Capítulo II

Frances Cloade miraba pensativamente a su esposo, sentado frente a ella a la mesa. Frances frisaba en los cuarenta. Era de líneas finas y elegantes que hacían recordar la airosa delgadez de un galgo. Había un sello de arrogancia en la belleza que aún conservaban sus ya un tanto marchitas facciones, desprovistas de todo afeite, con excepción de unos ligeros toques de carmín en los labios. Jeremy Cloade era un enjuto sesentón de cara adusta e inexpresiva.

En la noche a que hacemos referencia, su reserva y seriedad parecían haber llegado a su límite.

Así lo observó la esposa al primer golpe de vista.

Un joven de unos quince años revoloteaba alrededor de la mesa, sirviendo los platos, pendiente siempre de cualquier gesto que pudiera hacer Frances. Un ligero fruncimiento de cejas de ésta, bastaba para que algo se le cayese de entre las manos y cualquier señal de aprobación le hacía resplandecer de gozo.

Se comentaba envidiosamente en Warmsley Vale que si alguien habría de tener criados, ésta sería, indudablemente, Frances Cloade. Y no es que los retuviese con falsas promesas de tentadores sueldos ni porque dejase de exigirles un estricto cumplimiento de sus deberes. No. Se debía a un trato afectuoso y correcto que tenía siempre una frase alentadora de aprobación para cuanto a su juicio estuviese bien hecho y aquella contagiosa energía y dinamismo que hacía que su servicio doméstico tuviese siempre un sello creativo y personal. Estaba acostumbrada desde niña a ser servida y esto lo hacía con entera naturalidad, mostrando el mismo aprecio por un buen cocinero o por una buena camarera que el que hubiese podido sentir por un excelente pianista.

Frances Cloade había sido la hija única de lord Edward Trenton, que adiestraba sus caballos en las inmediaciones de Warmsley Heath. La bancarrota final de lord Edward fue considerada por quienes se preciaban de estar al tanto de ciertos detalles, como algo providencial que vino a librarle de males peores que la ruina material. Habían circulado rumores de caballos que no respondían al freno en determinados momentos y de otras anomalías que habían motivado una investigación por parte de los soltadores y jueces del «Jockey Club». Pero lord Edward había conseguido salir del apuro con sólo unas cuantas salpicaduras y llegar a un convenio holgadamente. en una de las playas de moda del sur de Francia. Todo ello lo debió a la astucia y a los esfuerzos realizados por su abogado Jeremy Cloade. Cloade había hecho algo que pocos en su profesión acostumbraban a hacer. Poner una garantía personal en favor de su cliente. Tampoco había hecho un secreto de la admiración que sentía por Frances, y a su debido tiempo, y cuando ya los asuntos de su padre habían acabado de resolverse satisfactoriamente, ésta se convirtió en la señora de Jeremy Cloade.

Lo que ella pensase acerca de su decisión, nadie logró saberlo jamás. Todo cuanto pudo decirse fue que supo aceptar valerosamente la parte que el Destino le reservó en la catástrofe. Fue una hacendosa y leal esposa para Jeremy, una buena madre para su hijo; había manejado con acierto los intereses de su marido y todo hizo suponer que en su enlace no había intervenido más factor que el libre impulso de su voluntad.

En justa correspondencia, la familia Cloade sentía por Frances profunda consideración y respeto; Estaban orgullosos de ella y su opinión era una ley, pero no podía decirse, con todo ello, que entre Frances y ellos existiera una verdadera intimidad.

Lo que Jeremy pensase de su matrimonio tampoco lo llegó nadie nunca a saber. Su reserva y sequedad eran notorias en la comarca, pero su reputación, tanto de hombre como de abogado, podía calificarse de inmaculada. «Cloade Brusquill & Cloade» no acostumbraban a hacerse cargo de asuntos de dudosa trascendencia. No se les consideraba como lumbreras, pero sí como personas de reconocida moralidad. La firma debió prosperar, pues el matrimonio Cloade vivía en una magnífica casa de estilo georgiano, situada no lejos de Market Place. Tenía un extenso jardín rodeado de altos muros y en su interior crecían numerosos perales que en la primavera alegraban el recinto con sus blancas floraciones.

Fue a una salita que daba al jardín por la parte posterior de la casa donde el matrimonio se dirigió después de levantarse de la mesa. Edna, una juvenil doncella de respiración espasmódica, sirvió el café.

Frances vertió una pequeña cantidad en su taza. Era fuerte y caliente. Tomó un sorbo y sonrió con satisfacción.

—¡Excelente, Edna! —exclamó.

