CAPÍTULO V

PILAR VIVÍA UNA ETAPA de extremado nerviosismo. "Estoy preñada de tristeza", le decía a su madre. Carmen. No había para menos. En primer lugar, Mateo. La guerra se había complicado y no cabía esperar que el muchacho regresase pronto. La última carta que había recibido de él destilaba cierta añoranza, por no conocer a César más que en fotografía. "Dónde puede estar?", se preguntaba Pilar, contemplando el mapa de Rusia. Un mapa que daba miedo por su inmensidad. Se pasaba muchas horas escuchando Radio Berlín -ocho emisiones diarias en español-, que con frecuencia daba noticias de los divisionarios. Sólo una vez había conseguido que se dirigieran a ella y dijeran: "De parte del alférez Mateo Santos". Había noches en que temía lo peor. Su único consuelo era aquella frase de mosén Alberto: "No te hagas mala sangre, que las misiones peligrosas se las encomendarán a los solteros". Sería verdad? Don Emilio Santos le decía: "Pues claro que sí! Es una costumbre que se da en todas las guerras".

La otra nota preocupante era precisamente la salud del padre de Mateo. Desde que éste se marchó, don Emilio se estaba quedando en los puros huesos. "La checa!", exclamaba. No era sólo eso. Con sesenta y dos años sobre las espaldas, su temperamento aprensivo era lo opuesto al optimismo congénito de Matías. El doctor Chaos hacía cuanto sabía para paliar sus problemas circulatorios, sin contar con que Moncho, en quien don Emilio había depositado toda la confianza, le daba instrucciones concretas, que a veces parecían aliviarle. Moncho, partidario de la herboristería, de las infusiones, le decía: "Tome esto… Y a la basura tanta medicina". Don Emilio Santos quería mucho a Moncho. Le hacía gracia que fuera zurdo, que detestara las máquinas y la industria y que hubiera nacido en Lérida, cuyo acento al hablar ponía, paradójicamente, nerviosos a los gerundenses. Jaime, el librero, le preguntaba: "Estás seguro de no ser aragonés?". "Pues no del todo…", contestaba Moncho, ante el asombro de Eva, que no alcanzaba a valorar tantos matices.

Últimamente don Emilio Santos recibió una buena noticia, procedente del notario Noguer, presidente de la Diputación. Don Emilio, además de la paga de jubilado, cobraría también la pensión por su cautividad durante la guerra. Con ello se restableció el equilibrio económico en casa de Pilar, la cual había llegado a pensar en dedicarse a dar clases de costura.

– Pilar, por qué crees que mi hijo se fue?

– Porque es un fanático, nada más… -y Pilar fijó la vista en el padre de Mateo.

– Serás capaz, algún día, de perdonarle?

– Y usted? -replicó la muchacha.

– Yo, no.

– Pues yo tampoco -respondió la chica-. No tenía la menor necesidad de alistarse. Entiendo que se fueran Cacerola, Rogelio y, por supuesto, Solita; pero Mateo se dejó embaucar por esos falangistas de Madrid…

– De todos modos, cuando te casaste con él ya le conocías.

– Sí. Eso creía yo. Pero parece ser que todos llevamos dentro algo escondido.

Don Emilio Santos se tocó las piernas, que le pesaban una tonelada.

– Llevas tú algo escondido? -le preguntó a Pilar.

– Yo, no. Lo llevaba… Pero ya salió, y se llama César. Y por él solo vale la pena no pasarse todo el día llorando.

Pilar, con el coche Portabebés que le había regalado Ignacio, a la hora del sol salía con el crío por la plaza de la Estación. César a veces se movía mucho, como si algo le doliera. Moncho la tranquilizaba: "Nada. El niño está perfecto". Entonces Pilar se preguntaba si no serían los silbidos de los trenes que no cesaban de pasar, de pasar una y otra vez…


* * *

En el café Nacional, la tertulia de Matías había acordado hablar lo menos posible de la guerra. Galindo, soltero, estuvo contundente: "Hay que vivir". Matías, pese a su hipertensión y a la ausencia de Mateo, votó como los demás.

