colgara un letrerito: "Compro relojes de bolsillo antiguos, compro". Hizo buenas migas con un anticuario que había hecho una fortuna comprando y vendiendo tallas más o menos auténticas requisadas en las iglesias durante la guerra civil. Se llamaba Benjamín Pujadas y de vez en cuando llamaba a Evaristo para enseñarle la última pieza, el último reloj, que hubiera cazado. Los había con musiquilla, como el del padre Forteza y sin musiquilla. Los había con la esfera azul, o blanca, o dorada. Los había con cifras romanas y las agujas temblorosas. En los relojes se le iba media paga y los tenía colgados en su cuarto, como el gobernador tenía los suyos, de pared, colocados en varias estancias del Gobierno Civil. Los que se trajo de Rusia eran sus preferidos, puesto que estaban teñidos de recuerdos y de sangre: los había requisado al enemigo, que lo mismo podían ser esquiadores siberianos como oriundos de Georgia, donde había nacido Stalin.

Sin embargo, el más popular y conocido de la fonda Imperio era, cómo no!, Cacerola. También en su labor de conserje en Sindicatos se había percatado de que las cosas no andaban, ni mucho menos, tan mal como afirmaban los enemigos del Régimen o los que vivían siempre a la contra. Los Sindicatos – la CNS- funcionaban: Sindicato del Aceite, de la Ganadería, de la Metalurgia, de la Pesca, etc., eran organismos que formaban un todo armónico. Jesús Revilla, el delegado provincial, que era muy avanzado y eficaz, decía siempre que sí, que todo aquello estaba encarrilado, pero que se escamoteaba a los obreros su arma más poderosa: la huelga. "Como en Rusia, Cacerola, como en Rusia". Cacerola no sabía qué contestar, puesto que él jamás había pensado en hacer huelga de ninguna clase.

Cacerola, en la fonda Imperio, dio la campanada. No sólo como buen cocinero le enseñó a doña Rogelía a confeccionar tortillas sin huevos, guisos sin carne, fritos sin aceite, dulces sin azúcar, café con trigo tostado, sino que empezó a interesarse por la hija de doña Rogelia, Lourdes de nombre, que era invidente. Hermosa, con un cuerpo atractivo, pero ciega. Cacerola, a lo primero, se limitó a acompañarla a dar vueltas por la plaza de San Agustín, llegando incluso a la Dehesa. La muchacha dejó, por lo tanto, el bastón blanco y se apoyó en el antebrazo de Cacerola. Doña Rogelia titubeó. Temía que Cacerola actuara por puro exhibicionismo, pero que a la hora de la verdad se echara para atrás y se buscara otra pensión.

Pero no parecía que la cosa fuera por ahí. Cacerola, "que era un romántico irremediable, se enamoró de veras de Lourdes, por su voz cálida, por su alegría! y por su falta de complejos. Se comportaba como todo el mundo, leía por el sistema Braille y vibraba con los concursos radiofónicos de "Lo toma o lo deja", "Doble o nada", dirigidos por los locutores Joaquín Soler Serrano, Matías Prats y Enrique Marinas. También la colmaban los seriales, que continuaban en boga. Lourdes, que tenía sentido del humor, le dijo a Cacerola: "Prohibido que me llames por teléfono a la hora de las lágrimas".

Cacerola se decidió. Se casaría con Lourdes. Ya era hora de sentar cabeza. La quería. Jamás encontraría un alma tan pura como la del "ángel" de aquella pensión. Doña Rogelia, viuda, levantó los brazos hasta el techo y abrazó y besó a Cacerola por espacio de varios minutos. Lourdes le advirtió de que no exagerara. Ella había estado siempre contenta con su suerte y tenía su mundo interior tal vez más rico que otras muchas personas. Se casaría con Cacerola porque entendía que el muchacho era un tesoro de bondad y, en consecuencia, se enamoró. Nunca había querido vender cupones de lotería. La lotería vino a ella y ella la aceptó. Cacerola, sabedor de la reacción de Lourdes, la quiso todavía más, aun en contra de la postura de sus compañeros, que no sabían si admirarlo o si acababa de jugarse la vida.

Cacerola recibió muchos plácemes. Entre ellos, de Mateo y del gobernador, camarada Montaraz. Por cierto que éste, desde su garita de centinela, observaba los acontecimientos y se reafirmó en la idea de que, pasara lo que pasara, sus más leales servidores serían los ex divisionarios, además de Miguel Rosselló, de Marta y de una pléyade de falangistas sobrios que andaban repartidos por los pueblos.

