CAPÍTULO XXVII

LA SEMANA SANTA FUE, en efecto, peculiar. La impresión general era que la guerra en Europa daba sus últimas boqueadas, pero, por lo mismo, cualquier noticia que llegaba a la calle volvía a adquirir una importancia singular. Se confirmaba la aseveración de un corresponsal: "El primer bombardeo es tan trascendental como el último". El último no había llegado todavía, pero, por de pronto, Tito había permitido la entrada de tropas rusas en Yugoslavia y en los alrededores de Madrid se había acondicionado un aeropuerto americano para la expedición de socorros a Europa, la Europa que estaba hambrienta en medio del terremoto.

Con motivo de la Semana Santa, el Caudillo había conmutado la pena a trescientos condenados a muerte, lo cual arrancó lágrimas de gratitud entre las familias afectadas. En Gerona, una de las personas que lloró fue el patrón del Cocodrilo. Se libró de la muerte un cuñado suyo, de Teruel, que cuando los "rojos" conquistaron la ciudad clavó tres puñales consecutivos en los cuerpos de tres cadáveres enemigos. También se dieron por conclusos los expedientes por responsabilidades políticas.

Carmen Elgazu, que andaba preocupada porque en Bilbao había aparecido una bandada de grandes peces que causaban graves destrozos a la pesca de sardinas y anchoas, sabía algo del estado de ánimo que imperaba en su propia casa al llegar Semana Santa. Todos se acordaban de César, el hijo ausente. Y reprochaban al pobre doctor Gregorio Lascasas que su proceso de beatificación no anduviera más de prisa. Pobres mosén Alberto y padre Forteza! Hacían cuanto estaba en su mano y ellos hubieran dado carpetazo al asunto, convencidos de que el muchacho podía subir al altar. Pero el arzobispo de Barcelona, doctor Gregorio Modrego, exigía más y más pruebas, siguiendo, era de suponer, las instrucciones de Roma. Matías se enojaba con este asunto. "Al final exigirán que descienda con alas de ángel del campanario de la catedral".

Se hizo un gran silencio en la ciudad con motivo de la Semana Santa, contrariamente a lo ocurrido en las ferias y fiestas, durante las cuales se había inaugurado el mercado de abastos, se habían iluminado muchos monumentos, se tocaron muchas sardanas y se celebró un concurso de escaparates que ganó Perfumería Diana, gracias a que Paz Alvear acudió a darle a Dámaso unos cuantos consejos que, según el perfumista y peluquero, rayaban en lo genial.

Mosén Alberto colaboró en la expectación con una "Alabanza al Creador", publicada en Amanecer, que dejó estupefactos a mosén Falcó y al padre Jaraiz: el auténtico Cáliz de la Santa Cena se encontraba en la sala capitular de la antigua catedral de Valencia. Cáliz de comería oriental, con oro purísimo en las astas. Por testigos de la época. Plutarco entre ellos, ya se sabía que en aquellos tiempos tanto griegos como romanos, egipcios y hebreos usaban cálices preciosos en los convites de reyes y príncipes. "No podía ser menos para el Rey de Reyes".

Por su parte, Mateo, a modo de contrarréplica, informó a través del periódico que, en Sevilla, la duquesa de Osuna, la marquesa de San Joaquín y otras damas de la nobleza de la ciudad habían cedido sus valiosas joyas para que, durante aquellas jornadas, las luciera la Virgen de la Amargura. "Al terminar Semana Santa, la Virgen, como es de suponer, devolverá tales joyas a las marquesas y duquesas sevillanas".

Se proyectó en el cine Albéniz la película Jesús de Nazareth. Carmen Elgazu asistió, al lado de su marido y en vez de aplaudir, lloró. Lo que no comprendía era que, según el calendario, en la misma pantalla aparecieran "amantes" y pecadores de toda laña o "aquel gran profeta nacido en Israel". Aunque no le parecía que la palabra profeta fuera apropiada para aludir al hijo de Dios. Matías se abstuvo de cualquier comentario, si bien no veía claro por qué el centurión le clavó a Dios la lanza en el costado. "Aquí hay algo que mosén Alberto tiene que explicarme".

La procesión del Viernes Santo fue pródiga en sorpresas. Llevaban cadenas atadas a los tobillos. Agustín Lago, Sebastián Estrada y Cacerola. Los dos primeros, no se sabía por qué, puesto que las Constituciones -el reglamento- del Opus Dei se desconocían; Cacerola pedía un milagro. El milagro de que Lourdes recobrara la vista o, por lo menos, que el bebé que estaban esperando naciera sin esa tara.