Su entretenimiento, ahora, además del dominó y de los comentarios sobre los estraperlistas que por orden del camarada Montaraz se pasaban veinticuatro horas seguidas en el escaparate, eran los anuncios de La Vanguardia, de reciente adquisición. Carlos Grote sostenía la tesis de que los anuncios de los periódicos marcaban la pauta de la salud de la nación.

– Fijaos en esto. "Préstamos! Compro pianos, pianolas, discos, radios. Pago más que nadie. Compro auriculares usados. Compro pieles, cajas de caudales". Quién puede comprar auriculares usados? Y quién puede venderse una caja de caudales?

Marcos, por su parte, iba a parar siempre al mismo tema.

– Y qué me decís del doctor Juan Jiménez Vilches? "Sexología. Debilidad nerviosa y sexual. Agotamiento. Aragón, 277. Festivos de 11 a 1".

Matías comentaba:

– Eso me interesa a mí…

Anuncios para curar los callos. Barachol contra la sarna. Hipofosfitos Salud: "Amigas mías, si estáis anémicas, pálidas e inapetentes, temed y cerrad el paso a una posible tuberculosis con este reconstituyente". "Productos Tokalon. Mi marido no podía creer lo que veían sus ojos. Dice que parezco diez años más joven".

Matías comentó:

– Eso le convendría a mi mujer. Tokalon… -y todos soltaron una carcajada.

Era el desahogo de aquellos seres a los que el camarero Ramón decía siempre: "Lo peor de las guerras es que le impiden a la gente viajar". Un día se enteraban de que la Diputación de Madrid había concedido al Caudillo la cédula de Primer Contribuyente. Otro día de que una gata llamada Ramona, en Pontevedra, había heredado 30000 pesetas. Cualquier cosa distendía el ánimo y los espejos del local le devolvían a Matías sus inconfundibles sonrisas.

Fuera del café Nacional, Matías encontraba también motivos de diversión. Por ejemplo, se celebró la ofrenda del Cuerpo de Telégrafos a su patrón, Santiago. Fue enviada desde Madrid una lámpara votiva a Santiago de Compostela. Dicha lámpara llevaba la inscripción: El Cuerpo de Telégrafos a su patrón, el apóstol Santiago. Matías sonreía, porque el doctor Andújar le había dicho que Santiago no estuvo nunca en España.

A seguido, se celebraron en la catedral una serie de conferencias sobre el matrimonio cristiano. El orador sagrado era mosén Oriol, el de la voz tronitronante, catedrático del seminario. El sacerdote hizo un canto del celibato y de su valor moral según los Santos Padres. Carmen Elgazu, que no quiso perderse una sola conferencia, estaba entusiasmada. Por fin, Matías le dijo:

– Si fuéramos célibes, no habrías parido a tus tres hijos y Pilar no tendría ahora a César… -y Carmen Elgazu no supo qué contestar.

Poco después el protagonista fue el doctor Chaos. Con el permiso del camarada Montaraz, dio una charla sobre fecundación artificial de animales. Al enterarse Carmen Elgazu fustigó al doctor. "Fecundación artificial! Qué dices a esto?", le preguntó a Matías, como si buscara la revancha, el desquite. Matías contestó: "Yo no digo nada. Pero habla con Ignacio, que ha salido deslumbrado por las teorías del doctor".

Ignacio fue interrogado al poco rato. En efecto, el tema de la fecundación artificial, del que ya le habían hablado Moncho y Eva, le cautivó. Era una puerta abierta a Dios sabía qué adelantos cuando la técnica se hubiera perfeccionado. Incluso, según Moncho, existía la posibilidad de probar con seres humanos. "Tremendo, madre! Tremendo! Y la Iglesia deberá tragarse este sapo, como se ha tragado tantos otros desde Galileo".

Carmen Elgazu, que imaginó que Galileo era un "fecundador", arremetió contra su hijo. Ah, esos libros que leía, esas religiones que salían de Pekín, si no recordaba mal el nombre! Protestantes. El doctor Chaos debía ser protestante, como ella se había enterado de que lo eran Churchill y Roosevelt, motivo por el cual "una servidora desea que ganen los alemanes".

