CAPÍTULO XXXVI

NADA HUBIERA PODIDO hacer desistir a Julio García del programa que se había trazado. Ni siquiera lo consiguieron sus "hermanos", los masones de la logia Cavour, de Washington, quienes le advirtieron que ellos no podrían protegerle si, en el país de Franco, las cosas se le torcían. Julio llevaba clavada en el pecho la espina del exilio, la añoranza, y confiaba en el color de su pasaporte.

A lo largo de la travesía Nueva York-Bilbao, a bordo del Covadonga -el mismo que tomara su esposa-, tuvo tiempo de meditar. El mar le importaba un bledo, de modo que no acostumbraba, como otros pasajeros, a acodarse en la barandilla para bañarse de azul. Además, en este caso el azul le hubiera recordado las camisas de Falange y ello no sería de agradecer. En el comedor y en el bar hizo algunas amistades, pero a lo que mayormente se dedicó fue a pensar en sí mismo. Dio un lento repaso a su vida, desde su gris infancia en Madrid, donde conoció a Matías Alvear, hasta su prepotencia actual. Se lo había ganado a pulso. Simple policía, había llegado a comisario y a través de las distintas Logias consiguió amasar la gran fortuna de que ahora disfrutaba. Fue durante la guerra civil española, en sus viajes al extranjero comprando armas francesas, inglesas, belgas, rusas! La mayoría de vendedores, judíos. No importaba la calidad del material. Él cobraba una comisión y el resto se lo encontrarían los milicianos en el frente de batalla. Se rió pensando en una frase que le soltó en París a Amparo: "Tengo tanto dinero que un día de éstos voy a comprarte un abrigo de pieles de algún animal raro…"

Los exiliados le querían. Había ayudado a muchos. A los arquitectos Ribas y Massana; a don Carlos Ayestarán, tío de Moncho; a Antonio Casal, siempre muerto de miedo; a David y Olga, cuyo negocio editorial era próspero y de cuyas ganancias él percibía un suculento porcentaje. En París se instaló en un confortable piso de la avenida Foch, en el que organizaba cenas con la élite y por el que se paseaba con un batín de seda. Cuando la ocupación alemana se trasladó a Londres, de donde huyó hacia Washington por temor a los bombardeos. Su mujer, Amparo, siempre a su lado. En París, aprendiendo a decir bon jour y múdame; en Washington, aprendiendo a decir ockey.

No tenía miedo, pese a que Matías, en su última carta, le decía que "esperara un poco más". Además del pasaporte tenía en la mano varios triunfos: él salvó a Marta al comienzo de la guerra civil, llevándola en el propio coche de la jefatura de policía hasta depositarla en casa del fotógrafo Ezequiel, y más tarde había salvado de una muerte segura a don Emilio Santos, padre de Mateo, sacándolo de la checa de San Elias. Marta y Mateo se acordarían de aquello… Seguro que sí! Esas cosas no se olvidan. Los dos muchachos actuarían de "Detente bala", que era el escudo con el que se protegían los requetés. Sabía que el Tribunal de Responsabilidades Políticas había abierto expediente contra él, pero no se atreverían a tocarle un pelo a un ciudadano norteamericano.

Amparo le había pintado un programa más bien macabro de la España actual. Oligarquía. Unos cuantos arriba y el rebaño abajo; con una zona intermedia -como los Alvear- que aceptaban la situación como si fuera normal, o que no moverían un dedo para modificarla. Muchos retratos de Franco y de José Antonio? Qué más daba! Él estaba cansado de ver los retratos de Roosevelt y de Truman. Fanatismo patriótico? También existía en los Estados Unidos. Él vivió el regreso de los combatientes al término de la guerra mundial, cuando la rendición del Japón. El número de banderitas fue inconmensurable y más que regresar de Europa y del Pacífico parecían regresar del planeta Marte. Y por encima de todo, confiaba en su "corazonada". Nunca le traicionó. Ni siquiera cuando en el año 1933 ganó Gil Robles las elecciones. Tenía un sexto sentido, un amuleto en forma de tatuaje que se llamaba Berta.


* * *

Llegado a Bilbao, siguió la misma trayectoria que doña Amparo. Llamada telefónica a Matías -con voz trémula-, y el tren hasta Barcelona. Matías le aconsejó -también con voz trémula- que en Barcelona alquilara un taxi que le depositara directamente en el piso de la Rambla. "A tu mujer, en este último trayecto, le dieron dos bocadillos que le sentaron fatal. Tú enseña un paquete de dólares y verás que te tratan como si fueras Clark Gable".

Julio siguió las instrucciones. La estación de Barcelona le pareció la antesala del infierno. Cafarnaúm. Riadas humanas se cruzaban de un tren a otro y en los andenes mucha gente -muchos soldados- en el suelo, dormitando, con la mochila por almohada. Tuvo que ir a los urinarios y casi salió vomitando. Compró varias revistas y periódicos – La Vanguardia!- y salió fuera de la estación. Una hilera de taxis con gasógeno que apestaban. Eligió un chófer de mediana edad y le dijo, entregándole el equipaje: "A Gerona". "A Gerona?", le preguntó el taxista, asombrado. "Sí, a Gerona. Es que no figura en el mapa? Si mal no recuerdo la distancia es de cien kilómetros". "De acuerdo. Pero aguarde un momento… Voy a decirle a un compañero que avise a mi mujer".

Poco después enfilaron la carretera. El taxista llevaba a la derecha del volante una imagen de la Virgen de Montserrat, una chapa con la efigie de san Cristóbal y un retrato de Franco. También un ramillete de flores. El hombre, completamente calvo, andaría por los cincuenta. Hubiera resultado inútil pedirle más velocidad. "El gasógeno, sabe usted… Y ya ve cómo está la carretera".

