CAPÍTULO XXVIII

– QUÉ ESTAMOS HACIENDO EN UpA? Podemos regresar a Moscú…

Así lo hicieron. Los tiempos habían cambiado. ' La Pasionaria', Cosme Vila, su mujer e hijo, Regina Suárez y el madrileño Ruano, además de algunos mutilados que se les habían unido, cargaron con la emisora Radio España Independiente y volvieron a la capital de la URSS.

Su euforia estaba justificada. Suponían que el régimen de Franco tenía los días contados. Desde Moscú, en sus emisiones, bombardearon a la población española con frases que parecían ultimátums. Invitaban a la gente a que secundara la lucha de los maquis que, en efecto, estaban efectuando actos de sabotaje en diversas zonas del territorio nacional. En Francia acababa de crearse el Buró Político, al mando de Santiago Carrillo, para cursillos intensivos de tres meses. Según noticias, las zonas más activas eran Levante y Aragón. También Andalucía, bien que el individualismo andaluz era más proclive al anarquismo que a una acción coordinada. También Galicia, donde todo lo que fuera "clandestino" y "misterioso" tenía buena acogida.

Uno de los slogans utilizados por Cosme Vila en la emisora era que la URSS, después de su victoria, convertiría en democracias las naciones ocupadas. Cosme Vila, al decir esto, sonreía por lo bajines. ' La Pasionaria' no se manifestaba al respecto. Regina Suárez se encogía de hombros. "Lo que haga Stalin lo doy por bien hecho. Ha demostrado ser el hombre más astuto y más fuerte del planeta".

La mujer de Cosme Vila entreveía la posibilidad de volver a Gerona, con su hijito, que era casi trilingüe: catalán, castellano y ruso. Muchacho avispado, al que Ángel gustosamente hubiera sacado una colección de fotografías. Cosme Vila era el más escéptico del clan. No tenía la menor confianza en las "democracias occidentales", las cuales, de haber querido derribar a Franco, lo hubieran hecho ya y hubieran juzgado al Generalísimo como se aprestaban a juzgar a Pétain y a Laval. No obstante, no daba el pleito por perdido. A lo mejor, una vez vencido el Japón, Stalin se decidía a exigir el desmantelamiento del franquismo.

' La Pasionaria' estaba contenta porque muchas fábricas y centros de la URSS continuaban siendo bautizados con el nombre de su hijo, Rubén, y el estandarte bajo el cual cayó muerto figuraba ya en el Museo del Ejército de Moscú. Cosme Vila, en cambio, estaba preocupado. Su mujer había empezado a perder peso y desmejoraba a ojos vistas. Una inmensa fatiga se había apoderado de su cuerpo y la comida le sentaba fatal. En Moscú visitaron a su médico de cabecera -doctor Stronsky, antiguo combatiente en la guerra de España- y el diagnóstico, previos los análisis de rigor, fue fulminante: leucemia. La noticia cayó sobre Cosme Vila y camaradas como un rayo. No había nada que hacer. Ni siquiera la medicina soviética podía detener el acelerado avance del mal.

– Cuánto calculan que podrá vivir?

– Tres meses a lo sumo…

Tres meses. Tal vez lo suficiente para que la victoria fuese total y se distribuyeran definitivamente las zonas de influencia. Cosme Vila simuló la mayor consternación. En efecto, el jefe comunista de Gerona se había cansado a la postre de tener a su lado una mujer que se lamentaba de noche y de día, y había encontrado consuelo en una maestra amiga de Regina Suárez, llamada Leonor. Era de Alicante y alegre como unas castañuelas. Se veían a escondidas y Leonor, enamorada casi escandalosamente de Cosme Vila, debía hacer verdaderos esfuerzos para que no se descubriera su secreto. Era la hija de un militar republicano que voló por los aires en el frente de Madrid. Tres meses le pareció mucho tiempo…, pero sabría esperar. Incluso, en prueba de honestidad, le propuso a Cosme Vila una tregua hasta que éste quedara libre y pudieran unir sus vidas.

Cosme Vila había entrado en contacto con varios desertores de la División Azul, que le habían contado verdaderas atrocidades sobre la represión franquista. El hombre no se acordaba en absoluto de su debe en esta materia, de los desmanes y asesinatos que había cometido al inicio de la guerra civil. Ignoraba la palabra remordimiento. La causa por la que luchaba era sublime: redención universal. Estaba convencido de que, a la larga, el mundo sería comunista, aun sin necesidad de una tercera guerra mundial. Leonor compartía su parecer. Detectaba en las "democracias" flaquezas inadmisibles, candidez, hedonismo, que irían socavando su poderío. Y pensaba que los países colonizados por tales democracias se levantarían con gesto agrio exigiendo la justicia primero y la independencia después. Claro que, para que todo ello ocurriera, sería preciso esperar más de tres meses…

En Gerona había quien escuchaba Radio España Independiente. Además de los comunistas anónimos, el padre Forteza. El padre Forteza volvía del revés los argumentos y no temía, a la larga, ninguna catástrofe para Occidente, porque donde él detectaba "flaquezas" y "candidez" era en los planteamientos de la URSS. Sin religión el hombre no podía vivir. Y aunque el comunismo era una suerte de religión, le faltaba la trascendencia, el consuelo de saber que no todo acababa con la muerte.

