CAPÍTULO XXIV

LA SUPERIORIDAD AÉREA de los aliados era la causa de la seguridad en el triunfo final. Sin embargo, los bombardeos sobre Inglaterra continuaban siendo terribles. Las V-I, y sobre todo las V-II -a las que los ingleses llamaban robots, puesto que no necesitaban piloto- eran demoledoras. Su mayor ventaja era que distraían fuerzas aéreas inglesas, las cuales perseguían el emplazamiento de las catapultas. Cincuenta mil toneladas de bombas habían sido lanzadas hasta el momento por los ingleses sobre este objetivo.

Los robots se oían cuatro o cinco minutos antes. La gente se habituó. Era preciso huir de los cristales, de las ventanas o tumbarse en el suelo. Los autobuses londinenses eran ratoneras. Y se habían evacuado, voluntariamente, niños, ancianos y enfermos. No obstante, el pueblo inglés, fiel a su estoicismo y sentido patriótico, decía: "Las bombas que caen sobre nosotros no caen sobre nuestros soldados". Entretanto, en la batalla de Francia el avance proseguía incontenible. Se acercaban a las 400 000 las bajas ocasionadas al Eje desde el desembarco de Normandía. "Esto no es una batalla -decían los generales-. Esto es una caza".

Pero ocurrió que llegó a Gerona una noticia inesperada: una V-II había matado en Londres a la mujer de mister Edward Collins, el cónsul inglés. Mister Collins quedó hundido en su sillón del hotel del Centro. Recibió la visita del cónsul norteamericano, mister John Stern y de Manolo y Esther, con quienes había entablado amistad. La escena fue emotiva, pues el hombre, de natural optimista, apenas si tenía fuerza para pronunciar una sílaba. Por fin mister Edward Collins se marchó, aunque quedó claro que pasados unos días se reintegraría a su destino. El último en despedirle fue mister John Stern, quien estaba convencido de que, pese a todo, los recursos del Eje seguían siendo ingentes.

La labor de estos cónsules consistía principalmente en resolver los problemas que planteaban los refugiados aliados y observar también con detalle la acogida que las autoridades españolas daban a los refugiados del Eje. Por ello se enteraron de que, de los últimos 15 000 refugiados alemanes que habían cruzado la frontera, medio centenar estaban concentrados en la población gerundense de Caldas de Malavella -en su famoso balneario, a 15 kilómetros de la capital-, en espera de un posterior traslado.

El cónsul alemán, Paúl Günther, naturalmente se enteró de la circunstancia y fue a verles. La espantada fue general. Los refugiados rehuyeron su presencia, porque le suponían miembro de la Gestapo y la mayoría de ellos habían huido por estar más o menos implicados en alguna acción contra el nazismo e incluso en el atentado contra Hitler.

– Así que, no puedo seros útil en nada?

– Estamos en territorio español y a las órdenes de las autoridades españolas…

En cambio, fue bien recibido Mateo. Mateo había oído hablar del matrimonio que regentaba el balneario, señores Montagut, populares porque ella, desde el final de la guerra civil y en cumplimiento de una promesa, llevaba hábito morado con un cordoncillo amarillo y porque él, por la misma causa, había dejado de fumar y subía una vez al mes a Montserrat.

Los señores Montagut comentaron con Mateo que la "clientela" que les había tocado en suerte era un tanto difícil. Educados y cultos, cuando se emborrachaban -y lo hacían a menudo- perdían la compostura y transformaban sus fiestas en orgías. Todos habían llegado sin recursos, pero Caritas Española, de reciente fundación, les había prometido ayuda, con aportación americana! Uno de ellos, Hans, que llevaba peluquín, poseía "únicamente" un saxofón de oro. Era su única prenda, su único aval bancario. Una walkiria llamada Gely tenía como único patrimonio su cuerpo, verdaderamente hermoso y vibrante. Otro jugaba muy bien al billar. Se pasaban el día reclamando periódicos alemanes, jugando a las cartas y haciendo gimnasia. Cada cual, por supuesto, reaccionaba según su temperamento. Un tal Münster, pequeño como un jockey, sólo pedía poder dar a diario una vuelta en motocicleta.

Más de la mitad de los refugiados quedaban fuera de juego por el problema idiomático. Pero Hans, por ejemplo, el del saxofón de oro, que por las noches inauguraba el baile, había estado en la Legión Cóndor, en la guerra de España y se desenvolvía muy bien hablando con Mateo. En un momento de sinceridad -y de borrachera- le "confesó" a Mateo que había sido de la Gestapo, pero que se decepcionó. Y que "estaba enterado de muchas cosas". Por ejemplo, de que en territorio alemán y también en territorio polaco existían campos de exterminio, sobre todo para los judíos, pero también para algunos católicos y para prisioneros sospechosos. "Le repito, amigo español -y Hans eructaba que daba gusto-, que en esos campos sobre todo hay judíos y que su muerte es atroz".

