CAPÍTULO IV

MATEO Y SUS COMPAÑEROS gerundenses continuaban en el lago limen, que en buena parte estaba helado. Alfonso Estrada seguía muerto de miedo y contando cuentos tremebundos -que ahora no tenía que inventarse- alrededor de las hogueras. Cacerola le escuchaba como quien oye llover. A él le bastaba con escribir cartas a Hilda, su madrina alemana, que se portaba muy bien con él, que le contestaba a menudo y le enviaba paquetes con tabaco y gojosinas, además de alguna revista con generosa carne de mujer. Gracia Andújar era otra cosa, "se hacía desear"; o tal vez el correo desde España funcionase deficientemente. Sin embargo, les habían dicho que una vez a la semana salía un avión que desde Riga y pasando por Berlín enlazaba con la "madre patria".

Rogelio, el camarero que recibió el asalto sexual del doctor Chaos, había sido asistente del capitán Arias. Ya no lo era, porque el capitán Arias había muerto. Una bala certera disparada por un partisano le destrozó el cerebro. Estaba enterrado no lejos de la isba. Le habían otorgado la Cruz de Hierro, y era un honor; pero también habían puesto en su tumba una cruz de palo, que simbolizaba el "hasta nunca". Rogelio era ahora el asistente del capitán Sandoval, aunque a éste el chico no acababa de gustarle. Era el único que, a la hora de rezar, salía fuera a fumarse un pitillo, marca Juno, como siempre.

Por su parte, Mateo no podía olvidar que el comandante Regoyos le había dicho que debía prepararse para una "dura misión". Y la orden llegó, poco antes de Navidad, es decir, poco antes de que los viejos ortodoxos clamaran "Christus, Christus!". Se trataba, en efecto, de intentar socorrer, liberar, a una patrulla de alemanes que estaban cercados más al sur, en la posición de Wswad. El capitán Ordás iría al mando de la operación. Mateo, con la fotografía de Pilar y de César en el bolsillo, se despidió de sus amigos pensando también que muchos alemanes casados habían muerto voluntariamente en la guerra de España.

Fue una odisea sin posible descripción, a través de la nieve, a una temperatura de treinta y tres grados bajo cero. Un esfuerzo titánico, como Mateo no recordaba otro igual. Grandes barreras de hielo y grietas como simas. Los hombres se iban congelando, se inutilizaban los aparatos de transmisiones, los trineos se rompían y las brújulas se volvían locas. Cuando cogían algún prisionero ruso, la cantinela era la misma: miles de esquiadores siberianos se hallaban distribuidos por la región. Pese a todo, la misión se cumplió, y los cercados alemanes abrazaron a sus liberadores sin acertar a pronunciar una sílaba. Uno de ellos balbuceó: "Gracias". Todos los libertadores oyeron esta palabra, porque quedaban solamente doce. De los doscientos seis hombres que salieron de Spaspiskopez, sólo quedaron doce combatientes, entre ellos, Mateo, herido de bala en una cadera.

Los alemanes, con una camilla sobre un trineo, se llevaron a Mateo a la retaguardia ahora libre, y lo depositaron en manos de un médico alemán que le practicó el primer reconocimiento y también la primera cura y que ordenó su traslado a un hospital español que había en la ciudad de Riga, antigua capital de Letonia. Mateo sufría horrores y se preguntaba si podría volver a andar. Por el momento el diagnóstico era imposible: faltaban las radiografías. Mil pensamientos se le agolparon en el cerebro, y al pasar de nuevo por Spaspiskopez oyó que unos divisionarios cantaban la copla de moda:


Rusia es cuestión de un día

para nuestra Infantería

pero acabaremos antes

gracias a los antitanques.

Tenemos que recorrer

mil kilómetros andando

para luego demostrar

lo que llevamos colgando.


A lo largo del recorrido le fue muy útil un diccionario ruso-español que le había arrumbado al capitán Arias, éste ya cadáver. Aunque abreviado, el librito contenía palabras clave que le servían para dar cuenta de su estado. Lo montaron en un coche que olía a guerra. Más tarde una ambulancia se puso a tiro y gracias a ella pudo llegar a Riga, al hospital, donde, efectivamente, había muchos españoles, entre ellos, Solita, la enfermera, la hija de don Óscar Pinel, fiscal de tasas!