Tal vez la mujer de Cosme Vila, de haber oído al jesuíta, le hubiera dado la razón. No hubo necesidad de comunicarle el diagnóstico de los médicos: sentía cómo el mal se apoderaba de su ser. Y siendo esto así, de qué le servirían Lenin, y Stalin, y la redención universal? De qué le serviría la conferencia de Yalta? Miraba "Cosme Vila y pensaba: "Qué será de él?". Miraba a su hijo, rebautizado Wladimir y se preguntaba: "Qué será de él?". Leonor intentaba consolarla. "Anda, mujer, que la naturaleza da muchas sorpresas y a lo mejor te curas. No olvides que los médicos rusos también se equivocan".

No se equivocaron. Antes de que finalizara el mes de mayo la mujer murió. Fue enterrada muy cerca de donde lo fuera José Díaz, el secretario general del Partido Comunista, que se suicidó. Aquel día la emisora Radio España Independiente se dirigió a los españoles como si nada hubiera ocurrido…

Y entretanto, todavía quedaban varios miles de niños españoles repartidos por la URSS y los territorios ocupados. Cuándo podrían "repatriarse"? Y cómo? Regina Suárez hubiera querido reunirlos a todos y enviarlos por vía aérea a Madrid.

También habían cambiado las cosas en Gerona. Ignacio ya no era un abogado "novato" sino que, en la Audiencia, daba muestras de una claridad mental y de unas facultades persuasorias que, dada su juventud, causaban el asombro de los magistrados. Falta le hacía a Manolo que su "pasante" se comportara así porque su bufete era ya, con mucha diferencia, el más prestigioso de la provincia. Hasta el extremo de que se permitían el lujo de rechazar determinados asuntillos y cedérselos a Mijares, el abogado de la Agencia Gerunda, el cual, dicho sea de paso, era un segundón.

A todo ello había que unir la herencia que le cayó del cielo a Ignacio a través de Ana María, a través de la fuga de don Rosendo Sarro, quien, según noticias, se estaba afianzando cada vez más en el Brasil. Esther tomó la iniciativa.

– No crees, Manolo, que deberías concretar, en el bufete, la situación de Ignacio?

– Concretar…? Qué quieres decir?

Esther, como siempre, se acurrucó en el diván.

– Modificar las condiciones… Ahora le tienes a sueldo, no es eso?

– A sueldo, más comisiones… -Manolo añadió-: No creo que tenga queja.

Esther insistió. Era evidente que una idea fija le bailaba por la cabeza.

– El muchacho, que yo sepa, no se ha quejado…

La mujer añadió, después de una pausa:

– Admitirías que, para ti, es una pieza fundamental?

Manolo miró expresivamente a Esther. Empezó a barruntar que la cosa iba en serio, pues la mujer fumaba con su larga boquilla.

– Sí, lo admitiría -asintió Manolo-. Ignacio es mucho más que un pasante. Es un abogado de tomo y lomo.

– De tomo y lomo… -Esther midió bien sus palabras-, que por lo mismo entraña un peligro.

– Cuál?

– Que cualquier día se te escape.

– Escaparse…?

– Sí. Quiero decir… que te diga adiós muy buenas y se establezca por su cuenta.

Manolo sacudió la cabeza, como si le picara un mosquito.

– Bah…

– O que coja el portante, puesto que a Ana María no acaba de gustarle Gerona, y se plante en Barcelona…

– En Barcelona? Mi padre, si te oyera, soltaría una carcajada…

Esther no prolongó la conversación. Le repitió: "Piénsalo. Que no se te escape…", y la mujer le dio un beso a Manolo y se fue a la peluquería Charo.

Manolo, al quedarse solo, reflexionó. Fue él quien, esta vez, se sentó en el diván, a horcajadas y encendió un pitillo. Sabía que Esther no hablaba nunca porque sí. Y en esta ocasión el tono de su voz no mentía. Era algo que sin duda había meditado largamente.

El tira y afloja duró un par de días. Manolo inspeccionaba de reojo a Ignacio, quien volcaba toda su concentración en los expedientes. Y según como le fuera en el Juzgado o en la Audiencia regresaba de malhumor o con aire triunfal.

