CAPÍTULO XV

LA RECONCILIACIÓN DE MARTA E IGNACIO repercutió como una onda expansiva entre una serie de personas. En primer lugar, la propia madre de Marta, quien al fin leyó en los ojos de su hija como una chispita alegre. "Hala -le dijo-. Un día de éstos invitas a Ignacio a merendar, junto con José Luis y Gracia Andújar". Dijo esto porque el noviazgo entre José Luis Martínez de Soria y Gracia Andújar era un hecho. Ricardo Montero había sido descartado, por consejo del doctor Andújar. "Puede decirse que el muchacho es un enfermo mental. Pasará rachas más o menos tranquilas, pero de golpe y porrazo volverá a las andadas. Sobre todo teniendo en cuenta que está medio alcoholizado". José Luis se sentía feliz con su flamante novia, a la que llamaba "gacela". Gracia era muy coqueta y a menudo simulaba estar enfadada. "Qué ocurre?". "Nada. No me gusta que vayas por ahí diciendo que Satanás domina la tierra". "Anda, no te lo tomes así. Lo de la presencia del Maligno es un tema que siempre me ha preocupado. Quieres que echemos un vistazo al mundo? En seguida querrás regresar a mi lado y casarte conmigo cuanto antes".

Además de la madre de Marta, se alegraron de la reconciliación todas las muchachas de la Sección Femenina. Ellas salieron ganando, como muy bien sabían Asunción, Chelo Rosselló y la camarada Pascual, de Olot, responsable de la Hermandad de la Ciudad y el Campo. Marta había vuelto a sonreír. En realidad ello era admirable, porque lo que Marta pretendió siempre fue casarse con Ignacio. Ahora se conformaba con las migajas. Claro que Marta no lo creía así, acorde con las palabras de Mateo: "Un amigo más es muy importante, no crees?". La Sección Femenina era una espléndida realidad, y Marta volvió por sus fueros, como si Moncho le hubiera aplicado media docena de sesiones de acupuntura. Las afiliadas en toda España eran 700000, la mayoría de las cuales lo eran por convicción y sin estar pendientes de Montgomery y de Goering. Inasequibles al desaliento. "Pase lo que pase, nosotras con nuestra boina roja y nuestra camisa azul, ayudando al profesor Civil en Auxilio Social, atendiendo a los inmigrantes y enseñando a leer a las muchas analfabetas que hay en la provincia". Marta se atrevió incluso a pedirle un autógrafo al Caudillo -quien se lo mandó sin tardanza-, enmarcándolo y colgándolo de la pared de su despacho, del que también, y por orden superior, habían desaparecido los retratos de Hitler y de Mussolini.

Pilar se enorgulleció de la afortunada intervención de Mateo. "Ves? -le dijo-. Alegrías así tienes que darme". Mateo esbozó una reverencia, que Pilar aprovechó para estamparle un beso en la frente. Matías y Carmen Elgazu felicitaron de corazón a Ignacio. Habían querido mucho a Marta, ésta les daba pena y ahora tal vez tuvieran ocasión de volverla a ver en el piso de la Rambla. "Realmente -dijo Matías-, no había ninguna razón para que anduvierais por estas calles como el perro y el gato". También se JL alegraron mucho mosén Alberto y el padre Forteza. Éste, que continuaba confesando a casi todas las mujeres de la ciudad, deseaba que un día la muchacha se arrodillara a sus pies, para conocerla en la intimidad. Unos decían de ella que era una esfinge, otros, sencillamente, que sufría mal de amores. Ahora que todo esto había pasado, tal vez tuviera ocasión de ahondar en aquella alma que durante tanto tiempo pareció triste. La curiosidad del padre Forteza no era malsana; sencillamente, consideraba que para que el sacramento de la penitencia tuviera su auténtico valor, era preciso conocer al penitente. Por lo demás, él continuaba siendo el payaso de siempre e imitando a la gente. De un tiempo a esta parte imitaba al camarada Montaraz, quien en los actos oficiales levantaba excesivamente el brazo, como si quisiera tocar las estrellas.

En fin, que hubo mucho revuelo general, hasta el punto de que el librero Jaime le regaló a Ignacio una espléndida edición de Los novios, de Manzoni. En cuanto a Ana María, la principal interesada, no supo qué pensar. Por un lado se alegró también, porque Marta le daba pena; por otro murmuró entre dientes: "De acuerdo, de acuerdo. Ella se lo perdió y ahora que nos deje en paz".

Marta era muy amiga del camarada Montaraz y de María Fernanda. El gobernador decía siempre: "Podría ser una digna colaboradora de Pilar Primo de Rivera en la Delegación Nacional ". Les gustaba porque con ella podían hablar libremente de política, exceptuando, eso sí, el tema de la monarquía, que para María Fernanda era fundamental. "Un año de gobierno de don Juan -había sentenciado Marta en el Gobierno Civil-, y todos los logros del Régimen se caerían como un castillo de naipes". Dijo esto porque, al compás de los acontecimientos, corrían rumores de una posible restauración monárquica, que tenían en vilo a don Anselmo Ichaso, a la Voz de Alerta y a sus respectivas mujeres. La base de estos rumores estribaba en unas declaraciones del embajador británico, lord Samuel Hoare, quien, en sus tiempos de lord del Almirantazgo tuvo a don Juan como cadete en la Marina británica, por lo que consideraba a éste uno de sus muchachos. "Rey de España un cadete de la Marina británica! Hasta aquí podíamos llegar".