Solita le reconoció y, viéndole sufrir, le dio un beso en la frente y una copa de coñac. Abrevió de tal modo los trámites, pese al barullo reinante, que a la hora exacta había sido reconocido por dos médicos, que diagnosticaron la destrucción de la articulación coxo-femoral. La herida era grave. "Te das cuenta? Anquilosis de cadera". Ello suponía que se quedaría cojo para el resto de su vida.

Mateo rompió a llorar. Hacía largo tiempo que no lloraba; tal vez, desde que escribió aquellas crónicas a raíz del traslado de los restos de José Antonio a El Escorial. Solita, con su bata blanca, era su único consuelo. Curiosamente, "la otra víctima del doctor Chaos" había engordado, su mirada era triste, pero toda ella respiraba energía. Le gustaba su profesión. Se sentía útil. Ahora más que nunca, debido a Mateo. "El personal de aquí se muestra muy duro, aunque hay que comprender las condiciones en que trabajan. Los cirujanos, día y noche, turnándose cuando se caen de cansancio. Los heridos cuentan, y ello te beneficia; los enfermos, nada. Ahí arriba, en el primer piso, tienes a Núñez Maza, consejero nacional, debilitado, hecho trizas, con fiebre cuyo origen no consiguen identificar. Y ahora, descansa… No te perderé de vista ni un minuto".

A Mateo le ocurrió lo que a los alemanes de la posición de Wswad: sólo pudo balbucear: "Gracias". Estaba inmovilizado. Y sufría tanto! Y cojo para siempre. Pensó en Pilar, en Matías, en Carmen, en Ignacio… Su nombre aparecería en la Hoja de Campaña en la que se relataban los hechos diarios y las gestas. Esta hoja ahora se llamaba Alcázar y tiraba cinco mil ejemplares.

Estaba soñoliento -Moncho solía decir: "Un poco de éter, y todos iguales"-, pero antes de dormirse pensó casi obsesivamente en Cacerola. Cuando se enterara de lo ocurrido! Era preciso evitar que se lo comunicara a Gracia Andújar. Pero, cómo hacerlo? Mateo pensó en sí mismo y tuvo que reconocer que, al alistarse, en el fondo se creyó que todo aquello sería un paseo militar hasta llegar a Moscú y participar en el gran desfile en la plaza Roja.

El camarada Núñez Maza, que al cabo de una hora exacta estaba junto al camastro de Mateo, tenía, en efecto, un aspecto cadavérico. "Estoy muy enfermo -le dijo-. Esos cabrones me han envenenado". Tenía los ojos idos, los ojos brillantes, los ojos de la fiebre. Toda su seguridad falangista se había desmoronado. Pensaba abandonar. Pensaba pedir el regreso a España, porque su problema era de vida o muerte. Él procedía de otro sector, más próximo a Leningrado. Tampoco sabía gran cosa de lo que ocurría en los otros frentes. Leningrado, de noche, ofrecía un espectáculo indescriptible. Las escuadrillas alemanas iban a bombardear la ciudad. Sus defensores iluminaban el cielo con potentes haces de luz, grandes bolsas de fuego de artificio y globos protectores. Alarde pirotécnico. Se defendían con baterías antiaéreas pero sin aviones de caza, ya que los pilotos rusos temían ser derribados.

Solita había sido también su ángel tutelar. Salazar, con su cachimba, se las iba arreglando. La última vez que le vio le habló de Serrano Súñer en tono de desconfianza. Y le habló también de las mujeres rusas, siempre dispuestas a lavar la ropa, a cocinar, así como de los hombres, que hacían trabajos de carpintería o cortaban leña. La cabana del camarada Salazar estaba llena de carteles de toros y de otros motivos característicos de la raza.

– Tú entiendes a los rusos? Perdona, que veo que la herida te hace sufrir…

– No importa. Poder hablar contigo es una bendición! En España, los jerarcas siempre parecíais muy distantes…

– Tal vez tengas razón. Aquí, cualquier vanidad se va al carajo. Te has percatado de cómo huele este hospital?

– Claro que sí. Al entrar, creí que me desmayaba.

– Fíjate en esos bidones que hay debajo de las camas y que sirven de orinales. De noche se hielan. Y cuando puedas salir, aunque sé que te costará un tiempo poder hacerlo, comprobarás hasta qué punto la nieve conserva intactos los cuerpos. Nadie los entierra. Y para colmo, de pronto, en el momento más impensado, se oye aquella canción tan nuestra que dice: me fui, al puesto que tengo allí…

Mateo intentaba en vano moverse un poco, cambiar de postura.

