CAPÍTULO XXXI

MELCHOR FORTEZA, misionero en Nagasaki, salió de esta ciudad el 1 de noviembre, vía Anchorage, Hamburgo, París, Madrid, Barcelona y Gerona. Es decir, tuvo que pasar por el Polo Norte, en un avión de las fuerzas militares norteamericanas. El viaje, en total, le costó siete días, debido a los trasbordos y a las esperas en los aeropuertos. Hermano del padre Forteza, de Gerona, más joven que él, lo daba todo por bien empleado. Se había salvado de la explosión nuclear, junto con los otros cuatro misioneros que estaban en Nagasaki -tres españoles y un mejicano-, en una capilla de la Colina de los Mártires, llamada así porque en ella, en 1597, habían sido sacrificados, en presencia de una gran multitud, veintiséis cristianos, entre los que figuraban tres niños japoneses que murieron cantando el salmo: "Alabad, niños, al Señor, alabad su santo nombre".

El padre Forteza, el "payaso" de la religión en Gerona, abrazó a su hermano con intensa emoción. Recibió el telegrama de Anchorage, telegrama que Matías y Marcos registraron en la oficina. Por él supieron que Melchor Forteza estaba vivo. "Fue un milagro, fue un milagro". "Lógicamente, la onda expansiva hubiera debido arrasar nuestra capilla, pero no fue así". "Nagasaki está situada entre dos montañas, lo cual impidió que hubiera tantas víctimas como en Hiroshima". "Es creencia general que las bombas estallaron al chocar contra el suelo; no es verdad. Las bombas estallaron en el aire, a unos quinientos metros de altitud". Etcétera.

El padre Forteza guardó a su hermano como una reliquia, antes de exponerlo a los medios de comunicación. Todavía llevaba el pánico retratado en su semblante, de extrema palidez. Los dos hermanos no se veían desde hacía diez años, desde 1935, poco antes de la guerra civil. Melchor Forteza se presentó sin sotana, en previsión de posibles complicaciones durante el viaje. Le fue colocada una y al colocársela sintió como si le bautizaran de nuevo. "Mis compañeros se han quedado allí en espera de que yo regrese. Nos iremos turnando. Nos jugamos la prioridad a cara y cruz y tuve la suerte de ser el primer liberado de aquel infierno sin posible descripción".

En la manera de moverse se le notaba al padre Melchor Forteza su larga estancia en Oriente. Parco en los ademanes, las inclinaciones de cabeza, las reverencias, formaban parte de su repertorio expresivo. Continuamente juntaba las manos y daba las gracias. La celda de su hermano, con la ropa puesta a secar y tantos cachivaches, no le causó la menor impresión. En el Japón se había acostumbrado a la promiscuidad, a lo heterogéneo. "Nuestras celdas son pequeños habitáculos donde todo tiene cabida y mucha gente vive así". Sin embargo, Nagasaki era ciudad próspera, preciándose de poseer los más grandes astilleros del Japón. "En principio creímos que Nagasaki había sido elegida por los americanos por causa de los astilleros; luego supimos que no. Fue la fatalidad. Después de Hiroshima, la segunda bomba iba destinada a Kohura, pero al encontrarse los pilotos con que en Kohura la visibilidad era escasa, optaron por lanzar la bomba sobre Nagasaki".

– La prensa española pretende que Truman eligió Nagasaki porque es ciudad católica; y Truman es protestante.

– Calumnia. Nagasaki es, efectivamente, el foco cristiano más importante del Japón. En la misión llevamos contabilizados treinta mil católicos bautizados; pero ésta no fue la causa. Fue la visibilidad, el cielo azul. Kohura se salvó gracias a unas cuantas nubes, aunque sus habitantes lo atribuyen a la intervención de los dioses…

La comunidad en pleno estaba pendiente de las explicaciones del padre Melchor. De repente a éste se le humedecían los ojos pensando en la hecatombe. El estruendo, el terrible estruendo, la elevación del hongo rojizo, la calcinación. El Japón, acostumbrado a los terremotos y a los maremotos, no había vivido jamás nada igual. En una sola zona de la urbe murieron carbonizadas cuarenta mil personas. Todos los relojes de la ciudad se pararon en el momento preciso. La radiactividad alcanzó a todos los materiales, desde el acero de los astilleros hasta las casas de bambú. Los supervivientes, que vomitaban sangre y a los que se les reventaban las encías, hicieron gala de un estoicismo inconcebible para un occidental. Personas sepultadas vivas durante días debajo de los escombros; o con una astilla clavada en un costado o en un ojo; o con quemaduras que les abrasaban el cuerpo. Los que confiaban en ser oídos por alguien se quejaban, claro que sí!; pero los demás cerraban los ojos y esperaban, sin una mueca de desesperación, que llegara el final. Los había que de pronto perdían todos sus cabellos. Todo lo cual llegó al máximo en el momento en que no cupo más remedio que apilar los cadáveres para quemarlos. Se formaron las clásicas pirámides y se les prendió fuego con una serenidad pasmosa, aun cuando figurasen en ellas seres queridos o amigos. Sin que faltaran quienes parecían principalmente preocupados, no ya por esos muertos, sino por las posibles repercusiones de la radiactividad sobre la tierra, de la que se decía que quedaría estéril, que nunca más daría vegetación ni fruto. Aunque algunos científicos opinaban lo contrario, que el suelo sería diez veces más fértil que antes…

– Y en Hiroshima? -preguntó, inquieto, el padre Jaraíz, cuya medalla militar en el pecho había llamado la atención del padre Melchor.