Marta se lanzó más que nunca a sus actividades. Consiguió llevar a buen término la inauguración de un nuevo grupo de viviendas en el barrio de San Narciso. En un discurso explicó que un "rojo" quería besar a una monja y ella no quería. Entonces el "rojo" desclavó la escultura de un Cristo y clavó a la monja en el mismo madero. En otro discurso intentó descifrar el significado del Bloque Ibérico -tratado de amistad entre España y Portugal-, pues nadie sabía para qué iba a servir. "Es inadmisible que dos países tan próximos nos desconozcamos tanto el uno al otro". Elogió la postura de Greta Garbo, muy censurada porque se había negado a tomar parte activa en la guerra a favor de Norteamérica. Marta visitaba a menudo a Paúl Günther, el cónsul alemán, que se hospedaba en el hotel Peninsular. Altísimo, con sus dos hombres de confianza y sus dos perros picardos, en la intimidad era muy afectuoso, "sobre todo con las damas", solía precisar.

Paúl Günther le había hecho confidencias a Marta y le regalaba muchas revistas. Un piloto alemán, Hans Ulrich, llevaba realizados mil vuelos contra el enemigo. Los laboratorios alemanes habían conseguido extraer insulina del páncreas de los peces, lo que significaba un gran avance en el tratamiento de los diabéticos. Le había impresionado mucho por Semana Santa, ver que el señor obispo lavaba los pies a doce ancianos del asilo. "Esto, para un nazi, es una aberración". Chiang Kai-shek había prohibido en su territorio el baile, la bebida, la venta de cosméticos y la ondulación permanente mientras durara la guerra contra el Japón. "Vuestro obispo, doctor Lascasas, estará satisfecho…" Franco había decidido -y ello era grave- instituir las Cortes españolas. Pero no sabía qué nombre darles a los representantes políticos de la nación. No quería llamarlos diputados, porque esto sonaba a República. Quería nombrarles miembros. Pero alguien se opuso. Advirtió que se podría decir, por ejemplo, "eso es un error que comete el señor miembro". Finalmente se aceptó el vocablo procurador, que en realidad no serviría para mucho, porque la elección sería digital.

Marta a veces estaba de acuerdo con Paúl Günther, a veces no. El cónsul le había dado consejos estimulantes, como, por ejemplo, el de coleccionar muñecas, empezando por la muñeca Mariquita Pérez, hecha de cartón, de ojos muy abiertos, azules y sin movimiento y que se había hecho popular en todo el ámbito nacional. Marta regaló unas cuantas a las hijas del doctor Andújar, las cuales, en efecto, estudiaban música para formar una orquesta de cámara. Asimismo, le habló muy bien de Ángel, el hijo del gobernador. A Paúl Günther le habían impresionado mucho las fotografías que Ángel les sacó a los ancianos y a los locos, y sus proyectos de "urbanista" eran, a su juicio, de admirable calidad. Inesperadamente, Paúl Günther le preguntó a Marta: "Ángel es soltero, verdad?". Marta parpadeó. "Creo que sí", contestó. Y Paúl Günther hizo un guiño malicioso y encendió un pitillo ruso!, lo cual acabó de dejar perpleja a Marta.

En resumidas cuentas, lo que más importaba a Marta era la inyección moral que Paúl Günther significaba para ella en todo cuanto atañese al curso de la guerra. Según él, lo del "arma secreta" no era ningún bulo, era la verdad. "También los aliados están trabajando en la suya -añadió-, pero creo que nosotros llegaremos antes. Por lo menos, eso dicen los astrólogos". Marta le preguntó: "Pero, es verdad que Hitler se deja influir por los astrólogos?". "No, no es verdad -contestó rotundamente Paúl Günther-. Lo que sí es verdad es que es vegetariano y que les hace mucho caso a los curanderos. Desconfía de los médicos, que en Alemania han sido siempre liberales. Los curanderos, no. Mientras practican sus abluciones gritan Heil Hitler! y esto encanta a nuestro Führer". Le habló también del gusto español por lucir uniforme. "Nuestro embajador en Madrid, Von Sthorer, me dijo un día que a los españoles les gustan los uniformes, siempre que sean multiformes".

Marta se quedó muy intrigada con el guiño malicioso del cónsul alemán al hablar de Ángel. Qué ocurría? Paúl Günther era un sabelotodo. Tal vez tuviera ocasión de comprobarlo en el baile que iba a dar el camarada Montaraz en el Gobierno Civil, al que ella estaba decidida a asistir. Ah, las influencias de su reconciliación con Ignacio! Antes, Marta hubiera declinado la invitación. Llevaba años sin bailar. Seguramente lo haría con torpeza, qué importaba! A ver si, entretanto, aprendía de Gracia Andújar cómo se bailaba el swing y también el tiroliro, ambos tan en boga como la Mariquita Pérez…


* * *

Estaba escrito que Marta no viviría para sustos. El 13 de marzo Amanecer publicó la noticia. Atentado frustrado contra Hitler. Un artefacto cebado, constituido por dos botellas de coñac, y cuya espita fracasó, había sido colocado en el avión personal del Führer, mientras éste regresaba de Smolensko. Se trataba de la Operación Flash. Autores, el coronel Treschow y el jefe de los conjurados, Schalahendorff. Ocho días después, en el museo de la guerra, en Berlín, el barón Von Gersdorff se propuso hacer saltar él mismo un artefacto contra Hitler, y también fracasó. "Hitler creyó más que nunca que la providencia estaba de su parte".