– Y esos dos hombres tirados en ese rincón, qué hacen ahí?

Núñez Maza volvió la cabeza.

– No lo sé. Lo más probable es que sean dos rusos que se han pasado a nuestra división. Se dan casos; y también se dan casos a la inversa. Fíjate en sus pies y en sus manos envueltos en trapos, sumisos como perros, miserables, esperando la muerte… En cambio, fuera hay chiquillos patinando en el hielo, ajenos a todo mal. Son la inocencia purificada por el frío.

Hablaron, como era de esperar, de los alemanes. Estuvieron de acuerdo en que no eran como se habían figurado desde Madrid o desde Gerona. La palabra azul no significaba nada para ellos, de forma que no decían "División Azul", sino "División de Voluntarios Españoles". Al parecer, el general Muñoz Grandes estaba también disgustado, porque suponía que los representantes de Franco tendrían voz y voto respecto a las operaciones. Nadie se interesó por su opinión. Asimismo el general se sorprendió de que los destinaran al sector Norte, a los países bálticos, pues siempre se había dicho que irían a Ucrania, de clima más benigno, donde había italianos y rumanos. Y ya, en el plano de los soldados rasos, muchos alemanes miraban a los "soldaditos" españoles con cierta displicencia, con su estatura, sus risas, sus discusiones, su hablar alto. Los soldados alemanes iban correctamente vestidos, excepto, claro, cuando se encontraban copados como en Wswad y los "españolitos" tenían que ir a socorrerles, quedando luego cojos para el resto de sus días.

De repente, ambos camaradas se sintieron fatigados. Solita apareció.

– Hala, ya está bien por hoy. Tiempo tendréis para cambiar impresiones. A que habéis sido severos con los alemanes…!

– Pues, un poco, sí… -admitió Núñez Maza, cuyos ojos se habían enfebrecido más aún-. Y tú no?

Solita mudó de expresión. Se tornó severa, fría, como si meditara planes de venganza.

– Yo… qué os voy a contar! A mí me hirieron para siempre, pero fue en España…


* * *

Cosme Vila seguía en su piso de Moscú, con su mujer y con el crío. Acompañábanles los camaradas Ruano -madrileño, intelectual-, y los catalanes Soldevila y Puigvert. De vez en cuando recibían la visita de la maestra Regina Suárez, que siempre les traía noticias de primera mano.

En los días en que Mateo cayó herido, Moscú era el objetivo que parecía prioritario para los alemanes, simultaneándolo con el cerco de Leningrado en el Norte y haber tomado, en el Sur, Odessa y Crimea. Aquello era sobrehumano. Se hablaba de tres millones de soldados del Reich dispuestos a acabar pronto con aquella aventura desenfrenada. Regina Suárez les dijo:

– Pese a la censura, muy rigurosa, nadie puede ocultar la verdad. Y la verdad parece ser desagradable. Dónde está el gobierno, dónde está el Cuerpo Diplomático? Han abandonado la ciudad, hacia un destino desconocido. También los ministros, los altos funcionarios y el cuerpo de baile del Bolshoi. Apenas se puede andar por Moscú, pues la policía detiene a la gente al objeto de dejar pasar los transportes de tropas. Se dice que Stalin quiere permanecer en el Kremlin hasta el último momento, si este momento llega; en cuanto a nosotros, los españoles, habrá que elegir…

Cosme Vila se tocó la calvicie, al igual que cuando Ignacio, en el Banco Arús, le traía un periódico de derechas. Al igual que Solita, había engordado. Había luchado mucho para aprender el idioma ruso, pues los profesores se empeñaban en enseñárselo a base de Puskin y lo que Cosme Vila quería era poder leer Pravda. Pese a todo, hizo un gran adelanto, dado que, en su opinión, el léxico revolucionario se parecía en todas partes.

– Qué es lo que tenemos que elegir? -preguntó al fin.