Pero la sorpresa mayor la dio Alfonso Reyes, el cajero del Banco Anís, ex trabajador en las canteras del Valle de los Caídos. Su propio hijo, Félix, no acertó a comprender. Alfonso Reyes participó en la procesión llevando en lo alto un crucifijo de pequeño tamaño. No había precedentes de que el hombre fuera creyente, ni nadie le había visto jamás entrar en una iglesia. Pero, siguiendo en la línea de "perdonar" con la que asombró a todos a raíz de su liberación, había ido madurando y un buen día se confesó con mosén Alberto. "No sé por qué estoy aquí -explicó él mismo-, pero me gustaría que me diera la absolución". Mosén Alberto no lo dudó un instante. No le hizo la menor pregunta. Ego te absolvo… Luego resultó que Alfonso Reyes, en Cuelgamuros, en un momento de depresión, había prometido que si salía con bien de aquellos barrenos y su hijo, Félix, estaba a salvo, un día asistiría a la procesión con un crucifijo en la mano.

El hombre, pues, no había hecho otra cosa que ser fiel a sí mismo y cumplir. Lo que no le gustó fue aparecer al día siguiente en Amanecer, en primer plano, con el rostro compungido por la emoción. "Lo ves? -le dijo Félix-. Esa gente aprovecha cualquier ocasión para pregonar su mercancía". Alfonso Reyes terminó por alzar los hombros. "De acuerdo, de acuerdo. Pero de este modo yo estoy más tranquilo".

Paz Alvear y la Torre de Babel contemplaron la procesión desde el piso de la Rambla. Paz, desde que el Eje aparecía como derrotado, estaba siempre dispuesta a la generosidad del vencedor. Carmen Elgazu murmuró: "A lo mejor se convierte". Matías susurró: "No creo que los tiros vayan por ahí". Mateo iba con las autoridades, detrás del Cristo yacente y Pilar le enseñó a su hijo, izándolo como si fuera un estandarte. Ignacio se acordó de aquel año en que él llevaba capuchón y les dijo a los suyos que levantaría por tres veces el cirio para que le reconocieran. Contempló el desfile, junto con Ana María, desde el balcón de Manolo y Esther. Nadie reconoció a la hermana de don Eusebio Ferrándiz, ex sor Genoveva, la cual, con la ayuda del doctor Andújar, andaba venciendo su tenebroso mundo de escrúpulos.

El general Sánchez Bravo, mientras caminaba al lado del gobernador, camarada Montaraz, se preguntaba si el año próximo podrían celebrar tamaña procesión. De pronto, sus cálculos militares se habían derrumbado y las sonrisitas que entreveía incluso en los cuarteles lo tenían apabullado. Su hijo, el capitán Sánchez Bravo, hubiérase dicho que gozaba poniéndolo nervioso. Todos los días se plantaba ante el mapamundi y clavaba las banderitas a su antojo, ante el pasmo de Nebulosa. El territorio perteneciente al III Reich era ya muy exiguo, una pequeña mancha roja. Y pronto el rojo desaparecería por completo y sólo quedaría por resolver la contienda en la inmensidad del océano Pacífico.

Las esposas de los jerarcas, a excepción de Pilar -María Fernanda, Carlota y doña Cecilia- contemplaron el paso de la procesión desde el balcón de la Voz de Alerta. María Fernanda y Carlota estaban eufóricas porque veían a don Juan ocupando el trono antes de terminar el año; doña Cecilia no comprendía por qué, siendo Semana Santa, aquellas dos mujeres irradiaban satisfacción. Ella, desde que se casó, sólo había faltado a misa siete días, que fue lo que le duró un leve ataque gripal. "De qué os reís, si puede saberse?". "De ese hombre que va detrás de los de los caballos con una escoba y una pala". "Pues vaya. Él pobre… Ahí os querría yo ver".

Antes de que finalizara la procesión estalló un pequeño artefacto frente al palacio episcopal. No causó más que ligeros daños en la fachada y en la puerta. Pero conmocionó a toda la ciudad. En seguida empezaron las especulaciones y la Andaluza y sus pupilas, que habían esperado en el templo ocupando las últimas filas, huyeron hacia su casa de lenocinio. Se especuló sobre los maquis, en quienes, de un tiempo a esta parte, recaían todos los desaguisados. Los tres ex divisionarios especularon sobre el librero Jaime, cuyas heridas habían ya cicatrizado. Charo sospechó de Alfonso Reyes, que entendía de explosivos y que muy bien pudo hacerse el hipócrita… Todas las pesquisas, incluidas las de la brigadilla Diéguez, resultaron negativas. Sin embargo, aquel artefacto adquirió caracteres simbólicos. "El año pasado esto era inimaginable". "El reloj empieza a señalar la medianoche". "A saber adonde iremos a parar".

Al doctor Gregorio Lascasas le temblaban un poco las manos. Él se acariciaba el pectoral, pero le temblaban un poco las manos. Por primera vez se sintió solo en la inmensidad del palacio episcopal y recordó que, en cierta ocasión, el padre Forteza le sugirió transformar aquello en un museo. Él no prestaba oídos a chaqueteos de ese tenor; pero en las habitaciones retumbaban sus propios pasos y por primera vez se dio cuenta de lo que significaba que las monjas, ante él, esbozaran una genuflexión. " La Iglesia triunfante…" Qué decía el Papa? El Papa pedía rogativas por la paz. Pero, en España, la paz acaso supusiera más artefactos, esta vez en el interior del palacio y en su propia alcoba.