Marta se quedó anonadada. Que los curanderos anduvieran prestos! Primero, la infiltración anarquista en Agullana; segundo, atentados contra el Führer. Era aquello concebible un año antes? Le gustaría conocer la opinión de Mateo. Y tal vez, tal vez, la de Ángel, el hijo del gobernador.


* * *

Por fin el gran acontecimiento. Ignacio y Ana María se casarían el 12 de agosto, cumpleaños de la muchacha. "Veintidós años. Edad ideal". Ana María no puso ningún reparo a vivir en Gerona, sobre todo desde que visitó el piso que, gracias a la Torre de Babel, Ignacio había conseguido en la avenida del padre Claret y que contaba con ascensor. Un piso moderno, más bien pequeño, situado muy cerca de la plaza de Abastos y de los mayoristas de frutas. "Cuarto piso, Ana María, ya lo ves. Del ascensor no te fíes demasiado, porque con eso de las restricciones eléctricas se para un día sí y otro también".

Ana María, para prepararlo todo, se pasó unas semanas en Gerona, en casa de Gaspar Ley y Charo, sustituyendo a Ezequiel, quien se marchó saludando al grito de la película Agustina de Aragón. Charo se constituyó en el brazo derecho de Ana María; Esther, en su consejera "estética". Era preciso elegir los visillos, las lámparas, los muebles en general… Los regalos supondrían una buena ayuda, por supuesto; pero también un fajo de billetes que la madre de Ana María, a escondidas de don Rosendo Sarro, puso en las manos de su hija. Don Rosendo Sarro, que ya había "chaqueteado" hacía tiempo, si bien afirmando que no asistiría a la boda, a medida que ésta se acercaba y después de haber conocido a Matías y a Carmen Elgazu, quienes se desplazaron a Barcelona para hacer en regla la petición de mano de la muchacha, descendió del podio y accedió incluso a acompañar a su hija al altar.

Le costó mucho a don Rosendo Sarro "humillarse" hasta ese punto. Entre otras cosas, no podía olvidar que el bufete de Manolo en el que Ignacio trabajaba les había dado sopas con onda en aquel asunto de los hermanos Costa -edificación en predio ajeno-, y que ahora metían sus narices en varios negocios de subastas y, lo que era peor, en la exportación simulada de corcho de San Feliu de Guíxols a Inglaterra: en los barcos iban piedras en vez de tapones y si el barco sufría un tropiezo y se hundía -la guerra…-, cobraban el seguro.

Pero don Rosendo Sarro se dejó influir no sólo por su mujer, Leocadia y por su hija, sino por la magia personal -palabras textuales- de Matías. Matías le cayó bien; Carmen Elgazu, mal. "El clásico matrimonio -comentó luego-. Él, chistoso, ella, una comesantos". Matías se presentó en el piso de don Rosendo Sarro con un traje impecable y su sombrero de siempre, ligeramente ladeado. Liando los cigarrillos con papel de fumar elaborado en Alcoy. Con voz algo ronca, pero con adjetivos como latigazos. Sin complejos de ninguna clase. De igual a igual. No se dejó deslumbrar ni por las alfombras persas, ni por los libros comprados a metros, ni por los cuadros comprados a artistas famosos, ni por varias esculturas vanguardistas, carísimas, al parecer y que Matías en su mente calificó de hierros retorcidos.

– Ignacio es un buen hombre -dijo el padre del muchacho-. Ana María, según noticias, una excelente mujer. Los dos se quieren. Por qué vamos a impedir que se casen?

Don Rosendo insinuó lo del nivel de vida a que Ana María estaba acostumbrada. Matías replicó:

– Vivirán en un cuarto piso. Le parece poco nivel? Además, si no estoy mal informado, ahora acaba de aparecer el hongo milagroso, que me parece que se llama fungus, y que no sólo cura las dolencias del cuerpo sino también las del alma. Si se quieren e ingieren el hongo, qué puede ocurrirles?

Lo del hongo milagroso era verdad y el propio Rosendo Sarro, que a veces notaba una opresión en el pecho -obesidad-, lo había tomado también, por lo que no pudo por menos que sonreír. Matías le ganó la partida a don Rosendo a costa de sus sonrisas. El padre de Ana María había preparado largos discursos, pero pronto se deshinchó. "Este hombre es más divertido que los hermanos Costa, que Gaspar Ley y que los contrabandistas portugueses con los que me entrevisté hace un par de meses. E Ignacio tiene buena pinta, no se puede negar".

Leocadia, su esposa, viendo el súbito cambio del monstruo sagrado se propuso tomar también el fungus para ahuyentar las pesadillas. Vía libre…! Y sin el bochorno de la soledad. Don Rosendo tuvo un último gesto de orgullo y levantándose dijo: "Los detalles de la boda, fíjenlos ustedes como les parezca…" Y se fue a su despacho, donde tenía una vieja armadura que le había colocado un anticuario y donde pasó una hora aburriéndose soberanamente.

A medida que se precisaban los detalles, Leocadia iba entusiasmándose más y más, al comprobar la visión clara de las cosas que demostraba tener Ignacio. Finalmente acordaron casarse en la ermita de los Angeles -viejo consejo de Manolo y Esther-, y celebrar el ágape de rigor en la torre de veraneo que los Sarro tenían en San Feliu de Guíxols. "Quién sabe -comentó Leocadia-. A lo mejor mi marido os presta su yate, que se llama Ana María, para hacer el viaje de bodas…" Los novios sonrieron. "Esto, ya se verá". Acordaron también que el sacerdote que bendijera su unión fuera mosén Alberto, "íntimo amigo de la familia Alvear".