– Pues, está claro. Son muchos los camaradas que estaban trabajando en industrias de guerra y que han sido trasladados contra su voluntad a Siberia. Ellos, lo mismo que los estudiantes de la universidad, querrían ir al frente, combatir; pero los jefes rusos les han dicho: "Vosotros ya habéis hecho vuestra guerra. Ya os llamaremos cuando llegue la hora de rescatar España". Pese a todo, se ha formado la 4.' Compañía, algunos de cuyos miembros, y tal como habíamos supuesto hace tiempo, han sido elegidos para defender, llegado el caso, el mismísimo Kremlin… Bien, bien, no os alborotéis! Una posibilidad estriba en ir al frente de Leningrado, donde combate la División Azul. Para ello es posible que os den permiso… La otra posibilidad es tomar el macuto e irse con la Pasionaria, que, si no cambia de opinión, piensa dejar su dacha y trasladarse a Ufa, la capital de la República Soviética de Bashkiria…

Los hombres se quedaron perplejos y el crío de Cosme Vila rompió a llorar. Sector de Leningrado, frente por frente de la División Azul! Cosme Vila se sobresaltó. Aquello era tentador, puesto que, a buen seguro, habría en la división algún combatiente de Gerona. Sin embargo, ya no era un chaval. Notaba pesado el cuerpo -la grasienta dieta rusa-, y correr y saltar y cortar alambradas se le antojaba fuera de su alcance.

Regina Suárez acudió en su ayuda.

– No te lo pienses, amigo Cosme… Tú ya no estás para eso. Tú y los tuyos os venís conmigo, y con la Pasionaria, a la estación de Kazan, y nos vamos a Ufa, donde algo podremos hacer. Por ejemplo, montar allí la misma emisora de radio que tenemos aquí: Radio España Independiente… Ya nos arreglaremos para obtener información -Regina se dirigió a Ruano, Soldevila y Puigvert y añadió-: Vosotros sois más jóvenes, y tenéis derecho a ir al frente y morir.

Cosme Vila se calló; los tres camaradas restantes tragaron saliva.

Ruano fue el primero en romper el silencio.

– Yo me voy con vosotros a Ufa… No me apetece saber lo que hay más allá de la muerte.

Soldevila y Puigvert se rascaron el cogote. La ironía de Ruano los galvanizó. Ambos habían ingresado en el Partido Comunista cuando experimentaron el primer amor y apenas si habían oído el nombre de Lenin. Durante la guerra de España combatieron en el frente de Madrid, en la Ciudad Universitaria. Se salvaron de milagro, en el supuesto de que los milagros existieran. Soldevila sintió una profunda alergia por los moros; Puigvert por los alemanes e italianos. Lo terrible era poder elegir. Hubieran preferido una orden de Líster, de la Pasionaria o del secretario general del Partido, camarada José Díaz, quien al parecer estaba en un hospital preso de una dolencia intestinal incurable. Miraron a Regina; ésta asentía a algo que la mujer de Cosme Vila le susurraba en voz baja.

– Dispuesto para ir al frente de Leningrado -dijo Puigvert, tomando una decisión que a él mismo le sorprendió.

Soldevila, que se había entrenado como paracaidista, con pasmosa calma declaró a su vez:

– Lo mismo digo… Pero a condición de que me permitan saltar al otro lado de las trincheras de la División Azul, para ver si me camuflo entre ellos y puedo volver trayendo información…

Regina miró a los dos "voluntarios" con una energía en la que no asomaba una pizca de gratitud. Estaba acostumbrada a las heroicidades.

– Me parece muy bien… Ésa es vuestra obligación.

A seguido, les soltó una noticia que los dejó asombrados. Les comunicó que un hijo de Stalin había caído prisionero de los alemanes, los cuales lo guardaban como rehén. Había miles de voluntarios dispuestos a infiltrarse entre las tropas enemigas y tratar de rescatarlo. Ello era válido sobre todo para el camarada Soldevila, teniendo en cuenta que Mijail Kalinin, el viejo presidente de la URSS, había dicho: "El encargado de tal tarea debe ser un español. Los españoles son especialistas en la guerrilla, que los rusos calificamos de milicia natural. Adelante con el proyecto".

Soldevila y Puigvert quedaron anonadados. No obstante, Regina había sacado ya la botella de vodka. Por qué no? Era la lotería. También era lotería el pacto que acaban de sellar. En el fondo, uno y otro amaban la vida mucho menos que las gentes que nunca habían tomado un fusil y que carecían de un ideal para el cual vivir.

Cosme Vila los abrazó, lo que en él no era común. Se sentía humillado, avergonzado y le agradecía a Ruano que le acompañara en su "deserción". Luego dijo:

– Os envidio. El destino es el destino…

Soldevila lo atajó con cierta dureza.

– Nada de eso. El destino lo elige cada cual.