Mateo sonreía. Hans estaba borracho y decía tonterías. "Hala, toque un poco el saxofón. Que le he oído a usted y es un consumado maestro". Hans, espoleado, cogía el instrumento de oro macizo y desgranaba melodías de su tierra y ritmos de orquestas negroides. Mateo aplaudía, y también el resto de la concurrencia. Era el momento en que la vampiresa Gely se ponía en el centro del salón y movía la cintura como si se tratara de la danza del vientre.

Otro de los visitantes fue el capitán Sánchez Bravo, quien se enamoró de Gely como un loco. Empezó a regalarle bombones y mermelada y consiguió llevársela a la cama. Gely, en los juegos del amor, era una salvaje. El capitán la llamaba tigresa y aunque ella no entendía la palabra se daba por satisfecha y le soltaba cariñosos vocablos en alemán. El general Sánchez Bravo se enteró de la nueva travesura de su hijo y de nuevo se enfrentaron, ante la desesperación de doña Cecilia.

– Es que no tengo libertad ni siquiera para hacer el amor?

– Con una refugiada alemana, no. Podría traer complicaciones.

El capitán hizo caso omiso y continuó frecuentando el balneario, aunque vestido de paisano.

Mateo a veces coincidía con Paúl Günther, quien, pese al mal recibimiento, cumplía con su obligación. Por mediación del cónsul Mateo entró en contacto con un caballero elegante, al que no le faltaba ni siquiera el monóculo. Resultó que era curandero! Claro que los curanderos, bajo el mandato de Hitler, eran personas importantes, contrariamente a los médicos, que tenían fama de liberales. El caballero del monóculo se llamaba Heinrich Halder. Mateo, herido en lo más hondo por el evidente viraje que Franco había dado en política internacional, les dijo a los dos que, a su entender, Franco estaba traicionando a Hitler. "De momento, ha enviado un efusivo telegrama de felicitación a Roosevelt por su reelección, y ahora, no sé lo que va a ocurrir con ustedes. Lo mejor sería retenerles para canjearlos, lo que entra dentro de lo posible; pero también cabe que los retengan hasta que algún tribunal los reclame".

Paúl Günther se movió inquieto en el sillón; Heinrich Halder se adaptó el monóculo. Él tenía otro concepto de Franco. No le veía capaz de una cosa así. Mateo se tocó con los dedos en pinza la nariz. "Yo tampoco -comentó-, pero estoy sobre ascuas".

Otros de los visitantes que tenían los refugiados eran León Izquierdo, Pedro Ibáñez y Evaristo Rojas. Cacerola, desde que se había casado con Lourdes -efectivamente, la mujer estaba embarazada-, no quería meterse en líos, y tampoco Rogelio, que se estaba hinchando en la cafetería España, hasta el punto de que había contratado a un camarero del bar Montaña que se llamaba Elias y coleccionaba llaveros. León Izquierdo fue solemnemente humillado por uno de los refugiados alemanes, que se llamaba Franz Stromberg. Le pegó al billar una paliza de no te menees, pues logró doscientas carambolas de una sola tacada. Era casi un profesional. León Izquierdo, director de la Biblioteca Municipal, comentó: "A partir de hoy, me declaro aliadófilo".

Pronto el misterio se cernió sobre el balneario de Caldas de Malavella. Empezaron a llegar, semanalmente, un par de motoristas de Barcelona con una lista de nombres. Los que figuraban en ella eran invitados por la guardia civil a montar en una furgoneta y seguirles. Hacia dónde? No se sabía. De momento, Barcelona. El cantarada Montaraz intervino y sospechó que desde Barcelona y sin mayor protocolo los entregaban a los aliados. Intentó protestar, pero el general Sánchez Bravo le cortó las alas. "Son órdenes superiores, que además dependen de la jurisdicción militar".

Un día en la lista apareció el nombre de Gely. El capitán Sánchez Bravo, al enterarse, se encalabrinó. Que no le tocaran a su amante! últimamente le llevaba un vino de Pinedo que se auto-anunciaba con el slogan: "Arriba el ánimo!". Gely, en el último momento, le dirigió al capitán una mirada de ternura y le regaló una sortija que llevaba, con la cruz gamada. El capitán no sabía que una tigresa pudiera ser tierna y tampoco sabía qué hacer con la sortija. Porque aquella despedida era definitiva. El capitán estaba seguro de ello. Sí, Franco les estaba traicionando, para congraciarse con los aliados. Les entregaba militantes del III Reich que se hubieran comprometido. A los demás les dejaba jugar al billar o montar en motocicleta.