– Yo no he estado allí… Pero sí estaba el padre Arrupe, director de un noviciado y médico de profesión. De momento se calcula que, en Hiroshima, en el primer instante, en la primera milésima de segundo, murieron más de ochenta mil personas, a las que hay que añadir las ciento treinta mil que murieron en los días sucesivos. Por Hiroshima pasa el río Otha; pues bien, el incendio que subsiguió a la explosión fue tan pavoroso que mucha gente, para huir de las llamas, se tiró al agua. El río quedó lleno de cadáveves, que estuvieron flotando muchos días, boca arriba los de los hombres, boca abajo los de las mujeres, nadie sabe por qué…

– Volvamos a Nagasaki… -sugirió el padre Forteza-. Qué fue lo primero que viste, Melchor, al contemplar la ciudad destruida?

– La nada, la muerte… -el padre Melchor volvió a juntar las manos-. Y pronto supimos detalles, referidos al epicentro de la explosión. A menos de quinientos metros la muerte fue instantánea. Entre los quinientos y los mil metros, los afectados sufrieron daños gravísimos, que en muchos casos desembocaron en una pronta muerte. De los mil a los dos mil quinientos metros la radiactividad fue dejando sus huellas, cada vez más tenues. Así, pues, las posibilidades de morir o de enfermar se midieron por metros. Las afecciones más corrientes fueron, en primer lugar, la leucemia. Luego, los vómitos, las diarreas, los keloides o desgarraduras de la carne, los japoneses las llamaban "garras del diablo", el temor a la esterilidad y un sinnúmero de molestias que lo mismo se presentan en seguida como un poco más tarde. Lo terrible es eso: cuáles serán, a largo plazo, las consecuencias de la radiactividad. Las madres gestantes tienen miedo a que salgan niños malformados. Y es que la radiactividad tiene sus caprichos. Por ejemplo, aquellas personas que en el momento de la explosión se encontraban en las piscinas, debajo del agua, resultaron indemnes. Abundaron, desde luego, las mutilaciones y las deformaciones. Personas a las que arrancó de cuajo una oreja. O cuyas manos o pies se empequeñecieron. O cuyo cuerpo, por el contrario, se hinchó increíblemente. También se produjeron abundantes casos de ceguera. Y otra cosa: el envejecimiento de la naturaleza y su alucinante alteración molecular. Las altísimas temperaturas habían hecho temeridades con la materia, habían jugado con ésta a placer. Las piedras, los metales, los vidrios habían sufrido extrañas mezclas y parecían, según la versión corriente, "llorar" o "sangrar". Lo vegetal quedó en gran parte extinguido y en cuanto a la pequeña vida animal, ofrecía singulares sorpresas. Muchas especies habían desaparecido, como, por ejemplo, las ratas. Los pájaros habían emigrado en masa y se ignoraba si regresarían algún día. En cambio se salvaron, quién pudo predecirlo!, las moscas y las hormigas, y hubo un caballo herido que galopó jadeante durante muchos días por entre las ruinas, como si fuera un fantasma, hasta que por fin murió.

El silencio en el convento era total. Y el padre Melchor no daba muestras de cansancio; por el contrario, se tenía la impresión de que aquello era un desahogo para él.

– Los supervivientes, padre Melchor, qué hicieron?

– Emigraron. Buena parte de la población salvada emigró. Todos los días, hombres y mujeres abandonaban lo que fue Nagasaki e Hiroshima para dirigirse a otro lugar. No llevaban más que un hatillo y el horror reflejado en el rostro. No se detenían sino en los toriis sintoístas que les salían al paso, donde alternaban las inclinaciones de cabeza con la elevación de la mirada al cielo, como interrogándolo sobre su porvenir y sobre el porqué de todo aquello. Hasta que, inesperadamente, en medio de las ruinas, se produjo el clásico milagro japonés: florecieron con matemática puntualidad algunos de los cerezos que habían quedado intactos. El asombro fue indescriptible. La noticia circuló de boca en boca, trasmudando la situación. La vida era, por tanto, posible! Viejos y jóvenes vencieron su miedosa expectación o su apatía y no sólo regresaron, sino que se aprestaron a reencontrar de nuevo sus casas, a reconstruirlas, sin pedirle permiso a nadie, con madera talada de los bosques cercanos…

– Y cómo se organizaron los servicios de sanidad?