* * *

Los camaradas Soldevila y Puigvert fueron a Leningrado, de paso para la zona de la División Azul. La hermosa ciudad que, al igual que el Kremlin, era preciso reconocer que se la debían a los zares, ofrecía un espectáculo de pesadilla. El cerco a que estaba sometida, así como los bombardeos, la habían convertido en un mal sueño. Sobre todo el hambre. En el momento en que, en Madrid, el poeta Dámaso Alonso declaraba: "Madrid es una ciudad habitada por un millón de cadáveres", los dos "voluntarios" decían otro tanto de Leningrado. Hambre. No había siquiera racionamiento, porque no había nada que racionar. Hambre. La gente añadía celulosa al pan, se comía cola de carpintero o se hervía el cuero de los cinturones y de los zapatos. Sobre todo de los muertos. Y por descontado, habían desaparecido de las calles todos los perros y todos los gatos.

Leningrado quedó atrás… Y se fueron hacia la zona norte del lago limen, donde conectaron -las instrucciones habían sido muy precisas-, con una unidad en la que había muchos españoles, que se dedicaban por los altavoces a insultar a los divisionarios con toda clase de epítetos, que obtenían la consabida respuesta. "Cabrones!". "Mercenarios!". "Hijos de la gran puta!". Los divisionarios contestaban: "Hijos de la gran Pasionarial" "Mercenarios!". "Cabrones!". Ni siquiera la lejanía de la patria podía paliar el enfrentamiento. Sólo un veterano comunista, Jorge Fernández, hablaba bien de la División Azul, ya que a diferencia de los alemanes sus componentes ayudaban a la población rusa y le daban comida. Los demás, consideraban a los divisionarios carne de cañón de la Alemania nazi.

Allí se enteraron de lo que era el frío. Nada más llegar, les dijeron a Soldevila y a Puigvert:

– No seáis mamelucos… Lo que lleváis parece un traje de baño -y les dieron la indumentaria adecuada, de la que sobresalían el capote y los guantes y las botas.

Con los prismáticos oteaban con el propósito de ver algún español. Sería difícil reconocerlo, porque llevaban uniforme alemán. Por otra parte, la inmensidad del paisaje producía escalofrío. Era una llanura infinita de nieve, sobre la cual los hombres parecían hormiguitas y que debían de ser, como en el desierto de África por el que avanzaba Rommel, blanco idóneo para la aviación.

Las trincheras de los españoles, las dachas, las isbas, estaban más lejos de lo que hubieran deseado. Podían disparar a mansalva, como si sobrasen las municiones, pero sin ninguna garantía de hacer diana. Al día siguiente de llegar conocieron a un tal Luis Mendoza Peña, que era el encargado de la misión de infiltrarse entre la tropa enemiga e intentar rescatar al hijo de Stalin. En el fondo, Soldevila y Puigvert respiraron con alivio. Ellos sabían algo de ruso pero nada de alemán.

– Regina no miente nunca… Sus informaciones son siempre veraces.

– Pues qué te has creído!

Pocos días les bastaron para adecuarse a la nueva situación. El termómetro llegó a marcar los cincuenta grados bajo cero. Hacer guardia más de diez minutos seguidos era la muerte. Y tenían prohibido fumar, porque la chispa del cigarrillo podía orientar al enemigo. Sólo fumaban en el fondo de las trincheras, aunque el tabaco ruso les producía carraspera.

Y allí se quedaron, cumpliendo con su deber para con la "patria" que los acogió y sirviendo a su ideal. Cierto que la máquina de guerra puesta en marcha por los alemanes causaba pavor; pero un sexto sentido les decía que la Unión Soviética -con la ayuda de los Estados Unidos- acabaría venciendo.

Un aparato de transmisión les comunicó una noticia que tenía su mordiente, y que a los divisionarios posiblemente les hubiera alegrado: la primera sangre española derramada había sido la de Rubén, único hijo varón de la Pasionaria. Rubén llevaba el brazo en cabestrillo y una condecoración militar: la Orden de la Bandera Roja, que le habían impuesto en el propio Kremlin en una ceremonia que no olvidaría jamás.

– Te das cuenta? Ellos nos dan ejemplo…

– A medias -susurró alguien.

– A qué te refieres?

– Al secretario general del Partido, José Díaz. Ha sido incapaz de resistir su enfermedad y se ha tirado por una ventana, falleciendo en el acto.

– Dónde?