El desfallecimiento le duró unos pocos minutos. Mosén Iguacen hizo como que no se daba cuenta y el monseñor se dirigió al salón presidido por el obispo que le precedió y que murió mártir en los comienzos de la guerra civil. Aquello le infundió ánimo. "Si tú moriste mártir, también puedo hacerlo yo. Pero, en este caso, que sea con dignidad". Y dio orden para que, el Domingo de Resurrección, repicaran todas las campanas de la ciudad. Y para que se colocara un ramo de flores en el lugar preciso donde estalló el artefacto. Y se acordó del bombardeo de la basílica del Pilar, una de cuyas bombas dejó en la acera una señal en forma de cruz.

El camarada Montaraz, que no quería aparentar la menor vacilación o el menor temor, convocó a un guateque en el Gobierno Civil a todos los falangistas de ambos sexos que tuvieran a bien asistir. Acudieron incluso de los pueblos, capitaneados por Mateo y Marta. Acudió incluso Rogelio, que de buen grado cerró por unas horas la cafetería España. Acudió el cónsul alemán, Paúl Günther, quien fue el más aplaudido de la reunión! Paúl Günther, con las ojeras amoratadas, vestía de uniforme y saludó a lo nazi como sólo los nazis sabían hacerlo. Habló de una terrible venganza del III Reich, de su confianza en el Führer y de no sé qué paz que habría de durar mil años. Llevó consigo, burlando las leyes españolas, dos de los "internados" en el balneario de Caldas de Malavella y que también habían pertenecido a la Gestapo. Los falangistas, por un momento, se entusiasmaron como en los mejores tiempos. Se inventaron el milagro. El camarada Montaraz gritó: "Arriba España!", y todo el mundo le coreó. Especialmente Marta. Ésta se olvidó por completo de la existencia de Ángel -que no apareció allí por ninguna parte- y volvió a pensar, también por un momento, que la Falange, que la Sección Femenina, se bastaría para llenar su vida.


* * *

A todo esto, se consumó el derrumbamiento de Italia. Mussolini había pasado un invierno negro. Sólo un día, el 6 de diciembre, en la plaza de Milán, había vuelto a hablar como agitador de masas, saludando ante cinco mil entusiastas el advenimiento de la "República Social Italiana" y recobrando los acentos revolucionarios de sus años jóvenes. Pero, en realidad, en su villa del lago de Garda, estaba prisionero de los alemanes. Les odiaba y sabía que habían perdido la guerra, pero tenía conciencia de ser él mismo quien había fabricado la cadena que le mantenía unido a su fatal destino.

En los últimos días de abril se consumó la tragedia, que tanto había de afectar a los partidarios del Eje, como el camarada Montaraz, el general Sánchez Bravo, Mateo y Marta. Las noticias llegaban confusas, incluso las emitidas por la BBC y sus corresponsales. No obstante, se supo lo suficiente. Mussolini, el día 19 de abril, decidió dejar el palacio Fratinelli e ir de nuevo a Milán. Los alemanes trataron de disuadirle y de convencerle de que se trasladara a Austria y a Baviera. Sus íntimos le aconsejaban refugiarse en Suiza y la familia de Clara Petacci, su amante, le ofreció organizarle una falsa muerte para cubrir su partida hacia España o la Argentina. Él resistió a todas estas presiones. "Nunca abandonaré Italia". "He jugado y he perdido. Dejaré la vida sin odio y sin orgullo".

Había pasado semanas clasificando sus papeles de Estado, tomando notas, preparando su defensa; y también yendo de noche, en barca, a sumergir ciertos papeles en el lago Garda. En Milán esperaba negociar con el "Comité de Liberación Nacional". Le ofrecería la capitulación del fascismo. Pediría clemencia para los Camisas Negras, quizá para sus jefes, quizá para él mismo…

En ese momento estalló en Milán la insurrección del pueblo. Entonces la comitiva, un convoy de varios coches, se dirigió hacia Como, camino de la frontera suiza y del Brennero. Mussolini iba en un Alfa Romeo, con chaqueta de cuero y una metralleta en las rodillas. Graziani y otros ministros se amontonaban en otro Alfa Romeo. Otro coche en el que ondeaba la bandera española transportaba a Clara Petacci, su hermano y su cuñada. A las diez de la noche llegaron a Como y Mussolini fue a dormir a la prefectura. La frontera suiza estaba a diez kilómetros.

Mussolini pasó el día siguiente en Menaggio, en un cuarto de hotel, trabajando en sus documentos o escuchando la radio, que sólo le hablaba de derrotas y desastres. Pavolini llegó a su lado. Le había prometido llevarle tres mil voluntarios dispuestos a correr su suerte, y sólo le llevaba doce! Doce hombres… Era lo que quedaba de las falanges que tantas veces habían gritado: "Creer, obedecer, combatir!" y que habían aclamado el lema del Duce: "Mejor vivir un día como un león que cien años como corderos".