El pequeño Eloy estaba a la escucha desde la puerta de su cuarto, en el cual brillaba el futbolín. Ignacio se dio cuenta y le preguntó:

– Tú, radioescucha… Qué opinas de la situación del mundo?

Eloy alzó los hombros. No sabía qué responder. Finalmente, dijo:

– Yo no sé muy bien, pero me parece que hubo una guerra y que la perdimos los pobres…


* * *

El padre Forteza, con sus grandes ojeras y sus calcetines blancos, no había modificado un ápice sus costumbres, en el centro de las cuales se encontraba la alegría, pese a que ahora andaba preocupado por lo que pudiera ocurrirle a su hermano misionero en el Japón, en Nagasaki.

Alto y aristocrático, con lentes de montura de plata, "su figura continuaba recordando a Pío XII, en el supuesto de que Pío XII hubiera sabido sonreír". "No es posible!", exclamaba siempre. Cualquier cosa le producía asombro, empezando por el hecho de respirar y vivir. En la farmacia Rovira, de la Rambla, habían puesto en el escaparate la figura de un hombre de cristal, que por transparencia permitía ver todos los huesos, los músculos, las visceras y que se encendía y se apagaba. El padre Forteza no pasaba delante de él sin guiñarle el ojo y dedicarle un saludo.

La comunidad jesuítica del padre Forteza había recibido un refuerzo a primeros de año: el padre Pedro Jaraiz, de unos cuarenta y cinco años, natural de Burgos, de facciones angulosas, muy vital, que se caracterizaba por su falangismo acérrimo y por su voracidad a la hora de comer.

– Sería una calumnia decirte que eres un asceta -le espetó el padre Forteza.

– En efecto. No sé por qué, pero tengo necesidad de comer cada tres o cuatro horas. Un médico castrense me dijo que ello podía deberse a una hernia diafragmática que parece ser que Dios me dio. Pero en fin. No quiero dramatizar. Sé que mi pecado es la gula. Supongo que más tarde detectaré cuál es el tuyo.

El padre Forteza y el padre Jaraíz eran la cara y cruz de la moneda. Sus ideologías eran dispares, empezando por la manera de decir misa y terminando por la interpretación del Apocalipsis. El padre Forteza llevaba colgando de la sotana un rosario; el padre Jaraíz una medalla militar que, sorprendentemente, el obispo no le prohibió.

– Estuviste en Burgos toda la guerra?

– No, no! No iba a pasarme los días contemplando la catedral. Estuve en muchos frentes, sobre todo, en el Sur. Asistí a muchos moribundos; hacia el final, me destinaron a prisiones y asistí a los condenados a muerte…

El padre Forteza no pudo evitar un gesto de alivio. Desde que mosén Falcó se alistó para ir a Rusia, le tocó de nuevo a él cuidar de las almas encerradas en la cárcel y de los condenados a la última pena. Sospechó que el padre Jaraíz, dado el tono neutro, seguro de sí, con que se había expresado, podría relevarlo del cargo. Se lo propuso y el padre Jaraíz se acarició el mentón. "Si ello te hace feliz, se lo pediremos al obispo y santas pascuas". Dicho y hecho. El doctor Gregorio Lascasas le nombró para ese menester. Y el padre Jaraíz no puso la menor pega. Al contrario. "Eso de consolar se me da bien". El jesuíta burgalés había aprendido en las centurias de Falange que las lágrimas solían ser secreciones inútiles.

La convivencia de ambos discípulos de san Ignacio iba a resultar un poco difícil. Pero la cosa no pasaría a mayores. La celda del padre Forteza continuaría repleta de ropa tendida a secar y él continuaría llevando aquel reloj de bolsillo del que, al levantar la tapa, sonaba la musiquilla de los peregrinos de Lourdes; la celda del padre Jaraíz estaba bien provista de libros patrióticos y de chocolate y botes de mermelada. Las mujeres continuarían haciendo cola para confesarse con el padre Forteza; los hombres acabarían prefiriendo al padre Jaraíz, porque era tajante y escueto en su sermoneo y muy benévolo en lo referente a la inevitable penitencia. Cuando algún fiel se culpaba de haber pecado de gula, el jesuíta falangista tenía un acceso de tos. No se atrevía a fumar, pero usaba con frecuencia rapé, por lo que su confesonario olía a demonios.