A Mateo le salpicó la duda con respecto a los campos de exterminio para judíos, católicos y demás. Paúl Günther lo negó rotundamente, pero el cónsul era parte interesada. Mateo habló con el padre Forteza y éste le dijo:

– No puedo garantizártelo, hijo mío… Pero cabe dentro de lo posible. Ya antes de su llegada al poder Hitler había declarado que, de estar el asunto en sus manos, mataría a los judíos como a pulgas… -El jesuíta añadió-: Pero creo que, si fuera cierto, el Papa lo habría denunciado.

El pueblo de Caldas de Malavella, ya muy conocido por sus aguas termales y por el agua de Vichy, adquirió más popularidad aún gracias a los alemanes. La brigadilla Diéguez anduvo por allí y, como siempre, cobró pieza: un matadero clandestino. En él se sacrificaba ganado de todo tipo, vacuno, caballar, de cerda, animales enfermos, cuya carne se ponía a la venta sin control, ocasionando focos de triquinosis.

Asimismo un último acontecimiento aumentó la fama del pueblo: un buen día se suicidaron seis de los refugiados que no habían sido llamados aún por los motoristas. Entre ellos, Hans, el del saxofón de oro, instrumento que los supervivientes se disputaron casi a puñetazo limpio. En el palacio episcopal se planteó el consabido dilema: dónde enterrar a los suicidas? Los suicidas no podían ser enterrados en tierra sagrada. El obispo sentenció: "En tierra extraña". La tierra extraña era un anexo del cementerio. Gracias a Caritas Española los seis cadáveres tuvieron derecho a nicho propio, eludiendo la fosa común. Y en definitiva, el saxofón de oro cayó en poder de Pedro Ibáñez, quien lo llevó a la fonda Imperio, donde Lourdes se pasó un buen rato acariciando el instrumento.


* * *

El día 20 de noviembre era el VIII aniversario de la muerte de José Antonio. El Frente de Juventudes -el camarada Elola le había dado un fuerte impulso- lo declaró Día de Dolor. Los chavales no debían asistir a ninguna diversión, ni siquiera cantar, como antaño ocurriera en Jueves y Viernes Santo. Y tenían que ir a misa. Mateo fue a la catedral en compañía de Pilar, aunque a ésta le pareció todo aquello un tanto exagerado.

Días después llegó a Gerona el ex divisionario Óscar Benítez, gaditano, quien en cumplimiento de una promesa recorría España a pie. Llevaba tres meses andando. Había salido de Cádiz y en cada capital de provincia se hacía poner en una libreta el sello del Ayuntamiento. ' La Voz de Alerta' le recibió y escribió en su honor una "Ventana al mundo". Alabó la tenacidad y el esfuerzo de quienes, en momentos de apuro, dirigían la mirada al cielo y luego hacían honor a su palabra. Óscar Benítez, después de patearse un buen pedazo del mapa de España no parecía muy optimista. La sequía y la falta de carbón causaban estrago, ocasionaban restricciones de agua y electricidad, por lo que había caballeros que se afeitaban con sifón o gaseosa y que para calentarse los pies usaban una especie de loción llamada Pedacalor. "Yo la uso y me va divinamente".

Óscar Benítez tenía una curiosidad voraz, especialmente inclinada hacia lo macabro. En los pueblos españoles ocurrían cosas terribles, de las que sólo se enteraba el vecindario. Él compraba el semanario El Caso, dedicado precisamente a esos temas y calculó que sólo les permitían tres o cuatro muertos por semana. Personalmente vivió, en Jávea, la tragedia de un marido que sorprendió a su mujer con un amante y que la mató introduciéndole un petardo en la vagina. El Caso no se hizo eco de tal acontecimiento. La pobreza y la incultura hacían de las suyas. Sí, se padecía hambre y sed. Por eso los trenes iban tan abarrotados que algunos viajeros -Ignacio hubiera recordado su luna de miel- hacían sus necesidades a través de la ventanilla que les pillaba más cerca. Los había que, para poder entrar en el fútbol, recurrían a vender su ración de tabaco o café. Se comían perros y setas de todas clases. Particularmente las setas, causaban muchas muertes. Al igual que la disentería y el tifus en los campos de trabajos forzados. Él se había familiarizado con la micología, lo que le permitía elegir las setas buenas de las malas. Había setas en Gerona? Sí, muchas? Pues ojo avizor, porque muchas destilaban veneno mortal.

' La Voz de Alerta' le preguntó si no había advertido hechos de signo positivo en la nueva España. Por supuesto que sí. Podía dar fe de que los pantanos que se construían en Entrepeñas, Buendía y en Benaréger abastecerían de agua las provincias de Cuenca y Valencia. En Murcia se había cosechado el primer algodón producido en la comarca. Y el programa de construcción naval era gigantesco y respondía a una realidad. También la prohibición del despido libre era un gran adelanto en el haber del ministro Girón. La gente tenía el empleo seguro y eso, en tiempos de escasez, era una bicoca, a la que también contribuían las oficinas de colocación que funcionaban en los Sindicatos.