Esta muestra de aprobación hizo sonrojar a la doncella, que, de todos modos, no acertaba a comprender el gusto de ciertas personas. El café, en opinión de Edna, debiera ser de un color crema pálido, muy dulce y mezclado, como es natural, con una gran cantidad de leche.

Pero en la salita que daba al jardín, los Cloade tomaban el café puro y sin aditamento de ninguna clase. Durante la comida habían hablado frívolamente de sus nuevas amistades, del retorno de Lynn y de las perspectivas que ofrecía la agricultura para el próximo futuro. Pero ahora, al encontrarse solos, se sumieron en un profundo mutismo.

Frances se dejó caer contra el respaldo de la silla y observó atentamente a su esposo, que con los dedos, y absorto en sus pensamientos, se golpeaba suavemente el labio superior. Era éste un automatismo característico en él que coincidía siempre con algún estado de perturbación interna. Frances no había tenido ocasión de vérselo con frecuencia. Una vez, cuando la grave enfermedad de su hijo Anthony; otra, cuando se reunió el Jurado para deliberar en el veredicto de su padre; otra, al oír por la radio siniestras palabras de la ruptura de las hostilidades, y en la víspera de la partida de Anthony y después de su licencia.

Frances meditó unos momentos antes de decidirse a hablar. Su vida conyugal había sido feliz, pero falta de intimidad y parca en palabras. Ella había respetado siempre la reserva de Jeremy, así como él la suya. Ni aun el día que se recibió el telegrama anunciando la muerte de Anthony, había habido cambio apreciable en la actitud de ambos.

Jeremy fue quien lo abrió. Después miró a su esposa, que se limitó a preguntar con angustia:

—¿Es acaso...?

Él inclinó la cabeza, cruzó la distancia que le separaba de su mujer y depositó el mensaje en la mano que aquélla le tendía.

Permanecieron unos instantes en silencio. Después habló Jeremy: «¡Cuánto daría por poder aliviar tu dolor!», dijo. «También lo es tuyo», contestó ella, con voz firme, y sin verter una lágrima, consciente sólo del inmenso vacío que acababa de abrirse en su alma. Él le dio unos cariñosos golpes en la espalda. «Sí, lo es; ¡y grande...!» Después se dirigió a la puerta con un ligero tambaleo como el hombre que de súbito se sintiera envejecer y diciendo con voz entrecortada por mal comprimidos sollozos: «No añadamos palabras inútiles, por favor...»

La pérdida del muchacho había endurecido algo en su corazón, parte de su habitual amabilidad parecía haberse marchitado. Era más activa, más enérgica que nunca; hay personas que se asustan de su propio y despoblado sentido común...

Un dedo de Jeremy Cloade volvió a moverse a lo largo de su labio superior, como tratando de ayudarle a buscar solución a algo que bullía en su cerebro.

La voz de Frances sonó seca y sin inflexión.

—¿Te pasa algo, Jeremy?

Él se sobresaltó ligeramente y la taza de café estuvo a punto de escurrírsele de entre los dedos. Decidió depositarla en la bandeja y miró a su esposa.

—¿Qué decías, Frances?

—Te preguntaba si te pasa algo.

—¿Qué quieres que me pase?

Ella hablaba sin imprimir emoción alguna a sus palabras. Ésa era siempre su costumbre.

—Pues nada, en realidad —contestó él, levantando la vista y clavándola en Frances que, dado lo trivial de la negativa, continuaba interrogándole con la mirada.

Por un momento la máscara de indiferencia con que Jeremy pretendía cubrir sus facciones, pareció desprenderse de súbito. Duró sólo una fracción infinitesimal de segundo, pero el tiempo suficiente para que Frances captara la mueca de agonía que se reflejó en su semblante y que estuvo a punto de dar al traste con su imperturbabilidad habitual.

Se repuso y volvió a decir quedamente, sin mostrar la más mínima alteración en el tono de su voz:

—Creo que harías bien en confiarte a mí...

Él exhaló un profundo y doloroso suspiro.

—De todos modos, tendrán que enterarse de ello tarde o temprano.

Y añadió una frase que logró producir cierta confusión.

—Creo que has hecho un mal negocio casándote conmigo. Frances.

Ella pasó por alto aquella circunstancia, cuyo alcance no acertaba de momento a comprender, y se encaminó en derechura al bulto.

—¿De qué se trata? —dijo—. ¿De «dinero», acaso?