– Ésta fue otra de las sorpresas. La sanidad funcionó muy mal. Parecía lógico suponer que los heridos y enfermos obtuvieran preferencia, pero no fue así. Si algo se hizo en este sentido, se debió a la iniciativa privada. Tal vez ello se explicara por el estupor que reinaba en todas partes y por el desconocimiento de la realidad en que vivía el resto del Japón, ya que las autoridades nortéamericanas prohibieron, durante un tiempo, divulgar detalles e incluso emplear la palabra átomo. Por contraste, otros servicios se reanudaron con diligencia. Por ejemplo, una semana después del ataque ya llegaban a Hiroshima periódicos de fuera y a los veinte días justos salió el primer número del más importante periódico local, el Chugoku Shimbun. También se reorganizaron en un tiempo relativamente breve servicios como el agua, cuya falta se había traducido en uno de los martirios más penosos…

Llegados a este punto, el padre Melchor palideció. Se sintió mareado. Todos se asustaron. Y si era un efecto retardado de la radiactividad? Ni siquiera él podía contestarlo. Se recuperó pronto, pero lo mismo su hermano, que el padre Jaraíz, que los demás jesuítas del convento, decidieron dejarle tranquilo. Tratándose del primer contacto, no estaba mal. Lo importante era decidir si convenía que diera algunas charlas en Gerona sobre el tema. Sería útil?

Las autoridades, con el camarada Montaraz a la cabeza, prefirieron que él mismo eligiera. El padre Melchor, visiblemente fatigado, prefirió no presentarse en público, pero sí escribir una serie de reportaje escuetos, breves, que Amanecer iría publicando. A Mateo aquello le encantó, porque demostraba de lo que habían sido capaces los americanos. Y la persona más impresionada de Gerona fue Manuel Alvear, el seminarista, aspirante a misionero… El hecho de tener en la propia ciudad un testigo de excepción le dio alas para volar. Valiéndose de mosén Alberto consiguió hablar con el padre Melchor, quien le recomendó al muchacho que tuviera calma. "Estudia, deja que pasen los años… Yo me volveré a Nagasaki dentro de quince días, una vez visitadas las tumbas de mis padres en Palma de Mallorca. Podemos estar en contacto y si perseveras en tu vocación, allí te esperaré…"

A Manuel Alvear se le iluminaron los ojos.

– Ya he empezado a estudiar medicina! Tengo seis láminas a todo color…

– Bien, hijo, bien… Continúa por ahí, que en Nagasaki la aportación de la medicina es lo que va a hacer falta.

No pudo evitarse que el padre Melchor celebrara una misa en la catedral en memoria de las víctimas de Nagasaki e Hiroshima. Asistió incluso el obispo. El padre Melchor, al ver atestado el templo, improvisó una plática, en la que, abreviadamente, facilitó los datos que se le antojaron de interés general. Carmen Elgazu asistió. Ya llevaba unos días sin la escayola y apoyándose con un solo bastón. Mateo la llevó en coche hasta la entrada norte, para evitarle subir las escalinatas. La ceremonia constituyó una manifestación religiosa de singular intensidad. Incluso el doctor Gregorio Lascasas pareció reanimarse y desechar los pesimismos que tanto le afectaban. "En los momentos cruciales, los creyentes suelen responder".

No cabía la menor duda de que aquel momento era crucial. El obispo fue a la sacristía a felicitar al padre Melchor, cuya extraña palidez le desconcertó. Dios, qué confusión! Qué significaba "su" amago de angina de pecho comparado con la hecatombe que el padre Melchor les acababa de describir? Nada. "Señor, perdóname. Señor, acepta mi sentimiento de culpa y dame fuerzas para seguir adelante sin miedo a lo que pueda ocurrirle a mi persona".


* * *

Mister Edward Collins, el cónsul británico, tenía cincuenta y seis años. Desde que una bomba mató a su mujer no lo podía remediar: detestaba más aún a los nazis y en noches de insomnio los perseguía. Por ello le interesó especialmente el tema de los "campos de exterminio". Al acercarse la Navidad pidió permiso para visitar a sus hijos, que estudiaban en Cambridge, y una vez en Londres obtuvo la debida autorización para trasladarse a Alemania.

En Alemania se horrorizó. Sin cesar iban descubriéndose nuevos "campos", o bien anexos, o bien fosas comunes, y los detenidos, de la Gestapo o de las SS, estos últimos a las órdenes de Himmler, empezaban a desembuchar la verdad de lo acontecido, algunos confiando en que de este modo salvarían el pellejo, otros con una increíble sangre fría.

Los hechos objetivos empezaban a perfilarse: varios millones de víctimas. Era posible que el mundo no diera crédito a las cifras, pero las cifras estaban ahí. De momento, se tenía la impresión de que la nación más castigada había sido Polonia -y no sólo por el ghetto de Varsovia-, y por lo general las regiones más cercanas a Rusia, pues al empezar la guerra muchos judíos emigraron hacia el Este, de buen grado o a la fuerza.

Mi lucha, el libro de Hitler, texto de cabecera para los jerarcas del III Reich, evidenciaba, como era sabido, que los judíos eran la obsesión del Führer. Les consideraba la hez de la humanidad, que emponzoñaban la sociedad entera. En la nueva civilización que Hitler preconizaba, los rabinos y sus fieles seguidores no tendrían cabida. En un principio, sin embargo, al parecer la idea no era matarlos, exterminarlos; más bien se pensaba en trasladarlos a todos a algún lugar del planeta, por ejemplo, Madagascar o la Patagonia. Pero una vez desencadenada la tormenta, los lacayos y secuaces del Príncipe del Mal -José Luis Martínez de Soria aplicaba este calificativo a Hitler-, le achucharon para que se inclinara por el genocidio, en aras de la selección y pureza de la raza. Mister Edward Collins, una vez oídos varios militares ingleses, llegó a la conclusión de que la mayoría del pueblo alemán ignoraba la existencia de los campos de la muerte, aunque este extremo no se podría verificar jamás.