– El banquete lo pagamos nosotros… Lo demás, ustedes. Les parece correcto?

Matías e Ignacio asintieron. No sabían exactamente en qué consistía "lo demás". Pero Ignacio tenía sus ahorrillos.

– Lo que querríamos nosotros, y espero que Ana María estará de acuerdo, es evitar todo lujo… Nada de boda de campanillas. Las familias, los amigos íntimos y nadie más.

Leocadia, que tenía un bocio en el cuello que la afeaba mucho, asintió.

– De acuerdo, de acuerdo… Ana María ya me había advertido de ese detalle… -Luego añadió-: Nosotros también nos casamos modestamente.

Total, en menos de una hora quedó cancelada la entrevista. Carmen Elgazu radiaba de satisfacción. Leocadia se empeñó en enseñarles el piso, realmente confortable, faltándole acaso lo que se llamaba "el sello personal". Debía de parecerse a otros muchos pisos del rango de don Rosendo. La alcoba conyugal! Un lecho altísimo, antiguo, lámparas modernas y teléfono a la cabecera de la cama. Carmen Elgazu advirtió que no había ningún crucifijo, ninguna imagen. Todo eran detalles prácticos. Los cuartos de baño, ideales: todo de mármol. La cocina era lo mejor, apta para los gourmets. "Nuestra cocina en Gerona sirve para las tortillas sin huevos", comentó Carmen Elgazu. Y Matías añadió: "Allí hemos festejado la semana de exaltación del boniato".

Ignacio, en efecto, se ganó de todas todas el aprecio de Leocadia. Todo lo que de él le había estado contando Ana María era verdad. No sólo la mente clara sino los ojos puros, de un brillo negro que parecía aprehender las cosas. Ni un gramo de grasa: merced a Moncho practicaba deportes de invierno y, de un tiempo a esta parte, un poco de gimnasia. Tal vez fumara demasiado; en esto había salido a su padre. Pero Ana María fumaba también. Leocadia no supo nunca succionar con gracia el pitillo y sacar el humo; en realidad, Leocadia sabía hacer pocas cosas, excepto querer a Ana María más que a sí misma.

Ana María se dio cuenta de lo que ocurría con su madre y quiso que sacaran de ella buena impresión.

– Te acuerdas, Ignacio, de aquel balón azul de la playa acotada de San Feliu? Me lo compró mi madre…

– Claro que me acuerdo! -e Ignacio miró a Leocadia con gratitud-. Ahí empezó todo. Sin el balón azul, y sin los dos moñitos uno a cada lado, a lo mejor ahora te casarías con un agente de cambio y bolsa…

Leocadia sonrió. La familia Alvear le gustaba. Cuándo conocería a Pilar? Cómo? Esperaba otro hijo? "Eso es buena señal. Eso significa que dentro de poco me convertiré en una joven abuela…"


* * *

La ermita de los Angeles estaba situada a unos diez kilómetros de Gerona, encima de una colina desde la cual se divisaba un soberbio paisaje. En honor de la pareja se despertó una ligera brisa, que hacía soportable el calor. Mosén Alberto escribió una "Alabanza al Creador" diciendo que, según una leyenda muy antigua, san Pablo había pernoctado en aquel monte. Nadie se lo creyó, pero él dijo: "Esas cosas siempre inspiran piedad".

Don Rosendo Sarro pensó que las dos familias quedarían perfectamente delimitadas, en virtud de los trajes y los sombreros que unos y otros llevarían, y acertó. Los Sarro y amigos -algunos banqueros, algunos industriales, etc.- se vistieron con elegancia sin que ello se notase; los Alvear y amigos, excepto Manolo y Esther, aparecieron endomingados. Paz Alvear, por ejemplo, llevaba el sombrero más espectacular de la reunión y Carmen Elgazu unos tacones altísimos, que casi la hacían cojear. Adela, la mujer de Marcos, se colocó en la cabeza una pamela "aristócrata", según ella y, por supuesto, miró a Ana María como si quisiera fulminarla. "Ya no te veré más", le había dicho a Ignacio una semana antes. Ignacio sonrió, titubeó unos instantes y no contestó nada.

Ceremonia sencilla. Carmen Elgazu acompañó a Ignacio al altar, tambaleándose un poco por los dichosos tacones. Ignacio se quedó solo en el presbiterio, pero vuelto hacia los invitados y sonriendo, en espera de la novia, que no tardó en llegar, del brazo de su padre. Ana María lucía un blanco inmaculado, que inspiró a Cefe, escondido en un rincón, una acuarela romántica. Tres doctores, por si fallaba algún corazón: el doctor Andújar, el doctor Morell y Moncho. Eva llevaba un vestido rarísimo, que hubiera podido ser tirolés, como el sombrero que a veces usaba Manolo. El fotógrafo del grupo sería Ángel, quien garantizó que las fotos saldrían en color. El organista del Mercadal, un hombre con cara de sacristán y manos de marfil, tocó la Marcha nupcial y se suponía que alegraría la ceremonia. Algunos campesinos de las masías próximas habían acudido movidos por la curiosidad, al ver la caravana de coches que subía hacia la ermita. Se quedaron en la puerta de entrada, pues los bancos estaban repletos.