El obispo Gregorio Lascasas estaba contento con la nueva adquisición, pese a intuir que le acarrearía algún problema. Por ejemplo, en una de las homilías dominicales, el padre Jaraiz soltó desde el presbiterio que Hitler, al atacar Rusia, "se hizo el abanderado de la civilización cristiana". Qué hacer? El doctor Gregorio Lascasas pestañeó, puesto que el nuncio de la Santa Sede, monseñor Cicognani, a partir de la entrada de los Estados Unidos en guerra invitó a todo el episcopado español a hablar con claridad sobre el nazismo racial y antirreligioso. Y algunos obispos pusieron manos a la obra, por ejemplo, el de Calahorra, quien imprimió una pastoral que se extendió por toda España como un reguero de pólvora, de la que los británicos imprimieron quinientos mil ejemplares para ser distribuidos entre la población. Jaime, el librero, fue a pedirle un centenar al cónsul británico, mister Collins, convencido de que las vendería en el acto y haría el gran negocio; y fracasó. Facundo, su dependiente, el ex anarquista de los ojos de lince, se lo había advertido. "Pierde usted el tiempo -le dijo-. En España, el ochenta por ciento de la población es germanófila. Están en contra de Hitler cuatro jerarcas y cuatro intelectuales; el resto, viva el tercer Reich!".

– Y tú, anarquista, con quién estás? -le preguntó Jaime.

– Yo estoy con el Responsable, que está armando la gorda en Venezuela y que en la zona de Maracaibo se pasa la vida matando bichitos.

El doctor Gregorio Lascasas estaba más de acuerdo con el padre Jaraiz y con Facundo que con el padre Forteza y mosén Alberto. El nacional-catolicismo, como empezaba a llamarse, le iba de perlas. "La cuestión es que la gente oiga hablar machaconamente de Dios y de las verdades de la fe. No hay peligro de empacho. Por desgracia, el enemigo no cesa, y partiendo de algunos excesos de Hitler se inclina por Moscú. Menos mal que el gobernador está al quite y de vez en cuando, pese a su indiferencia religiosa, pone los puntos sobre las íes y nos ayuda en nuestra misión".

El señor obispo hablaba de este modo porque acababa de bautizar a una serie de niños nacidos durante la guerra y que no habían recibido el sacramento inicial, y el camarada Montaraz se avino a apadrinarlos. Igualmente apadrinó a varias parejas que vivían juntas sin haber pasado por la Iglesia, y que "a la fuerza" o "para no caer en desgracia" habían decidido pedir la bendición. La mayoría de ellos no sabían hacer la señal de la cruz y habían olvidado el Padrenuestro y, por descontado, el Credo. "Pero el sacramento es el sacramento, obra sobre las almas y el gesto del señor gobernador es de agradecer". El señor obispo ignoraba que cuando mosén Alberto le comunicó al camarada Montaraz que, canónicamente, en virtud del padrinazgo, había contraído una grave responsabilidad, el gobernador le contestó: "Responsabilidades yo…? Ya se cuidarán de esos catecúmenos el propio obispo y Agustín Lago". El gobernador citó a Agustín Lago porque en Madrid se hablaba ya mucho, aunque en círculos minoritarios, del Opus Dei.