La columna volvió a partir. Clara le acompañaba, con una gorra que la hacía parecer un soldado y se acurrucaron juntos, bajo la cúpula de acero, con los dedos enlazados.

Una patrulla de partisanos detuvo la columna. El jefe, un tal Barbieri, ofreció dejar pasar a los alemanes, a condición de que no llevasen italianos. Pasaron los camiones alemanes, con Mussolini en uno de ellos. Clara Petacci pasó con el coche que llevaba la bandera española.

Diez kilómetros más allá la carretera atravesaba la pequeña ciudad de Dongo. Esta vez los partisanos habían sido alertados. Un ministro de Mussolini había declarado durante su largo interrogatorio: "Mussolini está con nosotros".

Media docena de hombres reivindicaron el honor de haberle reconocido. Mussolini se dejó detener sin ofrecer resistencia. Los alemanes no movieron un dedo para defenderle.

Los partisanos temblaban por la seguridad de su prisionero, al ignorar lo que las jerarquías querían hacer con él. Le taparon la cara con una gasa, para hacerle pasar por herido. Mussolini, debajo de su capote alemán, tiritaba de frío.

En Dongo reconocieron a Clara Petacci, la cual pidió seguir la suerte de Mussolini. Se le concedió el favor.

Llegaron a una casa de campesinos en la aldea de Azzano, en las pendientes que dominan el lago. Mussolini y Clara hablaron largamente, y luego él se durmió con un sueño ruidoso.

La mañana del 27 se levantó radiante. Mussolini y Clara se despertaron tarde. Ella se desayunó con un plato de polenta. Él trató en vano de tragar un poco de pan. Luego Mussolini se sentó en el alféizar de la ventana y contempló las montañas.

El ejecutor llegó a las cuatro de la tarde, un contable que en la Resistencia tomó el nombre de "coronel Valerio". Traía la orden de Palmiro Togliati de fusilarlos.

Al irrumpir en el cuarto dijo: "Dense prisa, vengo a salvarles". Clara se retrasó hurgando en la cama. "Qué busca?", le preguntó Valerio. "Mis bragas".

El "coronel Valerio" hizo subir a su coche a Mussolini y a Clara. El chófer, Geminazza, veía la pareja en el retrovisor. Él muy pálido, ella muy tranquila y sin aparentar ningún miedo.

El coche se dirigió a la aldea. Valerio lo hizo detenerse ante la villa Belmónte, desierta, rodeada de una verja. Al parecer, Clara intentó cubrir con su cuerpo a Mussolini, gritando: "No! No podéis matarlo así!". Hicieron falta varias descargas y el tiro de gracia para abatir a Mussolini.

En Dongo fueron fusilados 15 fascistas de la comitiva, entre ellos Pavolini, Martello Petacci y Bombaci, "el traidor" que delató la presencia de Mussolini. Todos fueron llevados a Milán, donde fueron arrojados con otros cadáveres, algunos anónimos, en la plaza Loreto, no lejos de la estación central. Se desencadenó la ira de la multitud. Mussolini, muerto, fue golpeado, desfigurado, traspasado de balas, colgado por los pies por el mismo pueblo que perdió los pulmones aclamando al Duce vivo.


* * *

Pocos días después llegó el fin de Hitler, quien se había refugiado en un formidable bunker construido exprofeso en el propio Berlín. Goering le envió un telegrama pidiéndole permiso para tomar el mando de la situación y hacer lo que más conviniera al país. Hitler entrevio que Goering quería pactar con el enemigo y ello le arrancó del abatimiento a que se había entregado. Insulto a Goering en los términos más ultrajantes y luego redactó sus órdenes al jefe de las SS. Hermann Goering, culpable de alta traición, debía ser privado de sus títulos y dignidades y condenado a muerte. Hitler, en consideración a sus pasados servicios, le conmutó la pena, pero ordenando que fuera detenido inmediatamente.

Una mujer, la bella aviadora Hanna Reitsch, consiguió llegar al bunker, en compañía de Von Greim, herido. Escenas de indignación, de emoción y de lágrimas tuvieron lugar entre el Führer, el herido y la aviadora. Hitler aulló contra la traición de Goering y a través de ráfagas de esperanza gimió por su suerte fatal. Su estado físico -decía- no le permitía morir con las armas en la mano, ni quería caer vivo en manos de los rusos; entonces, pondría fin a sus días.

Hanna Reitsch y Von Greim le pidieron el favor de compartir su suerte. Hitler rehusó, nombró mariscal a Von Greim y le ordenó que se pusiera al mando de la Luftwaffe y se fuera al frente. Pero no había ningún avión preparado para el vuelo y habría que esperar.