Julio iba acordándose de los nombres de los pueblos. Badalona, Montgat… De repente, otra vez el mar. Le sorprendió que no hubiera controles, como en aquellos tiempos de la FAI. Controles de guardia civiles. En América no cesaban de despotricar contra la guardia civil y el poema que les dedicó García Lorca aparecía en todas las publicaciones literarias.

– De dónde es usted, si puede saberse? -preguntó Julio.

– De Logroño.

– Qué tal el negocio del taxi?

– Psé…

Julio se dio cuenta de que el hombre no le contestaría más que con monosílabos. Por lo visto era algo completamente fuera de lo corriente una carrera de cien kilómetros. Probó hablarle de la guerra… "Dónde estuvo usted?". "Por ahí, pegando saltos, como todo el mundo". "Yo vengo de América… Llevaba tiempo fuera de España". "Ya…"

Le ofreció un cigarrillo americano.

– Oh, muchas gracias! -y el hombre lo tomó y lo encendió con fruición.

Julio encendió uno a su vez, con su boquilla de oro, que provenía de su estancia en la avenida Foch. Se ladeó un poco más el sombrero, como siempre y desplegó La Vanguardia. Por todos los santos, por todas las logias del mundo! Marzo, 30. Pasado mañana, gran desfile de la Victoria, A eso se le llamaba hilar delgado. Pasado mañana, 1 de abril, séptimo aniversario de aquel 1 de abril de 1939, en que Franco firmó el histórico parte: la guerra ha terminado. Julio notó que se le revolvían las tripas. Franco aparecía vestido de Generalísimo y medio periódico era hagiográfico. Qué lenguaje! Seis, siete, ocho artículos laudatorios, desde todos los ángulos, destacando el del director, Luis de Galinsoga, quien proclamaba a Franco "El eco de Dios". Julio empezó por sonreír. Luego soltó una carcajada. "Ja, ja!". El taxista le miró por el espejo retrovisor, pero no soltó una sílaba. Y Julio, sin ánimo para seguir leyendo, de repente se sintió un poco cansado y se adormeció.


* * *

Gerona!

– Dónde le dejo?

– Hotel Peninsular…

– Conoce usted el camino?

– Cuando yo le avise, tuerce a la derecha…

Julio hubiera deseado prolongar aquel instante. Le faltaban ojos para mirar. Reconocía los comercios, los edificios. Amparo le había advertido: "El hotel Peninsular está en la calle José Antonio Primo de Rivera, antes calle Francisco Ascaso". Allí se hospedaba también el cónsul norteamericano, mister John Stern. Llegaron frente al hotel, un mozo salió por el equipaje y Julio arregló cuentas con el taxista, añadiendo una propina que le hizo temblar.

El recepcionista le reconoció. Era evidente que le reconoció. Y al ver el pasaporte norteamericano expresó su asombro. Tampoco hizo el menor comentario y Julio rellenó la ficha. Inmediatamente después subió a su habitación, se duchó, se mudó de ropa y por fin llamó al piso de la Rambla, al piso de los Alvear.

Matías estaba esperando la llamada y al oír el ringgg pegó un salto.

– Julio!

– Matías!

– Vente en seguida… Te acordarás del camino, verdad?

– Lo intentaré!

Minutos después, en el piso de la Rambla los dos hombres se fundían en un fuerte, interminable abrazo. A seguido Julio abrazó a Carmen Elgazu, a la que encontró muy desmejorada; Matías, en cambio, era el de siempre, con algunas canas más y las gafas, que le sentaban muy bien.

– Estás hecho un chaval! -dijo Julio.

– Sí, del Frente de Juventudes…

Julio parpadeó unos instantes.

– Ah, claro! Ya caigo…

Eloy salió de su cuarto y ofreció la mano a Julio. Éste le correspondió. Amparo le había hablado del muchacho: "Se llama Eloy y se pirra por el fútbol". "Pues le llevaré una pelota de rugby, con la que podrá presumir".

Julio y Matías no cesaban de mirarse, mientras Carmen Elgazu les preparaba sendas tazas de café-café. Un manantial de recuerdos brotó en sus cerebros, desde el Madrid que ellos habían conocido hasta el día en que Matías le pidió al ex policía que le buscara un empleo para Ignacio, que finalmente resultó ser el de botones en el Banco Arús.

– Ya no te acordarás del chotis…

– Cómo! En Washington no se baila otra cosa…

– Ja, ja!

Julio preguntó:

– Y la tertulia del café Neutral?

Matías sonrió.

– Aquí no hay nada que sea neutral, excepto un seguro servidor… Ahora se llama Nacional… -marcó una pausa-. Pues la tertulia sigue adelante! Claro que con los nombres cambiados. Ahora hay un tal Marcos, que está conmigo en Telégrafos; un tal Galindo; un tal Grote… Y Ramón, el camarero! Ése sigue todavía.

– No me digas! Con su manía por los viajes?

– Exactamente.

– Pues le invitaré a que se venga conmigo a América!

– No lo hagas, que le da un colapso y se nos muere…

Julio, al oír "se nos muere", palideció. La alusión a la muerte, soltada inesperadamente, le trajo otro tipo de recuerdos. Recordó los inicios de la guerra civil y luego las playas de Argeles y de Banyuls-sur-Mer, convertidos en campos de refugiados. A Matías le ocurrió lo propio y se acordó de César. Por fortuna, Carmen Elgazu estaba al quite y les sacó del atolladero.

– Un poco más de café?

– No, gracias.

– Y tu mujer, Amparo? Se marchó contenta?

– Cómo! Me dijo textualmente: no hay palabras para agradecerles a los Alvear lo que han hecho por mí…

– Bah. Aquello fue un soplo y se marchó… -Matías añadió-: Me pareció que Gerona, la Gerona actual, no acababa de gustarle.

– Bueno! Ya sabes. La tengo mal acostumbrada.

– Me pareció que lo que más le dolía era no poder llevar sombrero…

– Je, qué curioso! Como siempre, has dado en el clavo…

Matías interrumpió el diálogo.