La idea de Esther se clarificó de forma meridiana: sugirió el ascenso de Ignacio a la categoría de socio, a todos los efectos. "Cambiar la placa de la puerta y poner: Bufete-Abogados. Manolo Fontana-Ignacio Alvear". Así, de pronto, podía parecer exagerado; a largo plazo, sacar la lotería. Amarrar al muchacho, tal vez para siempre…

Manolo, después de darle vueltas y más vueltas, cedió. Los argumentos de Esther se le antojaron convincentes. Era un cambio brutal, pero preñado de sentido común. "Para que no se te escape…"

– De acuerdo! Mi socio… Y beneficios a medias -luego añadió-: Ignacio se lo ha ganado a pulso y mi padre repite siempre: caballa ganador.

Esther sonrió, halagada. A veces a Manolo, muy suyo, se le olvidaban cosas elementales. Y se acercó al ventanal y miró fuera, a la Rambla.

– Me alegro mucho… Y no te arrepentirás.

Manolo se le acercó y le dio un beso.

– Pleito decidido…


* * *

Cuando Ignacio se enteró de la noticia quedó estupefacto. Confiaba, cómo no!, en sus propias fuerzas, pero jamás se le había ocurrido semejante distinción, ni había pensado nunca en emanciparse. Tenía mucho que aprender. También sabía que don José María Fontana, en sus periódicas visitas a Gerona, soltaba siempre lo de caballo ganador.

Se alegró lo indecible y Ana María pegó un salto y llamó por teléfono a Manolo y Esther. "Me habéis hecho muy feliz, muy feliz…" Los dos matrimonios acordaron celebrar con cierto fausto el acontecimiento. "Socios, a todos los efectos…" Se reunieron a cenar en el restaurante de la Barca y sellaron el pacto, que luego ratificarían en el despacho del notario Noguer. A Ignacio le pareció que subía en globo. Ana María llegó a pensar que Gerona le gustaba un poco más… Acordaron publicar la noticia en Amanecer. Un anuncio. "Bufete-Abogados. Manolo Fontana-Ignacio Alvear". Luego, encargarían la placa, que debía ser dorada y con las letras bien visibles. Luego, contratarían otra secretaria. Luego, le harían un regalo al viejecito que se sabía de memoria el Aranzadi…

En el piso de la Rambla hubo repique de campanas por tres motivos: por el triunfo de Ignacio, porque el Barcelona Club de Fútbol acababa de proclamarse campeón de Liga 1944-1945 -Eloy-, y porque el Papa estaba a punto de convertir en dogma la creencia popular en la Asunción de María.

Carmen Elgazu preparó un almuerzo especial en honor de los nuevos socios. Matías encendió su mejor cigarro habano, como en los tiempos en que vivía don Emilio Santos, director de la Tabacalera. Luego quiso evitar que a Ignacio se le subieran los humos a la cabeza y le puso el ejemplo de Churchill, quien, inmediatamente después de su victoria en Europa, en vez de reclamar aumento de sueldo había presentado su dimisión al rey Jorge VI como primer ministro, como primer lord del Tesoro y como ministro de Defensa, quedando encargado de formar nuevo gobierno.

– Ésta es una lección, Ignacio… Misión cumplida; ahora, a trabajar, empezando de nuevo.

Ana María sentía una especial inclinación por Matías, dentro de los límites que imponía la diferencia de clases. Su buen humor -pese a las punzadas del reuma- era contagioso, lo mismo que su ironía. Los Sarro eran de otra pasta, pero tal vez por ello tuvieron que emigrar. Carmen Elgazu dramatizaba demasiado las cosas. Dramatizaba incluso los festejos y las celebraciones. La Asunción de María! María llevada incorrupta al cielo por los propios ángeles! Lloró con sólo imaginarlo. Matías, en cambio, comentó: "Largo viaje… Claro que se conocen el camino".

Por si fuera poco, hubiérase dicho que Carmen Elgazu le "pedía" responsabilidades a Ana María porque pasaba el tiempo y no les decía: "Van ustedes a ser abuelos otra vez". Claro que, en todo caso, el responsable debía de ser Ignacio, pero Carmen Elgazu sostenía la tesis de que, en el matrimonio, quien a la larga llevaba la voz cantante era la mujer. "Si ella quisiera de veras ser madre… Pero a lo mejor quiere conservar el tipo, lo mismo que le ocurre a Paz".