Mister Edward Collins visitó preferentemente algunos de los campos que estaban siendo conservados casi intactos para que su análisis fuera exhaustivo y pudiera, poco a poco, establecerse la escueta verdad. Por los interrogatorios se supo que la mano de obra utilizada la constituyeron, por regla general, los propios detenidos. También se supo que hubo judíos que delataban a sus "hermanos" intentando salvarse. Muchas mujeres alemanas, algunas de ellas jóvenes y de gran belleza, pertenecientes a la SS, demostraron una gran crueldad, bien utilizando el látigo, bien contemplando la lenta agonía de las víctimas o disparando contra éstas a placer. Algunas walkyrias encuadernaron sus libros con piel humana o remataron sus muebles con huesos elegidos entre los esqueletos.

Todo cuanto veía iba quedando grabado en la memoria de mister Edward Collins, quien no cesaba de pensar en su mujer y en que algún día sus hijos deberían también visitar tan inmensos cementerios. Igualmente pensaba en sus amigos de Gerona, que eran, en primer lugar, el cónsul americano, mister John Stern, y a seguido Manolo y Esther. Por cierto que, desde Alemania, e incluso desde el propio Londres, Gerona le parecía un oasis de paz, dijeran lo que dijeran los enemigos de Franco. El hotel del Centro, qué descanso! Limpio, rebosante de vida gracias a los huéspedes, sin trazas de bombardeos ni de fosas comunes. El viejo Churchill tenía razón: España se había salvado de la guerra y además cuando el desembarco aliado en África ayudó de forma decisiva a las tropas inglesas.


* * *

Llegado a Gerona, mister Collins llamó por teléfono a Manolo y Esther. Quería hablar con ellos, necesitaba desahogarse. Le invitaron a cenar; antes, empero, el cónsul se dio el gustazo de pasearse un rato por el barrio antiguo. Su calma, su silencio, le impresionaron mucho más que de costumbre. Los campanarios de San Félix y la catedral parecían proteger a aquellos seres que durante varios años habían sido obligados a saludar brazo en alto, a gritar heil Hitler! Incluso ahora, cómo lo harían para enterarse de lo ocurrido? Seguro que la férrea censura los mantendría en la ignorancia. Él se había traído consigo algunas fotografías espeluznantes, de seres cadavéricos agarrados a unos barrotes, con cables de alta tensión a medio metro de sus caras o de sus manos. Y los documentales! Por toda Europa, y por supuesto en los Estados Unidos, empezaban a proyectarse películas tomadas por Dios sabe quién: algún corresponsal, algún prisionero, algún guardián que querría luego refocilarse con ellas en casa o presumir entre las amistades. Nada de eso conocerían los gerundenses. Los gerundenses sólo sabrían que "desde el año 1939 se habían construido en España cuarenta pantanos" y que el arzobispo primado Pía y Deniel había declarado: "La guerra es justa cuando es necesaria".

Manolo y Esther recibieron a mister Edward Collins como a un huésped de honor. No era la primera vez que el cónsul cenaba en su casa. Estaban acostumbrados a sus ademanes, a su voz un tanto chillona y a su peculiar acento inglés. Esther recibió de sus manos un precioso obsequio: un jarrón de cristal de Bohemia.

La cena discurrió amablemente, hablando de las novedades locales -se acercaba la Navidad y Esther andaba ajetreada buscando el correspondiente abeto y elaborando con sus manos las figuritas del belén-, y mister Edward Collins haciendo hincapié en la flema británica ante la adversidad y, asimismo, ante la obligación de rendir honores a los héroes: mister Churchill había perdido las elecciones y actuaba ya desde la oposición.

A la hora del café pasaron a la sala de estar y Manolo le ofreció al cónsul cigarrillos británicos. Inmediatamente le acribillaron a preguntas. Realmente las víctimas podían contarse por millones? Cómo funcionaban las cámaras de gas? Cómo se hacía la selección de los que podrían seguir viviendo? Aparte de los judíos, qué otras etnias fueron las más perseguidas? Y los niños? Y los experimentos llevados a cabo por los médicos SS? Era cierto que en Dachau habíait inoculado malaria a mil prisioneros para estudiar su evolución? Etcétera.

Mister Collins, casi halagado por tanta curiosidad, se tomó el último sorbo de la taza de café y empezó a explicarse. De entrada, les mostró las fotografías, ante las cuales Manolo y Esther palidecieron. Luego les dijo que, aparte los judíos, los más afectados habían sido los católicos, los zíngaros o gitanos y muchos prisioneros rusos.

Al llegar al campo, en camiones o vagones de ganado, eran alineados a golpes de matraca y los condenados tenían que someterse, en efecto, a la formalidad de la selección. La palabra "simpático" daba derecho a la vida; la palabra "no simpático" significaba la muerte. Unos a la derecha, otros a la izquierda, sin preocuparse de ningún estado, edad o sexo… Y esta elección arbitraria, completada con un gesto displicente del látigo, era sin remisión.