– Qué te parece si llamo a Ignacio para decirle que estás aquí?

– Ignacio! Cómo no se te ha ocurrido antes? Y yo que creí que toda la familia estaría esperándome…

Matías llamó al bufete de Manolo y a los diez minutos Ignacio llegaba, saltando los peldaños de dos en dos.

– Ignacio, ilustre abogado…!

– Julio, el ilustre yanqui…!

Se fundieron también en un abrazo. Julio quedó impresionado ante el aspecto del muchacho. Era la viva estampa del vencedor. Cabeza despejada, ojos negros y un bigotito que, al igual que las gafas a Matías, le sentaba muy bien.

– Qué tal el viaje?

– Agua… Mucha agua!

– Pues aquí hay una sequía que no veas.

– Tengo ganas de conocer a Ana María…

– Comienza a estar un poco gordita.

– Ah, pillín!

– Lo natural, no es cierto?

Julio echó una bocanada de humo.

– Para quien crea en la especie humana, sí…


* * *

La noticia de que Julio García estaba en Gerona corrió de boca en boca. Quedaba claro que el nombre les resultaba familiar incluso a los llegados después de la guerra civil. Más conocido que las moscas, que las moscas de San Narciso. "Ahí va!", exclamó la Andaluza. "Ahí va!", exclamó el patrón del Cocodrilo. Y algo parecido exclamaron Dámaso, el perfumista-peluquero, y Quintana, el compositor de sardanas, y el notario Noguer, y Jorge de Batlle, y los hermanos Costa y un largo etcétera. La Torre de Babel le dijo a Paz: "Ya tienes aquí a tu hombre". Paz había oído hablar tanto de Julio García que ardía en deseos de conocerle. Ahora tendría ocasión. Rogelio, en la cafetería España comentó: "Me gustará que entre aquí a pedir una copita de coñac. Le pondré un poco de dinamita dentro y que Dios reparta suerte".

La tónica general fue la curiosidad. Excepto para las autoridades y para los falangistas. Don Isidro Moreno, el comisario de Policía, que tenía en comisaría un expediente de unos trescientos folios que decía: "Julio García", barbotó: "Algo hay que hacer". Lo mismo pensaba el camarada Montaraz, quien a través de Miguel Rosselló se conocía la vida y milagros del ex policía. Miguel Rosselló reaccionó como Rogelio y el general Sánchez Bravo, que una vez más se había reconciliado ya con su hijo, le dijo a doña Cecilia: "Esto es intolerable". ' La Voz de Alerta' y mosén Alberto se quedaron con la boca abierta. "Qué osadía! Qué provocación!". Solita le dijo al doctor Andújar: "Ahí tiene usted un cerebro digno de estudio".

Reunión urgente en el Gobierno Civil, al igual que cuando llegó la primera noticia de la entrada de los maquis por la frontera del valle de Aran. Todo el mundo estaba de acuerdo. "Algo hay que hacer". Pero ese "algo" no era nada fácil. Rogelio tenía razón: se merecía una buena carga de dinamita o vaciarle en el pecho un cargador entero. Sin embargo, había un inconveniente, ya previsto por el interesado: el pasaporte norteamericano. Era obvio que el cónsul, mister John Stern, estaría al quite y que los dos hombres se darían un paseo juntos por la Rambla para que todo el mundo les identificara. "Para mayor inri, los dos se pasearían hablando inglés".

A la reunión asistieron incluso José Luis Martínez de Soria y Mateo. El único miembro de las fuerzas vivas que no hizo acto de presencia -estaba "acatarrada"- fue Marta. Tampoco asistió Cacerola. Se discutió la jugada desde todos los ángulos. "Algo hay que hacer". Se descartó la pena de muerte, que hubiera sido lo correcto, a juicio de don Isidro Moreno. Pero a éste, precisamente, los Estados Unidos le tenían la moral ganada. En su lugar, los ex divisionarios León Izquierdo y Pedro Ibáñez, junto con Miguel Rosselló, se ofrecieron voluntarios para pegarle "la paliza del siglo", mucho más cruenta que la que recibiera en su día el librero Jaime. La propuesta ocasionó un momento de perplejidad. "Tal vez fuera factible".

Pero hubo tres votos en contra.

El del camarada Montaraz:

– No puede tocársele ni un pelo.

El del alcalde, José Luis:

– Yo no puedo opinar, porque salvó a Marta.

Y, sobre todo, el de Mateo:

– Yo tampoco puedo opinar, porque salvó a mi padre.

– Si empezamos con salvaciones, estamos condenados a no hacer nada! -argumentó León Izquierdo, director de la Biblioteca Municipal a raíz del suicidio de Ricardo Montero.

– Es masón, como lo fue mi padre! -terció Miguel Rosselló-. Y mi padre está enterrado en el penal de Santa María.

Pedro Ibáñez, empleado en Abastos, obsesionado por las cartillas de racionamiento, apuntó que tal vez pudiesen secuestrarlo por espacio de tres o cuatro días y tenerlo a pan y agua.

Todas las propuestas caían por sí solas, ante la indiferencia general, exceptuando a don Isidro Moreno, que hubiera querido aceptarlas y ponerlas en práctica todas a la vez.

Llegó un momento en que se sintieron acomplejados, humillados. Con la cantidad de gente que entre todos los reunidos habían metido en chirona y llevado al paredón, y he aquí que ahora, un pez gordo, ex comisario, masón por más señas, amigo y protector de todos los comités habidos y por haber, un cínico, un pícaro de siete suelas, iba a pasearse ante sus narices y no podían echarle el guante. Por qué? Por el color de su pasaporte y porque se dedicó a dos o tres obras benéficas, posiblemente en previsión de si algún día tenía que rendir cuentas.