Todo salió a pedir de boca. Mosén Alberto pronunció una homilía sobria, escueta, acorde con su manera de hacer desde que terminó la guerra civil. Matías temió por un momento que hablara del matrimonio como una cruz, porque recordó que en su boda el cura así lo hizo; todo lo contrario. El matrimonio era un gozo, una esperanza, una plenitud y los nuevos esposos deberían amarse como Cristo amaba a su Iglesia. En el momento de intercambiarse los anillos los novios se comportaron con absoluta naturalidad. En el momento de la bendición -"yo os declaro marido y mujer"-, un escalofrío recorrió la espina dorsal de la concurrencia. En aquel momento don Rosendo tosió, pero nadie se dio cuenta. Marcos, Galindo y Grote, los contertulios del café Nacional, se pasaron todo el rato embobados, como si acabara de tocarles la lotería.

A la salida, aplausos, vivas y granitos de arroz. Y besos en las mejillas. Y abrazos de buena voluntad. Ana María lloraba. Al abrazar a su padre y a su madre lloró. Pero era feliz. Para Ignacio, uno de los momentos más emotivos fue cuando apareció frente a él Cacerola. "Canalla, mujeriego!", le dijo Ignacio, abrazándole. "Mujeriego, tú… -replicó Cacerola-. Yo, ya sabes, mi novia es invidente. Si ya fuera mi mujer hubiera venido ella también".


* * *

El ágape en el chalet de don Rosendo en San Feliu de Guíxols transcurrió bajo el signo del calor. "A quién se le ocurre casarse el doce de agosto?". "Es el cumpleaños de mi novia…" "Pues haber nacido antes o después!". Eran notitas sin malicia en medio de un mar de bienestar. Desde el chalet se veía el yate de don Rosendo y corrió la voz de que los novios harían con él el viaje de bodas. "Sí, ésa era nuestra intención! -aclaró Ignacio-. Pero pensando en los submarinos ingleses y alemanes hemos preferido Madrid". Tres violines tocaban piezas melódicas. Cumplimentando a Carmen Elgazu, sonaron dos tangos de Carlos Gardel, de cuya vida estaban haciendo una película. El primero de ellos: "Esta noche me emborracho yo…", fue aplaudido por Marcos, quien había bebido más de la cuenta. El menú lo trajeron del hotel Miramar, de San Feliu de Guíxols y fue excelente; los cigarros habanos corrían a cargo de Matías, quien al ver las volutas de humo se sintió absolutamente satisfecho.

La tarta! Era monumental. Y también a cargo de Matías. Las manos de Ignacio y Ana María al cortarla temblaron más que en el momento de cruzarse los anillos. La parejita que, como una guinda, coronaba la tarta fue entregada a Gracia Andújar, quien se levantó lagrimeando y enseñando el trofeo a los comensales.

Los novios, terminado el plazo de cortesía, se despidieron de todo el mundo y en un taxi que esperaba fuera, adornado con flores y lacitos blancos se escabulleron en dirección a Gerona. Antes de llegar a la ciudad, y cumpliendo lo pactado, entraron en el cementerio a depositar el ramo de novia en el nicho de César. Fue un momento de dolor. César era el único gran ausente de la fiesta. Bien, era posible luchar en favor de la vida, pero nada se podía hacer contra la muerte.

Los regalos, de todo tipo, esperaban en el piso de la avenida Padre Claret para cuando ellos dos regresasen. Incluso una sirvienta, Mari-Luz, que les había procurado el 'profesor Civil, quien también estuvo presente en la ermita y en el ágape. En el trayecto de Gerona a Barcelona, en un tren que andaba a la patacoja, los novios se rieron mucho contándose el uno al otro los consejos que las respectivas madres les habían dado. "Como si fuéramos unos crios…" Ana María, en un momento dado le dijo a Ignacio: "Yo, por supuesto, lo soy". "Yo, no -replicó Ignacio, sonriendo-. No quiero empezar nuestra luna de miel contándote una mentira". Ana María reaccionó sonriendo también. "A mí lo que me importa es que seas mío a partir de ahora…" "Eso, te lo juro". Ignacio levantó la mano y al hacerlo pensó, sin querer, en la guapetona Adela, con la que le hubiera gustado bailar, pero que cada vez le rehuyó.

Al llegar, ya de noche, a Barcelona, fueron al hotel Majestic, donde les tenían reservada habitación. Un botones les acompañó. "Señora…", dijo el muchacho, abriendo la puerta. Era la primera vez que a Ana María la llamaban señora y aquello la turbó.

– A partir de ahora, tendrás que acostumbrarte…

– Ya lo sé. Pase lo que pase.

– Eso es.

Ana María se fundió en un abrazo con Ignacio.

– Confío en que algún día me llamarán mamá…


* * *

El acoplamiento fue feliz, sin traumas, hombre y mujer, y Ana María se sintió importante. Ya no le chocaría que los botones de los hoteles le llamaran señora. Era la señora de Alvear. Mientras desayunaban en el hotel, de prisa para no perder el tren que les llevaría a Madrid, leyeron en los titulares de La Vanguardia que el mando aliado había decidido, en efecto, la toma de Sicilia y que Mussolini había declarado: "Si el enemigo desembarca en Italia, será exterminado hasta el último hombre en la línea de arena donde acaba el agua y empieza la tierra. Si ocupa un jirón de la patria, será en posición horizontal y para siempre!".

Ignacio comentó:

– A fuerza de amenazas al adversario, Hitler y Mussolini conseguirán que los aliados lleguen a Roma y a Berlín…

Ana María no contestó. Estaba ocupada pensando en su amor.