Así que los trató con delicadeza y de vez en cuando entraba también en la cafetería España a pedir "fiebre de malta". Se acariciaba la cicatriz de la mejilla izquierda y leyendo los partes de guerra pensaba: "Quién sabe lo que puede ocurrir!". Añoraba la caza a la que se dedicó en Albacete. En Gerona no tenía tiempo. Como sucedáneo, organizó en la Dehesa un campeonato de tiro al plato. Los ex divisionarios participaron en bloque, así como una buena representación de los oficiales de infantería. Cien platos. Su oponente más tenaz fue precisamente su propio hijo, Ángel. Pero al final venció. Cien platos, cien dianas. Ni un solo error. Todo el mundo aplaudió. Pero se dio la paradoja de que la copa, regalada por él, el camarada Montaraz tuvo que entregársela a sí mismo. Las mujeres de la "alta sociedad" gerundense acudieron al reclamo del tiro al plato. Siguieron con el alma en un hilo los números del marcador. Al final, doña Cecilia comentó: "Ha ganado el gobernador porque mi marido, el general, se negó a participar… Si el general se hubiera inscrito, hubiera roto los cien platos con menos de cien disparos".


* * *

La batalla de Stalingrado tocó a su fin, con el rendimiento sin condiciones del Ejército alemán al mando del mariscal Von Paulus. Los rusos habían pasado a la contraofensiva y a lo largo de setenta y siete días había cercado a los alemanes, a 37o bajo cero. De los trescientos mil hombres que comprendía el VI Ejército alemán el 23 de noviembre de 1942, treinta mil heridos o enfermos pudieron ser evacuados gracias al establecimiento de un puente aéreo, que tropezó con dificultades sobrehumanas. El resto, fueron capturados o murieron de hambre o de frío. Desaparecieron 22 divisiones y una cantidad incalculable de material bélico. Veinticuatro generales y más de dos mil oficiales fueron hechos prisioneros. La mayor derrota de la guerra.

En Stalingrado, civiles y militares rusos festejaron con entusiasmo el primer día de paz y de libertad recobradas. Nikita Kruschev, delegado del Partido cerca de las tropas del Don, remitió al mariscal Emerenko una pistola, el arma personal de Von Paulus, en señal de agradecimiento y en recuerdo de la victoriosa batalla que acababa de ganar. Por su parte, Stalin citó en la orden del día a todos los combatientes, comandantes y obreros políticos del frente del Don, por la forma ejemplar en que se había realizado la operación.

Hitler se desesperó y sus ojos parecieron más cavernosos que nunca. Su orden había sido, como siempre, mantenerse o morir. Von Paulus fue el primer mariscal alemán que se rindió. "Uno se mata con el último cartucho -gritó Hitler-. Desprecio a un soldado que se rinde. Veinte mil personas se suicidan al año en Alemania y es absurdo que un mariscal no sea capaz de hacer lo que hace una mujer ultrajada. Ya no haré más mariscales. El heroísmo de decenas de millares de soldados queda empañado por la cobardía de uno solo. Veréis que antes de ocho días los rusos harán hablar por radio a Von Paulus, incitando a la Wehrmacht a rendirse".

La noticia dio la vuelta al mundo y llegó también a Gerona. El camarada Montaraz, sentado en su sillón de mando, rompió media docena de cacahuetes. No acertaba a comprender. Recordó algunas opiniones de su esposa, María Fernanda y del profesor Civil. En cuanto al general Sánchez Bravo, rehuyó toda posible polémica con su hijo y se desahogó con el coronel Romero, diciéndole que la respuesta de Hitler no se haría esperar, en forma de un "arma secreta" que decidiría pronto y de golpe la guerra, sin posible apelación. "Goebbels ha prometido esta arma a su pueblo, en nombre del Führer y sólo falta saber la fecha exacta de su letal lanzamiento".

Manolo y Esther festejaron el acontecimiento. Ignacio discutió con ellos. "Os comprendería si festejaseis una victoria de Inglaterra o los Estados Unidos, y tal vez yo mismo brindara con vosotros con champán. Pero la victoria rasa, no! Esto es hipotecar para varias décadas el porvenir del mundo entero".

Poco después, la resistencia de Rommel y los italianos en África tocaba también a su fin. El "zorro del desierto", Rommel, había sido vencido por el "rayo del desierto", Montgomery, ayudado éste por el desembarco aliado en Argel. El caballo blanco de Mussolini no entraría nunca en El Cairo; por el contrario, liquidada la guerra en África se presentía la invasión de la propia Italia, a través de las islas del Mediterráneo, Cerdeña o Sicilia.

Jaime el librero vendió como rosquillas las copias de los partes de guerra emitidos por la BBC y de los que en Gerona era depositario mister Collins.

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