Él, Óscar Benítez para lo que gustaran mandar, con sólo entrar en el Ayuntamiento y echar un vistazo a las oficinas sabía si el alcalde funcionaba bien o no, si se preocupaba de los problemas o les hacía ascos. En Gerona, en seguida vio que la cosa marchaba bien, por lo que daba sus plácemes al poseedor de la vara de mando. Era dentista! Un momento, que quería anotarlo en su agenda. Su agenda, al terminar el periplo -ahora se dirigiría hacia Aragón y el País Vasco- sería un caudal de anécdotas y de sucesos pintorescos, que tal vez reuniera en un libro titulado Andanzas de un vagabundo o algo así. El título no acababa de gustarle. La palabra vagabundo era llamativa, pero impropia de su caso, puesto que él era simplemente un ex voluntario de la División Azul que en el frente de Possad, y habiendo caído prisionero de los rusos, hizo tal promesa y pudo fugarse y ahora la estaba cumpliendo, un poco gracias a su voluntad y un poco gracias al Pedacalor.

' La Voz de Alerta' se hubiera pasado mucho rato charlando con el peregrino, pero éste tenía prisa por devorar kilómetros. Quería llegar pronto a la frontera, aunque le habían dicho que era peligroso por los maquis. ' La Voz de Alerta' le tranquilizó. "Esto se ha terminado", dijo. Óscar Benítez negó con la cabeza. Tal vez se hubiera terminado en la línea fronteriza, pero en el interior de España, ni hablar. £1, en la zona levantina, se había tropezado con varias patrullas, que al suponer que se trataba de un mendigo le permitieron seguir adelante. Pero era evidente que se estaban organizando en todas partes y que se trataba de hombres curtidos como los siberianos que luchaban en Rusia.

Fuera Osear Benítez -el hombre, antes de ausentarse comió en Auxilio Social y, como de costumbre, visitó al patrón de la ciudad, que era san Narciso, en la iglesia de San Félix-, la Voz de Alerta partió para el monasterio cisterciense de Poblet, donde tenían lugar unos ejercicios espirituales para periodistas, dirigidos por el célebre don Ángel Herrera, fundador de El Debate. Salió de allí reconfortado, pues se encontró con muchos monárquicos que estaban al aparato. Y el día de la clausura, nada menos que con don Anselmo Ichaso! Ninguno de los dos hombres había citado al otro, de suerte que la sorpresa fue mayúscula. Don Anselmo había engordado un poco más aún, tal vez debido a su contrato en el Valle de los Caídos. A los cinco minutos de estar juntos habían llegado a un acuerdo: la guerra estaba decidida a favor de los aliados. Por si faltara algún dato, ahí estaba el mensaje de Roosevelt al Congreso solicitando la aprobación del "Gran Presupuesto de la Victoria ", que alcanzaba la cifra de cien mil millones de dólares. "Don Anselmo, contra esto no se puede luchar, y creo que sería la ocasión para que don Juan lanzara un manifiesto desde Suiza". "Según mis noticias, esperará todavía un poco; pero lo hará, y lo hará en el momento oportuno".

Al terminar los ejercicios espirituales, durante los cuales la Voz de Alerta nada oyó sobre periodismo que no se supiera ya de memoria, se presentó como opcional la posibilidad de jurar lealtad a España y al Caudillo. La mitad de los asistentes juraron; la otra mitad, no. ' La Voz de Alerta' y don Anselmo Ichaso hubieran jurado sin reticencias fidelidad a España; lo otro, era un tanto peliagudo. Don Ángel Herrera no hizo distinciones de ninguna clase y se despidió de todos y cada uno con la máxima cordialidad.

De regreso a Gerona, la Voz de Alerta se enteró de que los avales también valían dinero. "Mil pesetas y te firmo los avales que quieras". Y que había patronos que contrataban a ex rojos pagándoles poco a condición de no denunciarles. Y que faltaban obreros cualificados, porque muchos de ellos habían emigrado a Alemania. Y que se acercaba Navidad…

Por Navidad, el alcalde quería dar la campanada: comer en Auxilio Social, puesto que a menudo comía con los viejos del asilo. Pero se le anticipó el cantarada Montaraz. Entonces la Voz de Alerta decidió hacer un donativo de 100000 pesetas para que la gente necesitada pudiera recobrar las piezas de ropa más indispensables que habían empeñado en el Monte de Piedad. Fue un gesto muy aplaudido, del que se hizo eco Amanecer. Gracias a él, una porción de los pobres de Gerona pasó menos frío. En efecto, las prendas más solicitadas fueron mantas, bufandas, gorras y guantes…