Mateo, a quien la cadera, en aquella reunión, dolía de un modo especial, aceptó de plano que aquello era humillante, sobre todo teniendo en cuenta que había milicianos en la fosa común cuyo único delito fue estar afiliados a Izquierda Republicana o a Acción Catalana y haber montado guardia, detrás de unos sacos terreros, en el puente de Piedra o a la salida de la ciudad. Pero cada quisque era cada quisque; cada conciencia tenía su sonido particular y él no podía olvidar que su padre, don Emilio Santos, le hizo prometer una vez: "Si algún día se presenta Julio García y tú tienes voz y voto, acuérdate de que me salvó el pellejo jugándose él la vida, o poco menos".

Hubo un momento de silencio, que rompió el alcalde, José Luis, quien hablaba en nombre propio y en nombre de Marta. Antes de salir de su casa Marta le dijo: "Yo no voy a ir, primero por el catarro y luego porque el nombre de Julio García me repugna; pero haz lo que puedas para que no le ocurra nada".

Don Isidro Moreno era el más duro de roer. Se había traído consigo el expediente de casi trescientas páginas y desde su llegada a Gerona no había tenido ocasión de dar la campanada. Abrió la carpeta al azar y leyó: "Se enriqueció comprando armas para los rojos". Al lado de esto, su predecesor, don Eusebio Ferrándíz, había anotado tres cruces.

– No hay una cruz sola, señores -indicó-. Hay tres!

El camarada Montaraz rompió el sexto cacahuete y remató:

– Como si hubiera anotado cuarenta cruces. Esta mañana me ha llamado el cónsul, mister John Stern, con un pretexto absurdo y me hizo saber que había llegado al hotel un compatriota suyo, de origen español, llamado Julio García.

Estas palabras, y el tono con que las pronunció, cayeron como un jarro de agua fría sobre los componentes de la reunión. Hubo una pausa, marcada por la tensión, hasta que Miguel Rosselló se levantó y ante el asombro de todos declaró:

– Ésta es la decisión oficial… Pero supongo que nadie impedirá a nadie obrar bajo su personal responsabilidad.

– Por supuesto, camarada -habló, con voz tranquila, el gobernador-. Siempre y cuando quien actúe sepa que sobre él caerá el imperativo de la ley.

– De acuerdo -aceptó Miguel Rosselló.

La reunión se dispersó, y a la salida se formaron varios grupos. Obedientes a la tesis de las afinidades electivas, a los diez minutos los ex divisionarios y Miguel Rosselló se encontraron en la cafetería España, situada a menos de cien metros del piso de los Alvear. Colgaron el letrero de "Cerrado" y Rogelio descorchó para sus camaradas una espacial botella de coñac. Tomaron asiento. Discutieron apasionadamente. Ninguno de los presentes quería dar por perdida la batalla. Era de suponer que Julio García permanecería en la ciudad lo menos una semana, tal vez un mes. Podían ocurrir muchas cosas. Lo más urgente era mandarle al hotel Peninsular un anónimo amenazándole. Podían escribirlo a máquina y el texto podía ser muy simple: "Distinguido señor cabrón. Si no desapareces antes de una semana te levantaremos la tapa de los sesos. Recuerdos a tus hermanos de la logia Ovidio".

Pedro Ibáñez intervino:

– Yo me encargo de esto. Antes de una hora el papelito estará en su casillero. Luego esperaremos a ver cómo se comporta el caballero cabrón…

Los cuatro camaradas se levantaron y se despidieron al grito de "Arriba España!".


* * *

Lógicamente, Matías se convirtió en el mentor de Julio García. Éste le recitó la lista de las personas a las que le gustaría saludar. En primer lugar, a toda la familia, incluido Mateo, si ello era posible… Luego, a Ana María, para quien traía recuerdos de su padre, don Rosendo Sarro. Luego, los hermanos Costa. Luego, los ex empleados del Banco Arús, es decir, Alfonso Reyes, el cajero -el Valle de los Caídos!-, la Torre de Babel y Padrosa -Agencia Gerunda!-. Matías le habló de su sobrina Paz, la ex animadora de la Gerona Jazz. "Matarás dos pájaros de un tiro, puesto que está casada con la Torre de Babel". Luego, le gustaría asistir a una tertulia del café Nacional, que estaba allí enfrente. "Me presentas a tus correligionarios y armamos la gran juerga". Luego, Jaime, el librero, a quien Julio recordaba vestido de pobre y repartiendo periódicos…

– En fin, poco a poco iremos completando la lista. Matías dio la cara por su amigo. Se lo llevó primero a los soportales de la Rambla, deteniéndose en los escaparates y viendo al paso expresiones de asombro. Luego, a la Dehesa, cuyos árboles, por la proximidad de la primavera, empezaban a vestirse de gloria. Luego al barrio antiguo, pasando por delante de la jefatura de Policía, de la que antaño fue amo y señor! San Félix, la catedral, los baños árabes, el palacio episcopal… Matías iba comentándole: "Está en proyecto un paseo arqueológico… El obispo actual, que se llama Gregorio Lascasas, sufrió hace poco una angina de pecho y pidió ser oído en confesión…" Julio, de vez en cuando, le interrumpía. "Y la Andaluza? Está todavía por ahí?". "Pues claro. Y sigue abanicándose hasta en invierno". Iba acordándose de todo el mundo. Y Matías, a su lado, también. Hablaron del gigantón Teo, con su carro desbocado. Y de Porvenir, el gimnasta suicida. Y del Responsable y sus hijas y de su sobrino el Cojo…

"Teo y Porvenir están bajo tierra, ya lo sé. Pero los demás, por dónde andarán?". En las escalinatas de la catedral se acordaron de Cosme Vila, que quería incendiarla. "Cómo se las hubiera arreglado?". En las murallas se acordaron del coronel Martínez de Soria, padre de Marta. "Me hubiera gustado salvarle, pero no pudo ser". Bajaron hacia el barrio de Pedret, San Pedro de Galligans y la calle de la Barca. Ahí pensaron en César, pero ninguno lo nombró. Entraron en el bar Cocodrilo y se llevaron la gran sorpresa. El patrón les dijo: "Perdonen, pero en este momento me disponía a cerrar".

