Capítulo XV

Era costumbre en la hostería de «El Ciervo» que los huéspedes fuesen llamados, a la hora por ellos designada, por el simple sistema de un fuerte golpe dado en la puerta y acompañado por las sacramentales palabras de «Las ocho y media, señor», o «Las ocho», según fuese el caso. También servían el té, si así se estipulaba previamente, que era depositado, con un ruidoso entrechocar de cubiertos y vajillas, sobre la alfombrilla colocada frente a cada una de las puertas.

En la mañana del miércoles que nos ocupa, la joven Gladys, cumpliendo su rutina, se detuvo frente al cuarto señalado con el número 5, anunció su consabido «Las ocho, señor» y dejó caer con estrépito la bandeja de servicio que llevaba entre las manos, haciendo que se derramase parte del contenido de la lechera. Después de llamar también a otros huéspedes, prosiguió con sus interrumpidos quehaceres.

Eran ya las diez cuando se dio cuenta de que el té que dejara sobre la alfombrilla del cuarto número 5 seguía intacto.

El ocupante del cuarto número 5 no era de los que acostumbraban a levantarse tarde y recordó que frente a su ventana había un bajo tejadillo que muy bien podría ser utilizado subrepticiamente por cualquiera que desease abandonar el hotel sin pasar por el doloroso proceso de tener que satisfacer el importe de su cuenta.

Pero el huésped inscrito en el registro de la posada con el nombre de Enoch Arden no debía ser de éstos. Yacía inmóvil y boca abajo en el centro mismo de la alcoba. Sin tener conocimiento alguno de medicina, dedujo Gladys, a primera vista, que aquel hombre estaba muerto.

Le miró con espantados ojos y lanzando agudos chillidos, salió disparada en busca de su ama.

—¡Señorita Lippincott...! ¡Señorita Lippincott...! —aulló bajando las escaleras de dos en dos.

Beatrice Lippincott estaba en su gabinete privado haciéndose vendar una mano por el doctor Lionel Cloade, que se volvió irritado al ver esta ruidosa intromisión.

—¡Oh, señorita...!

—¿Qué le sucede, Gladys? —preguntó Beatrice.

—El caballero del cuarto número 5, señorita... Está tumbado en el suelo..., ¡muerto!

El doctor miró primero a la muchacha y después a la asombrada señorita Lippincott.

—Esto debe ser una fantasía de esta chiquilla...

—No, doctor. Le aseguro que está muerto.

Y añadió con la fruición que produce él aporte de una noticia sensacional:

—Tiene la cabeza machacada...

—Entonces creo que lo mejor es... —dijo, mirando fijamente a la señorita Lippincott.

—Sí, doctor, vaya usted, se lo suplico. Es que no lo puedo creer...

Todos se dirigieron escaleras arriba con Gladys al frente. El doctor observó atentamente la inmóvil figura y luego se arrodilló para auscultarla.

Después miró a Beatrice. Sus modales se habían vuelto abruptos, autoritarios.

—Mejor será que telefonee usted inmediatamente a la Jefatura de Policía —dijo.

Beatrice Lippincott salió seguida por Gladys.

—¡Oh, señorita! ¿Cree usted que es un asesinato? —susurró esta última con terror.

Beatrice se alisó los rizos de su «pompadour», con experta mano, y contestó:

—Más vale que tenga usted un poco quieta esa lengua, Gladys. Mencionar la palabra asesinato antes de haber sido dictaminado así por el Juzgado, es ilegal, y puede acarrearle serias complicaciones con la policía. Además, que nada sale ganando «El Ciervo» con esa clase de chismografías.

Y añadió con graciosa condescendencia:

—Puede usted ir a tomarse una taza de té. Creo que la necesita.

—Sí, señorita; la tomaré. Tengo el estómago revuelto. Y, de paso, traeré otra para usted.

Beatrice contestó con un silencio que equivalía a una admisión.

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