Carmen Elgazu se equivocaba. Ignacio y Ana María hubieran querido tener hijos. Se habían concedido un plazo a sí mismos, como lo hiciera la Voz de Alerta, pasado el cual visitarían al doctor Morell. A ver quién fallaba de los dos, a ver si encontraba el remedio…

Eloy, aupado por la victoria del Barcelona Club de Fútbol -Pachín, el máximo goleador-, anduvo pensando, a lo largo de aquel almuerzo, y sobre todo en el momento del brindis con champán, en la suerte que había tenido, dada su orfandad. Era dudoso que sus padres "reales" le hubieran querido tanto como le querían los Alvear. "No soy su ahijado. Soy su hijo…" Si no, a santo de qué Matías no se cansaría de perder una y otra vez al futbolín y se escondería en el estadio de Vista Alegre para ver al "renacuajo" jugar con los juveniles?

Carmen Elgazu tenía un proyecto, mejor dicho, un deseo, pero no se atrevió a ponerlo sobre la mesa en aquella ocasión tan propicia: el 4 de junio tendría lugar la III peregrinación a Fátima… Ignacio les hubiera pagado gustosamente el viaje a ella y a Matías! Pero no se atrevió… Delante de Ana María, se sentía a veces un tanto acobardada.

– Habla, habla -la achuchó Matías-. Tú quieres decir algo y no te atreves.

Carmen Elgazu, como siempre que bebía champán, eructó.

– Nada, nada… Cosas mías. No tiene importancia.

Y la peregrinación a Fátima se quedó sin el matrimonio Alvear.


* * *

El doctor Chaos era uno de los hombres más afectados por la derrota del Eje. Siempre había defendido las teorías totalitarias -sobre todo, las de Hitler-, y no iba a desdecirse ahora porque en el campo de batalla las cosas se habían torcido. Más aún. Teniendo en cuenta que quien asestó al Führer el golpe de gracia fue la URSS -otro Estado totalitario-, estaba convencido de que, a la larga, él se hallaba en la buena vía, aunque las circunstancias del momento llevasen a pensar lo contrario.

Pronto, e inesperadamente, tuvo ocasión de demostrar si su postura era meramente teórica o bien si estaba dispuesto a jugarse algo -tal vez, el pellejo- por defenderla. Recibió en la clínica al cónsul alemán Paúl Günther, imponente con sus casi dos metros de estatura y sus dos perros picardos. Paúl Günther estaba enterado de las ideas del doctor y de ahí que lo eligiese como cómplice de su plan.

El doctor Chaos le recibió en su despacho. Sin ambages, el cónsul Paúl Günther le confesó que estaba aterrorizado. La guerra en Europa había terminado y empezarían las investigaciones personales por parte de los vencedores.

– De hecho, desde hace unos meses han empezado ya. Todos los internados en Caldas de Malavella han pertenecido a la Gestapo, como yo, y ya sabrá usted que van reclamándolos uno a uno desde Madrid. Sabe por qué?

– Pues… no.

– Porque existe un acuerdo secreto entre Franco y los aliados. Franco se ha comprometido a entregarles los llamados criminales de guerra, y en compensación le mantendrán en el poder. Los internados en Caldas lo saben y por eso llega un motorista y una furgoneta y cada semana se llevan unos cuantos, y por eso algunos, creo que seis de ellos, se suicidaron…

– Y bien? -preguntó el doctor Chaos, después de marcar un silencio.

– Y bien -repuso Paúl Günther-, cualquier día el motorista puede llegar hasta Gerona y reclamarme a mí.

– Por qué precisamente a usted?

Se hubiera dicho que a Paúl Günther, pese a su gigantismo, le costaba hablar.

– Porque yo he sido criminal de guerra, en el sentido que los aliados confieren a estas palabras. Fui uno de los primeros que, en Alemania, intervino en la planificación de los campos de exterminio que ahora han empezado a descubrirse -tragó saliva-. Mi profesión real es la de comandante de Zapadores.

El doctor Chaos enmudeció. Por fin logró preguntar:

– De modo… que lo de los carrfpos de exterminio es una realidad?

Paúl Günther se sacó la pitillera y, ganado por una súbita calma, ofreció un cigarrillo al doctor Chaos, que éste rehusó. Luego encendió el suyo con un mechero de oro y continuó:

– No sólo es verdad, sino que cuando el mundo se entere de todos los que ha habido y de su funcionamiento interno, clamará venganza…

El doctor Chaos, también ganado por una súbita calma, asintió repetidamente con la cabeza.

– Medios… de tortura? -Marcó otra pausa-. Nuevos si" temas?

– De todo ha habido -contestó el cónsul-. Algunos de los tratamientos, para llamarlos de algún modo, han sido copia de los progroms de la antigua Rusia… Otros, de una eficacia mucho mayor.

– Judíos? -preguntó el doctor Chaos.

– Muchos de ellos, sí, por supuesto… Pero también católicos. Y ancianos. Y locos. Y enfermos. Ya conocerá usted las tesis nazis sobre la eutanasia y la selección de la raza.