No obstante, más éxito aún que la Voz de Alerta y el gobernador lo tuvieron Galerías Preciados, inauguradas en Madrid, sistema de ventas a través de unos grandes almacenes y que significaban una revolución dentro del comercio. Para Navidad anunciaron " la Venta del duro". Centenares de objetos valían un duro: zapatos, lámparas, cinturones de piel, estilográficas, seis pastillas de jabón, etc. Ah, si Madrid estuviera más cerca! Pero, como decía el notario Noguer -y como había dicho muchas veces el profesor Civil-, Madrid pillaba siempre lejos…

En casa de los Alvear se celebró la Navidad como Dios les dio a entender. Se reunieron Matías y Carmen, Pilar, Mateo y el pequeño César, Ignacio y Ana María, además del renacuajo Eloy y del seminarista Manuel. Habían invitado también a Paz, pero Paz y la Torre de Babel se iban con Padrosa y Silvia a un restaurante de lujo gastronómico recién abierto en Arbucias. Pero Paz, por la mañana, tuvo la delicadeza de pasar por el piso de la Rambla y felicitar a Matías y a Carmen, a la que obsequió con unos sobres perfumados que decían: "Santa Isabel, reina de Portugal, patrona de los perfumistas". Matías comentó: "Qué tendría doña Isabel? Olía mejor que los demás?". Paz se rió. "En todo caso, no creo que oliera mejor que yo…" Y se fue tarareando una canción de Juanita Reina, que estaba de moda y a la que llamaban Solera de España.

El almuerzo discurrió con el mejor humor. Matías levantó varias veces el índice e Ignacio contestó: Caldos Potax. Matías estaba especialmente eufórico, según su versión, porque se había descubierto que un español, Manuel Dazo, en 1897 había inventado una bomba volante -precursora de las V-I y de las V-II-, que se llamaba tóxpiro. Las pruebas fueron satisfactorias y al no recibir la ayuda necesaria el negocio se fue al carajo. "Pero conste que, como siempre, los españoles hemos sido los adelantados".

Carmen Elgazu estaba contenta porque había adquirido mucha fama un cantante cubano llamado Antonio Machín, que hacía gala de un tal sentido del ritmo que incluso a ella le daban ganas de bailar. Sobre todo una de sus canciones se hizo popularísima, Los angelitos negros. Antonio Machín se quejaba de que en las iglesias sólo aparecían bellos angelitos blancos, siendo así que "a los angelitos negros también los quiere Dios". Carmen Elgazu informó a la concurrencia de que, a resultas de esta canción, el padre Forteza había mandado pintar cuatro angelitos negros en el altar mayor de la iglesia del Sagrado Corazón.

Pilar estaba contenta porque había superado el trauma del parto fallido y porque César era el niño más sano de la ciudad, según el parecer del doctor Morell. Ángel, el hijo del gobernador, le había sacado unas fotografías en las que el niño, rubio de oro, parecía un príncipe. Tales fotografías circularon de mano en mano en el comedor arrancando exclamaciones admirativas. Ignacio pensó para sí: "Es la viva estampa de mi hermano, de César"; y acercándose al pequeño lo izó en brazos y le estampó un sonoro beso en la frente.

Mateo estaba encantado con su hijo. No parecía el mismo que en el despacho de Falange daba órdenes o arrancaba secretos de los alemanes en Caldas de Malavella. Era un papá, papá. Le decía a César "rey mío", "monada" y otras lindezas por el estilo. Le habían acostumbrado a aplaudirse a sí mismo si hacía pis en el orinal y a ser regañado si se ensuciaba los pantalones. Mateo, llegada la ocasión, aplaudía con todas sus fuerzas y a Pilar, viéndolo, se le humedecían los ojos.

Ana María hubiera deseado poder soltar en la mesa: "Nosotros también esperamos un hijo!". Pero el hijo no llegaba. Con todo, Ana María e Ignacio estaban alegres. Ignacio cada día más impuesto en su profesión, más ponderado, más dueño de sus propias reacciones. Ana María, todavía inadaptada en Gerona, pero esforzándose por encajar, sobre todo con respecto a la familia. En aquel almuerzo se mostró especialmente brillante y arrancó aplausos de los presentes cuando, después del postre y el champán, fue a buscar la guitarra e hizo brotar de sus cuerdas, aunque con algún que otro fallo, varias tonadillas catalanas. Ah, sí, Ana María recibía lecciones de Sebastián Estrada, consumado maestro! "Será del Opus Dei -decía la muchacha-, pero a mí no me obliga a decir in aeternum y no regatea un cuarto de hora, habida cuenta de mi afición".

La canción Baixant de la jont del gat fue coreada por todos, marcando el ritmo, con la natural excepción de César que se puso a berrear.