Julio comprendió. El patrón acababa de darle con la puerta en "las narices. Matías comentó: "Me lo temía. Todo el mundo está muerto de miedo". Nadie les saludaba al pasar, aun cuando Julio reconocía muchas caras.

Matías estaba desolado.

– Ya te lo advertiría Amparo. El ambiente es hostil… Todo el mundo teme comprometerse.

– Pero, Jaime…! Los hermanos Costa!

– Ésos más que nadie. Un resbalón y les pegan un palo.

Julio meditaba. Se ladeó el sombrero. Dónde sería bien recibido? Tal vez en la cárcel… Recalaron en el café Nacional, pese a no ser día ni hora de tertulia. Albricias! Ramón, el camarero, se acercó a Julio y le apretó con fuerzas las manos.

– Qué les sirvo?

– Dos cafés…

– Ah, don Julio! Qué tiempos aquellos… Me contará cosas de América, verdad?


* * *

Subieron al piso de la Rambla. Eloy estaba contentísimo con la pelota de rugby que trajo Julio.

– Se la he enseñado al mister y le ha gustado mucho.

– Quién es el mister?

– El entrenador del Gerona Club de Fútbol.

– Ah, claro!

Matías intervino.

– Eloy juega de delantero centro. Es una promesa.

– Una promesa? Pues a ver si la cumples, majo.

La caminata había sido de aupa y Carmen Elgazu les invitó a que descansaran.

– Una taza de chocolate? Es de estraperlo…

– No, gracias. Carmen. Acabamos de tomar café ahí enfrente, en el Nacional.

Ni una palabra sobre los chascos recibidos. Matías no quería que Carmen Elgazu se enterara. Y para evitar que Julio se pusiera de malhumor se acercó al teléfono y empezó a marcar números para concretar citas. El resultado fue estimulante. Estaba invitado a comer o cenar en casa de Ignacio y Ana María. En casa de Alfonso Reyes y su hijo, Félix, el de los pies planos. En casa de la Torre de Babel y Paz. Manolo y Ésther, que vivían en el piso que antaño ocuparan Julio y doña Amparo, no podían concretar fecha. "Esto, de entrada. Luego ya veremos. Pilar vendrá aquí con el niño, para que le conozcas. Ya sabes que se llama César. Lo que no sabes es que crece tanto que si sigue así pronto hará el servicio militar".

Julio suspiró. No estaba acostumbrado a ser rechazado. Al contrario. Lo mismo en París, que en Londres, que en Washington, se disputaban su compañía. Y he ahí que en Gerona cualquier mequetrefe se atrevía a darle la espalda.

En aquel momento se oyó en la cocina un plaf! estruendoso. Eloy fue el primero en llegar y gritó: "Tío Matías!". Éste y Julio acudieron en seguida y encontraron a Carmen Elgazu tendida en el suelo. No había perdido el sentido, pero estaba pálida, tenía un sudor frío y balbuceó:

– Azúcar, por favor… Y un poco de chocolate.

Coma diabético. Moncho se lo había advertido a ella y a Matías. La diabetes daba estas sorpresas. De pronto se producía un bajón de azúcar y el enfermo sentía sudores de muerte, una gran fatiga, mareo y un hambre atroz. Matías actuó con la rapidez del rayo. Trasladaron a Carmen Elgazu a la cama y en seguida le dieron a beber un vaso de azúcar mezclado con agua y una buena porción de chocolate. Entretanto, llamaron a Moncho. Cuando éste llegó, al cabo de un cuarto de hora, Carmen Elgazu ya se había recuperado. Incluso se había incorporado y estaba sentada en el balancín del comedor.

Moncho le tomó el pulso, la tensión, le miró el fondo de los ojos y diagnosticó: "La crisis ha pasado". No obstante, ello les serviría de aviso. Carmen Elgazu debía llevar siempre consigo azúcar. A lo mejor el coma no le repetía, a lo mejor sí. Ello era imprevisible.

– Supongo que ha guardado la dieta necesaria…

– Cómo! Ni mirarme los pasteles. Y todo sin azúcar. Ya estoy acostumbrada.

Moncho fue presentado a Julio García. Ignacio le había hablado mucho de él.

– Lamento conocerle en estas circunstancias.

– Ya tendremos ocasión.

Eloy lloriqueaba en un rincón. Él hubiera deseado que "tía Carmen" se quedara en la cama. Le pareció imprudente, casi temerario, que se fuera al balancín.

Moncho se marchó, ante el desespero de Eloy.

– Eloy, hijo, ya todo ha pasado. No lo ves? -y Carmen Elgazu se puso en pie.

– Sí, pero yo preferiría que Moncho estuviera en casa.

Matías le acarició la cabeza.

– Anda, tranquilízate… Y luego desafías a don Julio a un partido de futbolín…

La conversación se generalizó en torno al tema de las enfermedades. Matías tenía reuma y era hipertenso. Debía cuidarse. El último invierno, con la humedad de Gerona, lo pasó fatal. Carmen Elgazu, desde que le diagnosticaron la diabetes sufría trastornos visuales, pero no había perdido un ápice de su energía habitual. Daba gloria verla planchar y limpiar los cristales. Julio sólo había tenido, en Londres, un amago de angina de pecho, "lo mismo que el ilustrísimo señor obispo". Pero se había recuperado por completo. Amparo, una salud insultante, con sólo periódicos sofocos debidos a la edad.

– Y Pilar?

– Excepto el accidente del parto, perfecta.

– Ignacio?

– No lo viste? Hecho un atleta. Moncho lo vigila y le obliga a hacer excursiones y a esquiar.

– Mateo?

– La lesión de la cadera, nada más… -Matías añadió-: Se empeñó en ir a Rusia y se trajo como recuerdo un icono y una bala.