El doctor Chaos se encontró en su elemento, porque esta doctrina venía pregonándola él casi desde sus tiempos de estudiante" Lo que ocurría es que apenas si encontraba interlocutor. En Gerona, por descontado. El antiguo gobernador, camarada Sánchez Dávila, hubo un momento en que, oyéndole, a gusto le hubiera metido en la cárcel.

Le dijo al cónsul que podía hablarle con la mayor llaneza, pues en principio estaba completamente de acuerdo con la ideología nazi en este terreno. Él también creía que determinados clanes humanos eran una remora para la humanidad y había sostenido siempre que un buen científico era más rentable que cien hermanas de la Caridad.

Paúl Günther se sintió espoleado. Había elegido bien su presa! O su salvador… Pisaban el mismo terreno.

– Ya se irá usted enterando, porque los aliados no se detendrán ya nunca, de los detalles de esos campos. Me permito adelantarle que uno de los sistemas elegidos fueron las cámaras de gas. No he visto que se haya hablado de ellas todavía…

– Cámaras de gas?

– Sí. Los hombres, desnudos, como para tomar una ducha. Y efectivamente, se trataba de una ducha; pero de gas. Muerte rápida, que además permitiría aprovechar luego… qué le diré?; por ejemplo, las dentaduras de oro.

Todo el rencor acumulado contra sí mismo por el doctor Chaos, víctima de su anormalidad sexual, se apoderó de su cerebro. Tuvo la sensación de estar contemplando una película sádica, excitante; y entretanto, Paúl Günther acariciaba sus dos perros picardos, que jugueteaban a sus pies.

– Cámaras de gas… -repitió el doctor-. Nunca se me hubiera ocurrido.

Paúl Günther añadió:

– Me ha pedido usted un ejemplo; podría proporcionarle un par de docenas… Por de pronto, retenga usted los nombres de Himmler y de Eichmann; pero hay muchos, muchos! Y entre tantos, estoy yo -Aplastó la colilla en el cenicero y prosiguió-: Y he venido a que usted me ponga a salvo del motorista de turno y de la furgoneta.

El doctor Chaos casi había olvidado el motivo de la presencia allí de su interlocutor. Él hubiera deseado conocer más detalles, ya que difícilmente se le presentaría otra ocasión. Los aliados manipularían a su antojo los hechos; acaso se supiera algo cierto gracias a los documentos gráficos que, no se sabía por qué, tarde o temprano aparecían a la luz pública.

La petición del cónsul Paúl Günther era concreta y la había meditado largamente. Debía salir de Gerona en ambulancia, directamente a Portugal. Era su única posibilidad de salvación, después de envenenar a los perros. Si se detenían en Barcelona o en Madrid a hablar con sus superiores estaba perdido. Ninguno de ellos perteneció a la Gestapo, de modo que no corrían peligro. Continuarían con sus tareas protocolarias y burocráticas como si nada hubiese ocurrido.

– Yo soy un caso especial… A mí me echaron de Alemania y me mandaron aquí porque mi mujer, que estaba en contra de mi tarea, a punto estuvo de montar un escándalo.


* * *

El doctor Chaos, después de escucharle atentamente, marcó una pausa y negó con la cabeza. Estaba dispuesto a ayudarle -a facilitarle el viaje hasta la frontera de Portugal-, pero no en una ambulancia. Una ambulancia, precisamente, llamaba siempre la atención. Podía ocurrir cualquier cosa por el camino y el asunto súbitamente se complicaría.

– De acuerdo… Renunciemos a la ambulancia -admitió Paúl Günther-. Pero lo que yo quiero es que me acompañe usted, usted mismo. A cambio, pida usted el dinero que quiera. No importa la cantidad…

El doctor Chaos volvió a negar con la cabeza. No necesitaba el dinero para nada -como no fuera para modernizar más aún su clínica-, y si se decidía a aceptar lo haría por identificación con las ideas y el quehacer de su ilustre visitante.

– Déjemelo pensar… -dijo el doctor Chaos-. Déme tiempo hasta mañana.

– De acuerdo. Mañana déme la respuesta…, pero que sea afirmativa. De lo contrario -añadió el cónsul-, es posible que tenga usted que hacerme la autopsia… -y sonrió, porque le pareció que tenía la partida ganada.