No supo por qué se le ocurrió dar preferencia a esta consideración. No había habido en realidad señal de trastorno económico, salvo, como es natural, el impuesto por las circunstancias. El servicio en la oficina, reducido como en todas partes a causa de los alistamientos, había vuelto a normalizarse con la llegada de los desmovilizados. También cabía la suposición de alguna dolencia oculta; estaba exhausto por el excesivo trabajo y su palidez se había acentuado en los últimos meses. Sin embargo, el instinto de Frances le hizo insistir en la cuestión monetaria.

El movió la cabeza en señal de asentimiento.

—¡Ah, vamos! —exclamó ella, quedándose pensativa unos instantes.

No era Frances de esas mujeres que sienten devoción por el becerro de oro, pero sí Jeremy, para quien la posesión del dinero suponía la conquista del mundo, la estabilidad económica. Recordaba épocas de abundancia en su vida cuando los caballos de su padre galopaban victoriosos por todos los hipódromos de la nación, como también tiempos de escasez y dificultades en que los mercaderes se negaban a conceder créditos y en que lord Edward se había visto obligado a apelar a ignominiosas estrecheces para evitar la presencia de los esbirros de la ley. Hubo semana en que el pan fue su único alimento. Ninguno de estos azares, sin embargo, había conseguido acibarar los recuerdos de su niñez.

Cuando no había dinero todo se reducía a cultivar la privación, a marcharse al extranjero o a pasar una temporada en casa de amigos o familiares. Esto en el caso, tampoco muy frecuente, en que no apareciera quien espontáneamente se brindase a efectuar un préstamo...

Pero mirando a su marido comprendía Frances que no era aquél la clase de mundo que los Cloade se habían forjado para sí. En éste no se podía vivir del préstamo ni del favor de los demás. (Y en justa correspondencia tampoco podían esperar ellos reciprocidad alguna en este sentido.)

Frances sintió por Jeremy una profunda lástima mezclada con cierta sensación de remordimiento por la imperturbabilidad mostrada hacia los negocios de su marido. En ella se amparó prácticamente al hacer esta pregunta:

—¿Tendremos que venderlo todo? ¿Habrá que cerrar el despacho?

El estremecimiento que recorrió el cuerpo de Jeremy Cloade dio a entender a Frances que había dado en el blanco.

—Querido Jeremy —le dijo con dulzura—, dime lo que sea. Sabes que no me gustan las adivinanzas.

—Hace dos años hubimos de afrontar una situación un tanto crítica, como sabes, y pasamos grandes apuros para subsanar el efecto de sus irregularidades. Después se presentaron otras complicaciones derivadas de nuestra posición en Extremo Oriente, pues...

Ella le interrumpió:

—Dejemos esos detalles que nada importan en estos momentos. Te encuentras en un apuro y no sabes cómo salir de él, ¿no es eso?

—Confié en Gordon —contestó—. Él hubiera podido arreglarlo con facilidad.

Frances suspiró con impaciencia.

—Lo comprendo, y no puedo censurar al pobre Gordon. Después de todo, es humano el perder la cabeza por una mujer hermosa. ¿Y por qué no había de casarse si así le vino en gana? Pero fue una desgracia que él muriese en aquel ataque aéreo sin haber hecho el testamento que todos esperábamos. ¡Qué le vamos a hacer! Lo cierto es que nadie se supone, por inminente que sea un peligro, que sea él precisamente quien haya de morir. ¡Cree siempre que la bomba ha de herir por fuerza a los demás!

—Aparte el dolor que me produjo lo sucedido —prosiguió el hermano mayor de Gordon—, pues quise a mi hermano y me sentía orgulloso de él, su muerte ha sido una verdadera catástrofe para mí. Llegó en el momento preciso en que...

Se detuvo.

—¿Estamos arruinados? —preguntó Frances con comedido interés.

Jeremy Cloade miró a su esposa con desesperación. Esperaba una reacción violenta de lágrimas y reproches; y la forma fría e impersonal con que ésta interpretaba sus palabras acabó por anonadarle.

—Es algo peor que todo eso... —dijo con aspereza.

Al ver a Frances quedarse inmóvil y en actitud de profunda meditación, pensó: «Ha llegado el momento de decírselo. Es preciso que sepa quién soy... Le costará trabajo creerlo, pero no debo seguir ocultándoselo por más tiempo.»

Frances Cloade suspiró penosamente y se irguió en su sillón.

—Ahora lo comprendo —dijo—. Desfalco. O si crees que la palabra es inapropiada, algo parecido a lo que le ocurrió a Williams.

—Sí, pero esta vez, quizá no lo comprendas, soy yo el responsable. He hecho uso indebido de fondos encomendados a mi custodia, y aun cuando hasta ahora he logrado disimular la falta...

—No ha de tardar en saberse... —intercaló Frances completando su pensamiento.