El más callado de todos fue Manuel Alvear, el seminarista. Echaba de menos, en la reunión, a su hermana, Paz. Por lo demás, se sentía feliz porque precisamente aquel día, en la portada de Amanecer, aparecía su fotografía como ganador del concurso de belenes que había organizado Acción Católica, cuyo presidente era Jorge de Batlle. Los belenes estaban expuestos en la amplia sala de la Biblioteca Municipal y Manuel Alvear tuvo la peregrina idea de presentar el portal con todos los elementos del caso, utilizando el corcho, pero con la Virgen acostada en el pesebre, en posición horizontal. Mosén Alberto votó en contra, y Dios sabe lo que le costó!, porque la Virgen horizontal era de raíz protestante; pero el resto del jurado premió la originalidad de Manuel Alvear y le concedió el primer premio.

De pronto, Ignacio fue al vestíbulo y regresó al comedor con un tocadiscos portátil, regalo para sus padres. Con una docena de zarzuelas y otra docena de chotis. Carmen Elgazu gritó eureka! y rompió a aplaudir, por lo mucho que disfrutaría Matías con aquella aportación. Matías encendió el cigarro puro y se dispuso a oír La verbena de la paloma. Marcos Redondo se adueñó del piso de los Alvear. Todo fueron vivas!, como si fuese verdad que cada uno podía construirse su propio mundo, al margen de la guerra y de los bombardeos que asolaban Europa.

Tal vez el más feliz de todos fuese Eloy. A lo largo del almuerzo estuvo casi tan callado como Manuel, y su fotografía no había salido en la portada de Amanecer; pero, al terminarse el número del tocadiscos, corrió a su cuarto y regresó con una miniatura, hecha con palillos, de un clásico caserío vasco, sin que faltara detalle y se lo ofreció a Carmen Elgazu.

Ésta se secó los ojos con el pañuelo y admiró aquella pieza sin atreverse siquiera a tocarla. Eloy salió muy pronto al paso de posibles maledicencias. "Como podéis suponer, el caserío no lo he hecho yo. Ha sido Pedro Ibáñez. Pero la idea fue mía, que conste".

Todos le felicitaron y para el resto de la velada Eloy fue el centro de la reunión.


* * *

El año 1945 entró como de puntillas en la vida de los gerundenses. "Año nuevo, vida nueva". Sería verdad? Posiblemente. Se presentían hechos decisivos referidos a la guerra; pero, en tanto éstos no llegaran -los japoneses, en el Pacífico, eran duros de roer-, cada cual tenía derecho a paladear como mejor pudiera los minutos de cada día.

Hacía frío, mucho frío. La tramontana que venía del Norte, de Francia y que inclinaba los cañaverales hacía buena la previsión de la Voz de Alerta con respecto al Monte de Piedad. La gente andaba de prisa, enfundada en cualquier prenda y cruzar cualquier puente significaba una heroicidad. Matías, para ir a Telégrafos, debía sostenerse el sombrero gris perla que colgaba siempre del perchero del vestíbulo. Al llegar a la oficina encontraba a su colega Marcos arrimado a la estufa de serrín y tiritando. "Qué tal Adela? Cuál es el sistema de calefacción que le puedes ofrecer?". Marcos hacía un guiño picaresco y contestaba: "En lo que a mí atañe, no creo que se pueda quejar".

La víspera de Reyes discurrió como el año anterior. La cabalgata, con los tres ex divisionarios, impuestos otra vez de su papel. A Carmen Elgazu el rey negro -Evaristo Rojas- le recordó la canción de Machín; a Jaime, el librero, la presencia del trío "homicida" le recordaba la paliza que le dieron y que le hizo sangrar. Algún día se tomaría la revancha! La llevaba anotada en su agenda mental, como Óscar Benítez los sucesos más sobresalientes de su peregrinar. Últimamente la gente, además de seguir leyendo El Coyote, los tebeos y las novelas detectivescas, leía aquellas novelas francesas para señoritas que habían anunciado en Amanecer.

El librero Jaime le decía a Facundo que España era, sin duda, el país más onanista de Europa, el que se masturbaba masivamente. "Sobre todo las chicas, no tienen ocasión de desahogarse y se masturban mientras contemplan cualquier fotografía de su galán de cine preferido". Facundo, el primer onanista de la ciudad, al sonreír enseñaba unos incisivos que le daban aspecto de vampiro.

La vida seguía su curso, y también lo seguía don Rosendo Sarro. Éste anduvo demasiado lejos en sus negocios fraudulentos y llegó un momento en que se sintió acorralado. Cometió un desliz. En Madrid intentó sobornar a un coronel del Ministerio de la Guerra, por indicación del coronel Triguero, desterrado en Albacete y con el que mantenía relación, y el coronel de marras, don Roberto Echarri, le tendió una trampa y don Rosendo cayó en ella como un novato. Se trataba del famoso truco de asegurar un barco que transportaba armas a Inglaterra y provocar en él un incendio hasta hacerlo naufragar, como si hubiera tropezado con una mina. El coronel Echarri le dijo a don Rosendo Sarro: "Eso le va a costar muy caro. Además, tiraré de la manta y veremos lo que sale".