Por lo visto se les notaba que eran novios porque el revisor del tren, después de taladrar los billetes les dijo sonriendo: "Felicidades…" Ignacio se sintió generoso y le dio un cigarro habano de los que habían sobrado la víspera. El revisor, ante aquella "pieza", no supo qué hacer. Llevaba un año con la picadura que le suministraban las mujeres que en los andenes repartían: "Tabaco negro con peligro de muerte…" El revisor dijo: "Si en algo puedo servirles, mi turno termina en Zaragoza".

El tren andaba repleto hasta los topes y el día se presentaba bochornoso. Ana María había tenido la precaución de llevar consigo un termo de agua fresca. Iban en primera clase; luego había segunda y tercera. En su mismo vagón, sólo una señora de aspecto sudamericano. A juzgar por las joyas que llevaba hubiérase dicho que llegaba de un banquete oficial o de una boda de postín.

Ana María hubiera pagado billete doble para que nadie les molestase. Pero la señora estaba allí, leyendo una revista. El tren se paraba en cada estación y subía más gente, y más y más. Posiblemente ocupaban incluso los estribos. Ignacio, por la ventanilla, advirtió este detalle. "Somos unos privilegiados, te das cuenta?". "Sí, claro, es verdad…" Y Ana María reclinó la cabeza en el hombro de Ignacio.

Éste resistió hasta Massanet-Massanas, estación de cruce. Allí la aglomeración fue tal que el muchacho le dijo a Ana María:

– Perdóname un momento… No quiero perderme este espectáculo.

Ana María, aunque sorprendida y a regañadientes, asintió y se quedó contemplando el paisaje a su derecha. El tren arrancó de nuevo e Ignacio, avanzando por los pasillos y diciendo sin cesar "perdón" alcanzó los coches de tercera clase. Dios santo! Hubiérase dicho que habían elegido al personal para que el muchacho meditara sobre las declaraciones optimistas del camarada Montaraz. Daba grima. Bultos negros, cuerpos esqueléticos, hombres sudando y tantos crios como pudiera acoger el profesor Civil. Llevaban sacos y paquetes de todas clases y poco antes de las estaciones importantes los tiraban por las ventanillas, donde eran recogidos por compinches que aguardaban la mercancía. Era el estraperto de "a peseta el kilo", como lo llamaba el comisario Diéguez. Niños de pecho amamantándose con fruición. Gitanos. Muchos vagones diciendo: "Reservado": las autoridades. En todas partes las autoridades tenían derecho de pernada. Ignacio sintió ganas de orinar, pero había cola para ir al retrete. Cuando le tocó el turno casi vomitó. Visión excremental. Apretó el pedal del agua y el pedal estaba atascado. Del grifo no manaba una sola gota y el hedor era insoportable.

Ignacio logró salir del retrete y se detuvo ante un vagón en el que los pasajeros dormitaban, pese a los sobresaltos del tren. Las manos en el vientre, eran seres amorfos, indefensos. La cabeza les bamboleaba a derecha y a izquierda. Por la ventana entraba carbonilla, alguna mosca y ellos ni se enteraban. Uno de dichos pasajeros sacó de un maletín una bolsa que contenía churros. Todo el mundo se despertó. Miraron aquellos churros, que apestaban, como si fueran la gloria. El hombre se los tragó sin prisa, regodeándose y luego se puso en la lengua una pastilla de menta. El revisor pasó: "billetes, billetes" y no reconoció a Ignacio. Éste pudo leer en la revista Fotos que el hombre de los churros desplegó: "Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan".

Ignacio dio por terminada su jira. Abriéndose paso a codazos regresó a los coches de primera y por fin se reunió con Ana María, quien empezaba a estar impaciente.

– Perdona, pequeña… Pero la excursión valía la pena.

Le contó lo que había visto. Ana María le escuchó con los ojos abiertos de par en par.

– Exactamente igual que un documental italiano que vi sobre la India -terminó Ignacio-. Pero, claro, quienes practican el hinduismo creen en la reencarnación. A partir de ahí, todo cambia. Si aceptan con resignación su estado se reencarnarán en una casta superior. Los pasajeros de esos vagones de tercera no pueden esperar más que la muerte.

La pareja se sintió incómoda. Recordaron la fiesta del día anterior. Pensaron en la luna de miel que les esperaba y en el piso de la avenida Padre Claret. "Hubiéramos podido ir en avión", comentó Ana María. "No, no, tenemos que ahorrar. Además, a mí me gusta palpar las realidades". La realidad era que una pareja de la guardia civil detuvo a dos muchachos jóvenes, que los esposó y a empellones les obligó a bajar en Zaragoza.

Llegaron a Madrid a la caída del sol, sin comer apenas y sin que las teorías de Ignacio sobre el autodominio y el Yin y el Yang les sirvieran para nada. En Madrid, gran tumulto. Al asalto de los taxis -con gasógeno- y de los faetones a tracción animal. Consiguieron un faetón. Albricias! Les cupo todo el equipaje y respiraron aire libre. Sentado en el pescante, un ciudadano charlatán, con el látigo en la mano. "Conocen ustedes Madrid?". "No, es la primera vez", improvisó Ignacio. "Pues abran bien los ojos y no se pierdan detalle".


* * *

Durmieron en el hotel Bristol, en la Gran Vía -avenida José Antonio Primo de Rivera-, donde también tenían habitación reservada. Y a la salida se fueron raudos al Museo del Prado. "Madrid es una ciudad habitada por un millón de cadáveres", había dicho el poeta Dámaso Alonso. No andaba descaminado. Era una prolongación de la barabúnda del tren, incluso en la zona del Palacio de Oriente. Podían contarse por centenares los vendedores ambulantes y los mendigos. Uno de esos vendedores tenía en el suelo una rata gris, articulada, que dándole cuerda avanzaba de prisa moviendo la cola. Ignacio compró un ejemplar. "Eso le gustará a mi padre. Y daremos varios sustos a las gentes de pro".