Y en efecto, así fue. El doctor Chaos decidió acompañar a Paúl Günther en su propio coche, pues el coche del cónsul, aunque mucho más potente, llevaba matrícula alemana y del cuerpo diplomático y podía llamar la atención. El viaje era largo, pero no había más remedio. Paúl Günther accedió, sin poner el menor impedimento. El plan rebosaba de sentido común. El doctor Chaos podía dar cualquier excusa a la clínica: que se ausentaba por tres o cuatro días por cualquier asunto a resolver en Madrid. Tocante al cónsul, en cuanto estuviera en Portugal, podía escribir de su puño y letra al gobernador, cantarada Montaraz, diciéndole que se había fugado…

Dicho y hecho. Al día siguiente, de madrugada, se encontraron en el puente de Piedra y el coche arrancó. El viaje duró, en efecto, dos días, con parada y fonda en Madrid. "Mañana por la noche llegaremos a Portugal". Según el cónsul, en Portugal no le pondrían la menor pega. Todo el mundo se refugiaba allí. Además, Portugal era amigo del Eje y él, personalmente, conocía al embajador. En la frontera podrían atestiguarlo. Si todo salía como lo tenía previsto, desde Lisboa se trasladaría a las Américas…

Tiempo tuvieron los dos hombres de charlar a gusto. Mientras no cruzaban ningún pueblo, leían periódicos. "Importante exportación de orejón de albaricoque a Inglaterra". "Suministro de tomates para los norteamericanos instalados en Europa". "El barón de Terrades, nuevo alcalde de Barcelona". "Inauguración de las primeras jornadas médicas de Sevilla, bajo el signo de la catolicidad". "Creación del Consejo del Gran Madrid, presidido por el ministro de la Gobernación ". "Boletín del Estado. Quedan bloqueados los bienes de los súbditos del Eje residentes en España".

– Comprende por qué quería hacerle un donativo, doctor Chaos? El Estado español se hubiera quedado con todo lo mío…

El doctor Chaos negó otra vez. Acaso aquella buena obra le compensara de antiguos y dramáticos errores, que no venían al caso. Tenía ante sí un gigantón -en otras circunstancias, le hubiera deseado-, comandante de Zapadores y uno de los pioneros de los campos de exterminio. No era moco de pavo. El cónsul estaba contento por dos motivos: porque veía posible, cerca, su salvación y porque no hubo necesidad de envenenar a sus perros. Sus ayudantes cuidarían de ellos.

– Los perros llegan a quererse como seres humanos. En Alemania los utilizábamos mucho… Los había formidablemente adiestrados.

– Yo quiero mucho al mío -apuntó el doctor Chaos-. Aunque ahora corre peligro: se llama Goering.

– Ja, ja!

Ratos de buen humor, ratos de miedo, ratos de cansancio. El paisaje, a trechos, era siniestro. El agua no aparecía por ninguna parte. "En Alemania, los ríos…" Casuchas de barro. "En Alemania, los castillos…" Paúl Günther idealizaba su patria. Era un microcosmos ideal, que se precipitó a declarar la guerra. Hitler debió de haber esperado a tener las V-I y las V-II. Entonces toda resistencia hubiera sido inútil.

– En España tienen ustedes mucho trabajo… Claro que Franco, si todo se le pone de cara, puede darles un empujón.

Llegaron a la frontera de Portugal. En efecto, ninguna traba. Cónsul alemán… adelante!

– Quiere usted pasar? -le preguntaron al doctor Chaos.

– No, no… Yo me vuelvo a Madrid.

Los dos hombres se despidieron efusivamente, dándose un abrazo.

– Nunca podré pagarle lo que ha hecho por mí… -y el cónsul le abrazó de nuevo.

El doctor Chaos le vio partir. Había pasado un miedo atroz! Y les preguntó a los aduaneros dónde estaban los urinarios…


* * *

Mateo aprobó el tercero de derecho, con sólo una asignatura pendiente: el civil. Se presentaría en septiembre. Manuel Alvear, por su parte, aprobó, con dos sobresalientes, el segundo del seminario. La gramática y el latín se le daban bien. Había pegado un buen estirón, por lo que su facha, pelado al rape, era todavía más pintoresca. Cada día se parecía más a Paz. "Pero en feo", matizaba ésta. En la fotografía de fin de curso se le veía dos centímetros más alto que los demás. Cara a las vacaciones, no podía quejarse. Tenía tres puertas abiertas. La del piso de la Rambla, donde podía jugar con Eloy, la de Paz y la Torre de Babel e incluso la del chalet modesto que Ignacio y Ana María habían alquilado en San Feliu de Guíxols, para pasar las vacaciones y los fines de semana.

Y es que, todo el mundo quería a Manuel Alvear. Era un muchacho un tanto tímido, que acababa de cumplir los doce años y servicial como el que más. A raíz de un incendio -tal vez, provocado- en la ermita de los Ángeles, fue de los primeros en llegar y su actividad y eficacia llamaron la atención de la Voz de Alerta y, naturalmente, la de mosén Alberto.