– En la capital de Georgia, Tbilisi…


* * *

' La Pasionaria' y su séquito se fueron a la estación de Kazan, con destino a Ufa. La población en masa abandonaba Moscú, donde habían estallado desórdenes y habían sido asesinados buen número de policías. Los más audaces se dirigían hacia los dos fosos antitanques que Zhukov había hecho excavar en torno a la capital. Los aviones alemanes veían una sutil línea negra, un verdadero cinturón humano, sobre el cual hacían llover versos: "Señoritas de Moscú, no os toméis tanto trabajo, porque llegan nuestros tanques a llenar vuestros hoyitos".

La estación de Kazan estaba sumida en tinieblas, medida de seguridad contra los bombardeos. Una ingente multitud fugitiva se movía entre aquellos trenes. Cosme Vila no podía sospechar, viendo a su mujer y a su hijo, que el viaje sería interminable, que duraría nueve días, puesto que debían dejar paso a los trenes que iban en dirección contraria, hacia los frentes.

La población de Ufa era, qué curioso!, musulmana sunnita. Alá era Dios y Mahoma su profeta. Cosme Vila comentó: "Está visto que no hay quien pueda acabar con la religión". Regina Suárez le informó de que los musulmanes en las Repúblicas Soviéticas de Siberia debían de aproximarse a los cuarenta millones y que, por lo tanto, no había más remedio que respetar su credo.

En Ufa, en medio de la barabúnda, y gracias a la protección de las autoridades, consiguieron una casa modesta donde vivir y donde instalar la emisora Radio España Independiente, la cual de momento sólo podía recibir información de Radio Nacional de España y de Radio Berlín -kaput!- y, por supuesto, de la BBC de Londres, que era su alimento cotidiano.

Las noticias eran deprimentes, pero tampoco era cosa de tirar la toalla. Ruano, que continuamente entraba y salía y charlaba con todos los corresponsales que se le ponían a tiro, había logrado pergeñar una especie de síntesis, que incluso redactó, para ser más preciso. Entretanto, la Pasionaria, Regina Suárez y Cosme Vila se turnaban en las emisiones, a sabiendas de que éstas eran escuchadas en España. El comienzo era siempre el mismo: "Aquí, Radio Moscú…" Ello tranquilizaría a buen seguro a los radioyentes.

Ruano les contó que los alemanes habían previsto en cierto modo la época de la nieve, pero no la de las lluvias. "Todos los ríos se desbordaron. Inundaciones que se perdían de vista presentaban obstáculos infranqueables. Era el barro. Los camiones se hundían en un fango sin fondo. Los vehículos se atascaban hasta los ejes, los caballos hasta el vientre. La marcha se convertía en un calvario, en el lodo que llegaba hasta más arriba de las botas, metiéndose en la ropa, manchando la cara, ensuciando las armas, malogrando el alimento. Se hacía imposible vivaquear y como las casas estaban incendiadas, las tropas, agotadas, debían dejarse caer en el fango. En el centro existía la línea majestuosa, la autopista de Moscú; pero, qué suponía una calzada única, casi sin conexiones laterales, cuando se trataba de aprovisionar a cinco ejércitos?

"Por supuesto, Hitler, en la retaguardia, no tenía ningún motivo para sospechar que su campaña en Rusia había fallado. Le irritaba, esto sí, la lentitud de las operaciones, pero el plan seguía siendo posible. La idea de tomar Moscú persistía en toda su amplitud. Las primeras heladas, bajo el sol diurno, permitieron restablecer algunos enlaces y que los ferrocarriles volvieran a funcionar. Y la idea de que tomar Moscú sería el fin de la guerra levantaba el ánimo de las tropas fatigadas. El general Guderian instaló su cuartel en la provincia de Tula, en Yásnaia Poliana, el feudo de Tolstói, cuya tumba había sido minada. Los alemanes franquearon el canal Moscú-Volga y se cortó el ferrocarril Moscú-Leningrado. Pero, de pronto, llegó la nieve y colapso la operación de nuevo. Las locomotoras se helaban. Los cierres de los cañones se negaban a abrirse. Algunos tanques tuvieron que ser abandonados porque era imposible despegar las orugas del suelo. El pan se cortaba con hacha. La mantequilla se volvía de mármol. Un herido inmovilizado se congelaba a los pocos minutos. La orina se helaba al salir del cuerpo y algunos hombres morían por congelación del ano. Se utilizaban las ropas de los hombres que se hacían prisioneros y también las de los muertos".