Pronto estaréis todos "reunidos", declaraban los comandantes del campo. Y era verdad. Mientras los condenados desfilaban, la banda militar del campo interpretaba la clásica tonada de los Cuentos de Hoffmann. La orquesta estaba compuesta por detenidos; sobre todo, violines y acordeones.

Las cámaras de gas que él había visto tenían capacidad suficiente para amontonar tres mil víctimas. Después de cada ejecución, se subían en ascensor los muertos hasta los crematorios construidos en la superficie. Una sesión de incineración necesitaba un promedio de quince minutos. Pero los crematorios, los hornos, resultaban insuficientes. No permitían quemar más de seis mil cadáveres en veinticuatro horas. Entonces se cavaron "fosas de fuego" o se levantaban hogueras. Una contrafosa recogía durante la combustión dos kilos de grasa humana y proteínas por cadáver. Estos productos, metidos en toneles, eran expedidos a las fábricas de jabón. Este jabón se llamaba "flotante" a causa de su poca densidad. El laboratorio anatómico de Dantzig se encargaba de la buena marcha de esta fructífera industria basada en la utilización de residuos humanos, y la Europa ocupada se lavaba -sin saberlo- con las materias grasas recogidas en Polonia.

Muchos niños. Muchos niños fueron gaseados y quemados así. Sólo dos categorías de niños eran indultados y se libraban del horno crematorio: los mellizos y los enanos, quienes vestidos con la indumentaria rayada de los presidiarios eran destinados a servir de cobayas para los experimentos biológicos de los médicos de las SS sobre la gemelidad, el enanismo y el gigantismo.

En las cámaras de gas, ventiladas después de cada ejecución, los cuerpos eran ante todo rociados con agua de lejía por medio de mangueras. Un equipo compuesto de barberos y dentistas se esmeraba entonces para recuperar el pelo y la dentadura, cuyo empleo se revelaba útil para la economía de guerra alemana. Molinos de motor trituraban los huesos y el polvo procedente de la operación era vendido como abono químico a los granjeros de la región. Día y noche salía de la chimenea de los crematorios un hollín gris e impalpable, que a cien kilómetros a la redonda lo cubría todo con el polvo de la muerte. En la reja de entrada del campo de Auschwitz un letrero decía: "El trabajo es libertad".

Antes de ser ejecutados, los condenados debían despojarse de sus prendas y de todos los objetos personales. Los relojes, joyas, monedas y cosas de valor, cogidas a las víctimas, al igual que los zapatos, gafas, coches de niños, maletas, muñecas, juguetes, etc., eran seleccionados en las llamadas "Cabanas del Canadá" y enviados, con los dientes de oro, bien a Alemania para los siniestrados de los bombardeos, bien al frente, para ser distribuidos a título de recompensa a los soldados que cumpliesen actos de valcu. Se calculaba que fueron toneladas de dientes de oro. Los cabellos de las mujeres, rasuradas después de la ejecución, eran expedidos a las fábricas y servían para hacer medias de fieltro y zapatillas de descanso.

En Auschwitz un médico llamado Mengüele formó, mediante injertos progresivos, "hermanos siameses", sin que se supiera la utilidad del experimento.

El hambre era tal que en los sectores reservados a los prisioneros de guerra rusos se dieron frecuentes casos de canibalismo. El hígado de muchos cadáveres fue devorado crudo por hombres en el umbral de la tumba a los que el hambre volvía antropófagos.

En Mauthausen se liquidaba a los enfermos inyectándoles Lysole o eran colgados a los acordes de unos valses de Strauss. En Dachau muchas mujeres fueron colgadas por los pies y, en esta posición, fecundadas por inseminación artificial. Después de cuatro meses de gestación vigilada, se provocaba el aborto y los fetos pasaban de la matriz a un recipiente, a fin de ser sometidos a estudios biológicos. Las madres eran en seguida conducidas a los hornos crematorios, a pie, desnudas y perdiendo sangre.

En Buchenwald, que significaba "campo de hayas", había especialistas en la reducción de cráneos, médicos nazis confeccionaban momias y obligaban a las mujeres a cruzarse con enormes perros y monos procedentes del parque zoológico. Previo pago de los gastos, a veces las familias tenían derecho a recibir los restos de los desaparecidos -cenizas- en una caja de puros…

Llegados aquí, Esther hizo un gesto, se levantó y se fue al lavabo, convencida de que iba a vomitar. No llegó a tanto, pero el último pitillo le había repugnado y sentía una intensa molestia abdominal. Al regresar pidió perdón. También mister Collins se lo pidió por la crudeza del relato. No se dio cuenta de que la pasión que puso en el mismo podía provocar esa reacción. Por su parte, Manolo se mostraba también muy afectado y entre todos acordaron dejar el tema para mejor ocasión.

Comentaron, eso sí, que difícilmente podría encontrarse parangón con lo ocurrido en Alemania y territorios ocupados. Comparado con aquello, el episodio de las fosas de Katyn eran una pura bagatela. Claro que posiblemente los rusos tenían también sus campos de exterminio, pero tratándose de uno de los pueblos vencedores jamás lograría conocerse la verdad.

Manolo era jurista. Y como tal, se sentía desbordado. Cómo actuar para 'hacerse con el mayor número posible de culpables?