Como fuere, el doctor Gregorio Lascasas, pese a sus achaques, de los que cuidaba el doctor Andújar, por considerar éste que en gran parte eran de origen psíquico -"un resfriado puede ser síntoma de depresión"-, vivía momentos de plenitud sacerdotal. España había vuelto por sus fueros. Ordenó que se entronizara el Sagrado Corazón en todos los bancos, por lo que Gaspar Ley, director del Banco Arús, quedó estupefactp, pero tuvo que arrodillarse, lo mismo que todos los empleados, y recibir la bendición. La idea le vino al enterarse de que era propósito del Caudillo construir cuatrocientas iglesias en España y dedicar varios templos al Sagrado Corazón. Se obligó a los empresarios a conceder permiso a los productores que quisieran hacer ejercicios espirituales. En Las Palmas, con motivo de la construcción de un estadio deportivo del Frente de Juventudes, se intentó colocar unas estatuas que simbolizaran a los atletas olímpicos de la antigua Grecia, y que naturalmente aparecían desnudos. El obispo Pildain protestó. En Ávila las autoridades habían prohibido, por inmorales, los bailes públicos y privados, excepto la jota serrana, de tanto sabor en la provincia. Habían sido rendidos honores de capitán general a la Virgen de la Fuenciscla, de Segovia. Para el próximo verano estaban previstos trajes de baño femeninos modelo padre Laburu, trajes diseñados por el famoso predicador y que por su anchura y largura se hincharían como globos cuando la mujer entrase en el agua. Catecismos al uso: el del padre Astete o del padre Claret. Párrafo de un sermón catequístico, que al doctor Gregorio Lascasas se le antojó excesivo: "Ah, no creáis, queridos niños, que el purgatorio es ninguna bicoca! Santa Catalina de Siena, con todo lo santa que era, soñó que pasaba diez años en el purgatorio con terribles tormentos porque un día, durante unos breves segundos, se acordó con delectación de un joven mancebo que había conocido en su juventud". Amenazas de castigos eternos por la masturbación. Los serenos de Gerona habían recuperado la antigua costumbre de añadir, al cantar la hora, el "Ave María Purísima", lo que hizo estremecer de emoción, en la cama, a Carmen Elgazu. Había un juego de la oca con la vida del cristiano: bautizo, confirmación, primera comunión, etc. Al final, el cielo. Reparto masivo de medallas de la Virgen del Pilar, que Jaime censuró, alegando que hubieran debido ser de la Moreneta. La Andaluza, los domingos, iba a misa con todas las chicas vestidas de negro, aunque el padre Jaraíz las obligaba a ocupar la última fila de los bancos del templo. Campaña misionera en Barcelona: un cuarto de millón de personas. Asimismo, el doctor Gregorio Lascasas recibió una consigna de las jerarquías para que rezara por un fin concreto. Preocupaba mucho al Estado español la salud espiritual de los súbditos de Guinea. Y preocupaba tanto que se procuraba aumentar el número de conversiones con la mayor celeridad. Al cabo de un tiempo se supo que unos noventa mil indígenas se habían convertido al catolicismo. "Está comprobado que cuanto más católicos, menos díscolos se muestran hacia sus jefes blancos, lo cual tiene sus ventajas". El doctor Gregorio Lascasas dijo: "Por ahí no paso. Esa consigna, al archivo y si te he visto no me acuerdo". Etcétera.

Mosén Alberto estaba decepcionado. Era el único contraopinante del señor obispo, el único al que éste, por su autoridad moral, consentía que le formulara reservas.

– De verdad cree usted, señor obispo, que la población no sufrirá un empacho? Piense que durante la guerra hubo sacerdotes que frotaban con una medalla de la Virgen las balas, para hacer mejor puntería…

– No veo el empacho por ninguna parte -replicaba el doctor Gregorio Lascasas-. Lea esta noticia: mil novecientos ferroviarios han hecho ejercicios espirituales cerrados, impartidos en colegios y fábricas.

– Pero eso son manifestaciones externas, como los niños que usted bautizó y las parejas que unió en matrimonio. Si no estoy equivocado, lo que importa es la conversión interior. Los efectos de la misión de Barcelona no serán probablemente mayores que los de los bautismos en masa de san Francisco Javier en Asia, a finales del siglo XVI.

– Entonces, qué querría usted? -el doctor Gregorio Lascasas se sonó con estrépito-. A misa los domingos y sanseacabó?

– Nada de eso. Pero entiendo que deberíamos dosificar las cosas. Hemos pasado de un extremo a otro extremo, como ya ocurrió con los Reyes Católicos, Isabel y Fernando…

– Qué tiene usted en contra de los Reyes Católicos? -y el obispo se acarició el pectoral.