Éste le había nombrado su "secretario particular", por las horas que se pasaba en el museo. Pero el chico se había fijado, al parecer, otro objetivo: las misiones. Pasó por el seminario un misionero, el padre Travessa, que llevaba veinte años en la India y lo que les contó le esponjó el corazón. Ignacio le prestó un mapamundi y Manuel localizó el lugar exacto donde desarrollaba el misionero su labor: Surat, al norte de Bombay, habitado por una colonia de leprosos. "Esto es lo que hacía Cristo: curar leprosos". El padre Forteza le estimuló. "Como bien sabes, yo tengo un hermano misionero en el Japón, en Nagasaki. Claro que no sé nada de él desde que allí estalló la guerra. Pero antes, era el hombre más feliz que yo había conocido". Nagasaki… El nombre le gustó a Manuel. Casi más que el de Surat, al norte de Bombay.

Por cierto, que el padre Travessa les había dicho, en el seminario, que en la India tuvo ocasión de informarse a fondo "sobre las otras religiones" y había llegado a la conclusión de que todas procedían del mismo Dios, pero que el cristianismo era la más adecuada para tener de Él un conocimiento más aproximado. "Eh, qué dices a esto? -le preguntó el chico a Ignacio-. Tú siempre hablando del budismo, del hinduismo y demás". Ignacio se rió. "Lo que debes hacer es terminar la carrera, irte donde el padre Travessa y comprobarlo tú mismo, a lo vivo. Un misionero que llega de allá qué os va a decir? Que adoréis a Gandhi?". Manuel quedó algo turbado, como siempre que la dialéctica andaba de por medio.

Mosén Alberto le alentó. "Pero no te precipites. Todos, un día u otro, hemos sentido ganas de irnos a misiones. La atracción de lo exótico influye en esa dirección… De momento, a estudiar latín, el tercer curso y tiempo tendrás para darte cuenta de si lo tuyo va en serio o es un sarampión pasajero". Manuel le escuchó, pero estaba seguro de que no era un sarampión. Tanto era así, que había cogido al vuelo una frase del padre Travessa: "Para ir a misiones es muy útil saber algo de medicina". A raíz de esto, habló con Moncho. El chaval, con toda ingenuidad, le contó lo que le ocurría. "Dime lo que tengo que hacer. Y déjame mirar por el microscopio. Y enséñame a poner inyecciones". Moncho le atendió lo mejor que pudo y le dijo que Jaime, el librero, vendía unas láminas de anatomía a todo color, que podían serle muy útiles.

Manuel se presentó en la librería, con veinte duros que le había regalado Ignacio. "Quiero láminas de anatomía, a todo color". Jaime puso cara de asombro y le acarició la cabeza al rape. Y tuvo una mala idea: le vendió láminas del ojo, del hígado y de los aparatos genitales masculino y femenino. Creyó que con ello trastocaría el espíritu de Manuel. Y no hubo tal. Excepto Eloy, que quedó hipnotizado ante el aparato genital femenino -el muchacho, en el estadio de Vista Alegre, se había rñasturbado más de una vez con sus compañeros-, Manuel reaccionó alabando la "perfección del cuerpo humano", creado por Dios. "Hay que ver -le dijo a Moncho- cómo funciona el ojo. Qué maravilla. Y el hígado… Y el acoplamiento del hombre y la mujer. Se necesita ser Dios para crear estos prodigios".

Jaime, el librero, se hubiera llevado el gran chasco. Moncho, no. Él también admiraba "la maravilla del cuerpo humano", puesto que era capaz de buscar al microscopio sus reconditeces y sus sistemas de ordenación y engarce. "Anda, hoy podrás poner un par de inyecciones… Y te dejaré ver unas células enfermas, una gota de sangre atacada de leucemia". "Leucemia? Y esto qué es?". "Una enfermedad mortal".

Manuel, en casa de los Alvear, jugaba con Eloy. Al futbolín, al parchís, al ajedrez… Y le acompañaba a Vista Alegre, admirado de la elasticidad del "renacuajo". Y los dos crios acompañaban a Matías a pescar al río Ter, aunque Matías se cansaba más que antes. Y al regreso Carmen Elgazu les preparaba a los tres unos tazones de chocolate.

En casa de su hermana, Paz, era un cascabel. Le dolía la aversión que ésta sentía por todo lo religioso -"eres una comecuras"-, pero Paz le replicaba con las mismas: "Y a mí me duele que te hayan cogido por el pescuezo". Las misiones! Seguramente lo que hacían era pegarse la vida padre… "Estos frutos para mí, para vosotros la absolución". Manuel se enfurruñaba. "Si hubieras oído al padre Travessa! Es un santo". "Hala, pimpollo. El santo es mi marido, la Torre de Babel, que trabaja como un bendito y me satisface todos los caprichos". A Paz la compensaba un poco el saber que Eloy, en materia religiosa, era la mismísima frigidez. Iba a misa para contentar a "tía Carmen". Pero todo aquello de los obispos, los canónigos, las congregaciones y las monjas de clausura le parecía un mundo oscuro e inabordable.