– Perdona, Esther, pero permíteme hablar de esto. Ahora empezarán las denuncias en cadena, la búsqueda de pruebas, las confesiones. Sin duda éstas serán forzadas, y las exageraciones abundarán. La papeleta no es fácil y no la desearía para mí…

Mister Collins miró a Esther. Le hubiera gustado verla sonreír, pero todavía no había llegado el momento. Estaba pálida y con una infinita tristeza en la mirada. Nunca el cónsul la había visto así. No obstante, contestando a Manolo añadió:

– Sin duda se abrirá un proceso legal, público, ante el mundo entero, para esclarecer los hechos en la medida de lo posible. Según mis noticias, hay ya una lista de personas declaradas criminales de guerra, que van desde Goering y Von Ribbentrop hasta Himmler, Rudolf Hess, Keitel y demás… Ésos fueron los principales responsables, la punta del iceberg. Luego se buscarán los criminales de guerra digamos inferiores, pero merecedores igualmente de un castigo inapelable. Y serán muchos, por descontado! Serán millares… Sí, la tarea será delicada, pero en muchos casos las pistas que se van encontrando, decumentos, partes, órdenes por escrito, fotografías, etc., facilitarán la labor. Manolo asintió con la cabeza.

– Claro, claro… Es de suponer que su propia soberbia les delatará. Estaban tan convencidos de la victoria que resulta lógico pensar que estampaban tantas firmas como su cometido les exigía. Pese a ello, yo no veo el castigo adecuado para tanta monstruosidad.

Esther parecía haber reaccionado. Pidió otro café. Y encendió un pitillo! Todo un símbolo. Mister Collins la miró con suma simpatía. Sentía por Esther una inclinación especial, por su impermeabilidad ante tanta deformación informativa como tenían que padecer los españoles.

– El castigo adecuado es el que yo apunté: proceso público, filmado por las cámaras; y los culpables, al paredón…

– Y quiénes serán los jueces?

– Me imagino que magistrados de las potencias aliadas. Claro que cada expediente será mucho más voluminoso que los que usted, mi querido amigo Manolo, abre en su despacho.

– Lo ideal -intervino Esther- sería que usted pudiera publicar en Amanecer, o mejor aún en La Vanguardia, una serie de reportajes como los que el padre Melchor Forteza ha publicado sobre las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki.

– He leído esos reportajes -dijo mister Collins-. Están muy bien y escritos por una cabeza clara y una pluma culta. Pero echo de menos en ellos algo: una alusión a las monstruosidades que han cometido también los japoneses… -Advirtiendo la aceptación de su tesis añadió-: Los japoneses son también culpables de genocidio y espero que los americanos y los rusos cuidarán de hacérnoslo saber…

La fatiga les venció. Sí, fatigaba hablar de tanta venganza. El tema podía durar siglos y no era cosa de pretender agotarlo después de una apacible cena. El cenicero de Manolo estaba repleto, también el de mister Collins. Todavía quedó un resquicio para comentar que Fierre Laval, entregado por Francia a los aliados, había sido condenado a muerte, que antes intentó suicidarse ingiriendo una dosis insuficiente de cianuro y que fue acribillado por once balazos.

A partir de aquí, se habló de la Navidad. Mister Collins era protestante; consecuentemente, pues, estaba de acuerdo con la presencia de un abeto en el comedor. Sería la primera Navidad de la paz…

El mundo entero la celebraría con júbilo y repique de campanas. En Inglaterra, el Ejército de Salvación se afanaba por recoger donativos para los menesterosos. Porque, una de las secuelas de la guerra era la miseria y contra ella había que luchar. En España, era de suponer que las autoridades se volcarían. Habría turrón? No, no habría? Bueno, algunos se las ingeniarían para que no les faltara en la mesa! "Cómo? Sí, sí, aceptado! Por Navidad volveré a esta casa a comer un poco de turrón…"

La velada se prolongó hasta medianoche. Al oír las doce campanadas, mister Collins se levantó. Era preciso retirarse. Les pedía perdón por la visita macabra, pero supuso que todo aquello les interesaría y él necesitaba comunicárselo a algún "español". Porque, no faltarían los incrédulos, los que se alzarían de hombros y exclamarían: "Y a mí qué me cuentas!". Bien, se sentía mejor que cuando subió la escalera. Ahora daría de nuevo una vuelta por las silenciosas calles de Gerona, aprovechando la paz reinante y la benignidad de aquel invierno.

Le acompañaron hasta la puerta de abajo -la placa dorada decía: "Bufete-Abogados. Manuel Fontana-Ignacio Alvear-, y mister Collins se esfumó en la oscuridad de los soportales de la Rambla. Allí oyó el croc-croc del bastón del sereno y vio su farolillo. Aquella estampa bucólica le recordó Inglaterra, su país natal. Ah, si su mujer viviera! Pasarían la Navidad en la modesta casa que poseían en uno de los barrios periféricos de Londres. No necesitaría el poquito de turrón… Vio abierta la cafetería España y dentro, radiante, a Rogelio, el barman, ex combatiente en la División Azul. Le dieron ganas de sacarse la pistola y disparar contra los cristales. Él mismo se avergonzó de la idea y bifurcó hacia la plaza del Ayuntamiento. Recordó que el gobernador, camarada Montaraz, exhibía en la dentadura varias piezas de oro. De haberlo internado en Dachau, se las hubieran arrancado al extraerlo de la cámara de gas.