El Museo del Prado estaba muy concurrido, con muchos extranjeros. Sin duda se trataba de refugiados políticos, fugitivos de la guerra, que estaban de tránsito para Portugal o África del Norte. También se veían uniformes alemanes, con su taconeo peculiar.

A Ana María le fascinó el Greco, a Ignacio, Goya. Eran dos concepciones del mundo. El primero rezaba, el segundo blasfemó. Podía pintarse con arrobo o con furia iconoclasta. El Greco debía de ser tísico, Gbya, un chorro de humanidad, tal vez a causa de la sordera. "A Goya le hubiera gustado pintar el espectáculo de los retretes del tren".

No valía la pena mencionar nombres. Era tanto el arte acumulado en aquellas salas que bastaba con sentirse un enanito. Nada más. Sin embargo, recordaron el contento de mosén Alberto porque muchas de las obras que durante la guerra civil fueron evacuadas a Suiza habían sido ya devueltas al museo. "También me dijo mosén Alberto -informó Ignacio- que las obras de la Galería Nacional de Arte de Londres se encontraban a cien metros bajo el suelo, en precaución de los bombardeos. Entre tales obras, la Venus del espejo, de Velázquez, que algunos comparaban a las Meninas".

Les impresionó mucho Alberto Durero. Adán y Eva, desnudos, con un aura poética, de mundo recién creado, difícil de igualar. Muchas crucifixiones y muchos frailes con capucha.

– Qué tal andas de religión? -le preguntó Ana María.

– De religiones, querrás decir… -Se acarició el bigotito-. El cristianismo ha inspirado casi todo lo que vemos aquí, y mucho más, de modo que es tan reverenciable como cualquier otra.

Ana María se quedó desconcertada, pero no era aquél el momento para polemizar. Ella tenía una fe firme y sabía que sería uno de los toros que con Ignacio tendría que lidiar. Pero estaban cansados. Tanta pintura destrozaba los nervios, era mareante. Decidieron salir al sol, que caía a plomo sobre Madrid. "En todo caso, regresaremos". Compraron las postales de rigor. Además, querían una reproducción de tamaño discreto de la Maja desnuda de Goya, pero les dijeron: "Están agotadas". Ignacio comprendió que el mosén Falcó de turno había intervenido en la operación.


* * *

El Rastro fue otro mundo. Ignacio estaba convencido de encontrar allí el busto de Ramón Gómez de la Serna. En vez de esto, la posguerra en miniatura, con muchas cornucopias, retratos de antepasados -no sería, alguno de ellos, del tronco Alvear, Elgazu o Sarro?-, y toda clase de cachivaches, desde palanganas hasta espantaviejas.

A Ana María se le encogió el corazón. Había tenido pocas oportunidades de conectar con la miseria. Tal vez fuera bueno que Ignacio empezara por ahí su "reeducación". En el Rastro estaban a la venta los residuos de centenares de familias que en sus tiempos se amaron, se odiaron e hicieron también su viaje de novios. El Rastro era un cementerio mostrado al público antes de que se lo comieran los gusanos. Ignacio dijo que seguir el itinerario de aquellos objetos sería un viaje apasionante. Ellos mismos hubieran comprado muchas cosas, a no ser por el peso y que debían ahorrar. Un pájaro disecado!: Mateo. Dibujos al carbón, caricaturizando a Churchill y a Roosevelt!: ideales para el camarada Montaraz. Había unas pesas para halterofilia. Y un paraguas sin varillas. Y cartas de amor… Un hombre, sentado en un taburete, las escribía para las chachas. Ana María se entusiasmó. Aguardó turno y le dictó al escribiente un "Querido Ignacio", seguido de una retahila de frases cursis. Luego le dijo a Ignacio: "Págala tú, que yo no tengo suelto". Aquella carta Ana María iba a guardarla "hasta que la muerte los separase".

En el Rastro, Ignacio se acordó por primera vez de que su padre era de Madrid. Tal vez fuera cierto que entre los retratos viejos hubiera un Alvear. Vio un juego de dominó y lo compró sin comprobar si faltaba alguna ficha: faltaba la blanca doble, que era la preferida de Matías. Ana María se quedó con una extraña Dolorosa que llevaba una sola espada clavada en el pecho.

– También volveremos por aquí…

– Sí, claro. Imagino que de noche las ratas vienen a celebrar sus grandes festines.


* * *

Todo discurría sin sobresaltos, incluidos El Escorial y el intento frustrado de llegar al Valle de los Caídos. Se necesitaba un permiso especial e Ignacio no quiso acudir a Salazar, como Mateo le había recomendado. "No me gustan los consejeros nacionales". Fue una lástima, porque Ignacio recordó que Alfonso Reyes le había ayudado a él en el Banco Arús al comienzo de la guerra civil.

Fueron a Toledo, y allí tuvieron una suerte inmensa: coincidir con una visita del Caudillo a la ciudad. Apenas si pudieron alcanzar las proximidades de la catedral -Ignacio se sirvió de su carnet de ex combatiente-, pero esperaron de pie en una de las calles por donde Franco tenía que pasar. Se enteraron de las precauciones tomadas. En todas las azoteas, un soldado con un fusil. Y lo mismo en muchos balcones. Previamente habían sido encerrados en prisión los sospechosos. Motoristas por todas partes, guardias civiles. Sonaban las bocinas. Ignacio comentó:

– Debe de ser horrible llevar tanta escolta para salir de casa… Los jefes de Estado y los reyes están hechos de otra pasta.