– Que olvidaron que catolicismo significa universalidad. La religión pasó a ser una secta nacional y ello impregnó toda su política de expansión y represión, como ocurre ahora con el general Franco. Por eso me permito recordarle una frase de Castelar: No hay nada más espantoso que aquel gran Imperio español que era un sudario que se extendía sobre el planeta. No tenemos agricultura, porque expulsamos a los moriscos; no tenemos industria, porque expulsamos a los judíos; no tenemos ciencia, porque encendimos las hogueras de la Inquisición…

– Ah, mi querido mosén Alberto! Le gustan a usted ese tipo de síntesis, verdad? Yo podría contestarle con otras… A quién hemos expulsado nosotros de España? A los rojos, que estuvieron a punto de matarle a usted, aunque tuvieron que contentarse con matar a sus dos sirvientas… Dejando aparte al insigne Castelar, ha leído usted un curioso libro del arcipreste de Ribadeo, titulado Futura grandeza de España según notables profecías?

– No, lo siento… Tiene algo que ver con lo que estamos hablando?

– Estimo que sí… Ahí están recogidas las profecías de los videntes más variados. La madre Ráfols, Isabel Canori, santa Brígida, el beato Factor, etcétera. Todos apuntan en la misma dirección: la grandeza de España ha de llegar, y llegar del brazo del catolicismo más acendrado, sin que haya lugar para ninguna otra religión. Pues bien, pese a algunos excesos, creo que estamos en el buen camino… Y le voy a repetir a usted una frase de un hombre poco sospechoso!: Indalecio Prieto. Indalecio Prieto acaba de declarar en Méjico, y eso lo he sabido por el padre Jaraiz: Mucho, demasiado nos pesan los cadáveres de los trece obispos asesinados y los de los millares de sacerdotes. Ello significa que se han dado cuenta de que aquella semilla de mártires está ahora dando fruto…

Mosén Alberto, de repente, se sintió cansado. A veces pensaba que no había nacido para enfrentamientos dialécticos, sino para enriquecer el Museo Diocesano y recorrer la provincia junto al hijo del gobernador, Ángel, fotografiando los monumentos románicos. Ambos habían iniciado su labor, pese al frío reinante y a que anochecía temprano. Las pocas horas de luz les obligaban a madrugar, como cuando mosén Alberto tenía que celebrar aquella misa a las cuatro de la mañana para los cazadores. En varias "Alabanzas al Creador", publicadas en Amanecer, había dado pública cuenta de su gestión. Advirtiendo que el doctor Gregorio Lascasas estaba también cansado -estaba tan poco acostumbrado a que le llevaran la contraria!-, cambió de tercio y le puso al corriente de esa obra en que se había empeñado.

– Adelante, adelante… -le animó el obispo-. Más arte románico, y menos frases de Castelar.


* * *

El doctor Andújar continuaba ejerciendo de psiquiatra en el manicomio y en la consulta particular. En ésta obtenía éxitos, pero que no tenían repercusión en la calle. Éxitos anónimos. A él le daba igual. Lo que pretendía era ser eficaz. Amaba mucho a los locos, a los que trataba con gran cariño y de los que decía que a menudo daban ejemplo y soltaban verdades como puños, especialmente los esquizofrénicos. "La esquizofrenia es, en lenguaje profano, la rotura de la personalidad. Eso se da frecuentemente después de las guerras o de una etapa de infortunio". Sin saber exactamente por qué, asociaba esta palabra con el "amor" de su hija, Ricardo Montero. Últimamente se había enterado de que vieron al ex alférez dando tumbos por la noche, en compañía del capitán Sánchez Bravo, después de haber bebido más de la cuenta. Decidió, como al comienzo, esperar y no alertar a su hija, Gracia Andújar. El gigante se caería por sí solo. Gigante de los pies de barro? "Seamos más precisos. Un hombre tarado, que un padre no puede desear para una hija inexperta como los ángeles".

El doctor Andújar, sabedor de que en aquella guerra "de los cinco continentes" se estaba decidiendo el porvenir del mundo, desde un principio se propuso analizar, dentro de lo posible, la personalidad de Hitler. "Me interesan sus hábitos, su patología. A través de esos datos tal vez pueda aventurarse lo que va a ocurrir, las decisiones que el Führer tomará".