* * *

Manolo y Esther cuidaron de repetir a otras personas las palabras del cónsul. Por ejemplo, a Ignacio y Ana María. Y a Moncho y a Eva. Eva! Ésta se puso a llorar. Imaginó que sus padres, judíos, habían terminado en alguna cámara de gas. Su padre, Hans Berstein, tocaba el acordeón. Quién sabe si figuró a la fuerza entre los que debían tocar los Cuentos de Hoffmann o valses de Straus!

En opinión de Eva, la versión dada por mister Collins era correcta. Ella había vivido la persecución nazi contra los judíos ya antes de la guerra. Soñaba con hacer un viaje a Alemania y ver de encontrar alguna pista de sus padres y hermanos. "Debe de haber listas… En alguna parte debe de haber listas". Moncho intentaba quitárselo de la cabeza.

Ignacio y Ana María dieron crédito a las palabras de mister Collins. Por qué iba a mentir? Ni siquiera era necesario oír las emisoras extranjeras o leer los periódicos de fuera. Los propios corresponsales españoles daban a entender la verdad, aunque a veces por mera alusión o utilizando eufemismos. Ignacio, además, se acordaba del episodio de Guernica. Las fuerzas capaces de cometer aquel crimen podían serlo de cualquier otra matanza. Y las fotografías! Pasaban de mano en mano arrancando expresiones de condolencia. Si Jaime, el librero, hubiera podido sacar copias!

Además, se decía que entre las víctimas había muchos españoles de la Resistencia que cayeron prisioneros. Y habían regresado a Gerona algunos trabajadores de los que emigraron a Alemania, y por haber presenciado alguna escena protagonizada por los SS, afirmaban con la cabeza.

Esther, ganada por un súbito entusiasmo expansionista, habló con Charo, con María Fernanda, con Carlota. SuS palabras iban siendo repetidas. Funcionaba el boca-boca. María Fernanda comentó: "Los italianos son incapaces de una cosa así".

Mateo vivía horas azarosas. Quien se encargó de informarle fue Pilar. "Sólo me creo la mitad de la mitad", dijo. Y al ver las fotografías se contuvo, disimuló su desabrida sorpresa y comentó que "haría falta ver las fotografías de los crímenes que cometieron los de la Resistencia ". Sin embargo, el muchacho eludió el tema. En el fondo, recordando la soberbia de los nazis que él conoció gracias a la División Azul les consideraba capaces de cualquier tropelía. No a los simples soldados, pero sí a los jefes. Éstos practicaban de hecho un racismo que clamaba al cielo. "Los españoles éramos enanitos meridionales", le repitió a Pilar. Ésta, con la mejor dulzura de que fue capaz, le dijo que procurara abrir los ojos y vivir de realidades. "Total, dentro de poco en los cines de Gerona podrás ver esos documentales filmados en directo". Mateo, acongojado, no sabía qué replicar y soltó aquello de la leña y el árbol caído.

El camarada Montaraz se enfureció. Dio órdenes de denunciar a quien propagara "bulos". Él no podía olvidar que el Führer les ayudó decisivamente durante la guerra civil. Y había estrechado la mano de Himmler, con motivo del viaje de éste a España! No le pareció un ser "frío", sino todo lo contrario. Una especie de místico de las teorías racistas del III Reich. "Claro, corría el peligro que corren los fanáticos de cualquier religión… Durante siglos la Iglesia católica ha prometido el infierno, infierno eterno, a los herejes. Y ya en vida les sometía a torturas y les cortaba la cabeza. "Leed cualquier libro sobre las Cruzadas!".

María Fernanda, punto en boca. No se atrevía siquiera a rozar el tema. Ángel, sí. Ángel se enfrentó con su padre y le dijo: "Antes de nada se celebrará ese proceso público… Se habla de celebrarlo en Nuremberg. Allí los máximos acusados tendrán ocasión de defenderse. Veremos cómo se las arreglan". Ángel, en tanto que arquitecto, de buen grado se hubiera también trasladado a Alemania para estudiar las complicadas construcciones de los crematorios y las cámaras de gas. Su padre le objetaba: "Es curioso. Dentro de poco nadie se acordará de las bombas atómicas lanzadas desde el aire con la frialdad de un autómata. Se diría que aquello fueron caramelos… Dónde se celebrará el proceso contra Truman? Si te he visto no me acuerdo".

El doctor Andújar vivía jornadas de tristeza. Conocía la tesis de Nietzsche y, por azar, había leído las del teórico del nazismo, Rosenberg. No le sorprendía nada de cuanto le contaban. Hablaba con Solita. La naturaleza humana era mitad ángel, mitad demonio. El libre albedrío le permitía elegir lo peor. Basculaba entre Francisco de Asís y Tamerlán. Por supuesto, no se podía comparar la bomba atómica con los campos de exterminio. Aquélla tenía un objetivo primordial: abreviar la guerra, y si los alemanes hubieran dispuesto del artefacto lo hubieran lanzado sobre Londres. En cambio, el objetivo de los campos de exterminio era un freudiano deseo de lograr una raza superior, de reafirmar la propia personalidad, impotente en algún sentido. Seguro que en el fondo de cada culpable -por ejemplo, de las walkyrias- había un componente sexual.