Entretanto, los rusos entraban en Berlín, ocupándolo poco a poco, en una batalla que duró una semana. Todo iba cayendo al compás de los bombardeos. Una formidable detonación conmovió a toda la ciudad cuando un depósito de Panzerfaüste saltó en Potsdamreplatz, causando una horrible carnicería. Una tragedia todavía más horrible tuvo lugar debajo de la calzada. Los zapadores habían dado orden de hacer saltar las compuertas del Ladwehr Kanal, para inutilizar los túneles del Metro que utilizaban los rusos. En las tinieblas, los millares de civiles que se habían refugiado allí huían a tientas ante la subida de las aguas. Centenares de no combatientes, con una fuerte proporción de niños, perecieron ahogados o asfixiados.

Tres millones de berlineses y de refugiados se agazaparon en los sótanos, en los túneles del Metro, en los bunkers de la defensa pasiva. El miedo, el hambre y la sed se habían apoderado de ellos.

Algunos salían un momento y bebían en los charcos, buscando las ruinas de un almacén de alimentación o la gran suerte de un caballo muerto. Volvían a su cueva cargados con un trozo de carne sangrante o un cubo de agua procedente de las alcantarillas.

En otros sitios, había ahorcados balanceándose al soplo de las explosiones. Soldados desbandados que habían tenido la mala suerte de encontrar una de las patrullas de jóvenes SS encargados de hacer obligatorio el heroísmo, llevaban letreros en el pecho: "Cuelgo aquí porque soy un desertor". "Cuelgo aquí porque soy un cobarde". "Cuelgo aquí porque he dudado de mi Führer".

El día 28 trajo un nuevo desgarrón: un comunicado de la agencia Reuter reveló que Himmler había tratado de negociar, por mediación del conde de Bernadotte, la rendición del Reich a cambio de la sucesión de Hitler. Éste clamó: "Otro traidor!". Eva Braun no tuvo más que un suspiro: "Pobre Adolfo! Todo el mundo le traiciona!".

El día 29 tuvo lugar la boda de Eva Braun e Hitler. Los testigos fueron Goebbels y Bormann. El funcionario del registro civil se llamaba Walter Wagner. La escasa corte, una decena de hombres, tres o cuatro mujeres, entre las cuales se encontraba la cocinera vegetariana de Hitler, Manzialy de nombre, desfilaron ante los recién casados. Éstos se retiraron luego para un desayuno nupcial y luego Hitler dejó a su mujer y se encerró con su secretaria, Frau Junge, en la celda que le servía de gabinete de trabajo. Dictó su doble testamento, el político y el privado, los cuales habían de serle muy útiles al doctor Andújar para sus carpetas sobre la personalidad del Führer.

El testamento político era un alegato y una maldición. Hitler se defendía de haber querido la guerra y hacía responsables de su pérdida a los oficiales cobardes y traidores. Estigmatizaba a Goering y a Himmler; designaba su sucesor: el almirante Dóenitz y se ocupaba de los principales puestos del Estado. Concluía con un grito de odio: el pueblo alemán debía mantener con todo su rigor las leyes raciales y de manera implacable "contra los envenenadores de todas las naciones, los judíos".

En su testamento privado, Hitler legaba todos sus bienes personales al Partido; si el Partido no existía, al Estado; si el Estado también era destruido, "toda disposición sería superflua". Pidió que las obras de arte que había reunido constituyesen un museo en Linz, su ciudad de origen. Explicó su matrimonio. Tras de muchos años de sincero afecto, Eva Braun había decidido libremente compartir su camino hasta el fin y él había querido llevarla consigo como su mujer a la gran partida. "Mi mujer y yo hemos decidido morir para evitar la vergüenza de una captura. Queremos que nuestros cuerpos sean inmediatamente quemados en el lugar donde, durante doce años, he cumplido la mayor parte de mi esfuerzo al servicio de mi pueblo".

Goebbels quiso seguir el ejemplo. Redactó lo que él llamó un apéndice al testamento político de Hitler. "En el torbellino de traiciones que rodea al Führer, debe haber al menos un hombre que siga a su lado, incondicionalmente fiel hasta su muerte. Pasaría el resto de mis días considerándome un traidor despreciable y vulgar si obrara de otro modo". Goebbels, pues, declaró que se quedaría en Berlín hasta el final, poniendo fin a su vida ya sin objeto. Su mujer compartió su decisión, en lo que la concernía y en lo que concernía a sus seis hijos, demasiado pequeños para poder pronunciarse por sí mismos. No era concebible para ellos ninguna existencia fuera del nacionalsocialismo; morirían con su muerte.

Hitler declinó toda proposición de posible huida, por lo demás harto inverosímil. No quedaba más que morir. Ya había dado orden de suprimir a su perra alsaciana, Blandí, signo indudable de su resignación.

Al comienzo de la noche, Hitler se despidió de sus secretarias, excusándoles de no darles como último recuerdo más que un poco de veneno y lamentando no haber tenido generales tan fieles como ellas. Fuera había oficiales y gentes de las SS que se levantaban la tapa de los sesos, algunos en medio de festines últimos con champán y mujeres.