—A menos que, y sin pérdida de tiempo, consiga reponer lo sustraído.

No recordó haber experimentado en su vida vergüenza como la que sintió al pronunciar estas palabras. ¿Qué juicio le merecería a Frances?

Ésta, sin embargo, pareció tomárselo con calma. No hubo escenas ni reproches. Se limitó a fruncir el entrecejo y a frotarse con los dedos una de sus mejillas.

—¡Es un escarnio! —dijo—, no poder disponer de dinero propio en una ocasión así.

—Tienes el que aportaste como dote, pero...

Quedóse rígido sin terminar la frase.

—¡No sigas! Me lo figuro. Corrió la misma suerte que el tuyo —contestó ella distraídamente.

Hubo un corto silencio que rompió Jeremy hablando con dificultad.

—Lo siento, Frances. Lo siento como no puedes llegar a imaginarte. Mal negocio hiciste casándote conmigo.

Ella le miró con dureza.

—Explícate —dijo Frances enérgicamente.

—Que cuando tuviste la condescendencia de casarte conmigo, tenías derecho a esperar... ¡qué sé yo!, al menos integridad por mi parte y una vida libre de sórdidas ansiedades.

Ella le miró con asombro.

—¡Pues claro, Jeremy! ¿Por qué crees entonces que me casé contigo!

Él intentó dibujar una sonrisa.

—Has sido siempre una esposa devota y leal; querida mía, pero difícilmente puedo jactarme de creer que me hubieses elegido de haber sido otras las circunstancias.

Ella le miró con fijeza y de pronto rompió en una sonora carcajada.

—¡Qué tonto eres! ¡Y qué mente más folletinesca guardas tras esa aparente severidad! ¿Crees en realidad que me casé contigo porque salvaste a mi padre de las garras de sus acreedores o de los intendentes del hipódromo?

—Tú querías mucho a tu padre, Frances.

—¡Con delirio! Era de lo más atractivo y agradable que te puedas imaginar. Pero también un inconsciente y un trapisondista. Lo sabía. Y si crees que me vendí al consejero y gestor administrativo de la familia para que éste salvase a mi padre, de lo que tarde o temprano y forzosamente habría de ocurrirle, entonces es que nunca supiste nada del corazón de la mujer y mucho menos del mío. ¡Nunca!

Frances continuó mirándole sin pestañear. Era extraordinario, pensó, cómo veinte años de matrimonio no habían bastado para conocerse mutuamente y saber lo que bullía en sus mentes. ¿Pero cómo lograrlo siendo tan diferentes el uno del otro? En el fondo, él era indudablemente un espíritu romántico. «No hay sino mirar —pensó— los retratos de algunos de sus antepasados que cuelgan de las paredes de su alcoba. ¡Pobre encanto mío!»

Y añadió en alta voz:

—Me casé contigo porque te quería.

—¿Quererme? ¿Y qué es lo que pudiste ver en mí?

—Si he de hablarte con sinceridad, te diré que no lo sé. ¡Eras tan diferente a todos cuantos rodeaban a papá! Al menos tú nunca me hablaste de caballos. Estaba harta de ellos y de oír discutir constantemente sobre copas y «handicaps». Viniste a cenar una noche, ¿te acuerdas? Yo estaba sentada junto a ti. Te pregunté lo que era «bimetalismo» y tú me diste una explicación clara y precisa que duró los seis platos de que por aquel entonces se componía nuestra comida.

—Debí ser horriblemente pesado —dijo Jeremy.

—Al contrario. Estuviste sencillamente fascinador. Nadie hasta entonces me había tomado en serio, y tú me trataste con toda deferencia debida a mi sexo, aunque sin mostrar un gran interés en mirarme ni halagar en un ápice mi natural vanidad. Esto, como comprenderás, picó mi amor propio y juré que no pararía hasta hacer que te fijaras en mí.

—No tuviste necesidad de esforzarte —interpuso Jeremy—. Aquella noche no logré pegar los ojos pensando en ti. Llevabas un vestido azul, adornado con amapolas...

Quedaron silenciosos unos instantes. Hubo un leve carraspeo de Jeremy, que intentó prolongar el tema, diciendo:

—¡Hace ya tanto tiempo de esto...!

Ella acudió en su auxilio para sacarle del apuro.

—Y hoy ya no somos —añadió— más que un pobre matrimonio que, en el ocaso de la vida, busca el modo de salir adelante de sus malas andanzas.

—Lo que acabo de oír de tus labios, Frances, centuplica en mí el dolor de mi deshonra...