Cacerola estaba anonadado. "Yo anduve por allí y no me di cuenta de nada". El padre Forteza, durante su estancia en Alemania, se olió lo que podía pasar. El general Sánchez Bravo prefería contemplar el universo a través de un telescopio.

El camarada Núñez Maza se pasaba el día escuchando la radio, especialmente, las emisoras francesas e inglesas. También estaba horrorizado, bien que él lo estaba por los dos motivos: por las explosiones atómicas y por los campos de exterminio. Sabía que las explosiones nucleares no eran caramelos y habría barrido de la lista de seres humanos a mister Harry Truman; pero lo de Alemania tampoco tenía calificativo. Él intuyó algo en el hospital de Riga, cuando un enfermo de la región de Auschwitz le habló del hedor que despedían unos hornos instalados recientemente en aquella comarca. Sin embargo, rechazó el pensamiento. Pensó que los campos lo eran de trabajos forzados, como los había en España y, por descontado, en Rusia. El resto le pilló de sorpresa y la radio facilitaba demasiados detalles para que todo aquello fuera un puro invento.

Por lo demás, si el camarada Montaraz hubiera asistido a un pleno en el café Nacional, no habría tenido más remedio que retirar su afirmación de que la gente pronto olvidaría el crimen de las bombas atómicas. Todo lo contrario! La ignominia y el espanto de aquel acto contra natura había calado hondo incluso en el camarero Ramón. Y lo de Alemania colmó el vaso. Por dos semanas consecutivas se olvidaron del anecdotario nacional y hablaron, como el doctor Andújar, de la naturaleza humana.

Matías casi se exaltó, contrariamente a su temperamento. No llegó a hablar de que "el hombre es un lobo para el hombre", porque huía de los tópicos; pero se afectó mucho, como se había afectado con la guerra civil española. Y tuvo mucho miedo. La desintegración del átomo era, a buen seguro, el comienzo de una nueva era. Quien poseyera el secreto sería el amo del mundo. Ni tan sólo tendría necesidad de amenazar a nadie. El mero hecho de poseerla -en este caso, los Estados Unidos-, le daba una preponderancia sin oposición posible. Era de suponer que otros países estudiarían en esa línea y que la espiral no tendría fin.

El pueblo, el pueblo llano, la gente de a pie, las mujeres en el mercado, los hombres en los cafés y las barberías, reaccionaron como Matías. Tuvieron miedo. Aquella serpiente de siete colas se introdujo también en sus hogares. Los fantasmas de la guerra civil volvieron a ocupar su pensamiento y, por ejemplo, Alfonso Reyes, volvió a acordarse, como si se tratara de ayer, de los barrenos en el Valle de los Caídos. Miedo difuso, miedo latente, en el interior de cada cual. Miedo al miedo. La Navidad no podía ser feliz. Entre las familias y la cueva de Belén se interponían millones de vidas sacrificadas, inocentes en su mayoría, hipnotizadas en pos de una bandera o huyendo de la persecución.

José Luis Martínez de Soria era el triunfador. Nada le hubiera sido más fácil que recabar para sí el nombre de Satán, que exhibirlo como un triunfo personal. Se abstuvo de ello y Gracia Andújar se lo agradeció pensando: "Es un detalle por su parte".

Caso peculiar era el del doctor Chaos. Los dos ayudantes del ex cónsul Paúl Günther habían desaparecido, dejando vacantes las plazas. El doctor Chaos hubiera entregado su clínica a cambio de poder visitar los campos de exterminio. Y se preguntaba qué habrían descubierto los médicos en sus estudios biológicos. Lograr, mediante injertos, hermanos siameses! A lo mejor la miopía de los vencedores hacía tabla rasa de tales científicos, con lo que la humanidad perdía la gran oportunidad de dar un paso adelante. A él no le importaban los agonizantes sin remedio, ni los locos, ni los subnormales profundos. Creía en la eutanasia como creía en el mundo cainita. El hombre era cainita y los Abel de turno caerían en sus garras por los siglos de los siglos. Habló con el doctor Andújar sobre el particular. Fue un diálogo tenso y demoledor. El doctor Andújar terminó convencido de que, en el caso de haber nacido en Alemania, el doctor Chaos hubiera desollado a los seres vivos para observar sus reacciones y anotar lo que ocurría. "Y también Solita -decía el doctor Andújar- se trasladaría gustosa a Hiroshima y Nagasaki para analizar los efectos radiactivos en las especies animal, vegetal y mineral. El doctor Chaos, ya en la Facultad, pedía permiso para intervenir en las autopsias".

Doña Cecilia, la mujer del general, negaba rotundamente que lo de los campos nazis fuera cierto. "Ese mister Collins, y los periodistas extranjeros, con tal de atacar a Franco son capaces de cualquier cosa".

Entretanto, el Consejo Mundial Judío agradecía a Franco públicamente la ayuda prestada por España al pueblo errante de Israel durante la guerra mundial.

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