Hablaron de Rusia y de los Estados Unidos. Posiblemente fueran las dos potencias que habían ganado de verdad la guerra. "Aunque los Estados Unidos llevan la delantera. Su dios es el dólar y parece ser que es un dios que protege a quienes creen en él y le son fieles".

La velada terminó con el partido de futbolín de Eloy y Julio. Eloy le demostró que era algo más que una promesa. "Quiero llegar a ser internacional, como Pachín".

Al llegar por la noche al hotel Julio García se encontró con el anónimo: "Distinguido señor cabrón. Si no desapareces antes de una semana te levantaremos la tapa de los sesos. Recuerdos a tus hermanos de la logia Ovidio".

Subió a su habitación. Intentó sonreír, pero no pudo. Encendió únicamente la lámpara de la cabecera de la cama, se sentó en la butaca y nuevamente se puso a meditar. Procedió por eliminación. Mister John Stern le había dicho: "Desde el punto de vista oficial no tiene usted nada que temer. Ni le llamarán para declarar, ni le encerrarán en la cárcel, ni tomarán decisión alguna contra usted". Pero, claro, mister John Stern no conocía lo bastante el temperamento español y conocía mucho menos la actuación que él, Julio García, tuvo a lo largo de la preguerra y al comienzo de la guerra. Tampoco, como buen americano, le daba importancia al hecho de ser masón. A decir verdad, a Julio le hubiera extrañado que sus "adversarios", los fanáticos del Régimen, no dieran fe de vida. El propio Matías le había contado la paliza que recibió el librero Jaime y mil detalles de la represión. Seguro que el anónimo procedía de la Falange. Pero los máximos responsables de la Falange eran el gobernador, Mateo y Marta. El gobernador no querría de ningún modo enfrentarse con el cónsul y dedicarse a enviar papelitos. Y Mateo y Marta quedaban descartados, a menos que él no entendiera ni jota acerca del corazón humano.

Podrían haber sido unos bromistas? Tal vez. Al pueblo español le gustaban las bromas macabras. Se había informado sobre Jorge de Batlle, al que los milicianos habían fusilado los padres y siete hermanos: llevaba una vida tranquila, cuidando de su mujer, la maestra Asunción y de sus propiedades. Alfonso y Santiago Estrada, a quienes habían fusilado el padre, vivían apartados de la política. Quedaban los falangistas, los ex divisionarios, que podían haber obrado por su cuenta, sin el consentimiento de Mateo. Resumiendo, el anónimo tal vez fuera demasiado fuerte para responder a una realidad. "Te levantaremos la tapa de los sesos". Eso no podía hacerse en la Rambla ni a plena luz. Por lo tanto, debía abstenerse de excursiones nocturnas y de salir solo. A su lado, siempre Matías o Ignacio. O Alfonso Reyes. O la Torre de Babel…

Julio García tuvo miedo. El ataque podía producirse por sorpresa en el propio hotel Peninsular, como ocurriera aquella vez con el doctor Relken, al que los falangistas -quién sabe si Mateo tomaría parte en ello- entraron brutalmente en su habitación y le dieron a beber aceite de ricino y le pelaron al rape. Dejando dos colillas en el cenicero, llamó por teléfono a mister John Stern y pidió permiso para verle con urgencia. "Si no le importa, venga usted a mi habitación". Mister John Stern, que se hospedaba en el mismo piso, al cabo de unos minutos llamaba a la puerta y se presentaba ante Julio en pijama y con un espléndido batín que le cubría.

La conversación fue breve y no aportó ninguna novedad. Oficialmente, nada que temer. Ahora bien, él conocía a los falangistas y los sabía capaces de todo. Especialmente los ex divisionarios, acostumbrados a ver la muerte de cerca en Rusia, no le daban importancia a la vida, ni a la propia ni a la de los demás. Contra ellos, en tanto que cónsul, nada podía hacer para protegerle. "Hablé con el gobernador. Sabe que estoy a su lado. Les habrá advertido de lo que supondría que usted sufriera el menor daño. Pero yo no podré evitar que un par de locos se tomen la justicia por su mano y le descerrajen a usted un par de tiros".

El cónsul se marchó y Julio cerró la puerta por dentro. En una reacción infantil, incluso la atrancó con la mesa y la butaca. Y se acostó. Había sido un día cargado de vivencias. Fue adormeciéndose mezclando las imágenes. Le daban una semana de respiro. Buena gente. Se acordó del plaf! de Carmen Elgazu en la cocina. Del "ilustre yanqui" con que le había saludado Ignacio. Imaginó al obispo. Vio al patrón del Cocodrilo dándole con la puerta en las narices. Le invadió un sueño pesado. Apagó la luz. Y acabó soñando que Ramón, el camarero, se encontraba en Washington haciéndole la corte a su mujer.


* * *

Despertó tarde. Su estado de ánimo era distinto. Una semana de tregua. "Soy un veterano luchador", repitió varias veces, mientras hacía sus ejercicios de gimnasia ante el espejo. El miedo se volatilizó. Contribuyó a ello que los croissants del desayuno estaban muy ricos.

Le trajeron Amanecer. Había olvidado que era el 1 de abril, séptimo aniversario de la Victoria. Habría un desfile en la Rambla, en el que tomarían parte el Frente de Juventudes, la Sección Femenina y trescientos productores. Supuso que "productores" equivalía a "obreros". Luego, audición de sardanas. En los cuarteles, rancho extraordinario. Un donativo del gobernador para las familias más necesitadas.

Miró a la calle por la ventana. Muchas colgaduras en los balcones: la bandera nacional y la de Falange, azul y roja como antaño la de la FAI. Pocos transeúntes. Casi ninguno llevaba el periódico debajo del brazo. En su mayoría se habían "endomingado", pese a lo cual no podían ocultar su raquitiquez. Pocos coches.

Matías le había dicho: "No compararás esto con Nueva York".