La Torre de Babel quería mucho a Manuel. También le regaló veinte duros: más láminas en color. Se lo llevaba a Agencia Gerunda y, una vez, en casa de Padrosa, Silvia le hizo la manicura. "Nunca me habían hecho esto". "Pues claro… Porque los seminaristas sólo sois medio hombres". Aquella frase se le clavó como un dardo. "Por qué dices eso?". "Por nada, chiquillo. Era una broma…"

Por último, la casa de San Feliu, con Ignacio y Ana María. Ignacio, vacaciones salteadas, pues ahora era "socio" de Manolo. No podían permitirse el lujo de dejar abandonado el despacho ni siquiera los sábados, que eran día de mercado en Gerona y bajaban los clientes de los pueblos. Pero los días que Ignacio libraba, y sobre todo los domingos, se resarcían.

Ignacio y Ana María se habían comprado una barca de remos, bautizada con el nombre de la muchacha. No les importaba ver, amarrado, el yate que antes fue de la familia Sarro y que ahora decía pomposamente: "Roser y Marina", que eran los nombres de las esposas de los hermanos Costa. Tampoco les importaba ver el antiguo chalet. Más bien se sentían moralmente libres, menos hipotecados. La barca Ana María se deslizaba suave por las tranquilas aguas del puerto, a poco que la impulsaran. Manuel era forzudo. Más de lo que su presencia podía dar a entender. Remaba con vigor y ritmo innatos y saludaba a los demás barqueros y veleros que pasaban a su vera.

– Lo que voy a hacer -le dijo Ignacio-, es que una barca de pescadores te haga un huequecito y salgas con ellos a pescar una noche… Yo fui una vez y nunca lo olvidaré.

Tampoco lo olvidaría Manuel. La barca se llamaba Clementina y se fueron lejos, muy lejos, casi tocando el horizonte… En una noche de luna llena. Ambrosio, el patrón, a veces le deslumbraba con los focos y se reía. Manuel pensaba en el lago de Galilea y en que los discípulos de Cristo fueron, en su mayoría, pescadores. Aquello le llenaba el alma de una dulzura insondable. Claro que Ambrosio no descuidaba su negocio y llenaron las redes de lucecitas de plata, cuya agonía a Manuel le dio pena. "Así que tú los devolverías al mar, verdad?". "Yo, sí". "Y mi familia, qué? A comer piedras?". Manolo pensaba: "Me gustaría ponerle unas inyecciones a Ambrosio y que éste devolviera al mar las lucecitas de plata…"

El muchacho advirtió que Ana María e Ignacio vivían muy unidos. A veces, el matrimonio hablaba de la guerra. "Terribles bombardeos contra ciudades japonesas". Y Nagasaki, pues? "Von Ribbentrop ha sido detenido. Vivía, bajo nombre falso, en una pensión de Hamburgo". Quién era Von Ribbentrop? "Miles de checos huían de su país, ante el avance ruso, para conectar con los aliados". Ah, los rusos! Era verdad que a raíz de la guerra perseguían menos la religión? "En las calles de Utrecht se vendía una canasta de fresas por cinco pitillos". Esto Manuel lo comprendió muy bien. Eloy le había invitado a fumar a escondidas y le gustó mucho. Le gustó más que las fresas.

Cuando Ignacio trabajaba en Gerona y Ana María se quedaba en San Feliu de Guíxols a solas con Manuel, la veía estudiar la guitarra -la oía-, con una tenacidad digna de elogio. Y enfrascarse en los manuales de inglés y alemán. Perdía poco tiempo. Lo necesario para bañarse y tomar un poco el sol. Por cierto, que a Manuel no lo traumatizaba en absoluto ver en bañador el cuerpo de una mujer. A Ignacio, esto se le antojaba raro… Pero Ana María le salió al paso. "Le he observado. Es completamente normal… Simplemente, es seminarista y se acabó. Hay hombres y mujeres con vocación de célibes no es eso?". "Claro que sí!". "Pues duerme tranquilo, y no veas al doctor Chaos por todas partes".

Ignacio y Ana María amaban mucho San Feliu de Guíxols. No podían olvidar que allí se conocieron, gracias a un balón azul… Que Ignacio se colaba nadando hacia la "zona de pago" y que huía como un ladronzuelo cuando se acercaba don Rosendo Sarro. Las excursiones que habían hecho por la montaña de San Telmo… En qué piedras habrían grabado sus nombres y un corazón? Inútil buscarlas. Por otra parte, ahora podían grabarlos lo mismo en la alcoba, que en el mar, que en la cabeza rapada de Manuel. El mundo era suyo… En espera de las noticias que les diera el doctor Morell.

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