Por fin pudieron ver a Franco. De pie en un coche negro descapotado, en compañía de su mujer y de Carmencita, su hija. La multitud fue un clamor, que una compañía de legionarios se cuidó de controlar. Querían darle la mano, estrechársela, besársela, pedirle Dios sabe qué. "Franco, danos pan!", se oyó una voz. "Franco, danos agua!", se oyó otra voz. Pan y agua… Los franciscanos. Franco se llamaba Francisco. Era -lo comprobaron Ignacio y Ana María- bajito y tripudo, pero de aspecto sanísimo y autosatisfecho. Saludaba al gentío levantando el brazo un poco menos que el camarada Montaraz. Sonreía, pero se hubiera dicho que se dedicaba la sonrisa a sí mismo. Allí estaba el amo de España, el hombre providencial, "la mejor estilográfica de Dios", según García Sanchiz. Ignacio repasó in mente las loanzas que mejor recordaba y que habían aparecido en Amanecer: "Enviado de Dios hecho Caudillo". "Espada del Altísimo". "El Caudillo es el Sol". "Es el hijo del Padre Todopoderoso". "Semidiós inasequible". Millán Astray había dicho: "Franco es el enviado de Dios" y Pilar Primo de Rivera: "Franco, nuestro Señor en la Tierra ".

Ana María se contagió del ambiente y gritó también: "Franco, Franco, Franco!". Ignacio se dio cuenta, pero se calló. También él había combatido por aquel hombre, a las órdenes de aquel hombre que ahora consideraba que España era su feudo personal. Así que, mutis y aguantarse. Lo que ocurría era que al verlo físicamente, tan pequeñito -sería verdad que de niño le llamaban Ceríllita?-, Ignacio no acertaba a comprender que tantos millones de súbditos le pertenecieran. A su ver, cada día que pasaba era un milagro. "Bastaría dispararle con un revólver un tiro en la sien!". Y Franco, al Rastro definitivo, que no al Rastro de mentirijillas. Qué estaba haciendo José Alvear, por las cercanías de la frontera y matando guardia civiles? Qué hacían Cosme Vila y la Pasionaria en una emisora? Y Julio? Y David y Olga? Qué poca cosa, qué cosa más endeble era una vida humana. Acaso fuera verdad que el Caudillo era un semidiós inasequible.

Aquello duró cinco minutos, nada más. Se fueron los motoristas, se fueron los legionarios, los automóviles negros. Ana María agarró del brazo a Ignacio. "Ignacio… me he emocionado! He recordado que este hombre nos salvó cuando la guerra civil". Ignacio le acarició la cabeza. "Es verdad, Ana María… Es verdad". "Qué suerte hemos tenido!". "Sí, es cierto, este número no figuraba en el programa… Habíamos venido a Toledo para visitar la casa del Greco".

– Podríamos ir ahora…

– No me apetece. Estoy sudando a mares. Y la barriga me duele desde que, en el tren Barcelona-Madrid, fui al retrete porque tenía ganas de orinar…


* * *

Regresaron a Madrid y permanecieron cuarenta y ocho horas en el hotel Bristol. Acudió el médico, le recetó a Ignacio unas grageas y le ordenó que bebiera grandes cantidades de agua. "Una diarrea estival… Sin importancia. No coma nada hasta pasado mañana".

Ignacio tuvo uno de sus raptos de cólera. Se hubiera dado de cabeza contra la pared. Luna de miel, y diarrea estival… "Franco, danos grandes cantidades de agua!". Ana María le cuidó como si fuera un crío, como si fuera su primer hijo. Ni siquiera quiso ir al teatro o al cine. Le trajo periódicos y revistas. Los periódicos decían, en grandes titulares: "Franco en Toledo. Las campanas voltearon en su honor". Ignacio no oyó las campanas. Sería que ya le dolía la barriga… Ana María le trajo ' La Codorniz' y aquello -sobre todo, don Venerando- fue un bálsamo tan milagroso como el fungus.


* * *

Una vez repuesto se fueron a la Ciudad Universitaria, donde más o menos Ignacio calculaba que, de la mano de José Alvear, se había pasado a la "España Nacional". No dio con el lugar. Todo había cambiado. Ya no había trincheras, ni túneles, ni morteros. La Ciudad Universitaria empezaba a florecer. "Vámonos… Pero aquí me jugué el pellejo".

Visitaron también Segovia y Ávila y se volvieron a Gerona. El calor les había aplastado, aparte de que Ignacio notaba la resaca y que se había acabado el presupuesto. Les sobró para hacer el viaje de retorno en avión. Ninguno de los dos había volado jamás. Recordaron el comentario de Eloy: "Ahí va! España es un desierto…" Efectivamente, lo era. Harían falta muchos embalses para reverdecer aquello, para que la tierra diera sus frutos como en tiempo de los árabes. "Lo que ocurre es que, según Jaime, construyen embalses donde no llueve nunca". "Eso es una bobada", replicó Ana María.

En Gerona fueron recibidos como reyes, sin que nadie se enterara de la diarrea estival. La ratita articulada se paseó por el comedor del piso de la Rambla, ante el entusiasmo de Eloy y las carcajadas de Matías. Entretanto, Carmen Elgazu miraba fijamente a Ana María y pensaba para sí: "Sí, no hay duda. Ana María es ya una mujer".

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