El intelectual Ruano, que tenía perfil de águila y al que por proceder de Córdoba las mezquitas le resultaban familiares, les dijo a la Pasionaria, a Regina Suárez y a Cosme Vila y su mujer que tal relato pertenecía a un pasado que se le antojaba remoto: otoño de 1941. A partir de diciembre la situación se había modificado, con la llegada de la nieve en cantidades abrumadoras. La batalla de Moscú tomó un carácter más dramático aún. Nadie sabía de dónde los generales rusos habían tomado la fuerza necesaria para resistir la embestida. La tercera parte de las unidades que la emprendieron eran tropas siberianas. Los rusos tenían ropas acolchadas, botas de fieltro, gorros de piel y blusas blancas echadas por encima de sus largos capotes. Todos los vehículos automóviles estaban provistos de estos objetos de primera necesidad en la Rusia invernal: cadenas. Los lubricantes estaban calculados para las bajas temperaturas. Los mismos caballos tenían un capacidad de supervivencia y unas reservas de fuerzas fenomenales, aunque no encontraban como follaje más que los techos de bálago de las isbas. Se tomaban el desquite de esa guerra transformada por el hielo. Patrullas de caballería abrían camino, relevos de enlace montados llevaban órdenes, mientras los motoristas alemanes se veían apeados por la nieve y los aparatos de radio se atascaban con el frío.

"La moral de los soldados nazis estaba destrozada. No se rendían porque enfrente estaban "los rusos". El horror al cautiverio era la fuerza moral por el que el ejército alemán seguía moviéndose. Los más agotados o los más desesperados se pegaban un tiro en la sien, o se dejaban caer en la nieve para morir".

Llegó la orden de Hitler: "Resistir!". No avanzar más, pero resistir. Había que borrar el espectro de la retirada napoleónica, evitar la repetición de la campaña de 1812. Pero los generales del frente estaban consternados. Ante la superioridad numérica y material de los rusos, el peligro de disociación de los ejércitos alemanes era inminente. Alemania había metido ahí, en efecto, tres millones de soldados, y las llanuras nevadas parecían vacías! El ejército alemán tenía que luchar para no perecer. Hitler tomó personalmente la responsabilidad del mando de las operaciones, relevando al general Guderian.

– Ahora nuestros ejércitos -prosiguió Ruano- han pasado a la contraofensiva, aunque desde Moscú ello debe de parecer inimaginable. Pero ahí los corresponsales discrepan. Los hay que consideran correcta la decisión, el objetivo de destruir la totalidad del centro enemigo, y los hay que consideran que la ambición de Stalin es excesiva, como lo fue la de Hitler al intentar aniquilar el ejército soviético en una corta campaña de verano. Stalin intenta aniquilar a Hitler en una corta campaña de invierno, y ello parece utópico. Es posible que se trate de un error. En algunas zonas ha empezado el deshielo y ahí nuestros hombres ya no pueden combatir con la misma fuerza, pues los ríos se ensanchan hasta perderse de vista y la llanura entera se convierte en un mar de barro. Por lo demás, nuestros hombres están también algo agotados, como lo estarán, a buen seguro, si es que viven aún, los camaradas Soldevila y Puigvert.

Regina Suárez intervino. Hizo a su vez un resumen de lo que andaba contando, minuto a minuto, Radio Berlín. Según Hitler, en el frente ruso, en 1942, debía alcanzarse el objetivo que se perdió en 1941. Hitler había desdeñado ahora Moscú y volvía a la ofensiva por las alas. Se luchaba de forma terrible en Sebastopol. Lucha de artillería. Los alemanes, con el cañón más gigantesco que hubiera existido nunca, el Dora, la altura de cuyo fuste era la de una casa de dos pisos y que lanzaba obuses de siete toneladas. Setenta trenes habían sido necesarios para transportar esa pieza y cuatro mil hombres para servirla y protegerla. Hitler partía de la base de que el enemigo daba sus últimas boqueadas. Parecía ignorar que "un ruso muerto no está muerto del todo". Radio Berlín daba la impresión de ser fiel a la verdad al comunicar que la lucha en Ucrania había caído a la postre a su favor, a favor del general Von Paulus. "Timoshenko, nuestro general, el hombre de confianza de Stalin, ha visto también cómo se esfumaban sus sueños de victoria".