No le iba a resultar fácil recoger información. Contaba con Eva, la mujer de Moncho, con las revistas alemanas, con los discursos de Goebbels, con Mi lucha y diversos libros que se habían traído los fugitivos de Alemania, algunos de los cuales habían recaído en su consulta, otros, en la clínica del doctor Chaos. Se enteró de que Hitler era un maníaco de la limpieza, que cambiaba de camisa cuatro veces al día. Como calzado, no quería más que unos botines flexibles o unas botas con cañas blancas. Raramente, zapatos, que siempre tenían que ser de color negro. No llevaba cinturón, ni chaleco, pero utilizaba tirantes. Le gustaba llevar la cabeza descubierta, con un coqueto mechón sobre la frente. Cuando las circunstancias le obligaban a llevar sombrero o quepis, lo inclinaba ligeramente sobre la oreja derecha con la visera tapándole los ojos.

Hitler no llevaba joyas, ni anillos, ni reloj de pulsera. Guardaba un viejo reloj de oro, sin cadena, en el bolsillo de su chaqueta, pero siempre olvidaba darle cuerda. Había dicho que "piedad, bondad y clemencia" eran cualidades de esclavos. Afable en sociedad. Amigo de los artistas, los niños y los animales. Galante con las damas. Hitler era el compendio de una crueldad implacable y una maldad viciosa. Su ciclópea voluntad parecía poseer el increíble poder de paralizar los espíritus. En 1938 Churchill se atrevió a decir: "Si Inglaterra tuviera que defenderse de la anarquía, yo rogaría a Dios que le mandara un hombre del valor de Hitler".

En el curso de sus arengas se deshidrataba hasta el extremo de perder varios kilos de peso. Esta pérdida la compensaba con la absorción del contenido de botellas de agua colocadas al alcance de su mano. Lo primero que tomaba al despertar era una infusión de valeriana, detalle que Moncho hubiera aprobado. Había llegado a fumar cuarenta cigarrillos diarios, pero lo dejó. Tampoco bebía alcohol. Nunca llevaba dinero encima. Se lo prestaba Goering. Su modestia contrastaba con la suntuosidad de los edificios que planeaba, junto con su arquitecto Speer, al que, por cierto, el hijo del gobernador, Ángel, detestaba. Jamás consintió en desnudarse, ni parcialmente, ante testigos. Jamás se dejó radiografiar el pecho, porque hubiera tenido que mostrar el torso desnudo ante los doctores. Lloraba a veces, por ejemplo, cuando se le moría un canario o escuchando a Wagner. En su visita a París, después de la ocupación de la capital, al encontrarse ante la tumba de Napoleón dijo: "Éste es el momento más grande de mi vida".

El doctor Andújar necesitaba saber muchas más cosas, pero por el momento le resultaba imposible. Hitler creía en los astrólogos? Era ello cierto? Las noticias al respecto eran contradictorias. El doctor Andújar guardaba los apuntes en una carpeta de color verde. Por otra parte, tampoco le sobraba el tiempo. Aquellos ochocientos internos en el manicomio! El camarada Montaraz le repetía una y otra vez: "Déjelo de mi cuenta. Estoy llamando a muchas puertas, y alguna se abrirá". Por lo demás, los enfermos mentales aumentaban en Gerona, y según sus colegas lo mismo ocurría en toda España, especialmente en Cataluña, el País Vasco y Galicia. Esto último no le sorprendió, puesto que había ejercido durante siete años en Santiago de Compostela.

Pero Cataluña, el País Vasco! Chaos le decía: "Cuanto mayor nivel de vida, mayor complejidad. Eso de que hay más suicidios en los pueblos, en el campo, es una monserga". El doctor Andújar continuaba con sus charlas radiofónicas, "Pildoras para pensar", que se habían hecho muy populares. Los miércoles y los sábados visitaba gratis. Total, apenas si le quedaba un minuto para atender a su esposa, Elisa, mujer que María Fernanda, la esposa del camarada Montaraz, había calificado de "muy primitiva".