Ella le interrumpió:

—¡Por favor, Jeremy! Tú tratas de excusarte por haber hecho algo que cae dentro de la jurisdicción de la ley; que quizá te acarree un proceso y hasta la posibilidad de ser condenado a prisión.

»No permitiré que eso suceda y para evitarlo lucharé si es preciso con uñas y dientes, pero no exijas que tu acto provoque en mí la menor indignación. No olvides que la mía no es tampoco familia que pueda calificársela de moral. Mi padre, no obstante su atractivo, tenía sus ribetes de fullero y de bribón. Mi primo Carlos, ¡no digamos! Se trató de ocultar sus fechorías, y para evitar el escándalo hubo de enviársele precipitadamente a las colonias. Mi primo Gerald falsificó un cheque en Oxford, si bien más tarde logró rehabilitar su nombre alistándose en el ejército y logrando la póstuma y más alta condecoración de la Cruz de la Reina Victoria por su bravura frente al enemigo, devoción a sus hombres y resistencia casi sobrehumana. Lo que quiero decirte con todo esto, Jeremy, es que todos estamos hechos del mismo frágil barro y que no hay nadie que sea completamente bueno, ni completamente malo. Yo misma no puedo considerarme como una excepción, pero si soy como soy, es sin duda porque no he encontrado en la vida tentaciones suficientemente fuertes para hacerme vacilar. Lo que sí tengo, y de eso puedo vanagloriarme, es coraje y sobre todo una lealtad inquebrantable para los míos.

Sonrió al pronunciar estas últimas palabras.

Jeremy se levantó emocionado. Se dirigió a su esposa y besó reverentemente sus cabellos.

—Ya es hora —dijo la hija de lord Edward Trenton, con jovialidad—, hay que hacer algo para conseguir ese dinero.

Las facciones de Jeremy volvieron a endurecerse.

—Una hipoteca sobre esta casa. ¡Pero qué tonta soy! —se apresuró a añadir—. No me acordaba de que tiene ya una sobre sus espaldas. No habrá más remedio que recurrir al sablazo. ¿Pero a quién? Sólo existe una posibilidad. La viuda de Gordon. ¡Nuestra simpática Rosaleen!

Jeremy movió la cabeza en señal de duda.

—Tendría que ser una cantidad considerable..., y ésa no puede esperarse que venga del capital. El dinero le ha sido asignado sólo en calidad de usufructo y de por vida.

—No había pensado en ello. Creí que era de su absoluta pertenencia. ¿Y qué se hará de él cuando ella muera?

—Irá a parar al pariente o parientes más cercanos de Gordon. Es decir, que se dividirá por igual entre Lionel, Adela, Rowley, el hijo de Maurice y yo.

—¿Volvería a nosotros?

Algo pareció cruzar por la habitación, una ráfaga de hielo, la materialización de un pensamiento...

Y dijo Frances:

—Nunca te oí hablar de esto... Creí que el dinero era de ella y que podía hacer de él lo que le viniese en gana.

—No. Pero la situación legal que se derivaría de un ab intestato, como sucedía el año 1925...

Era dudoso que Frances prestase atención alguna a estas explicaciones. Cuando aquél hubo terminado de hablar, ésta dijo:

—Personalmente, nada de eso podría afectarnos. Estaríamos todos requetemuertos antes que ella hubiese alcanzado nuestra edad actual. ¿Qué edad tiene ahora? ¿Veinticinco, veintiséis? Con toda seguridad llegará a cumplir los sesenta.

Jeremy Cloade añadió, sin poner gran convencimiento en sus palabras:

—Podríamos solicitar un préstamo, basándolo en razones de carácter familiar. Quizá sea más generosa de lo que suponemos... ¡Sabemos tan poco de ella en realidad...!

—Y no creo que tenga queja de nuestro comportamiento. ¡Quién sabe...!

Su marido creyó prudente advertir:

—Es preciso no dar la sensación de..., vamos, de exagerado apremio.

—¡Claro que no! —contestó ella con impaciencia—. Lo malo es que no será con ella con quien tengamos que batallar, sino con ese hermano que parece tenerla completamente fascinada.

—Un joven bien repelente, por cierto —añadió Jeremy Cloade.

La sonrisa de Frances surgió de nuevo.

—¡Al contrario! —dijo—. Es simpático. ¡De lo más simpático que te puedas imaginar! Y un tanto falto de escrúpulos, por lo que he podido deducir. Pero no temas; también yo sé prescindir de ellos cuando llega la ocasión.

Su sonrisa se hizo dura y clavó una mirada en su marido.

—No te acobardes, Jeremy —le dijo—. Encontraré el modo de salir del apuro, aunque para lograr ese dinero me viese obligada a asaltar un Banco.

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