Don Rosendo Sarro tuvo el tiempo justo para tomar las de Villadiego. Pasaporte para trasladarse a Portugal y desde Portugal al Brasil, donde pediría permiso de residencia. La excusa para la familia y los amigos y socios -Gaspar Ley, los hermanos Costa, etc.- fue "viaje de negocios". Su mujer, Leocadia, arrugó el ceño, porque le vio mucho más nervioso que de costumbre, sobre todo en el momento de la despedida.

– Cuándo volverás?

– No lo sé, mujer… América no está en la esquina. Calcula un mes o algo así.

Don Rosendo llamó por teléfono a Ana María y ésta también le notó un extraño temblor en la voz. Ignacio pensó para sí: "El Brasil… Ahí suelen ir los que evaden divisas o están a punto de hacer suspensión de pagos". Pero no quiso alarmar a Ana María y se calló.

Pronto se supo la verdad. Antes de fugarse, don Rosendo Sarro había firmado una escritura de poder general a favor de don Javier Cañáis, abogado de profesión, perteneciente a la misma Logia que don Rosendo. El notario elegido fue don Herminio Vilaseca, amigo de ambos. La jugada era arriesgada, puesto que ponía todas las pertenencias en manos de don Javier Cañáis, quien tenía potestad para hacer y deshacer, para vender o comprar a terceros. Incluidos todos los negocios en cualquier lugar del territorio nacional, por ejemplo, dos fábricas de tejidos en Sabadell, el Banco Anís -con Gaspar Ley en Gerona-, la EMER -también en Gerona, con el cincuenta por ciento de las acciones propiedad de los hermanos Costa-, etc. Los poderes incluían también el chalet de San Feliu y el yate Ana María amarrado en el puerto…

A los ocho días justos, don Javier Cañáis recibió un telegrama del Brasil. "Estoy perfectamente. Gracias. Mauricio". Era la contraseña. Era la señal convenida para que el abogado -que en la logia Mercurio tenía grado inferior a don Rosendo- comunicara a la familia la verdad de su situación.

Un mal trago para don Javier Cañáis lo fue el enfrentarse con doña Leocadia. Aun cuando ésta sospechase que algo no marchaba bien, jamás supuso que se tratase de una ruptura tan total.

– Su marido, doña Leocadia, se ha fugado al Brasil porque no tenía más remedio. Había creado un imperio con los pies de barro. Yo mismo le había advertido que tuviera prudencia, pero él confiaba en su buena suerte y en el poder de su fortuna personal. Tengo todos los documentos a mano para salvar lo que se pueda, que a mi entender será mucho. Se había diversificado en exceso. Yo puedo hacer y deshacer, según la escritura que él me rogó que firmara, pero no pienso mover un dedo sin que usted o alguien de su familia me dé la autorización…

Doña Leocadia tuvo una crisis casi histérica. Llevaba mucho tiempo rumiando que aquello no podía durar. Pero don Rosendo era una peña! Con los pies de barro, según se demostró al final.

En cuanto la mujer se hubo desahogado le dijo a don Javier Cañáis que ella, obviamente, no entendía nada de "números" ni de sociedades anónimas y que mejor sería avisar a su yerno, Ignacio Alvear, abogado, que vivía en Gerona, para que estuviera enterado de lo ocurrido.

Doña Leocadia, al pronto, se creyó en la ruina. Ella había oído hablar mucho de la masonería y del concepto de hermandad que reinaba entre los masones del mundo y excepcionalmente entre los pertenecientes a la misma Logia. Pero lo único que ahora sabía es que estaba en manos de aquel caballero de buena presencia y mejores modales, y que de su buena fe dependía todo, desde las cuentas de los bancos hasta el chalet de San Feliu. "Y por qué mi marido se ha ido al Brasil? No le hubiera bastado con irse a Portugal?". Don Javier Cañáis le dijo que no. Se había firmado el llamado Bloque Ibérico y cabía la posibilidad de que las autoridades portuguesas entregaran a su marido a la jurisdicción española. Además, en el Brasil don Rosendo Sarro tenía sus contactos y con poco esfuerzo podría salir adelante. "No parte de cero, se lo aseguro. Nuestros amigos brasileños le ayudarán".

Doña Leocadia, que continuaba acomplejada por el bocio del cuello que tanto la afeaba, sacó fuerzas de flaqueza y le repitió al visitante que era preciso explicar todo aquello a sus hijos, Ana María e Ignacio.

– Puedo llamarles ahora mismo y decirles que vengan mañana…

Don Javier Cañáis hizo un mohín.