Hitler todavía almorzó. Estaba en la mesa, en el paso central del bunker, mientras su chófer, Erck Kempka, ayudado por cuatro soldados, transportaba al jardín de la cancillería los 180 litros de gasolina que debían servir para poder carbonizar su cuerpo y el de Eva. Se reunió con su esposa en la celda donde ella se había quedado durante la comida, volvió a salir con ella y pasó ante Goebbels, Bormann, Kregs, Burgdorf, Naumann y algunos subalternos y secretarias. No hubo manifestaciones oratorias; sólo silenciosos apretones de manos. En ese momento los rusos no estaban ni a cien metros del bunker.

Adolfo Hitler y Eva Braun volvieron a su apartamento. Se oyó una detonación. Hitler se había disparado con un revólver en la boca. La señora Hitler había muerto silenciosamente con un sello de veneno. Sus cadáveres fueron incinerados. Pocos días después, el 7 de mayo, el general Jold, en representación del almirante Dóenitz, firmó con el general Eisenhower la capitulación de Alemania.


* * *

En Berlín cesó el estrépito de la batalla. Multitudes lívidas salieron de los refugios. Lo que vieron era espantoso. Las ruinas eran las más extensas que nunca hubiera acumulado el furor de los hombres. Los rusos, dueños de aquella situación, hicieron lo que les vino en gana. Las mujeres quedaron entregadas al ultraje del vencedor. Asimismo llegó la orden de transportar las fábricas berlinesas a la URSS. El desmontaje llegó cuando aún se luchaba.

Ahora bien, entregado Berlín y firmada la capitulación de Alemania, quedaban aún muchos ejércitos alemanes en pie de guerra. Ocupaban Noruega, Dinamarca, la mayor parte de Holanda, incluidas Amsterdam y Rotterdam. En Francia, grandes extensiones. En el Mediterráneo, posesiones tan lejanas como Rodas y Creta. Toda Checoslovaquia. Tres millones de soldados alemanes estaban aún en armas desde el cabo Norte hasta el mar Egeo. Los refugiados agravaban la situación. Sumaban, quizá, siete millones.

El mariscal Keitel firmó la rendición sin condiciones de todos los ejércitos del III Reich. Poco después, varios generales alemanes se suicidaron. Himmler acabó por entregarse a un puesto inglés, pero en el momento de iniciarse el cacheo masticó una pastilla de cianuro y cayó rígido. La guerra en Europa había terminado. Sólo continuaba en Asia, donde la situación del Japón seguía siendo impresionante.


* * *

En Gerona se vivieron aquellos acontecimientos -se tuvo noticia de ellos- poco a poco y con la natural confusión. Resultó curioso que, excepto los directamente afectados y los germanófilos a ultranza, que formaban legión, el resto continuó con sus labores habituales, como si nada ocurriera. La costumbre había puesto una coraza en muchos hogares y en muchos corazones. La gente sólo se preguntaba qué iba a ocurrir a partir de ese momento, pero sin exceso de curiosidad. Muchos barruntaban que se acercaban días peores -el bloqueo del Régimen español-, otros intuían, casi supersticiosamente, que Franco se saldría con la suya y se mantendría en el poder.

Mateo se pasaba el día yendo y viniendo de un lado para otro, con su cojera a cuestas. Coincidía con la Voz de Alerta en la redacción de Amanecer. Mateo copiaba muchas noticias del periódico Arriba, órgano oficial de Falange, según el cual -los militares habían hecho los debidos cálculos-, la ocupación de las zonas asiáticas en poder del Japón y la del Japón mismo, costaría a los aliados 500 000 muertos.

– No es profetizando cifras de muertos como tranquilizarás a la población -le decía la Voz de Alerta a Mateo.

– No se trata de tranquilizar a nadie, porque en España no va a pasar nada -replicaba Mateo-, pese a los pronósticos de Núñez Maza. Se trata de que vivan de realidades los que festejan la victoria, que en definitiva es la victoria de Rusia, no sólo por el tratado de Yalta, sino por haberles entregado Berlín.

Ésta era la clave de la cuestión, que el camarada Montaraz veía también con claridad. Rusia, la gran vencedora. Cien millones de europeos ofrecidos graciosamente a sus garras, que no iban a soltar un solo palmo de terreno.