El doctor tenía ya dos hijos estudiando en Barcelona. Le costaban un riñón. Uno, Carlos, quería ser médico, como él. Era el mayor de los varones. Por lo visto le había impresionado mucho la primera autopsia que contempló. Ciertas ideas fijas se le vinieron abajo. Carlos era elegante, veinte años y estaba en el segundo curso. Le interesaban sobre todo las enfermedades cardíacas. Estudiaba el corazón. El otro, Juan, quería ser ingeniero naval. Los hijos restantes eran todavía muy pequeños y entre todos hubieran podido formar una orquesta de cámara.

Continuaba su amistad con Chaos, aunque jamás hablaban del problema de éste, quien seguía igual, a la búsqueda de los efebos y los niños. Chaos no lo podía remediar: tenía la espina clavada de Solita, a quien tanto había hecho sufrir. En el fondo hubiera deseado que se quedara en Rusia, muerta. Cuando se cruzaba con su padre, Óscar Pinel, simulaba que se abrochaba un zapato o doblaba con rapidez la primera esquina.

La clínica Chaos funcionaba de maravilla. Recibía una subvención por tratar a los extranjeros que huían de los alemanes y necesitaban de cuidados médicos. El doctor Chaos chapurreaba el alemán, pues al terminar la carrera se pasó una temporada en un hospital de Stuttgart, aparte de que durante la guerra civil, en la zona nacional, había operado a varios heridos de la Legión Cóndor.

Su agnosticismo iba en aumento, así como sus simpatías por los Estados totalitarios, que a su entender dominarían el mundo. Repetía pe a pa los argumentos que esgrimió durante aquel viaje a Barcelona a esperar al conde Ciano. Las democracias solían estar regidas por gente mayor y los totalitarismos representaban a la juventud. Estaba a favor de la eutanasia pasiva -y en algunos casos, activa- y de una rotunda selección racial. Un pigmeo sería siempre un pigmeo, y era como una trampa que tendía la naturaleza. Creía en la técnica, en la ciencia, en la especialización y en el trabajo en equipo. "La vida es materia y es a la materia a la que hay que arrancarle sus secretos. Todo lo demás es brujería, folletín y esclavitud".

Moncho era, en efecto, su analista. El doctor Chaos se había encariñado con él y con Eva. "Hiciste bien quedándote en España -le dijo a la muchacha-. Te has salvado. Aquí nadie te tocará un pelo".

Continuaba pensando que en los conventos de monjas -y también en los palacios episcopales- había muchas enfermas, neuróticas, que necesitarían de la ayuda del doctor Andújar. Una hermana de Solita, hija de Osear Pinel, era monja de clausura, teresiana, en Avila, y se decía de ella que se pasaba las horas acariciando las llagas de Cristo.

Se hacía lenguas de lo que aprenderían los médicos alemanes gracias a la guerra. "No hay mejor centro de investigación que la guerra". Murió su perro, Goering, y lo enterró en el jardín de su casa, con una lápida que decía "Goering", y nada más. Andújar le preguntó, al verlo deshecho, por qué le había puesto el nombre de Goering, siendo así que éste era un indeseable que en una ocasión había dicho: "Cuando oigo la palabra cultura saco el revólver". El doctor Chaos contestó: "Le puse Goering porque consideré que mi perro era un perro vencedor". Y el doctor Chaos hizo crac-crac con los dedos.

El anestesista de Chaos era el experto Carreras, que atendió a Carmen Elgazu cuando la operación. Carreras se había casado con una valenciana, Isabel, que era afinadora de pianos. "Tú anestesias a los pacientes, yo anestesio a las teclas que suenan mal". Isabel refino a Joaquín Carreras y le hizo entrar un poco en la buena sociedad. Carreras era un hombre acostumbrado al silencio. Le gustaba el silencio y cuando en el quirófano se hablaba se ponía nervioso; en cambio, Isabel se pirraba por las fallas y por los petardos y los fuegos artificiales. Por cierto que, según ella contaba, los temas falleros demostraban la capacidad imaginativa e irónica del mundo levantino. Lo mismo podía ser caricaturas de los figurones de la democracia que de los falsos dioses o de los que cifraban su ideal en la acumulación de dinero. A ella le gustaba, sobre todo, el museo de las fallas que año tras año, por decisión del jurado, se salvaban de la quema. Por ejemplo, aquella en que se veía a Manolete atravesando con su estoque un paquete de billetes de mil.

Загрузка...