– Mejor que me desplace yo mismo y así de paso me entero de cómo están los negocios en Gerona… -De repente, el hombre tuvo una idea que despejaba cualquier posible mal pensamiento-. Puede usted acompañarme. Vamos los dos en coche y así verá usted en qué para todo esto…

Quedaron de acuerdo: salida de Barcelona a las nueve. Don Javier Cañáis se fue y doña Leocadia, rota por dentro, no tardó ni cinco minutos en llamar a Ana María. La encontró en casa; Ignacio estaba en el despacho de Manolo. Ana María palideció. Apenas si daba crédito a lo que estaba oyendo.

– Pero, mamá…

– Así es, hija mía… Éste es tu padre.

Ana María colgó el teléfono y rompió a llorar. Sus sentimientos hacia su padre eran complejos. Por un lado, le inspiraba repulsión; por otro, le admiraba. Y había hecho todo lo posible para que ella fuera feliz e incluso le dio permiso para que se casara con Ignacio.

Cuando éste llegó a casa Ana María se echó en sus brazos.

– Mi padre se ha fugado al Brasil… Mañana viene un abogado a vernos, junto con mi madre, para informarnos de lo ocurrido…

Ignacio procuró consolar a Ana María. La sabía fuerte, pero no tal vez para un golpe de ese calibre. No quiso engañarla, puesto que los hechos estaban ahí.

– Algo tenía que ocurrir, un día u otro… No se puede jugar con la justicia ni, por el hecho de ser masón, poseer una fortuna y vasallos a porrillo… Me lo temía, Ana María.

La muchacha se sonó con más estrépito de lo acostumbrado.

– Sean cuales sean los proyectos de ese abogado, nadie me devolverá a mi padre, que está en Brasil. Y nadie nos librará del escándalo.

– Eh, cuidado! Ahí te equivocas… Si ha sucedido lo que me supongo, sólo nos enteraremos la familia y los íntimos.


* * *

La reunión tuvo lugar en el despacho de Manolo, quien, en honor de Ignacio y Ana María, había dado carpetazo al asunto "Sarro". Desde el primer momento don Javier Cañáis les causó una excelente impresión. "Seguro que es masón", pensó Ignacio para sí.

El asunto estaba tan claro que no hubo necesidad de alargarse demasiado. Con la escritura sobre la mesa, sobraban los comentarios.

– Qué piensa usted hacer con sus plenos poderes?

– Seguir las instrucciones de don Rosendo… Eliminar su nombre de los negocios y ponerlos a nombre de amigos y socios. Y ejercer yo de apoderado… En cuanto a los inmuebles, el piso de Barcelona a nombre de la esposa aquí presente y el chalet de San Feliu de Guíxols y el yate a nombre de Ana María.

Manolo e Ignacio se miraron. Les dolía que un abogado al que ellos no habían visto jamás se quedara con todo el patrimonio y con las cuentas bancarias; pero si don Rosendo lo había elegido, por algo sería. Además, era de esperar que pronto recibieran noticias suyas desde el Brasil y que el asunto quedara definitivamente zanjado.

– Me comprometo -dijo don Javier Cañáis mirando a Ignacio- a presentarle a usted antes de un mes una lista de los negocios de don Rosendo y luego, semestralmente, a darle cuenta del debe y del haber… -marcó una pausa-. Lo único que puede suceder es que reciban ustedes la visita de la policía…

Todo el mundo asintió. Doña Leocadia, encogida en su sillón. Ni siquiera había querido quitarse el abrigo. Ana María, haciendo de tripas corazón iba pensando: "Menudo regalo de Reyes". Y se acariciaba el anillo de boda. Ignacio era un poco el vencedor de la reunión, pues sólo una vez se había desmadrado confesándole a Manolo sus "ilimitadas ambiciones" y Manolo le exigió que hiciera marcha atrás. E Ignacio le hizo caso, obedeció.

A partir de ese momento todo quedó aclarado. Don Javier Cañáis pasaría una respetable mensualidad a doña Leocadia, que le permitiría vivir holgadamente. En apariencia, pues, todo continuaría igual, excepto la ausencia física de don Rosendo, quien se había ido con aquella opresión cardíaca que a veces le obligaba a reflexionar. Ana María se empeñó en que su madre se trasladase una temporada a Gerona, hasta que decidiese por sí sola lo que quería hacer. Ignacio aprobó la idea y doña Leocadia les dijo: "Muchas gracias".

Una semana después doña Leocadia estaba instalada en el piso de la avenida del Padre Claret y comenzaba una nueva etapa. Recibieron carta del Brasil. Don Rosendo les pedía perdón y añadía que "los amigos le habían recibido con los brazos abiertos".

Gaspar Ley, Charo, los hermanos Costa y el hijo del profesor Civil, gerente en funciones de la EMER, se quedaron estupefactos. A los hermanos Costa se les derrumbó el mundo. Ignoraban los proyectos de su nuevo "amo", don Javier Cañáis. Por de pronto, el paraguas que les cubría se había ido a América.

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