– Churchill y Roosevelt subestimaron siempre el peligro comunista -argumentaba el gobernador-. Y ahora Truman otro tanto. Con el tiempo abrirán los ojos, pero ya será tarde. Da la impresión de que Churchill está cansado de tantos años de lucha. Cansancio de consecuencias incalculables, como la historia demostrará…

Por las calles no se notaba el menor cambio. Además, era primavera. La palabra mágica por excelencia. La Semana Santa quedaba atrás y la naturaleza festejaba la resurrección del Señor, según palabras del obispo, doctor Gregorio Lascasas. Alfonso Reyes estaba tranquilo. Solita, en la consulta del doctor Andújar, también pese a que el número de "neuróticos" había aumentado de forma considerable, tal vez debido al vapuleo informativo. Lourdes, la mujer de Cacerola, dio a luz un hermoso varón, sin la menor lesión en los ojos! Cacerola fue a San Félix y besó la urna del Cristo yacente y, luego, invitó a todos los clientes de la fonda Imperio a brindar con él. Santiago Estrada, alegre por temperamento, que cumpliendo su promesa llevaba todavía la gorra de marino tocó la guitarra. Tenía una alumna: Ana María. Ésta se había decidido por fin a aprender a tocar el instrumento, a la vez que Esther le daba clases de inglés y Eva de alemán. Ignacio sonreía. Sonreía feliz viendo que Ana María no había perdido un ápice de curiosidad y ganas de superarse. Todo aquello era la compensación de no existir en Gerona la posibilidad de estudiar para bibliotecaria.

Tal vez Eva fuera la mujer más feliz de Gerona, aunque lo disimulaba. De cuerpo enclenque, incluso se cambió de peinado -peluquería Charo- y se colocó pestañas postizas, que arrancaron de Moncho una sonora carcajada. Eva estaba contenta por el derrumbamiento de Hitler y de todo lo que él representaba. Por culpa del Führer ella se había quedado sin familia y habían muerto -y morirían aún- millones de seres humanos. Lástima no haberlo podido juzgar. Por lo visto una serie de grandes responsables, empezando por los mismísimos Goering y Bormann, habían caído prisioneros. El Führer se disparó en la boca, en aquella boca que había hipnotizado a todo un pueblo considerado culto, especialmente a la juventud, que se le entregó totalmente.

Hubiérase dicho que Eva había perdido la timidez, que se abría a un mundo nuevo y hablaba ya un castellano bastante correcto, si bien con un acento alemán que resultaba gracioso al oído. Ana María estaba encantada con ella. Eva le proporcionaba muchos datos. Por ejemplo, que Pétain había solicitado regresar a Francia para ser juzgado. Que en Madrid desfilaron gran número de personas por la embajada alemana a firmar en los pliegos de pésame por la muerte del Führer; que el gobierno de Portugal había decretado dos días de luto por dicha muerte y que De Valera, en Irlanda, había expresado públicamente su pesar. Que, por el contrario, en Nueva York la alegría era indescriptible, habiéndose iluminado la antorcha de la estatua de la Libertad y considerándose el 8 de mayo como el día de la victoria de las Naciones Unidas en Europa. Que Jorge VI había pronunciado un discurso emocionante dirigido a la Commonwealth y que en Gibraltar se celebraban grandes festejos. Asimismo, Franco recibía felicitaciones de todas las corporaciones oficiales de España "por haber librado al país de entrar en la guerra" y en la catedral de Toledo se había celebrado por la misma causa un Te Deum de acción de gracias.

Pero la noticia que mayormente impresionó a Ana María fue que, según Eva, a medida que se ocupaban los territorios del Reich se iba conociendo la existencia de "campos de exterminio", sobre todo contra los judíos. Al parecer, el de Dachau y el de Belsen eran una pesadilla fuera de toda concepción humana, así como el de Auschwitz, si bien era muy presumible que la población alemana, por lo menos en su gran mayoría, no sospechara siquiera que existían tales campos. "En Auschwitz, además de los judíos, han perecido miles de gitanos, lo que sin duda dolerá a José Luis y Gracia Andújar".

Ignacio, al enterarse de esto, casi lanzó un alarido. Por influencia de Eva y de Moncho -y, naturalmente, de Manolo y Esther-, el muchacho había ido acumulando rencores contra Hitler y sus secuaces. Pero lo de los "campos de exterminio" colmó su indignación. Discutió agriamente con Mateo y también con el camarada Montaraz, quienes negaban toda verosimilitud a tales noticias. "Ahora los aliados se inventarán lo que les parezca". Ignacio replicó: "A mí me basta con ver la facha del cónsul Paúl Günther para creer a los nazis capaces de todo".

Paz Alvear se subía por las paredes. No estaba tan aburguesada como hubiera podido pensarse. Quería secuestrar a Paúl Günther o algo así. O envenenar a sus perros. La Torre de Babel le acariciaba la barbilla. "Hala, tozuda. Lo máximo que te permito es que vayas a depositar una corona de flores a la tumba de tu primo, José Alvear, que si ahora estuviera en Berlín alcanzaría el éxtasis".

Jaime, el librero, vio ante sí un porvenir espléndido. Supuso que las jerarquías españolas no tendrían más remedio que autorizar la venta de muchos libros prohibidos durante años. Por de pronto, el 2 de mayo se había celebrado una conferencia, a cargo de mosén Alberto, por el aniversario del nacimiento de Verdaguer y había anunciado en Amanecer la venta de sus Obras completas. Para despistar había sacado una fotografía del ramo de flores depositado ante el palacio episcopal, en el lugar donde estalló el artefacto y, debidamente ampliada, la exhibió en el escaparate.