Cerca del mediodía se bajó y salió en dirección al piso de la Rambla, con el pasaporte en el bolsillo. Con los comercios cerrados, la ciudad parecía más triste aún. Pasó una patrulla de la guardia civil. Amparo se lo había advertido: "Tiene uno la sensación de que viven en estado de libertad vigilada". En el puente de Piedra, un mutilado de guerra, Arroyo, dirigiendo el tráfico, moviendo los brazos como aspas de molino. Matías le había hablado de él. "Está allí, plantado, desde la terminación de la guerra. Y a veces se sirve de su pata de palo para esconder alguna joya y venderla de estraperlo".

Llegó al piso de la Rambla a las once y media. El desfile empezaba a las doce y vio instalado enfrente el tablado para las sardanas. Pilar y el pequeño César! Pilar hizo de tripas corazón. A Mateo le sentó como un tiro que fuera a saludarle, pero la muchacha le dijo: "Le daría a mi padre un gran disgusto".

– Pilar, hija…! Cuando me fui eras una niña…

– Pues ahora, ya ve usted -le besó en las mejillas, brevemente y le dio en brazos a César, quien le serviría de escudo.

César llevaba en la mano derecha el chirimbolo con campanillas que le trajo Amparo. Era un detalle. Estaba hecho un hombrecito. Tenía cinco años. Se podía hablar con él. Por lo visto, en el colegio era el más travieso. Se llamaba Santos Alvear. Santos! Claro, Mateo Santos, que llegó el año 1933 a fundar la célula falangista de la ciudad.

Julio se daba poca maña para tratar a los crios, por lo que devolvió el pequeño a su madre y le dedicó a ésta un par de requiebros muy merecidos. Pilar volvía a tener un espléndido aspecto, gracias a que Mateo no le daba ningún disgusto y Esther buenos consejos estéticos. Carmen Elgazu también parecía totalmente recuperada del trauma de la víspera, aunque Moncho a primera hora había pasado a "echarle un vistazo".

– Matías, el hotel Peninsular es estupendo. Silencio. He dormido toda la noche de un tirón.

– Y los ronquidos del cónsul?

– Los americanos tienen prohibido roncar fuera de casa…

Se oyó a lo lejos un toque de tambores. El desfile estaba ahí. Todos salieron al balcón y vieron a Mateo encabezando la banda de trompetas y tambores del Frente de Juventudes. Al atacar los primeros pasos de la Rambla la cojera se hizo más visible. Pilar se alborotó y le decía a César: "Mira, papá!". Julio García, viendo al muchacho, pensó mil cosas a la vez. Frases suyas le quedaron grabadas de cuando los interrogatorios: "Nosotros trabajamos para que España recobre su identidad de Imperio". "No nos asusta la violencia. Estamos acostumbrados a ella. Es nuestro pan de cada día". Pensaría ahora lo mismo Mateo? Era posible que sí. Ni siquiera movió la erguida cabeza para mirar al balcón. Matías sonrió. "Caramba, Pilar. Una miradita no le hubiera costado un céntimo". César no dijo "papá" porque se encandiló con los tambores. Quien sí miró al balcón fue Eloy, dedicándoles su mejor sonrisa.

Después del Frente de Juventudes desfiló la Sección Femenina. Marta en cabeza. Julio experimentó de nuevo un hormigueo. La muchacha tenía buen aspecto, con su camisa azul y su boina roja. Recordaba a su padre, el comandante Martínez de Soria. Tampoco miró al balcón. Las chicas tenían aire alegre y apariencia saludable. Seguro que las había llegadas del campo para la ocasión. Y las autoridades? Dónde estaban las autoridades? Matías le informó: "Sencillamente, no están… De hecho, no se trata de un desfile, sino de un acto de presencia. El desfile se celebra el dieciocho de julio".

Trescientos "productores". Enfrente, el delegado sindical, camarada Revilla. Bien alineados, cantaban Cara al sol y levantaban el brazo. Se les veía convencidos y arrogantes. Eran obreros. Las mujeres, desde los balcones, les saludaban agitando pañuelos. Si vieran aquello los ciudadanos americanos que creían que Franco se comía crudos a los trabajadores! Si vieran aquello los arquitectos Ribas y Massana! Y David y Olga! Julio se impresionó vivamente al oír de boca de Pilar que en Madrid debían de desfilar unos trescientos mil…

Julio no daba abasto recibiendo impactos, como si fuera un monigote de pim pam pum. Apenas alejado el último "productor" se acercaron al tablado, vacío, Quintana y sus muchachos. La cobla de sardanas. Subieron, riendo y fueron instalándose en sus puestos. Carmen Elgazu era una ferviente admiradora de las sardanas y se acodó en la barandilla del balcón. Mientras afinaban los instrumentos, Julio se acordó del altercado que armó José Alvear el día en que interrumpió la audición y aboñegó el trombón golpeándolo contra la madera. "Te acuerdas, Matías?". "Claro que me acuerdo. Aquel día conocimos a David y Olga".

Sonó el flabiol y a continuación la cobla atacó l'Empordá. Se formaron los ruedos y las manos se juntaron siguiendo el ritmo. En cada ruedo había un director, al que a veces obedecían, a veces no. Julio se emocionó viendo a hombres casi ancianos, a jóvenes parejas, a chiquillos, enlazados al son de la música. Pasos largos, pasos cortos, todos a saltar! De pronto, Matías advirtió, debajo de los soportales, la presencia de un matrimonio singular, visiblemente absorto ante el espectáculo: la Voz de Alerta y Carlota. "En, Julio, mira quién está allí". Julio reconoció a la Voz de Alerta, que fue desde siempre uno de sus enemigos. "Le hubiera reconocido a la legua". A su lado, Carlota, condesa de Rubí. "Condesa?". "Lo que oyes. Y separatista. Para que te enteres. En los últimos tiempos hemos tenido a la esposa del alcalde, separatista. Ahora el alcalde es el hermano de Marta, que también debe de andar por ahí".