Intervino Cosme Vila, mientras el crío continuaba llorando y su mujer lavaba ropa. También él había estado a la escucha, sobre todo de la BBC, en las horas en que el micrófono le dejaba libres. A su juicio, Stalin, a la vista de los acontecimientos, que no se presentaban para el futuro demasiado favorables, quería arrancar de sus aliados la promesa formal de que en 1942 abrirían; un segundo frente. Churchill no se atrevía a formular tal promesa. Entretanto, en el norte de África, Hitler se disponía a reanudar el ataque en el desierto, conquistar la Cirenaica y con la ayuda de los italianos llegar hasta el canal de Suez. "Egipto será nuestro!". Rommel sería el ejecutor de la inmensa maniobra. Al término de días de combate, con nubes de polvo emergiendo del desierto y suerte varia en las escaramuzas, tomó Tobruk, que se había convertido en el símbolo de la resistencia aliada. Había sido una finta prodigiosa, cuya resonancia llegó a Egipto, donde Rommel era considerado un superhombre. Los aliados se retiraban hasta El-Alamein, que significaba "dos mundos", Churchill no disimulaba ante su pueblo las derrotas. Al contrario, las abultaba, en un alarde psicológico propio de quien conoce a su pueblo. El rasgo de humildad hacía que el pueblo inglés volviera a creer en él. El pueblo inglés olvidaba la pérdida de Grecia, la pérdida de Creta, el hundimiento del Prince of Wales, la retirada de Malaca y de Singapur.

Después de Singapur cayeron fácilmente las Indias holandesas, el archipiélago Bismarck y Filipinas. La isla de Corregidor, roca a kilómetro y medio de la bahía de Manila, estaba en manos de Mac Arthur, considerado un genio. Mac Arthur recibió la orden de Roosevelt de hacerse cargo del Pacífico Sur, en lucha contra los japoneses. Hombre de honor y valiente, al pronto no quiso ser el primero en abandonar el barco… Pero al final tuvo que obedecer y al marcharse a bordo de un esquife, con su enorme gorra sobrevoladora, pronunció la palabra: Volveré…

' La Pasionaria', impertérrita, orgullosa de su único hijo varón, Rubén, seguía al pie del micrófono. Conocía su misión y estaba dispuesta a cumplirla. Radio España Independiente, al enterarse con datos ciertos de que su audiencia era muy amplia, llegó a emitir un espacio dirigido a los católicos bajo el nombre de " La Virgen del Pilar", que produjo un gran impacto, hasta el punto de que Radio Vaticano anunció que no se hacía responsable de dicha emisora.

En Ufa habían coincidido gran número de prohombres del régimen estalinista. Su característica era la seriedad. Don José María Fontana, el padre de Manolo, los había definido bien: de apariencia patosa, estaban acostumbrados a ser esclavos. Cuando llegaban al poder, esto era determinante: trataban con dureza a su pueblo, sin sentir por ello el menor complejo de culpabilidad. Ignacio, tan aficionado a la literatura eslava, hubiera debido estar en Ufa. Cosme Vila pensaba a veces en él y, por supuesto, en Mateo. Cuál de los dos se habría alistado en la División Azul? Tal vez los dos. Tal vez Mateo, que debía de tener azul incluso la sangre, pese al desprecio que sentirían por él los aristócratas.

– Estás tranquila? -le preguntaba Cosme Vila a su mujer.

– No. Les temo a los bombardeos.

– Bombardeos en Ufa? Quieres que te enseñe el mapa?

– No entiendo de mapas. El mejor mapa para adivinar lo que va a ocurrir es nuestro hijo… Desde que nos marchamos de España he ido acertándolas todas. Sabía que un día u otro tendríamos que dejar Moscú. Ahora sé también que un día u otro tendremos que dejar Ufa, y que será para la muerte.

– Qué disparate! Qué te ocurre?

– Nada… Oigo las conversaciones. ' La Pasionaria' y Regina pueden contar lo que les dé la gana; pero te juro por mi amor, que eres tú, que no salimos de ésta. Tal vez se salve el crío, en manos de alguna enfermera alemana…

– Estás loca!

– Nada de eso. Le tomáis el pelo a Hitler. Pues ése sabe más que todos nuestros mariscales juntos.

Cosme Vila se tocó la calvicie. Había observado que Ruano, a veces, bromeando, se fumaba dos pitillos a la vez.

– Por qué haces eso? -le preguntó.

– Estoy que echo humo -respondió Ruano, desdoblando el periódico que publicaban en Ufa, y mientras escuchaba con atención el canto del almuecín invitando a la plegaria…

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