Ángel, que efectivamente miraba a Marta de un modo muy particular, se sentía incómodo en casa, donde su padre, el gobernador, continuaba defendiendo a ultranza al III Reich, "el único que se había enfrentado al comunismo". Ángel se refugiaba en su profesión de arquitecto y en su afición al ajedrez y a la fotografía. No sólo había ya publicado con mosén Alberto la monografía sobre el arte románico en la provincia -que estaba obteniendo una excelente acogida-, sino que ahora se dedicaba a retratar niños. De los viejos y los locos había pasado a retratar niños… y bebés. De acuerdo con el doctor Morell, fotografiaba bebés en el preciso momento en que salían del vientre de la madre. A Sara, la comadrona, aquello no le hacía pizca de gracia. "Es una especie de masoquismo -decía-, pues los crios al nacer parecen ranas untadas y pegajosas". Pero a Ángel le servía de experimento y además le desvelaba una importante parcela del misterio de la vida. Por lo demás, también retrataba niños ya creciditos y ufanos. A Augusto, el hijo de la Voz de Alerta y Carlota, le sacó una fotografía deliciosa, en el momento en que el niño, con un babero, se llevaba a la boca una cucharada de papilla. A César le quitó el chupete, le colocó un cigarrillo entre los labios y disparó. Fue éste el gran regalo primaveral para la familia Alvear. Pilar le preguntó bromeando: "Cuánto te debo?". Y Ángel estampó en su mejilla un beso tan rotundo que arrancó de Mateo un comentario alarmado: "Eh, qué pasa aquí?". También el niño de Cacerola le salió muy "majo". Lourdes acarició la cartulina y preguntó: "De qué color tiene los ojos?". "Azules", contestó Cacerola. Y el niño, que se llamaba Eladio, como su padre, rompió a llorar.


* * *

La tertulia del café Nacional continuaba con su ritmo sabático. El primer sábado del mes de mayo se reunieron todos sus componentes y algún "mirón". Anecdotario nacional, que contrastaba con los acontecimientos que vivía el mundo.

Matías puso sobre la mesa de mármol la primera noticia: "En las últimas fallas de Valencia se presentó una en la que se veía a Manolete pinchando con su estoque un fardo de billetes de mil". El canario Grote repitió una frase entresacada de un sermón del cardenal Segura: "Nuestro Papa Pío XII, felizmente reinante y al cual yo no voté…" Galindo, preocupado, de un tiempo a esta parte, por el estreñimiento, levantó en alto un recorte de La Vanguardia: "Laxer Busto. Laxante que educa el intestino". Matías comentó: "No sabía que tuviera usted el intestino mal educado". Jaime, el librero, blandió otro anuncio: "Por qué la casa Pujol es la que vende más bragueros? Visítenos y se convencerá". Herreros, el dependiente madrileño de la peluquería Dámaso, intervino con otra cita: "No tenga usted manos de fregona. La cera Aseptina, mágica, las transformará en delicadas y suaves". Leopoldo, el contable de los Costa acudió con una frase del camarada Montaraz: "Según la Falange, el obrero y el técnico no venden sino que ponen su trabajo. Son socios que se unen al empresario para producir y formar con él una sola sociedad". Marcos, el marido de Adela, trajo una noticia inesperada: en Barcelona iban a celebrarse cursillos especiales para capellanes de prisión. "Qué podrán enseñarle, que no sepa, a mosén Falcó?". Ramón, el camarero, dijo que lo que a él le gustaría sería visitar Hollywood, donde acababa de filmarse en tecnicolor la película Virginia.

Terminado el turno, y en honor de la situación mundial, la velada se prolongó. Se supo que Churchill, en sus ratos libres, era pintor y que había expuesto varias obras en París con el seudónimo de Charles Maurin. Que el Gerona se había proclamado campeón nacional de hockey sobre ruedas. Que habían sido concedidos seis millones para reformas urbanas en Gerona. Que en Madrid se había inaugurado el III Salón de la Moda Española, por el que desfilaron 80 modelos. Que la canción de moda era: "La muchacha que patinando se cayó. Y en el suelo se le vio… qué se le vio? Que no sabía patinar". Que Nuestra Señora de Montserrat era la patrona de los pasteleros y de los confiteros. Que en Lisboa un hombre comía exclusivamente serrín desde hacía tres años. Y que Franco, en un discurso a los asesores religiosos de Auxilio Social había dicho: "La batalla que hace nueve años nosotros hemos emprendido es la batalla que no se pierde: la batalla de Dios".

Llegados aquí, todos los que no intervenían en las partidas de dominó se dispersaron, excepto el camarero Ramón. Matías, aquella tarde, espoleado porque su nieto, César, empezaba a deletrear "a-bue-lo" les pegó a sus adversarios una paliza fenomenal.

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