Julio llegó a una conclusión: tenía que revisar sus esquemas. Matías le empujó en esa dirección.

– La Falange ha perdido fuerza, porque era muy aparatosa; pero eso del Sindicato Vertical, que se presta a tanto chiste, hay que tomarlo en serio. A la chita callando va haciendo su labor. Pilar te ha hablado de trescientos mil productores en Madrid… Creo que se ha quedado corta. Yo calcularía medio millón.

Terminada la audición de sardanas, entraron en el piso. Pilar pidió excusas y se fue, con el crío en brazos, sin invitar a Julio. Éste tuvo la impresión de que ya no volvería a ver a la muchacha.


* * *

Después de almorzar, Matías le dijo a Julio:

– Hoy es sábado. Sabes lo que eso significa?

– Pues no…

– Que tenemos tertulia en el café Nacional.

Eureka! Juio se relamió los labios.

– Vamos los dos, y veremos qué pasa… Primero nos dedicamos al chismorreo y luego jugamos al dominó.

Se despidieron de Carmen Elgazu y cruzaron la calzada. En el café Nacional estaban todos presentes, excepto el librero Jaime. El único que, al ver entrar a Julio, se levantó ostentosamente y salió del local fue Marcos. "Qué mosca le ha picado?". Los demás, Galindo y Grote, "también depurados", mostraron su satisfacción por poder estrechar la mano de Julio.

Tomaron asiento alrededor de la mesa de mármol, mientras Ramón volvía a saludar a Julio y a servirles las correspondientes tazas de café. Julio les invitó a todos a tabaco americano y todos aceptaron, excepto Matías. "Perdona, pero yo prefiero la picadura y liármelo yo mismo".

Orden del día: anecdotario nacional. Julio prestó oídos. Matías se ajustó el sombrero y empezó: "El ingeniero español García Tirado ha declarado que ha construido una maquinaria capaz de captar la fuerza cósmica y susceptible de producir fluido eléctrico". Galindo, que pensaba siluetear con su máquina de escribir el perfil de Julio, aportó la noticia siguiente: "En Ciudad Real, un gitano apadrinó a un hijo de un guardia civil en el acto del bautismo. Luego el gitano invitó a dulces, champán, cantó y bailó". Grote no se quedó atrás: "El presidente de las Cortes hizo el solemne voto de defender la Asunción de la Virgen al cielo y la mediación universal". Ramón intervino a su vez: "Los veterinarios rinden un especial homenaje al jefe del Estado". Matías le dijo a Julio:

– Ahora te toca a ti.

Julio, que entendió la jugada y se desternillaba de risa, reflexionó un momento y finalmente se decidió:

– A mí lo que más me ha impresionado es que una jerarquía del Régimen haya declarado: "No podemos tolerar que un delantero centro gane más que un coronel!".

– Bravo, bravo!

Los espejos del Nacional, al igual que antaño, reflejaron hasta el infinito la figura del ex policía. La conversación se generalizó, en contra de lo acostumbrado. Todos, y no sólo Ramón, querían saber cosas de Norteamérica. Se produjo un choque, puesto que lo que quería Julio era saber cosas de España. Ganó la mayoría, de suerte que al recién llegado no le cupo más remedio que contar una serie de tópicos sobre su país de adopción. Los avances técnicos, los tres mil aviones fabricados diariamente, el patriotismo, las banderitas, la Quinta Avenida, la revolución estudiantil. "En el cine veréis reflejados todos los aspectos de la vida de Norteamérica. En el cine se abre en canal la sociedad y se ridiculizan desde la policía hasta la figura del presidente. La mejor cualidad de los norteamericanos es que creen en el trabajo de equipo, que aquí sólo se utiliza para bailar sardanas. El trabajo de equipo es el secreto de ese gran país".

– Tendrán algún defecto… -sugirió Grote.

– Uy, muchos! Aunque no lo parezca, el quince por ciento de la población, inmigrantes en su mayoría, llevan una vida miserable. Otro defecto: la soberbia. Otro defecto: la ignorancia de todo lo que no es Norteamérica. Un embajador al que enviaron a Ceilán preguntó al recibir la noticia: "Y dónde está eso?". A los europeos nos miran como a una raza residual, que ha creado algunos monumentos y algunas obras de arte. Sin tener en cuenta que, a no ser por los europeos, aquella gente todavía andaría con plumas en la cabeza…

Julio se sentía incómodo. No le gustaba sintetizar. Corría el riesgo de deformar la realidad. Apenas hacía una afirmación le venían a las mientes docenas de razones que probaban lo contrario. Además, qué sabía él de los Estados Unidos? Apenas si había salido de Washington y del Imperial Hotel. No había visitado el campo, las granjas, no sabía nada de las diferentes leyes que regían en los diferentes estados, excepto aquellos en que estaba permitido el divorcio. Se dedicó a contar anécdotas más o menos graciosas, con un denominador común: Amparo. Su querida mujer, Amparo Campos. Alérgica a cualquier idioma que no fuera el castellano, sólo podía cotillear con los hispanoparlantes. Sus grandes amigos eran los botones del hotel, que habían aprendido unas cuantas palabras para hacerla feliz y recibir copiosas propinas. Todos sabían decirle: "guapa". Y el día que el limpiabotas le dijo "cachonda", ella le largó cinco dólares y se fue a la peluquería, pasando antes por una sauna.

Cuando las risas se apagaron, Julio les conminó a que le hablaran de España.

– He venido a eso. A ver y a enterarme…

Grote se disponía a complacerle, cuando entraron en el café el capitán Sánchez Bravo, acompañado de León Izquierdo y de Pedro Ibáñez. Se hizo un silencio.

– Qué ocurre, si puede saberse?

– Han entrado dos sabuesos. Dos ex divisionarios. Mejor que juguemos al dominó…

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